Los últimos días de Sylvia Plath
Podría ser un argumento para un cuento de Salinger. Empieza así: es el invierno más crudo de los últimos tiempos en Londres. S llama a J desde un teléfono público. Porque S no tiene teléfono en su casa. La llamada se produce a las dos de la tarde del mes de febrero. S le dice a J: ¿Puedo ir a tu casa con los niños? Una hora más tarde se presenta en la casa de J con los críos y le pregunta, impaciente, si puede acostarse en una cama. J lleva a S hacia un cuarto del piso de arriba. Los chicos de S juegan con los chicos de J mientras su madre duerme a lo largo de cuatro horas. Cuando se despierta, baja y cena con J y los niños mostrando un apetito voraz. S le dice a J que quiere quedarse más tiempo en su casa, que no quiere volver a la suya (las cañerías están congeladas y allá se siente sola). Por eso le pide a J que vaya a buscarle la ropa de los chicos, los cepillos de dientes y un vestido azul. J hace lo que le pide S. Va y trae las cosas. Pasan dos o tres días juntas. S tiene que tomar dos pastillas diferentes. Una para aplacarse y la otra para arrancar el día. J percibe que S no se ocupa de sus chicos y que ella los tiene que lavar y cambiar junto con los suyos. El doctor de S la llama a J y le pregunta: «¿Cómo la encuentra?» S le dice que la ve deprimida y que le cuesta dormir por las noches. El doctor le pregunta si S toma las pastillas. J asiente. El doctor dice: «Tiene que tomar las pastillas por la mañana y por la noche. ¿Se ocupará usted de que lo haga? De todas maneras no se ocupe de todo. Es ella quien debe ocuparse de sus hijos. Debe ser consciente de que les es absolutamente necesaria». El sábado por la noche S se puso el vestido azul y se fue a una cita. J nunca supo con quién. El domingo por la tarde, después de tomar el té, S empezó a juntar todas las cosas de ella y sus hijos y le dijo a J que tenía que volver a su casa. Estaba apurada. G, el marido de J, se ofrece a llevarla. G tiene un auto extraño, un viejo taxi negro londinense reformado. S sube a los chicos al taxi y G la lleva a su casa. Cuando para en un semáforo, G se da cuenta de que S está llorando. Los autos de Londres tienen vidrios que separan a los pasajeros del conductor. G corre el vidrio y le pregunta: «¿Qué pasa, Sylvia? No es necesario que te vuelvas a tu casa. Jillian quería que te quedaras. Yo quiero que te quedes». Pero S le dice que no se preocupe, que tiene que volver a sus cosas. G se baja del auto y se sienta junto a S, en la parte trasera. Le hace upa a los chicos —que habían empezado a llorar junto con su madre— y los calma. Finalmente los deja en la puerta de la casa. La casa tiene una placa en la puerta donde dice que ahí vivió, en otro tiempo, el poeta William Butler Yeats. G vuelve a su casa, con J. Le cuenta que S estaba llorando y que él le pidió que se volviera. J le pregunta qué le contestó. G le dice que dijo que estaría bien. J todavía no lo sabe, lo va a saber mucho tiempo después, cuando escriba el libro sobre su relación con S, que en realidad no quería que volviera, que ya estaba harta de la demanda constante y egoísta de S. Esa noche J y G duermen pesadamente. Al otro día, después desayunar, J recibe un llamado del doctor de S. Le dice que S se suicidó. Que puso su cabeza en el horno, cerró con toallas las rendijas de abajo de las puertas de la cocina y dejó a sus hijos con las ventanas abiertas en el cuarto de arriba. Pensó que el gas de cocina era liviano y que ascendería, pero en realidad es pesado, descendió, y casi mata también a las personas que estaban viviendo en el piso de abajo. Se salvaron porque llegó una enfermera que tenía que cuidar a S y abrió la puerta. Los niños también se salvaron de morir congelados. Su madre, antes de apoyar la cabeza sobre una toalla, en el paladar profundo del horno, les había dejado el desayuno. Una mujer, abandonada por su marido por otra mujer, que escribe poemas geniales sobre el erotismo femenino, la muerte y la ausencia de su padre muerto muy joven, es aniquilada por un artefacto doméstico. ¿Cómo no se le iba a hacer agua la boca a las feministas? De no ser un hecho tan desgraciado, hasta podría ser un cliché.
