El compositor entrerriano
Mateo es un peluquero joven del barrio de Montserrat. Una de sus obsesiones es poder dar un buen servicio a los clientes y que ese servicio se metabolice en un crecimiento de su negocio. También es fanático de los libros de autoayuda que te estimulan para potenciarte y «no decir sí cuando se quiere decir no». Tiene mucho sentido del humor y chispa al hablar. Hace poco me dijo: «Todas las noches le pido a Dios que haga nacer pibes con dos cabezas». Esa frase me hizo reír y después me dejó pensando.
Horacio Binnel fue un compañero del secundario. En ese entonces era un tipo horrible, con cara de rata, casi siempre enfundado en un blazer grueso que le quedaba grande y que le producía un sudor permanente que le mojaba el pelo. Como los jóvenes son crueles, le decían «El Bicho» y sólo lo tomaban en cuenta para hostigarlo. Él, como única defensa para sobrevivir, se expresaba solamente a través de refranes. Conocía millones de ellos y tenía uno para cada ocasión.
Mateo el peluquero me hace acordar a los personajes de Ricardo Zelarayán que suelen ser creados por el lenguaje justo en ese momento en que el habla cotidiana sale del lugar común y produce un chispazo eléctrico que nos sacude la modorra, como la piel sísmica del caballo se mueve para espantar a las moscas. «El Bicho» Binnel, en cambio, me recuerda la estrategia de escritura de Zelarayán con la que suelen empezar sus relatos, novelas o charlas: con refranes, con frases hechas modificadas, trastocadas. Una estrategia que pone en marcha la gran maquinaria zelarayanesca. Lata Peinada, Variación 2: «¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados! ¡Atención al número cualquiera que puede ganarle a la larga al principal! ¡Atención al huevo roto de la docena! ¡Atención al anónimo crecido en el viento negro de la miseria que puede ser el príncipe al final! ¡Ojo con el rengo que se agranda en la adversidad!»
Ricardo Zelarayán publicó muy pocos libros. Los poemas de La obsesión del espacio, cuando ya tenía 40 años, La piel de caballo —una novelita finita—, Roña Criolla —poemas repetitivos en clave musical—, un breve artículo crítico sobre Erik Satie, un librito de cuentos para chicos llamado Traveseando y ahora acaba de aparecer la mítica novela perdida y encontrada que según Zelarayán «se le había ido de las manos»: Lata Peinada. Desde las contratapas de los libros —escritas por él bajo el nombre de Odrazir Nayarales— Zelarayán preparó su mito: escribe mucho, pierde casi todo en sus incontables mudanzas por las pensiones y sólo logra publicar lo citado antes arriba. Dice que es entrerriano de nacimiento y salteño-tucumano por tradición. Se describe como un provinciano resentido exiliado en la capital, rodeado de porteños. También aclara que es sordo y músico frustrado. Lo de músico frustrado habría que reverlo. Porque lo primero que deja en claro la lectura de cualquier verso —ya sea bajo la respiración del poema o de la prosa— de Zelarayán es que es un músico genial. Su instrumento, un pequeño aparatito que suele sacar del estuche para ponerse en la oreja: el audífono. Con él se convierte en «escuchón» y pasa al papel la música que produce la gente cuando se cruza en un bar o en las mateadas de amigos, los relatos orales que circulan de boca en boca y que se van enriqueciendo de acuerdo al talento del narrador de turno. Zelarayán, como Joyce o César Vallejo, es difícil de traducir, con lo cual uno agradece haber nacido en su lengua. Sus relatos nos dicen dos cosas: que los géneros son convenciones tranquilizadoras que no sirven para nada y que un narrador que no lee poesía es un semianalfabeto. «La Gran Salina», el poema que como un río atraviesa La obsesión del espacio, el libro de poemas del 72, tiene sobre muchos de los buenos poetas jóvenes argentinos una influencia capital. La prosa de Zelarayán —siempre poesía— está hecha con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo, pero no del campo idílico sino de la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido. En la época de Dante, escribió T. S. Eliot, los hombres todavía tenían visiones. Los relatos de Zelarayán también las tienen: un hombre perdido en medio de un arenal, unos policías en lancha surcando el Riachuelo tanteando el cuerpo de un muerto, o una pelea memorable entre dos tipos que apenas se ven por la oscuridad de la pieza de adobe donde tratan de matarse a palazos. Leer algunos tramos de Lata Peinada es similar a escuchar los grandes temas de Frank Zappa, sobre todo en esos momentos en los cuales el compositor bigotudo alterna disonancias molestas que preparan la irrupción de un fragmento lírico que pone la piel de gallina. Zelarayán en Lata Peinada describe a unas gordas que paren hijos al tuntún y que están bajo la protección de un puntero local, hasta que este, de pronto, muere. Zelarayán arremete: «Los votos de las gordas se venden caro… hasta que un día los perros cimarrones empiezan a atacar, a perseguir a muerte a las gordas sueltas despavoridas (…) ahora los hijos de las gordas sueltas vuelven rapados del servicio militar y arrasan con todo como langostas. Y las gordas que se salvaron de los perros cimarrones tratan de cazarlos entre las piernas». Zelarayán solía acusar a Borges de «distanciador». Él prefería montar el caballo en pelo, sin la montura. Por eso se indignaba cuando se decía que La Metamorfosis de Kafka era literatura fantástica. Para comprender La Metamorfosis de manera cabal, Zelarayán proponía leerla como un relato realista. Desde este enclave, los niños de dos cabezas que pide el peluquero Mateo son con dos cabezas de verdad. Pero esta postura vital no debería dejar de lado algo esencial: que para el compositor entrerriano los Cahiers de Paul Valery eran obras maestras de la literatura. En ellos, Valery no escribe poemas o prosa sino que reflexiona incansablemente sobre los mecanismos de la creación. Zelarayán contaba que sus amigos porteños lo llamaban, gastándolo, «el franchute». Lo cierto es que este descendiente de indios analfabetos por el lado paterno habla inglés y francés a la perfección —de hecho se ganó la vida traduciendo— y, como el autor de El Cementerio Marino, gusta de reflexionar sobre los engranajes de sus textos. El postfacio de La obsesión del espacio es claro: «En realidad no es obligatorio leer lo que estoy escribiendo. Nadie espere una explicación de este libro. Simplemente quiero agradecer y de paso… Pero por’ai, y ese es el riesgo, lo que está adelante puede ser interpretado como el prólogo de esto, es decir que este es el fondo de la cosa». Lata Peinada también tiene violentas interrupciones donde el autor escribe dos o tres veces el mismo fragmento y le va aplicando pequeñas variaciones. También hay apuntes donde se bocetan posibles líneas argumentales y reflexiones sobre los personajes y sus destinos.
A Ricardo Zelarayán le gusta contar historias. Quienes lo tratamos cotidianamente en algún momento de nuestras vidas, conocemos la anécdota repetitiva sobre una pelea a piñas de Haroldo Conti con un tipo del que, después de los golpes, se hizo amigo. Le encantaba particularmente este combate donde los dos hombres primero se mataban a palos y después se curaban mutuamente las heridas y se perdonaban. La solía contar con variaciones, como lo hace en sus relatos. En una había un perro de Conti en el medio de la trifulca. «¡Era el perro de Haroldo!», gritaba debido a su sordera. En otra los hombres peleaban en un balcón y había un loro que los arengaba. Todas las versiones eran extraordinarias. Ahora llevo en mi memoria esa maravillosa música, la voz de Ricardo Zelarayán.