Gorriones

Hay cosas que vuelven porque no hay más remedio. Y hay cosas que vuelven porque es buen negocio. De golpe, vuelve tu hermano del sur. Vuelve lo que gritaste una mañana contra un ventanal. Te sentás a esperar en la terraza el boomerang que arrojaste cuando eras adolescente. Vuelve el ser temeroso y egoísta que creías finiquitado en tu corazón y vuelven el verano y el otoño, mientras estás sentado en el lado oscuro de la luna. Este año presencié dos vueltas importantes. Una, la de los Peligrosos Gorriones, en un show nocturno en un teatro de Chacarita. La otra, en un estadio de Liniers. En una, volvía un grupo que, dicen, fue clave en los inicios del rock nacional de los 90. En el otro, se presentaba la columna vertebral de la música argentina encarnada en Luis Alberto Spinetta y ramificada en sus múltiples grupos.

A uno de los que volvían no lo había escuchado nunca —los Gorriones—; Spinetta, en cambio, forma parte de mi vida. De los Gorriones tenía alguna información. Decían que eran una banda complicada, que no habían sabido manejar sus tensiones internas, que se peleaban en escena y, lo más curioso, «que no habían sabido explotar su potencial». «Terminaron separándose sin ningún glamour en un show de un shopping de Haedo», me contaba un periodista que esperaba parado, con un aperitivo en la mano y en medio del intenso calor, que estos muchachos mal paridos salieran a escena. La verdad, todas estas cosas estimulaban mi curiosidad. ¿Qué deberían haber hecho los Gorriones? ¿Tendrían que haber hecho bien los deberes y yirar por las radios y poner la mejor sonrisa y estar siempre impecables hablando con el tono de las traducciones de Anagrama? ¿Se tendrían que haber convertido en hipermalditos y tirado televisores desde los edificios e insultado a algún periodista pelmazo en su programa televisivo? ¿O tendrían que haber ido a comer con Mirtha Legrand y hacerse los «volados»? No saber explotar su potencial, hacer las cosas a la que te criaste, es un buen legado punk que le vendría muy bien a muchas bandas salidas de las peluquerías con la manicura paga por los productores. Los Peligrosos Gorriones, quedó claro ni bien pisaron el escenario, no se andan con esas cosas. Tal vez porque no tenía información parasitaria sobre su música, o porque jamás los había escuchado, el golpe que recibí fue letal. Era rock o grunge o cualquier otra cosa —uno de los últimos temas que cantó Bochatón tenía algo de Favio—, emitido por una banda poderosa en una noche fantástica. Son cuatro tipos: Francisco Bochatón (me gusta cómo suena el apellido) en bajo y voz, Guillermo Coda (con un peinado indestructible parecido al de Ziggy Stardust) en guitarra, Martín Karakachoff en teclados (con un saco que se podría poner el tecladista de Alcides) y Rodrigo Velázques en percusión. Los cuatro sonaban compactos, espontáneos y sobre todo, urgentes. A diferencia del taxidermismo de esas bandas que vuelven, como algunos matrimonios, para mantener a los hijos o para no aburrirse con extraños, los Gorriones funcionan con un combustible caro y difícil de conseguir. Cuando lo cargan, lo que vemos es, como el cine, presente puro. Nada de los Gorriones remite al pasado. No hay pasado y, tal vez, tampoco haya futuro. Pero me gusta.

El encuentro con los Gorriones tuvo algo de la primera cita con alguien que no conocemos del todo y que nos impacta. El Show de Spinetta, en cambio, tuvo los pros y los contras de la larga convivencia: momentos extraordinarios de gran emoción y lirismo y también deseos de matar al músico, maldiciendo estar parado ahí más de tres horas escuchando boludeces profundas. Spinetta habla demasiado. Empezó el recital leyendo o declamando una larga lista de autores que no iba a versionar pero que le hubiera gustado hacerlo. ¿Para qué? ¿No hubiera sido increíble que se apagaran las luces y el músico —sin presentarse ni hablar una palabra, como suele hacerlo Dylan— irrumpiera con, por ejemplo, «La Montaña» en una versión acústica? Otro problema de la larga convivencia de esa noche fue la obligación de sumar representación: Páez, el doble de Charly García, Cerati, etc. ¿Para qué? Pero la idea era remarcar que las estrellas de rock estaban acompañando a quien había sido su máxima inspiración en ese día tan especial para Spinetta. De la misma manera que Brad Pitt, Bono y Di Caprio se sientan a atender el teléfono frente a las cámaras recibiendo donaciones como «seres comunes» cuando algún país periférico está en el horno. Hubo gente que, pasara lo que pasara, se iba a emocionar hasta la epilepsia. A todos ellos Spinetta los arengó a que hicieran un fuck you colectivo contra la revista Rolling Stone, según él, porque en la tapa que compartía con García no se veía una leyenda de su remera en contra de los accidentes de tránsito. O a favor de la seguridad vial, no sé. Fue un curioso dato ya que en camarines estaba Gaby Álvarez, un tipo que, discutiendo con su asistente mientras este manejaba, apretó histéricamente el freno de mano, sacó al auto del carril y mató a dos jóvenes que venían en moto por la misma ruta, en la dirección opuesta. A este tipo, creo, le dieron dos años, uno por cada vida. Los hijos norteamericanos de Spinetta, versionando y destruyendo una obra maestra de Javier Martínez, también fueron insufribles.

Pero por suerte estuvo Pescado, y Almendra, pero sobre todo Invisible. Cuando Pomo y Macchi se unieron a Luis para tocar, sonó a mito. Si el mito es el recurso que tienen los hombres para escaparle al paso del tiempo y a la futilidad de la existencia. Sin duda, de todas, fue la banda que más concentración le demandó a Spinetta en escena. Sólo cuatro o cinco temas le bastaron para irradiar la noche con un virtuosismo y un delirio musical inigualable. Escuchar un disco de Invisible es como leer a Robert Walser. Ambos tienen algo mineral y encantatorio. En el medio de ese set me puse a llorar de emoción por ser contemporáneo de semejantes artistas. Una epifanía. Como la que tuve cuando terminó el recital de Los Gorriones y pusieron al mango «Sucio y Desprolijo» de Pappo’s Blues. No me imaginé nunca que ese tema me gustara tanto. «Son muchos pensamientos para una sola cosa», cantaba Pappo mientras su guitarra inyectaba adrenalina a los que caminaban apurados buscando la salida en una vida, a veces, demasiado esquemática.