Todos tus muertos
Para tenerlo en cuenta: si alguien les regala un libro de Cormac McCarthy —en el cumpleaños, Navidad, o cuando sea— en realidad les está regalando un pedazo de dolor. A grandes rasgos, la gente podría dividirse entre los inspirados que domestican las emociones y alcanzan el Nirvana y los esclavos que, como escribió Rodolfo Wilcock, sólo piensan en el sexo y en la muerte. McCarthy escribe para los segundos. Tiene diez o doce libros y casi todos están traducidos al español. Si bien se volvió célebre —y best seller— por una adaptación que los hermanos Cohen hicieron de su novela No es país para viejos, el escritor le viene pegando a su Olivetti desde la juventud escribiendo con poco éxito de ventas pero con un talento impresionante. Es fácil de entender. No es común querer tener un pedazo de dolor en tu casa, en la mesa de luz o en la biblioteca. Pero de alguna manera McCarthy se empecina en transmitir siempre lo mismo, variando, según dos grandes períodos de su escritura, la forma estilística, pero sin renunciar a los temas centrales: no hay posibilidad de buen final, estamos acá para sufrir, el cielo está vacío y la raza humana suele fabricar especímenes que se pasan de rosca de manera abominable. Rodeando todo esto, como único testigo, la belleza extrema de la naturaleza, ya sea el vergel de los bosques de su Tennessee natal o el desierto imponente de la frontera entre Estados Unidos y México. Zona de cruces de culturas que fascina al escritor que, en La carretera, su último libro hasta el momento, se imaginó el fin del mundo como un lugar con el cielo arrasado, el mar negro y tribus de caníbales comiéndose a los débiles. Ni el país ni el mundo son para débiles. Los libros de Cormac, tampoco.
El clishé en torno a McCarthy, su retórica, dice que es uno de los últimos escritores americanos de clausura. Como Salinger, como Pinchon, al hombre tampoco le gustan los reportajes y las cámaras y sólo ha dado unos pocos y muy estratégicos como el que concedió a Oprah Winfrey con motivo de la salida de La carretera. Winfrey conduce el programa más visto de Estados Unidos. Cada libro que ella recomienda se convierte en lingotes de oro. Se dice que Oprah tuvo una vida de mierda y uno cree que es este pasado el que la convirtió en lectora potencial del escritor huraño. Pero antes de Winfrey y del Oscar de los Cohen, McCarthy escribió una primera novela muy extraña: El guardián del vergel (1961). La historia es sencilla, como si la narración no fuera lo más importante. Tres hombres —un anciano, un chico y un traficante de alcohol— cruzan sus vidas en un paraje anclado entre la miseria y el esplendor de la naturaleza. Como si se tratara de un acuarelista, el escritor describe y convierte a los ciclos naturales de la tierra, el agua y el aire en protagonistas centrales. La tierra es demasiado bella e implacable. Y por más que nos obstinemos en sacarle protagonismo, ella se va a desquitar de nosotros como si fuéramos mosquitos molestos. Esta novela de McCarthy viene directo del Condado de Faulkner. La prosa es alambicada y extrema. Se crean climas y se dice poco. El narrador toma rápidamente una posición ética. Escribe sin consultar al lector. No lo tranquiliza, ni lo conduce. Utiliza las técnicas faulknerianas de las comillas, para remarcar pensamientos de un protagonista, pero uno no sabe a ciencia cierta quién es el que está pensando. Me acuerdo que Faulkner sugirió en algún momento editar El sonido y la furia con diferentes párrafos en colores para que se notara la progresión temporal de los pensamientos de Benjy, aquel querido e inolvidable luchador sordomudo. Pero se decidió por fundir todo en una sola masa y en eso está su grandeza inmortal. Mc Carthy sigue al maestro. De hecho, uno tiene que volver varias veces sobre el libro para saber de qué va. Lo genial es que no importa, porque nuestro espíritu está captado por un discurso atávico, por una prosa que habla con la verdad de la especie.
El guardián del vergel fue publicado por Arthur Erskirne, de la editorial Random. El mismo editor de Faulkner. A esta novela le siguió La oscuridad exterior (1968) —que trata sobre una chica que busca a su bebé robado fruto de una noche incestuosa con su hermano— e Hijo de Dios (1979) —sobre un asesino serial necrófilo que se llama Lester Ballard. Como se ve, cada vez peor. Después viene Sutree —lo más parecido a una autobiografía— y, ya en los ochenta, su primera obra maestra: Meridiano de sangre (1985). Acá empieza su período de estudio de la frontera entre México y Estados Unidos en el siglo XIX. Los personajes de Meridiano de sangre son pandillas del ejército y cowboys piratas que se persiguen entre sí mientras matan indios y les cortan la cabellera para cobrarse unos pesos de la ley de turno. El relato arranca con las peripecias de un chico —que no tiene nombre— y cuenta su iniciación en esta guerra insensata hasta convertirse en un verdadero juguete rabioso. A su lado, está uno de los personajes más macabros de los imaginados por McCarthy, el juez Holden, un hijo de puta calvo y carismático. Cruel, asesino y violador de niños, una prefiguración del mal encarnado en la tierra, que antecede —y supera— al Chigurh de No es país para viejos.
