Ejercicios de respiración

«Vengo de comulgar y estoy en éxtasis», escribió Héctor Viel Temperley en su libro de poemas Crawl. Y es una sensación parecida la que se tiene cuando se termina de leer la antología de Francisco Madariaga que acaba de publicar Ediciones en Danza. Para escribir una reseña técnica, uno debería dejar pasar la intensa emoción que dan los poemas recopilados de este escritor extraordinario. Pero vamos a jugarnos a reflexionar bajo el paraguas de ese contagio.

Por un lado, quisiera empezar diciendo algo sobre el surrealismo, escuela a la que Madariaga adhirió en sus comienzos y a lo largo de toda su obra de más de diez libros. Es casi un lugar común pegarle al surrealismo acusándolo de ser una máquina de decir estupideces. Creo que, en esos casos, se confunde al mediocre ejecutante ocasional con la teoría de entreguerras. El movimiento surrealista, que partió de una profunda decepción por el imperio de la razón, ha tenido grandes intérpretes que lo han convertido en una fuerza productiva. Breton pudo ser un dogmático y un tipo histérico, pero celebremos su Nadja, celebremos también los grandes saltos en el vacío de Artaud y la gran poesía de John Ashbery.

Madariaga, que nació en Buenos Aires en 1927, pronto se fue a vivir a Corrientes, entre los esteros, los gauchos, los caballos y el campo extraterrestre, donde su padre tenía una estancia. En la infancia, la época en la que uno carga el combustible puro, Madariaga atesoró los palmares celestes, sin orillas, los grandes caimanes y la paleta de colores de una tierra enloquecida. Es decir, no tuvo que hacerse surrealista, él vivía en el surrealismo, entendiendo a esto como una religión parecida a la que propugnaba Carl Christian Bry: «Una religión real educa para la veneración ante lo inexplicable del mundo. A la luz de la fe el mundo se hace más grande y también más oscuro, ya que conserva su misterio».

De manera que este gran poeta fue sacerdote, habitante y gaucho cantor de esta zona onírica de singular belleza. Hay en los poemas de Madariaga una tensión emocional que hace que uno se lo imagine —mientras los componía— manipulando material nuclear: «A paladas silbatos / el tren se encierra en sí al borde de los/ esteros nocturnos. / Su polvo ciudadano tiene miedo a la gran/ humedad de la tierra, / al aire cálidamente eléctrico, / a los cisnes del negro vapor nocturno de la / herida del mundo». También tiene su registro una profunda sensación de pérdida y nostalgia, como cuando le canta a los monos de la selva correntina: «Yo quiero cautivar tu desesperación, oh mono / adiós. Tiemblas tanto en tus islas negras, oh mono/ adiós. / En los embarcaderos el color encendido en tus ojos tiene tanta fe./ Oh, mono, retén el equilibrio de tu asombro. / Yo ya tiemblo en tus islas, mono adiós. Tu odio virginal es idéntico a cuando se cruza/ mi alma con el mundo».

Cuando un karateca logra la perfección, se dice que tiene «kime», una palabra difícil de traducir pero que se podría asociar a la «impecabilidad». Ver leer a Francisco Madariaga era una experiencia única. Tenía «kime». De golpe, aunque se estuviera en el sótano de un bar de la populosa Buenos Aires, fingiendo que se asistía a un recital de poesía, en realidad estábamos percibiendo un ejercicio de encantamiento y respiración. Recuerdo esos versos dedicados a su padre —a todos nuestros padres— del poema «Criollo del universo» y mientras los transcribo, lloro: «Oh, acude a mí, a mi jerarquía de peón del planeta,/ gaucho con trenzas de sangre,/ mi padre/ y ensíllame el mejor caballo ruano del universo:/ para atravesar el agua de oro de la muerte,/ y escucharme,/ todo/ siempre en ti/. El blanco océano solloza por la inmortalidad». Sí, gauchesca, pero nada de patriotismo, como lo contó en una entrevista: «Mi relación es con el país natal, no con una nación jurídicamente hablando. Sí con una tierra que ofrece posibilidades a la imagen, a las contradicciones, que va desde la cosa más realista hasta la cosa más religiosa. El paisaje natal va a desaparecer irremediablemente, ferozmente barrido. De allí salió la necesidad, la urgencia, de escribir acerca de aquello que se extingue. No es una idea conservacionista, es otra cosa. Necesito dejar constancia de ese paisaje, aunque me apunten en contra».

En 1936 Lee Falk creó a El Fantasma, un personaje que fue el antecesor de los modernos superhéroes. Vivía en el territorio mítico de la Jungla Profunda, ubicado en la costa indostánica. Los nativos lo llamaban «El espíritu que anda» o «El hombre que nunca muere». El Fantasma usaba una máscara y un traje ajustado y elástico. Solía atravesar la selva en un caballo blanco seguido siempre de cerca por un perro lobo. Para sus enemigos, era inmortal, pero en realidad estos justicieros eran hombres de carne y hueso que al morir le pasaban el legado de ser El Fantasma a sus hijos, quienes continuaban con la cruzada. La serie tomaba al personaje en el momento en que le tocaba ser El Fantasma a Kitt Walker, pero —decía el guionista— antes hubo más de veinte Fantasmas.

No sé si Madariaga era amante de los comics, pero me imagino que le hubiera gustado esta leyenda de una dinastía eterna que trataba de preservar su lugar de origen. Hoy, en nuestra literatura, la poesía de Madariaga vive y se resignifica en la del joven poeta Martín Rodríguez. Como si fueran uno solo.