Los demonios del señor Eliot
Imaginemos a William Buttler Yeats y a T. S. Eliot corriendo en sentido contrario. Hagamos que se crucen en el punto exacto donde sus obras todavía siguen vivas. Si nuestros cálculos son buenos, el viejo Yeats, furioso, con las espadas y los yelmos archivados, mirará pasar trotando al joven Eliot. Uno viene de Ezra Pound, el otro va hacia él. Dejemos al celta correr hacia su crepúsculo personal. Quedémonos con el joven Tom.
Estamos en 1917 y, gracias a los esfuerzos de Pound, Eliot acaba de publicar un librito muy finito que tiene un nombre largo y extraño: Prufrock and other observations. Es un libro onírico, urbano, crudo, fragmentario, en el que abundan las imágenes sórdidas: hoteles de mala muerte, restaurantes con el piso cubierto de aserrín, habitaciones vacías, olores a cerveza pasada, gente apretándose las plantas amarillas de los pies en cuartos de alquiler… ¿De dónde viene toda esa colección decadente de fotografías? Ya es historia que cuando el poeta tenía 19 años, durante su tercer curso en Harvard, cayó en sus manos The Symbolist Movement in Literature, escrito por el crítico y poeta inglés Arthur Symons. En esas páginas estaba el genio de Jules Laforgue: a Eliot, la poesía del simbolista franco-uruguayo le iba a romper la cabeza. «El estilo en que yo empecé a escribir en 1908 es una consecuencia directa del estudio de las obras de Laforgue», explicó años después.
Muchos lectores —y potenciales poetas— se sienten desilusionados ante la posibilidad de que Homero haya sido en realidad el nombre con el que pasó a la historia todo un grupo de escritores. La época nos incita a creer sólo en el genio personal, autosuficiente. Eliot, desde que empezó a escribir, nunca se preocupó por que su voz poética fuera una marca registrada libre de toda influencia. Y ese es un rasgo que delata su modernidad. Sus primeros poemas, publicados ahora y que aparecieron en ese entonces en revistas de poca tirada, muestran cómo copió palmo a palmo los temas y la sintaxis de Laforgue. La sensibilidad del francés fue el punto de referencia para apuntalar su sensibilidad. Y a esta base le agregó las tribulaciones de los personajes aristocráticos que le pidió prestadas a Henry James y el fraseo apocalíptico de Joseph Conrad. Para nombrar sólo algunas de sus más notables influencias.
¿Cómo componía Eliot? No es necesario leer sus borradores, que ahora también circulan en ediciones de lujo, para percibir que trabajaba uniendo visiones que él iba anotando en diferentes momentos. Los «Preludios» de su primer libro son un compendio de imágenes violentas musicalizadas por una mente enfebrecida. En el caso del poema «La canción de amor de Alfred Prufrock», estas mismas epifanías se anudan en torno a un argumento precario y nunca explícito del todo, lo que permitió que este trabajo gozara de una infinidad de interpretaciones. «El retrato de una dama», del mismo libro, está elaborado de igual manera. Pero este método de composición —que Eliot va a mantener durante toda su vida— no sería tan importante si no reflejara en ese momento una relación profunda con su capacidad de crear poesía. Claramente: el poeta que balbuceaba esos poemas era un hombre atormentado por visiones que apenas podían bajar al papel. Trabajaba en la oscuridad y no se creía dueño de un estilo. Y es en ese viaje hacia los confines del conocimiento —lugar en el cual, como dice bien Schopenhauer, las antorchas de la filosofía ya no sirven ni para alumbrar—, donde la poesía a veces consigue traerse algo nuevo para casa. Aunque ese «algo» no sea la cosa en sí, sino un pequeño atisbo de su naturaleza. Platón condenó a los poetas por estos viajes. Eliot los describe así: «Me conmueven fantasías que se enroscan/ en torno de esas imágenes y se adhieren:/ la noción de algo infinitamente dulce/ infinitamente dolorido».
Eliot escribió sobre Shakespeare algo que seguramente él también pensó sobre su primera poesía: «Hamlet está dominado por una emoción que no puede expresar, porque reside en el mismo exceso de los hechos que se van produciendo… Tenemos que admitir que Shakespeare se empeñó en un problema que resultó excesivo para sus esfuerzos». Es posible, pero precisamente este exceso, esta «emoción inexpresable», esta diferencia que nace en el exceso de los hechos, tradujo desde otro lado el dístico extraordinario que puede ser considerado como la piedra basal de «La canción de amor de Alfred Prufrock»: «Yo debería haber sido un par de garras afiladas/ corriendo por los fondos de mares silenciosos».
