Días felices con Charlie Feiling
Para mi viejo eran los míticos hermanos Tolosa —grandes jugadores de fútbol de potrero y bailarines de tango—, para muchos escritores de vanguardia, fueron los hermanos Lamborghini. Para Roberto Bolaño, los fabulosos hermanos Schiafinno. Yo voy a empezar hablando de los hermanos Chitarroni. Fueron clave en esa época de la vida que es la infancia, donde uno carga el combustible que va a tener que usar hasta que se muera. De la calidad de este líquido depende qué tipo de persona vamos a ser cuando las papas quemen.
Alfredo Chitarroni, el más grande de los dos, fue mi maestro de séptimo grado y quien me paró en un recreo y me preguntó si me gustaba hacer algo ya que mi rendimiento era pésimo y estaba a punto de repetir. Le dije que me gustaba escribir. Pero yo no había escrito nada. Hasta ese momento sólo me lo pasaba leyendo. Me dijo que le trajera lo que escribía. Me puso contra la espada y la pared. Así que una tarde entré al dormitorio de mis viejos —había ahí una mesa inmensa— y escribí a mano un relato. Se lo llevé a la semana y tardó varios días en responderme. Días que pasé en vilo porque si yo repetía, la nenita de la que estaba enamorado se iba a ir al secundario sin mí, para siempre. Un oprobio.
Chitarroni —o Chita, como le decíamos cariñosamente todos los chicos— me devolvió mi cuento pasado a máquina y encuadernado, con espacios libres para que yo lo pueda ilustrar. También me dijo que iba a pasar de grado y llamó a mi mamá para que tomara clases de apoyo durante el verano para entrar al bachillerato. De golpe tenía mi primer libro en la mano. Chitarroni, el maestro más prestigioso del Gurruchaga, al que todos queríamos tener porque te hacía jugar al fútbol, me daba un espaldarazo monumental. Durante el verano, también fui a su casa para que me prestara libros. Ahí leí casi toda la literatura del boom, Borges, Sabato y Poe de un tirón. Recuerdo que cuando me prestaba algunos libros, me decía: «Cuidá bien este, que es de mi hermano Luis». A Luis lo vi una o dos veces, de pasada, en la casa de mi maestro. Me intrigaba porque yo estaba leyendo sus libros subrayados y a veces hasta encontraba adentro de ellos hojas escritas a máquina con anotaciones críticas, como me pasó con Tres Tristes Tigres, de Cabrera Infante.
Pasó el tiempo y porque tenemos amigos en común, me he encontrado con Luis Chitarroni en varios cumpleaños. Es un tipo que me cae fenomenal. Existe un Chitarroni diurno, más aplomado y erudito. Y existe un Chitarroni nocturno, buen bebedor —como yo— de whisky, nuestro psicólogo rubio, que se convierte en Chitarrolling: un genio divertidísimo que demuestra aún más pasión por el rock que por la literatura. En una de esas noches en que ambos estábamos adentro de una uva moscatel, quedamos en encontrarnos a almorzar. Me citó en un restaurant que se llama «La Petanque», en San Telmo, y que tiene la particularidad de estar cercado por las rejas de una obra del gobierno de Macri que parece no terminar nunca: es como una barricada de una guerra civil. Tanto que para entrar al restaurant hay que ser como el Hombre Araña y trepar una pared. Me causó gracia que Chitarroni me hubiera citado ahí, en ese restaurant imposible de entrar. Parecía un acting de su trabajo literario más vanguardista: Peripecias del No. Se lo dije, se rió, nos sentamos a almorzar y me habló de Charlie Feiling, un gran amigo suyo. Yo le dije que había leído una novela de Feiling y que no me había gustado. Me parecía correcta pero muy borgeana, en fin, una novela que demostraba que el estilo de Borges no sirve para escribir novelas. También le dije que lo vi una sola vez, en la Gandhi vieja, y que me cayó muy petulante. Me acuerdo que estábamos con otros amigos en una mesa post recital de poesía y que tenía puestas unas ojotas horribles. Chitarroni me dijo que Feiling era una persona entrañable y me recomendó una novela de terror, que fue la última que publicó y que se llama El mal menor. También me habló muy bien de un libro suyo de ensayos que se llama Con toda intención.
Al día siguiente salí a buscar el libro de ensayos pero estaba descatalogado y tampoco aparecía en las librerías de viejo. Hasta que un librero me dijo: «Sí, tengo ese libro en el depósito. Queda uno solo. Yo estuve cuando lo presentaron en otra librería donde trabajaba». Se fue hacia el fondo del local, y emergió un rato después desempolvándolo. Cuando estaba en la caja, esperando por pagar, leí en la solapa: C. E. Feiling murió de leucemia a los 36 años, el 22 de julio de 1997. Miré la fecha de mi reloj en ese momento y se me puso la piel de gallina: 22 de julio del 2009.
Si esto fuera un diario personal podría escribir: he andado con este libro varios días. A veces esperando volver a casa para retomar la lectura, otras haciendo un alto en mi trabajo, cuando lo llevaba encima, para picotear las páginas. Son ensayos recopilados por Gabriela Esquivada y Alfredo Grieco y Bavio. Está separado por temas muy amplios y todos fueron publicados en diarios y revistas donde trabajó o colaboró Feiling. Una constante cuando se habla de Feiling es remarcar su inteligencia. Algo que para mí no es ningún valor central. Varios garcas y genocidas han demostrado inteligencia. Un escritor, como un buen trago, es un componente de muchos ingredientes exactos. Feiling, escribiendo, es un crítico honesto y justo. No le tiembla la mano ni con amigos ni con enemigos. Es sagaz, minucioso, volado y buen narrador. Es contradictorio, ambiguo y paranoico. Pone todo sobre el tapete. Como Luis Chitarroni, es tan anglófilo que parece un exiliado del Grupo de Bloomsbury viviendo en Argentina. Pero lo que lo vuelve un autor notable no es su anglofilia sino la condena —que él celebra— de vivir en este país mestizo y lateral. Feiling es borgeano, utiliza la palabra «vindicar» muchas veces y el tono resolutivo de los ensayos es similar a la melodía del escritor enterrado en Ginebra. Panea sobre temas disímiles pero tiene una mirada de águila para ver qué es comestible desde el cielo, o la «cancha» del tachero para identificar quién es remisero y quién no. Son extraordinarios los ensayos sobre Alberto Girri —su modelo de poeta— o el que le dedica a diseccionar la poesía de Enrique Molina en su libro El ala de la gaviota. Para Feiling la crítica no es un ataque personal y le llama la atención que algunos contemporáneos, como César Aira, se ofusquen por sus dichos. Contra el «superescritor» o el «faro social», él —y Chitarroni que aparece en el libro en un reportaje que les hizo a ambos Cecilia Szperling— oponen el escritor menor, sabiendo que si repetimos seguido esta palabra en la boca surge el adjetivo «enorme». Dice Chitarroni en el reportaje citado: «La literatura es una forma de amistad y hacer libros como este de Carlitos es también una especie de inventario de esta amistad». Alguien escribió que la literatura argentina extraña a C. E. Feiling. Yo creo que los amigos deben extrañar su presencia. Pero las cosas pasan así y no se puede hacer nada. Para los lectores, en cambio, Charlie Feiling está con una salud de hierro.