Fort Falcon
Hace poco leí un ensayo sobre Sándor Márai de J. M. Coetzee. Es rara la historia de Márai. Un escritor casi tan prolífico como César Aira (más de 20 novelas de un tirón en sus primeros años de escritor) y que permaneció en el silencio —pero escribiendo— después de que se tuvo que exiliar de Hungría cuando a su país llegaron los muchachos de la camiseta roja. De golpe —nos cuenta Coetzee— una editorial italiana, muchos años después, lo publica y el culto a Sándor Márai crece sin cesar hasta llevarlo a las listas de best seller. Coetzee le dedica varias páginas, hurga en su biografía y termina liquidándolo con el silenciador. Márai no sabe escribir novelas, dice. En nuestro país y en España también hay fervor por los libros del húngaro. Lo que le llama la atención a muchos críticos es qué tiene de constitutiva su obra —la obra de un burgués de un mundo que desapareció, el Imperio Austrohúngaro— para que nuestra clase alta y nuestra clase media alta se vean interpelados con tanto fanatismo. No se puede obviar a Márai, parece decir —sin decirlo— el texto de Coetzee, tal vez uno de los más grandes escritores del mundo en activo. Algo en su «caso» nos habla de nuestra situación actual. El mundo de las personas que viven de manera confortable, con cds a montones en sus inmensas discotecas y la comida y entradas al cine garantizadas. Y donde la discusión no es, como en los setenta, sobre a quién hay que matar literalmente, sino sobre a quién hay que «matar» en un blog.
Anoche, en la tele, vi por primera vez a Ricardo Fort. Es alguien que, como Márai, no se puede obviar. Está en el papel impreso en el que nos obligan a nadar, en las teles prendidas de los bares y en el boca a boca del subte. Fort está —como el amor— en el aire. Ahora me doy cuenta de que ya lo había visto muchas veces. Su singularidad física pasó por el rabillo de mi ojo en varias ocasiones. Es el patovica tatuado, especie de Hulk dorado que la rompió en el programa de Tinelli. Lo primero que uno siente es que es fácil pegarle a Fort. Existe una gran camada de periodistas progres que se encargan de liquidar —con excepción de la pareja presidencial— a estos muchachos que irradian grasadas y, a veces, maldad. Este progresismo es culto y sofisticado. Divide el mundo entre buenísimos y malísimos y sin contradicciones de ningún tipo. No está preparado para pensar contra sí mismo porque el país es una especie de Plaza Sésamo donde los malos son tan evidentes que es imposible equivocarse. El Rabino Bergman es malo, malísimo. ¡Es reaccionario!!! ¡Morales Solá también!!! ¿Y Alfredo de Ángelis? Un pobre tipo que no sabe ni expresarse, y que no está a la altura de la paideia de Carta Abierta o del Grupo Aurora —la derecha cool y la derecha toy—. Bien, pongamos a Fort de culata en el medio de todo esto.
Al tipo lo están entrevistando en su casa de verano cuya estructura tiene algo de la Isla de Caras —una zona mítica de los 90 que se adelantó a la isla de Lost. Es decir, no está en ningún lugar real. Es una entelequia con gente adentro y afuera. Mientras Fort habla con el periodista, por detrás de él se pasean muchachos musculosos pidiendo un poco de cámara. La cámara está histérica y panea la casa. Así podemos ver que la entrevista es observada por una ristra de amigos de Fort y por una chica hiperpulposa que deviene en su novia. Todos viven, comen y sueñan, se nos cuenta, en la casa de Fort. Porque Fort es generoso. De toda esa garcha de la farándula, esa mezcla de mierda de famosos e hipócritas, Ricardo Fort es el único hombre que dice la verdad. Lo dice con la boca y lo dice con su cuerpo. «A mí me gusta el menemismo, el champagne y las fiestas, ese fue el mejor gobierno», dice ante el estupor del notero. Increíble. Porque en este país parece que el menemismo fue un virus que vino del espacio exterior y para el que por suerte conseguimos el antídoto del progresismo. Nadie, nadie, salvo los parias más recalcitrantes, en este país fueron menemistas. A Fort se lo critica porque está rodeado de gente que lo melonea y lo elogia, tipo parásitos que picotean el lomo del caballo. ¿Pero esto no es lo mismo que pasa con infinidad de estrellas de rock con pretensiones intelectuales y tono anagramático al hablar? ¿No es el caso del señor Gama Alta y Porco Rex? Fort, como Michael Jackson, se declara un hombre con una infancia triste, cuidado por su madre y maltratado por su padre. El padre, dice, nunca reparó en él y jamás le dijo que lo quería. Entonces Fort, que debe sentir que no tiene realidad, al igual que Yukio Mishima, se mete en el gimnasio y trata de adquirir espesor. Trata de ocupar un lugar físico real. «Soy grasa, me gusta ser grasa», dice, tautológico, mientras conduce un auto largo y descapotable rumbo a la playa con su corte. En la Corte del Rey Crimson reinaba la inteligencia y la sofisticación. En la corte del Rey Fort no hay lugar para débiles. Acá hay que exponerse, ser famoso o salir con los pies para adelante. Como Willy Wonka, tiene una fábrica de chocolate enclavada en el corazón de nuestro país. ¿No dirías que es un hermano?