En «Gerontion», el poema más importante del segundo libro de Eliot, publicado en 1920, aparece por primera vez nombrado «Cristo, el tigre». El poeta había pensado que ese poema podía servir como introducción a The Waste Land. Pero Pound le bajó el pulgar. Pound, recordémoslo, trabajó con Eliot como lo haría mucho después Brian Eno con David Bowie. Produjo un sonido memorable con el material en bruto del poeta de Saint Louis.
Hacíamos alusión a la presencia de Cristo porque es notable el giro que va tomando la poesía de Eliot a medida que este se confronta con la liturgia religiosa. El poeta de la tierra baldía, de la desesperación, de la incomunicación, carga combustible místico, pero en tanto que es poeta, le resulta imposible llegar a un estado de misticismo absoluto. En griego «mística» viene de Myen: cerrar los ojos. Al místico ya no le importa escribir poesía. Por otra parte, en la «biografía» que va produciendo el yo que monologa en los poemas más significativos de esta etapa, es notable el estado de hastío y vaciedad. En The Waste Land, esta etapa va a resignificarse. El largo poema de Eliot puede pensarse como religioso en el sentido más interesante del término. Como le gustaba pensarlo a Carl Christian Bry: «Una religión real educa para la veneración ante lo inexplicable del mundo. A la luz de la fe el mundo se hace más grande, y también más oscuro, ya que conserva su misterio y se siente parte del mismo. En cambio, para el monomaníaco de la religión enmascarada, el mundo se encoge. Este encuentra en todo y en cada una de las cosas la confirmación de su opinión».
En The Waste Land se pueden percibir dos tipos de sensibilidad frente al hecho poético. Una está en el Eliot que sigue sin tener control de su material, que acepta sin chistar los tijeretazos de Pound (y esto es, realmente, la manifestación de una ética) y que «no sabe bien sobre qué está escribiendo». Ese estado de «nonsense» se va a replegar a partir de aquí y va a persistir en los «poemas de los gatos», poemas escritos para los niños pero que ocultan una tensión inseparable de la gran poesía de Eliot.
La otra sensibilidad es la que se ampara sobre cierta certeza. Se percibe que el poeta está intentando escribir «el gran poema en lengua inglesa», con la misma intención con que los escritores yanquis persiguen —como Aquiles a la tortuga— «la gran novela norteamericana». Y esa certeza tendrá su eclosión en los Four Quartets.
Claro que, cronológicamente hablando, antes de los cuartetos se ubica Ash Wednesday, una verdadera bisagra en la obra de Eliot. En estos poemas, la liturgia religiosa, el sistema de disciplina de San Juan, con quien conversa el poeta, empieza a encender una luz en esos hoteles de mala muerte donde paraba Prufrock. La poesía ya no se instala, salvo fugaces momentos, en los versos. Se vuelve, en cambio, retórica: «Por qué habría de extender sus alas el águila envejecida». En 1927, cuando empezó a escribir Ash Wednesday, T. S. Eliot se alistaba en la Iglesia de Inglaterra. Dios empezaba a domesticar sus demonios. Su reputación como poeta y gran opinador sobre cualquier asunto iba creciendo día a día. Era un gurú cultural. La religión le daba paz al joven Prufrock y la poesía de Eliot pasaba de un estado de precariedad, de pregunta, a un estado de respuesta. El Eliot de los Cuartetos ya no necesita que le corrijan nada. Está seguro de que su palabra es «la palabra», y necesita hacerla oír. Es como un músico que canta sin retorno, y no le importa. Se le podría aplicar a esta última poesía lo que Antonin Artaud pensaba sobre el teatro de su época: «El teatro está en decadencia porque ha roto con el peligro». En los Four Quartets abundan las largas parrafadas sobre las palabras, sobre la poesía y sobre la esencia del tiempo, de la muerte y de la vida; seudofilosofía escrita en verso, que sólo de vez en cuando se escapa del control del poeta para dar fuera del blanco y ser poesía.