Reencarnación

Para Martín Caamaño

De golpe uno se encuentra con un libro sobre el que nadie lo había alertado. Ni los aparatos de difusión de las editoriales, ni la crítica especializada, ni las notas de prensa, nadie. El lector no sabe quién es la persona que escribió el libro y no sabe nada sobre lo que se narra en el mismo. Sin embargo, después de leerlo, las cosas cambian. Tal vez no puede dormir bien —como si hubiera comido algo espeso— o tiene insomnio y, cuando puede dormir, sufre sueños inquietantes. Impulsado por la fábula que se narra en el libro, el lector se convierte en escritor y se replantea toda su vida. De alguna manera trata de narrar lo que ya pasó bajo el influjo de esa voz que se escapó del libro y que ahora tiene tanta entidad como las personas de carne y hueso. Esa voz es una percepción del mundo, un color del mundo, un estado de ánimo.

Jonathan Glazer es un director de cine muy particular. Se fogueó haciendo videos musicales y filmando para la publicidad. Hizo una película que se llama Sexy Beast que en nuestro país apareció traducida como La bestia salvaje. Una película muy singular, con grandes actuaciones y de una belleza visual contundente. Su segunda película se llama Birth y acá se vende en los videoclubes como Reencarnación. Hace poco, en una cena, un amigo me la recomendó. Me dijo que era de Glazer (yo le había hablado con admiración de Sexy Beast) y me agregó «no sé bien de qué trata». Por lo general, cuando los psicoanalistas le dicen al paciente «no sé bien qué significa eso», el paciente quiere salir corriendo. A mí me pasa lo contrario. Me gusta la gente que admite que no sabe nada o que tiene dudas sobre lo que piensa. Me gustan las personas que conviven con su incertidumbre. Me gustan los tipos que exploran el mundo para no llegar a ninguna conclusión o a muchas paradójicas. Jonathan Glazer trabaja con estos presupuestos y sus películas son perturbadoras. Nunca terminan de narrarse y siguen en escena en nuestra mente y nuestro corazón cuando vamos en el subte hacia el trabajo o cuando hojeamos el diario de manera distraída, cuando nos acarician o compramos la comida de la noche.

Ahora voy a contar parte del argumento de Birth. Diez años después de la muerte de su marido, Anna (Nicole Kidman) está preparada para empezar una nueva vida ya que después de negarse varias veces (como lo hace Pedro con Jesús) ha decidido aceptar la propuesta de casamiento de Joseph (Danny Huston), su insistente novio. El día en que celebran la fiesta de cumpleaños de su madre (Lauren Bacall) un nenito de unos diez años logra colarse en la casa donde viven ambas (un inmenso y aristocrático piso neoyorquino que habitan también Joseph y Bob, el cuñado de Anna y la hermana de esta, Laura, quien está embarazada). Cuando prenden las luces después de apagar las velitas, el joven e inesperado huésped le dice a Anna que quiere hablar con ella en privado. Anna, sospechando que todo se trata de una broma, accede y ya en la cocina, el nenito le dice que es Sean, su marido muerto. Y le pide que no se case con Joseph. Anna se enoja, lo hace bajar de su piso y lo deja al nenito en las manos del conserje del edificio, con plata para que lo ponga en un taxi. Pero el nenito va a insistir en que es el marido de Anna y la película va a entrar en una ramificación de motivos que sólo parcialmente van a ser suturados. ¿Puede alguien reencarnar en el cuerpo de otro? El budismo piensa que sí. De hecho, uno de los guionistas de la película es Jean-Claude Carrière, quien trabajó en infinidad de películas como guionista de Buñuel, colaboró con Peter Brook en teatro y también trabajó con el Dalai Lama en el libro The Power of Buddhism. Pero la película usa el pretexto de la línea de fuga paranormal para poner en escena problemas más radicales como, por ejemplo ¿Cuánto tiempo podemos amar a una persona? ¿Cuánto tardamos en olvidar un gran amor? ¿Qué hechos, qué motivos activan en uno el recuerdo de la epifanía de vivir? Esta persona que está conmigo, día a día ¿no será un completo extraño? ¿Por qué reaccionó de esa manera, con quién hablaba en sueños?

