Diosiderio
En el 83 entré en filosofía. El examen de ingreso se dividía en epistemología y lógica. Cursábamos unas semanas durante el fin del verano y después rendíamos. Aprobamos casi todos. Ya en la facultad, me sentía solo: eran nuevos los compañeros, la forma en que se estudiaba cada materia y el ambiente enfervorizado de los pasillos repletos de consignas políticas. También había muchas chicas hermosas. Silvio Rodríguez reinaba a todo lo ancho y lo largo del edificio de la calle Charcas. Una tarde, entre dos materias, bajé a tomar un café en el bar que estaba en el subsuelo. Era un avispero de gente. Sin embargo, me quedé mirando a un joven muy delgado, con el pelo corto, que hacía una extraña mímica que tenía fascinados a sus compañeros de mesa. Movía las dos manos dando a entender que construía un recuadro inmenso, después hacía que serruchaba los bordes de ese recuadro. Esto lo repetía varias veces hasta que ese recuadro quedaba de un tamaño minúsculo, lo pesaba sobre su mano y, acto seguido, lo arrojaba sobre la tacita de café que estaba delante suyo. Tomaba la cucharita —esta sí real, al igual que la tacita— y revolvía el café. Sus compañeros de mesa se reían. En los cursos de filosofía antigua teníamos a un bromista que, aprovechando la sordera del ayudante de prácticos, le preguntaba desde el fondo con la boca tapada por una bufanda: «Profesor, Erútodo de Albóndiga, ¿qué resto de material de escritura dejó?» A veces cambiaba el nombre del filósofo presocrático y decía: «Profesor, Yogurth de Macedonia…» Todos nos reíamos. Teníamos un compañero que militaba en el mas y que se paraba a discurrir de manera compulsiva en las clases de Introducción a la Filosofía. Esta cualidad es casi una característica de los alumnos de esta carrera. Se supone que uno va a filosofía a hablar, a discutir, a darle rienda suelta a la vía peripatética. El muchacho en cuestión usaba una boina negra que no se sacaba dentro del aula. Y tenía rulos negros y largos que salían por los costados. Siempre terminaba sus alocuciones con una frase que me parecía genial: «Porque usted sabe, profesor, que en la Edad Media los árboles eran ninfas». Había otro, un poco más grande en edad, que levantaba la mano para hablar y antes de hacerlo decía: «Me gustaría, antes de hablar sobre este tema en cuestión, hacer un pequeño introito». Cuando empecé a cursar metafísica en la cátedra de Carpio me tocó sentarme con el mimo del terrón de azúcar invisible. Se llamaba Juan Desiderio e iba a ser uno de esos amigos clave que tenemos en la vida. Algunos cumplen —cumplimos— la función de ser testigos, otros la de ser mentores e impulsores de nuestros amigos. Otros somos sus dobles o sus antagonistas futuros. El joven Desiderio era como una canción de Spinetta: fresca, demencial, surrealista e imprevisible en su ejecución. No sé por qué motivo para mí la palabra Horacio remite a un pedazo de cuero, otro gran amigo, Alejandro Caravario, suele decir que a él la palabra Roberto le trae la imagen de postigos antiguos. El significante de Desiderio es la palabra flash. Creo que es la que más repite desde que lo conozco: el tema tal lo «flashea», los poemas de Ginsberg le parecieron un «flash», una mujer lo «hiperflasheó» y uno de los innumerables grupos de rock que fundó en su vida se llama Cardioflash. También tocó el bajo, cantó o fue guitarra líder de Aguante de Cancha y Hippie Rabioso, dos grupos efímeros que circularon por pequeños locales de Corrientes. Escribió también varios libros de poesía: La Trilogía Sacra, Tos y el ya famoso La Zanjita que tanto influyó en buena parte de los poetas que empezaron a escribir a mediados de los 90. Desiderio es un surrealista trasnochado, un neohippie y un Larkin melenudo y fumeta, ya que al igual que el inglés conservador, es empleado de una pequeña biblioteca que dirige en Parque Chacabuco. Para los que no lo conozcan físicamente, se lo podría describir con cierto aire a Capusotto, pero