Esperando a los bárbaros

Para los que practicamos karate, el equilibrio es algo vital. Los golpes de defensa y ataque dependen de cómo nos paramos, de la manera en que respiramos sacando el aire, acompañando al golpe. El equilibrio del pie de apoyo, el pie que se queda en la tierra para sostener a la patada que sale, es fundamental. El escritor sudafricano John Maxwell Coetzee podría ser tranquilamente un cinturón negro de la literatura. Tiene historias terribles, apasionantes, o mecánicas y repetitivas, pero siempre con una cualidad innata para mantener el equilibrio. La estructura de sus novelas, la forma en que elige si va a narrar en primera persona o si después de un relato largo en tercera irrumpe con un informe médico —o un estudio jurídico— que echa luz sobre lo narrado anteriormente, el cambio de punto de vista o de eje narrativo, la libertad creativa que se permite a la hora de relatar —Coetzee no inventa, sino que estructura, superponiendo capas de relatos— lo vuelven un caso singular que hace que uno se devore sus libros no sólo porque nos pone —con sus temas punzantes y siempre contemporáneos— en estado de alerta y contradicción moral, sino porque también se aprende a escribir. Tomen una hoja y diagramen una novela de Coetzee, dibujen sus periplos y su manera de orbitar el centro, y tendrán en el cuaderno algo parecido a un cuadro abstracto pero, como en las pinturas de Mark Rothko, cargado de sangre y violencia.

¿Cómo se escribe una autobiografía? ¿Qué vamos a poner en ella de cierto o de falso? Frente a la imposibilidad de volver a narrar todo tal cual ocurrió, empiezan las estrategias de asedio. V. S. Naipaul, por ejemplo, decidió que su autobiografía iba a ser escrita por otro escritor. Y si bien hay pedazos de su vida novelados en muchos de sus libros, a la hora de hacer la cuenta total eligió que fuera otro hombre el que se encargara del trabajo sucio. Le dio vía libre al inglés Patrick French para que buceara en la basura y lo autorizó a que publicara todo sin ocultar nada. Una biografía autorizada con permiso para matar. ¿No es lo que hace Naipaul también una estrategia artística como poner un mingitorio en una galería de arte? El mundo es así —nombre del libro— causó conmoción porque Patrick French lo destrozó a Naipul. Su biografiado era un miserable, ególatra, clasista, insensible y misógino, entre muchas otras cosas. J. M. Coetzee viene también escribiendo su autobiografía desde hace años. No contrató a nadie para que la escriba, pero utilizó diferentes estrategias para hacer explotar el género autobiográfico, sacarle chispas y ponerlo en estado de peligro inminente, de hacerlo devenir en pura novela. Recién se acaba de publicar Verano, quizá la última de estas memorias provincianas, como él las llama en un subtítulo.

La estrategia de equilibrio, de cómo va a estar parado en el racconto de esta saga vital es muy peculiar. Empieza con Infancia, donde lo primero que llama la atención es una prosa en tercera persona, en presente, que por ser tan intensa se vuelve en la memoria una primera persona muy extraña. Lean: «El recuerdo de su madre montada en la bicicleta no lo abandona. Ella se aleja pedaleando por Poplar Avenue, escapando de él, escapando de su propio deseo. Él no quiere que ella se vaya, no quiere que tenga deseos. Quiere que se quede en la casa, esperándolo. Ya no se alía con el padre contra ella: todo lo que desea es aliarse con ella contra el padre». En el segundo volumen, Juventud, la prosa sigue en el mismo estilo y el narrador empieza a desgranar sus influencias literarias, los escritores con los que va a construir una casa en el lenguaje. En Infancia se relataba la vida de una familia pobre en Ciudad del Cabo, una región violenta, segregacionista y salvaje. En Juventud el escritor viaja a Londres y empieza a leer a Eliot, a Ezra Pound y a Samuel Beckett. Se instruye en el modernismo y en la imagen justa con máximo poder de concentración de sentido, otras de las marcas de fábrica de la prosa de J. M. Coetzee. Nunca hay adornos, nunca ladra un perro a lo lejos para lograr cierto «clima». Esto es un don y creo que no se logra con ninguna instrucción. Veamos por ejemplo el comienzo de Vida y época de Michael K, su obra maestra donde metaboliza lo que aprendió estudiando la prosa de Beckett: «Llevó al niño al trabajo, y siguió llevándolo incluso cuando ya no era un bebé. Lo mantuvo alejado de los otros niños porque sus risas y susurros lo herían. Año tras año, Michael K, sentado en una manta, contempló a su madre encerar los suelos de otros y aprendió a callar». Perfecto, ¿no? Ya está todo ahí en un breve párrafo quirúrgico.

En Verano, el fin de la saga autobiográfica, Coetzee mueve las caras del cubo y cambia la estrategia narrativa. En vez de un narrador en primera o en tercera, tenemos a un joven biógrafo inglés que se encarga de hacer reportajes a varias personas que fueron importantes en la vida de John Coetzee, el escritor que acaba de morir. Y lo que dicen las personas sobre este hombre también es apabullante, como en el caso de Naipaul. Las mujeres, sobre todo —una prima, una ex amante— describen a un hombre seco, sombrío, algo metódico y con pocas habilidades para gustar. Anticarismático a full. Lo cierto es que Coetzee logra convencernos de que esas voces son ciertas, de que existieron y de que hablaban de esa manera. Mientras le relatan al biógrafo sus relaciones con el escritor, dejan hendijas por donde podemos vislumbrar sus propias vidas. Parece una trampa, queremos escuchar sobre Coetzee, pero nos alimentamos también de los infortunios de sus amigos y amantes.

Coetzee tiene opiniones contundentes. Pero no son puramente literarias como las estupideces de Nabokov. Para transcribirlas en sus novelas utiliza la máscara de Elizabeth Costello, una escritora australiana que dicta conferencias muy particulares. Dice, por ejemplo, que los hombres explotan y abusan de los animales. Y traza un paralelo entre un camión de reses que va al matadero y un camión de presos políticos que va a la cámara de gas. Matamos a los animales porque los consideramos inferiores y que están a nuestro servicio. Los blancos deciden que hay que matar y excluir a los negros porque son inferiores, una cosa lleva necesariamente a la otra y así ad infinitum. El mundo, en definitiva, es un lugar salvaje que está montado en un crimen perpetuo. En Hablemos de langostas, el libro de ensayos de David Foster Wallace, el escritor se preguntaba si era necesario cocerlas vivas para que podamos tener un banquete más fresco. Creo que fue la respuesta a esta pregunta la que lo indujo mucho tiempo después a colgarse de una viga. Coetzee es una mente atenta, fina, una pluma genial radiografiando un mundo banal e insensato. No está esperando a Godot, sino a los bárbaros, que no son, precisamente, los «otros», sino los reyes del imperio, los que hacen las leyes y matan para tener el cable, la calefacción y a sus hijos en los liceos caros. Para que cuando crezcan nos gobiernen atemorizándonos con la llegada de los bárbaros.