Así que tenemos por un lado unos actores muy buenos cumpliendo las leyes de los cuentos de hadas. Hay una corte elegante que está formada por Anna y su familia, quienes viven en un edificio lujoso y hasta este lugar llega un niño, un intruso, para proponer un amor imposible. Hay un hechizo —es una de las líneas que sugiere el film— pero no está ni en el niño ni en ninguno de los personajes, sino en el espectador. Esto es así. Si la película no logra hechizarte, puede ser vista como una producción más de la adocenada saga de Hollywood. De hecho, otro amigo me dijo: «Esa película es una estupidez, el nenito es un chantajista. Está claro». Las actuaciones, que son formidables, pueden empezar a parecer afectadas. Todo depende de cómo calibremos la percepción. Por eso me parece una película muy riesgosa. Recuerdo a una pareja que conocí en la Facultad. Ella siempre se estaba quejando porque decía que no amaba a su marido pero este, decía, «la tenía atrapada». Hasta cuando tenían separaciones esporádicas continuaban viviendo bajo el mismo techo. Si uno miraba de refilón a la pareja, lo que veía era a un hombre sumiso, miedoso, ocupándose de manera excesiva de los caprichos de su mujer. Bajo esta epidermis latía una relación de amo y esclavo clásica, donde el que parecía más débil era el dueño de la pareja, el que marcaba las reglas. Joseph, el prometido de Anna, termina enloqueciendo de celos cuando esta parece preferir al nenito donde mora el alma de Sean. Pero no era necesario que apareciera Sean reencarnado (si es que esto realmente sucede) para saber que él ya sabía que Anna no lo amaba y que sólo iba a terminar casándose con él porque, como le dice en una escena «quiero una vida feliz, en paz». Una de las cosas que parece decir la película es que todos sabemos a qué estamos jugando, aunque intentemos perdernos entre la multitud. Y que a veces tiene que salir alguien de entre los muertos para poner las cosas en su lugar. El papá del actor que encarna a Joseph filmó un extraordinario relato de James Joyce que se llama, precisamente, Los muertos. Es el último cuento de Dubliners y la última película de John Huston. En el relato —y en la película que le es muy fiel— una pareja va a una cena de Navidad y después vuelve a la casa donde se está hospedando. La mujer, de pronto, escucha una canción muy triste que viene de la calle mientras sube una escalera y entra en trance. Como si ella fuera otra persona le cuenta a Gabriel, su marido, que la canción le recordó a Michael Fury, un joven débil que la amaba y que murió por culpa de ella. El marido percibe que Michael Fury, muerto hace años, está más vivo que él para su esposa. Hasta ese momento Gabriel se sentía el centro del mundo. En la fiesta, donde era venerado por los parientes, ofreció un discurso (al igual que Joseph en su fiesta de compromiso con Anna) que todos aplaudieron, pero después, de golpe, era expulsado del centro de la vida de su mujer y arrojado a un barrio periférico por un desconocido. Al igual que en Birth, la película sucede en pleno invierno, bajo la nieve que cubre Dublín y que cae «sobre los vivos y los muertos». Porque parece que es en las bajas temperaturas del inconsciente donde se conservan mejor los recuerdos capitales.

La persona que más quise en el mundo fue mi padrino Bruno. Vivió hasta los 90 años en la casa donde yo nací. Él me hablaba de manera realista sobre los fenómenos paranormales. Una vez, su abuelo, al que él amaba, lo despertó mientras dormía en una casa abandonada de Nápoles. Le dijo que corriera. Mi padrino lo hizo y se salvó de ser aniquilado por una bomba que cayó en la cama todavía caliente. Mi padrino combatió en la Segunda Guerra Mundial y formó parte del sitio de Nápoles, cuando la peste arrasaba con la ciudad. Su abuelo, que había muerto antes de la guerra, volvió a aparecer para decirle a la madre de mi padrino, mientras se anudaba la corbata y se acomodaba el traje, que estaba así de elegante porque hoy volvían de la guerra Ezzio y Bruno. Ya despierta, por la tarde, la mamá de Bruno escuchó por la radio que estaban vivos y desmovilizados, regresando al pueblo. No hay día que yo no piense en mi padrino Bruno. Que no bese antes de salir su foto que está enmarcada en la repisa del living. Creo realmente que tuvo y tiene un poder benefactor sobre mi vida y vivo pendiente del momento en que va a reencarnar. Ese instante preciso en que va a salir de la multitud de rostros que forman nuestra ciudad y va a caminar hacia mí con mi cara en sus manos.