Empezó, entonces, el mito de Sylvia Plath. Un mito triste, doloroso, que no sirve para nada. Aunque año tras año lo orbitan miles de papers académicos y relatos biográficos, como el de Jillian Becker que acaba de aparecer y donde la autora trata de poner en claro su participación como amiga íntima en los últimos días de la escritora. Sobre todo porque, dice, está harta de que los biógrafos de Plath la entrevisten para después utilizar sus palabras como les dé la gana y siguiendo siempre una rutina prefabricada: la que dice que Sylvia Plath fue una mujer sufrida y genial que se suicidó por culpa de Ted Hughes, quien la abandonó por Assia Wevill (quien también después se suicidó, matando, de paso, a la hija que tuvo con Hughes). Sylvia Plath es la abanderada del feminismo, el mito de la mujer brillante y emancipada. Lo cual, con sólo leer sus poemas, resulta poco creíble. Porque, después de darle tanta manija al mito, muy pocos leyeron sus poemas, sus relatos y su prosa. Cosa que suele suceder. La campana de cristal, por ejemplo, es un relato de iniciación muy hermoso y los poemas de Ariel, publicados póstumos por Ted Hughes, tienen estiletazos de genialidad. Porque no existe una poesía escrita por mujeres y otra por hombres, existe una sola y es difícil de definir pero inolvidable y reconocible cuando estamos frente a ella.
Antes dije que el mito de Plath no sirve para nada. Me corrijo. No sirve para nada si hace que sólo busquemos en los textos de Plath la confirmación de su mito. Sirve si nos permite —entre la maraña de material impreso con el que somos bombardeados— acercarnos a los poemas de Sylvia, para dejarnos invadir por su potencia y las cosas paradójicas que plantean. Los mejores poemas de Sylvia Plath no son publicidad, no se responden a sí mismos, no conducen, no quieren que hagamos algo. Puede parecer que afirman una sentencia, pero no hay dos lectores que puedan sacar las mismas conclusiones. Siempre están puestos en estado de pregunta. En ellos la alta literatura, los objetos domésticos, las prácticas sociales, y el genio atávico que se despertó en ella cuando los escribió en un rapto de inspiración, hacen un cóctel molotov. La luna de los románticos, por ejemplo, se vuelve algo perturbador: «Aquella noche la luna/arrastraba su bolsa de sangre, animal/ enfermo/ más allá de las luces del puerto. / Y luego volvió a su normalidad, /indiferente y lejana y blanca». Estos versos están sacados de su poema «Lesbos». Un poco más del mismo poema: «Tendría que llevar pantalones de tigre, debería tener una aventura./ Tendríamos que encontrarnos en otra vida, tendríamos que encontrarnos en el aire/ tú y yo. / Entre tanto hay un hedor a gordura y a caca de bebé. / Estoy confusa, drogada con mi último somnífero. /El humo de la cocina, el humo del infierno/ flota sobre nuestras cabezas, dos enemigos venenosos,/ sobre nuestros huesos, sobre nuestro pelo (…) En Nueva York, en Hollywood, los hombres decían: ¿Ya acabaste? / Oye, sos un poco rara». Como se dice a los chicos con el catch, cuando se les advierte que no imiten a los luchadores en sus casas porque se pueden lastimar, uno le diría a los poetas jóvenes que se imantan con el ejemplo trágico de Plath, que no intenten llevar una vida estudiadamente desgraciada porque eso no es garantía de nada. Plath escribió leyendo y estudiando intensamente a sus contemporáneos —Auden, Eliot, Merwin, Stevens, Woolf, Mariane Moore, Lowell, su marido— pero lo que muestran sus poemas es que además tenía el don, algo que ningún taller literario puede dar. Jillian Becker, con gran honestidad, cuenta en su libro lo que sintió cuando Plath le mostró sus poemas: «Las dos escribíamos poesía, ella extraordinariamente bien, yo raras veces a nivel satisfactorio. La primera vez que leí sus poemas —una noche muy tarde, de cabo a rabo, en un ejemplar del Colossus que ella me regaló— supuso un trauma para mí: ser poeta, una de mis más acariciadas esperanzas, acababa de extinguirse sin hacer ruido. Yo podía escribir versos —una vez incluso compuse algunos en sueños que por la mañana seguían pareciendo buenos—, pero esa noche comprendí que yo no era ni sería nunca poeta. ¿Envidiaba a Sylvia aquel don? Sí, profundamente, pero era una envidia sana».
