Mi vecino Nahuel
El año pasado me hallaba yo charlando con mi editora Lulú Delfabro y le decía que tenía en mente la idea de pedirle a Nahuel Vecino que ilustrara una historia para chicos (que editaría Lulú en su sello Planta) que se iba a llamar Mi vecino Nahuel y que trataría —a grandes rasgos— de la llegada de un nenito extraño a un barrio periférico. Como se ve, el nombre del autor era el disparador de la historia. Como carezco de imaginación, suelo usar ese artilugio para empezar a escribir. El libro anterior que me había publicado Lulú se llama Rita viaja al cosmos con Mariano y surgió porque el invierno en que lo escribí venía escuchando mucho a la banda de rock llamada Prietto viaja al cosmos con Mariano. Yo no veía a Vecino desde hacía muchos años y, sin embargo, sus trabajos siempre estuvieron repiqueteando en mi mente, desde que los observé por primera vez en la galería Belleza y Felicidad. Lo extraño fue que, semanas después de hablar con Lulú, me lo encontré a Nahuel en un bar de la calle Corrientes, por Villa Crespo, donde se juega al ping pong y se fuma (cosas que no se deberían hacer juntas). No le dije nada del libro pero estuvimos hablando un poco acerca de las artes marciales. Él había practicado kendo y yo vengo haciendo karate hace ya mucho. Me causó gracia la forma en que me explicaba, actuándolos, los golpes del kendo y los gritos desmesurados de su ocasional maestro. Pasó. Nos volvimos a ver en una noche calurosa en que el Vaquero Ulises Conti tocó con un piano invisible y ahí retomamos el tema del kendo. Hizo de nuevo los gestos rituales y los gritos. Fue genial. Para ese entonces empecé a notar que en su vocabulario había una palabra que surgía, brillante, específica, en el medio de su monólogos. Tenaz. El maestro era tenaz, el kendo era tenaz. Yo le presto mucha atención a las palabras. A su deriva. Hay palabras que desaparecen de la lengua. Pienso, por ejemplo, en el verbo melar, que se usaba en mi infancia cuando perdías todas las figuritas. Nunca lo volví a escuchar, y quedar liquidado o perder todo o estar vacío no ha sustituido para mí la sensación que yo sentía cuando decía: me melaron.
Pasaron varios meses hasta que me junté con Nahuel en su taller, frente a los cuadros y las esculturas que forman parte de esta muestra. Antes de ponernos a mirar los trabajos, hablamos de algunos sucesos que nos marcaron a ambos. Él me habló de su juventud, de cómo se sumergió en las lecturas de Gurdjieff y en las enseñanzas del Cuarto Camino, una disciplina esotérica que tuvo su eclosión en el París de los años 30. Yo le conté de mi fascinación por los escritos y la música de Gurdjieff y ambos convinimos en que, más allá de su posible oscuridad, había algo en ese trabajo que era revelador para encarar la vida. La idea central de este tipo de experiencias, me animo a escribir, es que todos estamos dormidos, somos hombres-máquinas y que mediante un trabajo constante y disciplinado podemos llegar a ser seres reales, totales, con un único yo. Un hombre que, cuando sabe, sabe todo con la totalidad de su ser. Misión imposible. Chejov decía que la felicidad no existía, pero existía el deseo de ir hacia ella. Algo de eso hay en quienes le prestan atención al trabajo de Gurdjieff en algún momento de su vida. Picasso creó este slogan: «Yo no busco, encuentro». Y ahora su firma está en la nalga metálica de un auto de alta gama. Nahuel Vecino, en cambio, de una manera tenaz, busca. Cuando habla de su abuelo, quien lo inspiró en la larga marcha, dice: «La primera razón radica en su insistencia tenaz en transmitirme la siguiente premisa: Lo único digno de realizarse en la vida de un hombre es la búsqueda de lo que le es esencialmente propio».