con un estilo más rócker: sin duda no desentonaría en ninguno de esos posters extraordinarios de The Mothers of Invention, la gran banda de Frank Zappa. Siempre me llamó la atención Desiderio no sólo por su fantasía desbocada —sistemáticamente desbocada— sino por su gran corazón. Considero a la bondad como un don superior que sólo muy pocos pueden esgrimir. Entiendo por bondad como una natural disposición a perderse en el otro, a ayudar a los demás por encima de nuestra importancia personal. Existe la vocación de poder y la vocación de servicio. La vocación de servicio es la que nos vuelve invulnerables. Recuerdo que la primera versión de mi primer libro de poemas estaba dedicada a «Juan Desiderio, quien recibe señales telepáticas de la belleza y cuyo corazón jamás emite órdenes». Era una dedicatoria bien beatnik, en línea con otra de las características desiderianas: el camino zen o budista, el kerouackismo beat. Desiderio se fue de la facultad misteriosamente y varios meses después me lo encontré en la Plaza Houssay con una túnica blanca y repartiendo volantes con los poemas de Almafuerte. Estaba apelando al desorden de los sentidos. Después se enamoró de una chica y se fue a vivir una temporada a Costa Rica, yo me quedé en su departamento y recibía, cada varias semanas, unas cartas geniales que parecían escritas por Artaud. Pasaron los años y lo dejé de ver durante mucho tiempo pero siempre teniendo noticias suyas que llegaban a través de otras personas. Hace poco recibí un mail donde me decía que nos podíamos juntar a cenar. Nos juntamos. Estaba en gran forma, más desideriano que nunca. Ni bien se sentó me dijo «¡Qué flash lo de la gripe porcina!», riéndose. Creo que pensaba, como Artaud en el comienzo de El Teatro y su doble, en el poder creativo de la peste. A la mitad de la botella de vino me informó que estaba estudiando taoísmo con unos chinos a los que conoció comprando comida china en una rotisería. Me dijo que había muchos chinos haciendo esto en varias rotiserías del país y que era ahí donde ellos reclutaban a sus discípulos. Me acordé que hace una semana se había abierto una rotisería china a dos cuadras de casa. A los postres se puso a relatar la historia de Armand Binoche, a quien conoció en la biblioteca en donde trabaja y que estaba viviendo en una casa abandonada, casi como un mendigo. Sin embargo, el tipo era un gran lector y hermano de Juliette Binoche, la actriz francesa. Desiderio lo invitó a vivir a su casa y Armand Binoche terminó conquistando a todos sus amigos con su proverbial simpatía. Armand Binoche también era modelo y actor y le dijo a Desiderio que pensaba viajar al extranjero para retomar su carrera. Lo raro es que pese a su indigencia crónica, siempre tenía plata para sus gastos y se encerraba en su pieza a escribir un libro. En un momento, Armand Binoche organizó una serie de fotos en un estudio —que pagó él— para volver a modelar. Pero le exigió a la fotógrafa que le entregara todas las fotos que había sacado. Así que nadie tiene fotos de Armand Binoche. Una mañana le propuso a Desiderio comprar a medias la casa en la que vivían. Desiderio lo pensó y aceptó. Pusieron un día en el que iban a encontrarse para cerrar el trato. El día indicado Armand Binoche —que ya vivía hacía meses en la casa de Desiderio— tenía que pasarlo a buscar por la biblioteca para hacer la operación inmobiliaria. Pero nunca llegó. Tampoco estaba en la casa, de donde desapareció. Aunque era pobre, dejó toda su ropa. Lo único que se llevó fueron los cuadernos donde escribía. A la semana, al correo de Juan llegó un mail de una mujer que decía ser la representante europea de Armand Binoche. El mail decía «lamento informarles que Armand Binoche murió en la calle de un paro cardíaco». Un buen cierre de un demiurgo consumado. Pero algo quedó. Desiderio grabó unas conversaciones que sostuvieron sobre metafísica, política y actuación. Me dijo que las piensa desgrabar y publicar.