Plath escribió en su diario que cuando estaba feliz no escribía. La escritura parecía drenar de su sufrimiento. Uno de los primeros traumas de su vida fue la temprana muerte de su padre, cuando ella tenía sólo ocho años. El padre era un entomólogo prestigioso, especializado en la vida de las abejas. Sylvia, de grande, también tuvo una colmena y se reunió con apicultores. Becker tiene la hipótesis de que a Sylvia la cría de las abejas le interesaba sobre todo por el vocabulario y las imágenes que le suscitaban más que las abejas en sí. Escribió en el poema «La llegada», de La colmena: «Esto encargué: esta limpia caja de madera/ cuadrada como una silla, y casi demasiado pesada para levantarla/ yo diría que es el ataúd de un enano/ o de un bebé cuadrado/ si no hubiera semejante batahola adentro». Después del suicidio, Ted Hughes se pasó la vida reescribiendo la relación con su ex mujer. En el prólogo a los diarios de Plath, explica: «Todo aquello no era en absoluto lo que ella quería. Pero ¿qué era lo que quería? Quizás en otra cultura diferente hubiera sido más feliz. Había algo en ella que hacía pensar en lo que leemos sobre los fanáticos que produce el islamismo: un deseo ardiente de apartar todo lo que impide una intensidad definitiva, una comunión con el espíritu, o con la realidad o, sencillamente, con la intensidad misma. Sylvia manifestaba un algo violento en esta búsqueda, algo muy primitivo, quizá muy femenino, una disposición, necesidad incluso, de sacrificarlo todo a ese nuevo nacimiento». Como apunta Jillian Becker en su libro, Hughes no le fue fiel a Sylvia pero sí a su poesía, ya que él editó y publicó su obra póstuma. Incluso terminó siendo algo así como su productor, ya que sacaba y metía poemas de acuerdo a su gusto. Las ediciones inglesa y norteamericana de Ariel difieren en la cantidad de los poemas.
También, pocos meses antes de morir, Hughes publicó Carta de cumpleaños, un grueso libro de poemas donde sigue manteniendo un diálogo con su mujer suicida. De ahí, hay un poema que se llama «Epifanía», donde a Hughes un joven le ofrece por las calles de Londres un zorrito, pero él se rehúsa a comprarlo y esto, después, le causa remordimientos. Se pregunta si comprar el zorro no los hubiera salvado de las desgracias por venir: «Lo que pensaba era ¿qué pensarías tú? ¿Cómo lo haríamos caber/ en el espacio de nuestra cajita? ¿Y la niña?/ ¿Qué opinaría de su rancio olor / y su energía sin modales?/ Y a medida que se criara y empezara a disfrutar/ ¿Qué haríamos con un zorro impredecible,/ potente y saltarín?/ ¿Con las veinte millas nocturnas de rigor/ y ese hambre voraz hacia cualquier cosa más allá de nosotros?» Al final de su breve libro, Jillian Becker dice que Plath era depresiva y conjetura que, pasara lo que pasara, se iba a suicidar: «Sylvia era depresiva y tarde o temprano habría acabado por comprender que, de la misma manera que la afabilidad sirve de muy poco y la belleza es difícil de sobrellevar, la felicidad puede convertirse en algo intolerable». A. Álvarez es un crítico literario que trató a Sylvia Plath en su última época. De este encuentro salió un libro muy bueno sobre el suicidio llamado El dios salvaje. Álvarez cita ahí a otro poeta sin las facultades intactas, Robert Lowell, quien afirmaba que de tener la gente un botón indoloro en un brazo para suicidarse, muchos lo hubieran hecho sin pensarlo dos veces. En el otoño de 1962, poco después de separarse de Ted Hughes, Sylvia Plath escribió los poemas de Ariel. Poemas que, según dijo la autora, «fueron escritos alrededor de las cuatro de la mañana: esa hora azul todavía casi eterna, anterior al llanto del bebé, anterior a la vidriosa música del lechero que deja las botellas». Cuenta la leyenda que los versos brotaban solos y que ella escribía sin parar en las noches heladas de Inglaterra. Los trabajó mucho y no los mostró, pero ella sabía que estaba escribiendo gran poesía. La muerte, dice el slogan de una aseguradora, es la forma que tiene la naturaleza de decirnos que aflojemos el paso. Plath le escribió a su madre: «Soy una escritora de genio, se me ha concedido el don. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida, los que me harán famosa».