La técnica de un artista drena de su metafísica. En un libro de George Steiner sobre Tolstoi y Dostoievsky, se lee: «Hegel anticipó una teoría fascinante: sugirió que entre el lenguaje y las inmediateces del mundo material había tenido lugar una enajenación gradual. Observó que incluso las minuciosas descripciones de una vasija de bronce o de un tipo particular de armadía en los poemas homéricos irradiaba una vitalidad desconocida en la literatura moderna. Hegel se preguntó si los modos de producción semiindustriales e industriales han enajenado a los hombres de sus armas, sus herramientas y otras pertenencias necesarias para vivir». A esta descripción fatal le podríamos agregar el agobio de las tecnologías virtuales que Hegel no llegó a conocer. Lo primero que veo en las narraciones de Vecino (pinturas, dibujos o esculturas) es una restitución de los objetos, ya sean prendas, caracoles o pelotas, a su lugar vital en la vida cotidiana. El artista y stalker Santiago Rial Ungaro lo explicó perfecto cuando visitó una muestra pasada de Nahuel: «Basta ver, por ejemplo, Presencia, en donde nos encontramos con una simple planta que, lejos de ser una naturaleza muerta, transmite una vitalidad psíquica, un latido vegetal que hasta nos hace sentir invadidos». Así es, Vecino toma el estilo de la Encáustica Pompeyana y busca, de manera tenaz, un lenguaje propio y privado. Todos esos chicos y familias que aparecen en los cuadros no necesitan de la ironía mercantil, porque están apuntalados por la intensidad. Por más que suene como un aforismo malísimo, de esos que escribía José Narovsky, no hay que dejar de decirlo: donde hay mucha ironía no hay intensidad. Vecino lo dice de este modo: «Yo siento que, en un momento dado, el arte dejó de hablar sobre la vida. El arte actualmente está tan condicionado por aspectos intelectuales y teóricos que para mí se perdió algo que hace mil años estaba claro: que es que el arte trata sobre la vida». Uno siente que desde hace varios años el arte secularizado por la galerías y los circuitos de prestigio —esa bicisenda espiralada— no tiene mucho para dar. Los hechos artísticos suelen suceder entonces, de manera gratuita, en la vida cotidiana. Por ejemplo, los sucesos de la Boca, de hace cinco años, cuando un hombre perturbado empezó a juntar basura en su casa, bolsas y bolsas hasta que los vecinos, alertados por el mal olor, llamaron a la policía y tuvo que salir el hermano del «artista» para dar la cara y decir que «mi hermano está muy mal, no tiene trabajo, por eso junta basura. No sabe lo que hace». De manera que cuando los cuadros de Vecino ocupan un lugar, lo que está sucediendo, por la potencia y prepotencia de su trabajo, es una deconstrucción del lugar de muestra. Lo que era una galería es ahora un teatro. Lo que se ve en el escenario es lo que se ve a través de las ventanas de los edificios y casas abiertas o semiabiertas de la calle cotidiana: un chico sentado esperando salir a jugar, un ventilador asmático, una familia frente a una mesa.
Belleza y Felicidad fue un lugar extraordinario. Fernanda y Cecilia, dos nenitas, comandaban una gran casa de muñecas repleta de lápices de colores y óleos donde uno se podía sentar a charlar y encontrar, en vez de lo imposible, lo inesperado. Acá otro aforismo narovskiano: siempre es mejor lo inesperado, ya que lo imposible es traumático. De muestra tenemos la pesadilla en que se convirtió la sobrevida de Lázaro. Como conté al principio, en Belleza vi los dibujos y óleos de Nahuel por primera vez. De alguna manera, la cara de los jóvenes de sus cuadros quedaron unidas para mí a los rostros hermosos de algunos muchachos que conocí en esa época: Gary Pimiento, Nicolás Domínguez Nacif, entre otros. Cualquiera de ellos podría servir de modelo para las pinturas de Vecino. Esos jóvenes soviéticos, proletas, con cierto aire a modelos de los años cuarenta tienen, cuando se los mira, una contemporaneidad absoluta. ¿Cómo lo logra? No sé. E inclusive las cabezas cortadas, esculpidas, cuyo germen creativo estuvo en las terribles prácticas de jibarización del narcotráfico mexicano, tienen, cuando se las ve, en su dorado resplandor, algo de fruto caído, pero no violento ni trágico. Como si las mejores mentes de una generación debieran caer por su propio peso y fertilizar el suelo para que llegue otra horneada. Así, una y otra vez. De manera tenaz.