Simpatía por el Demonio
Hace unos días me encontré en un diario con la foto de un compañero de secundario. Tenía la cara pintada y una nariz de payaso, pero era él. Estaba dando una clase de clown. Un tipo excéntrico del que no había vuelto a saber nada hasta esta súbita aparición. Me acuerdo que su padre era un enfermo cardíaco que había hecho un curso de detective por correo (un día me mostró la licencia) y su madre era, dicen, bruja, o algo así. Mi compañero vivía en una «casa chorizo» típica. En la pieza de arriba, donde a veces nos juntábamos para estudiar, este chico tenía una colección de aviones nazis. También tenía libros sobre la Segunda Guerra Mundial y era un erudito de ese conflicto. A lo largo de mi vida, me he vuelto a encontrar con gente que está, de alguna manera, obsesionada con los nazis, gente a la que la estética nazi le parece interesante no sólo como fenómeno para estudiar el mal, sino como cierta postura punk. En esta gente, la verdad, uno no puede confiar. Siempre hay algo que está haciendo ruido en las cosas que dicen, en las cosas que escriben. No se muestran explícitamente como antisemitas, ni pro militares, pero… son raros. Roberto Bolaño, tocado por la varita mágica del talento, ha podido escalar desde el nido de resentimiento crónico de estos tipos hasta convertirse en su gran escritor, en el demiurgo de los deseos y ansiedades de esta casta paramilitar fascinada por la derecha. Porque hubo dos boom de la literatura latinoamericana, el primero lo formaron cinco o seis novelistas que admiraban y escribían sobre dictadores —estos fueron los mejores— y el segundo, formado solamente por Roberto Bolaño. La aparición de El Tercer Reich, novela inédita hasta hace poco, no hace más que realzar una obra extraordinaria. Este libro no es un libro más, no llega a la desmesura genial de 2666, pero está a la altura de Estrella distante aunque parezca algo desprolijo y precario. Quizá precisamente por eso, y porque nos permite una lectura inquietante sobre el escritor chileno, es una pieza clave, como el riñón o el hígado, para el cuerpo humano.
Bolaño sigue escribiendo desde la muerte. De manera póstuma la editorial Anagrama publicó 2666, la larga novela formada por cinco libros. En una nota introductoria, se dice que el chileno prefería publicarla en cinco libros y no toda junta. De haberse hecho así, la segunda novela, la parte de Amalfitano, no hubiese resistido, ya que es la que parece necesitar una horneada más. Sin embargo, en un solo volumen embriagador, pasa de largo. Se han publicado como dos libros más de poemas, retazos, cuentos y cualquier cosa que los herederos puedan encontrar entre los archivos manchados con salsa boloñesa. Pero nada hacía presumir que podían tener encanutada una novela completa, larga e intensa, a la altura de su mejor prosa. Andrew Wylie, el agente literario que gestiona los derechos del escritor, dio la noticia de que El Tercer Reich estaba en gateras, esperando para salir a la imprenta. Wylie, apodado El Chacal por su implacable destreza en los negocios, parece él mismo un personaje de Roberto Bolaño. Antes de abrir la novela, las preguntas surgían a granel. ¿Será un nuevo refrito? ¿Habrá un grupo de escritores a sueldo que lograron aislar la fórmula de Bolaño para sacar ad infinitum nuevos textos? ¿Otra vez el nazismo?
Parece que El Tercer Reich es hermana de La pista de hielo —se escribió a fines de los ochenta— y antecesora de La literatura nazi en América y Estrella distante. La literatura nazi en América es un proyecto borgeano, una reescritura de Historia Universal de la Infamia. Un libro que no me interesa tanto en sí mismo como por lo que potenció a otros que se escribieron antes (El Tercer Reich) y después (Estrella distante). En El Tercer Reich no están los personajes escritores de los que tanto gustan los fans de Bolaño. Pero sí el personaje principal escribe un diario que es el que lleva adelante la novela. La cosa es más o menos así: Udo Berger está de vacaciones con su novia Ingeborg en un pueblito de la costa española. Udo es el campeón alemán de los juegos de guerra de tablero y especialista en uno que se llama «El Tercer Reich». Su novia es adicta a un escritor de policiales llamado Florian Linden. Cuando empieza el diario, Udo consigna que está enamorado de Ingeborg y también muestra una fascinación por Frau Else, la treintañera dueña del hotel donde se hospedan. A las pocas páginas los lectores estamos enamorados de Frau Else aún antes que el protagonista. Bolaño tiene el don, algo difícil de conseguir en un taller de escritura, de trasmitir emociones, de persuadirnos a seguirlo en su relato. Diría que la prosa de Bolaño se convierte en voluntad.