Empecé a leer a McCarthy por el libro final de su trilogía de la frontera: Ciudades de la llanura (1998). Cuando un escritor es bueno en serio, no es necesario llevar el orden de los libros para sentir por completo su universo. Acá se narraba el final de toda una época de ranchos de cowboys que veían llegar el tranco de la modernidad. Y también el final de la amistad entre John Grady y Billy Parhan. Uno de los dos va a morir empecinado con el amor redentor de una prostituta «intocable». La trilogía arranca con Todos los hermosos caballos (1992) —que fue el primer éxito de ventas de este escritor— y sigue con En la frontera (1994) —otra obra maestra a la altura del Meridiano de sangre—. Me impactó cómo McCarthy describía la vida cotidiana de estos vaqueros. Sus metódicas comidas, los largos vagabundeos, las domas, su obsesión con los caballos y las largas charlas telegráficas que servían para ir reconociendo a cada personaje. La prosa de Faulkner deja paso en esta etapa a una sintaxis más corta, precisa, como si fuera una pelea a cuchillo. Pero Faulkner sigue estando. En la primera parte de En la frontera, un chico lleva a una loba que acaba de cazar hasta las montañas de México, de donde vino, para liberarla. Con ecos de ese extraordinario relato de Faulkner llamado El oso, recibimos un palazo en la cabeza siguiendo el destino del joven y el animal en medio de la maldad humana. En casi todos los libros de McCarthy los personajes hacen cosas insensatas: el chico y la loba en larga peregrinación casi religiosa, dos hermanos muy jóvenes y huérfanos tratan de recuperar sus caballos robados, un joven trata de matar a un Sheriff, un viejo cuida a un cadáver que alguien tiró cerca de su casa. Siempre irrumpe un personaje lateral y empieza a seguir, aparentemente sin motivos, a los personajes centrales, como lo hace la nenita italiana con Quentin Compson en el capítulo en que este se suicida en El sonido y la furia. ¿Y no es un poco así? Las personas se juntan, se mezclan, se olvidan y reproducen, a veces, en medio de una absoluta pereza. Y cuando miramos a un costado, alguien nos está siguiendo y con sólo girar la cabeza nos vemos a nosotros mismos siguiendo a otro. Y así hasta la muerte. Escribe T. S. Eliot en The Waste Land: «¿Quién es el tercero que camina siempre a tu lado/ cuando cuento sólo estamos vos y yo juntos/ pero cuando miro adelante por el camino blanco/siempre hay otro caminando a tu lado».
Ahora se acaba de estrenar en los cines la versión de La carretera, protagonizada por Viggo Mortensen y Charlize Theron. La novela es un buen regalo para el día del padre. Cormac se la dedicó a su hijo Francis, de ocho años. Está ambientada en un futuro distópico. Con el planeta tierra arrasado por algo que salió mal —¿una explosión nuclear? ¿una guerra interminable?— y que el escritor nunca se preocupa en contar. El padre y el hijo tampoco tienen nombre. Son sólo un padre envejecido y un hijo muy pequeño huyendo por una ciudad en ruinas y rodeados de caníbales y demás muchachos que tratan de sobrevivir. Durante todo el libro —como si fueran personajes de Beckett— los protagonistas arrastran un carrito de supermercado con pocas pertenencias que van llevando de un lado a otro. Duermen a la intemperie bajo una llovizna gris y sólo en un momento el narrador le permite al padre tomar un whisky y a ambos bañarse con agua caliente y comer comida enlatada. Durante todo el trayecto, que uno sigue paso a paso en el mismo tiempo que los personajes, el padre le transmite al hijo, como único testamento, todo su terror. Cuando este finalmente muere, la escena es terrible. Y quien sea lector y tenga muertos queridos en su haber, no podrá parar de llorar. Somos hijos de seres imperfectos, parece decir Cormac, y seremos padres terribles. Esto es lo que hay. Pero el lector argentino recibe todavía un golpe más cuando cierra esta novela intensa. Se da cuenta de que esos seres —padre e hijo— que caminaban muertos de hambre, recorriendo las calles con su changuito metálico en el fin del mundo, nos resultan muy familiares. Son los desplazados de nuestro sistema social, que salen por las noches a juntar la carroña que les dejan los que tienen techo. En la novela de McCarthy, el fin del mundo es más democrático —los implica a todos—; en nuestro territorio, el fin del mundo ya empezó y es exclusivo para miles de pobres. Este no es país para cínicos.