La pareja conoce a otra pareja de alemanes y traban amistad. El macho de la otra pareja es un surfista, algo alocado, de los que todos hemos conocido en alguna playa. Este es el introductor de la gente del lugar en el conjunto cerrado de alemanes. El Lobo, el Cordero y quizá el personaje central de la novela, el Quemado. Un tipo que alquila motos náuticas en la playa, que tiene una figura apolínea descomunal pero la cara monstruosa llena de quemaduras. Una especie de Carlos Tévez cruzado con un orco de Tolkien. El Lobo y el Cordero son una especie de Abbot y Costello, de Triqui y Willy, pero el Quemado es cosa seria. Vive en la playa debajo de los patines que alquila y con los cuales arma una especie de carpa extraña, un refugio donde pasar la noche. Se desconoce su origen pero suponen que es sudamericano, y que tal vez fue torturado y está exiliado. El Quemado es un paria, un apartado, pero que con pocas cosas logra hacer una cabecera de playa en España y que, sin saber mucho del juego que juega Udo, igual consigue vencerlo en las páginas finales de la novela. El Quemado es Roberto Bolaño. Como dice T. S. Eliot en The Waste Land, con las ruinas construyó su reino y desde ahí salió a conquistar el mundo. Conozco al hombre de Bolaño. Son «quemados» que suelen andar por el mundo haciendo trabajos precarios, viviendo en campings o circulando en pequeñas migraciones buscando el verano y los turistas. Algunos son paseadores de perros o trabajan como serenos de un circo, pero tienen una profunda desesperación y una gran vida interior. Como no se les da, son resentidos, y ese resentimiento a veces produce el deseo de venganza. Algunos se vengan escribiendo como los dioses. Conozco muchos escritores con el talento de Bolaño a los que no se les dio la posibilidad de trascender. Y ahí están, rumiando su mala leche en donde pueden, gritando desde los podios que ellos mismos se construyen en sus piezas alquiladas. Estos escritores tienen el poder de la mejor literatura, esa que crece en los intersticios de las paredes viejas, al tuntún, porque sí. Si tienen que sacar a un personaje de una pieza a la calle, no andan con muchas fiorituras, lo sacan derribando la pared con una camioneta. Ellos no dudan, y por eso a veces son vampirizados por escritores más hábiles, más cultos, más hermosos, con más capacidad pulmonar para llegar a la superficie. El Tercer Reich toma la estructura de la novela alemana de enfermedad, de sanatorio, como La montaña mágica, de Thomas Mann. En el hotel —el sanatorio— hay personajes excéntricos y el lugar mismo se vuelve un protagonista. La historia de amor que viven Hans Castorp y Claudia Chauchat en el libro de Mann, acá la reversionan Udo Berger y Frau Else. Su relación es un cover de aquel encuentro extraordinario. Pero Bolaño, a diferencia de Mann, cuando escribe El Tercer Reich, es un escritor imperfecto, que está depurando sus materiales y probando su pluma. Aunque ya tiene el lenguaje característico, cóctel de su errar por Chile, México y España, que lo vuelven un autor que parece traducido al castellano. El lenguaje de Bolaño no es como el de, para poner un ejemplo, César Vallejo o Ricardo Zelarayán, que son casi intraducibles, sino que tiene algo del de Roberto Arlt, que podía poner la palabra jamelgo sin problemas porque eso era lo que leía en las traducciones de las obras de sus queridos rusos. A través de su lucha mental con el Quemado, Udo Berger —un joven alemán burgués, con empleo en una oficina— se desquicia y termina convirtiéndose en un personaje demencial de Los detectives salvajes, esa novela que uno siente que fracasa cuando los muchachos encuentran, finalmente, a Cesárea Tinajero. Pero que remonta vuelo cuando orbita las caminatas de Octavio Paz, la bestia negra de la escritura de Bolaño. En El Tercer Reich, esta magnífica novela, Roberto Bolaño escribía con urgencia pero con placer. No sé si sabía que se iba a morir pronto, pero escribía con la convicción de que tal vez, sus lectores, no iban a surgir en el tiempo que le pudiera tocar vivir, fuera mucho o poco. Esto se siente en la novela. Después vinieron los premios, el dirigible inmenso y letal de 2666. Y todos empezamos a hablar con el resultado puesto.