Nudos borromeos
Mi viejo me llamó por la mañana para saber dónde iba a pasar el día de la madre. Le dije que me iba a quedar en casa y le pedí, si quería venir, que lo hiciera vestido de mujer. Como cada vez que le digo algo que no le interesa, le molesta o lo incomoda, finge una sordera funcional y arranca con otro tema: en este caso, la organización de su cumpleaños número 80 o la brillante campaña de su club del alma, San Lorenzo de Almagro. Mi viejo es un orangután macho, buen bailarín de tango, que suele estar vestido con un equipo Umbro con los colores del campeón (se lo dieron en el club) o por la noche con un traje elegante para asolar las milongas y a las señoras mayores. «Ayer conocí a una mujer hermosa, pero cuando la saqué a bailar ¡se movía como la momia!», me dijo hace poco. Lo cierto es que al final no vino a casa y yo me quedé solo, con mi perra Rita, paseando por los parques. Lacan suele referirse al Gran Otro. Ese tercero que anda siempre ahí comiéndonos los talones. Lacan, Derrida, la pandilla estructuralista y postestructuralista: muchachos terriblemente originales que sirven para estimular el pensamiento, pero que suelen ser proclives al Viva la Pepa. Igual que ese amigo que llega a tu casa, te rompe la cabeza con sus ideas avanzadas pero termina tratando de garcharse a tu mujer. O a vos. Y hay que ponerle límites. Pero la deconstrucción no tiene límites. O el límite llega cuando empieza a morderse la propia cola. Recordemos al señor Lacan ya viejo, jugando con los nudos borromeos hechos con aros de cortinas de baño, buscando una certeza matemática para poder construir una casa de sólida piedra. Pero con lo del Gran Otro —y muchas cosas más— la pegó. Era el día de la madre en todo el país, en todo el domingo melancólico y soleado y no se podía escapar. Pensé en mi vieja. En la forma en que teníamos de no comprendernos. Había algo en ella que me remitía a la más cruel alteridad. Yo había salido de ahí adentro, era parte de ella de una manera atávica, pero no nos entendíamos. En realidad, yo era una especie de gran falo implantado entre sus senos —otra vez «Jack Lacrán»— para que ella pudiera demostrar su poder. Lo cierto es que pasaron más de 20 años desde su muerte y ahora su recuerdo parece una imagen puramente virtual. No logro traerla desde la muerte —o mejor dicho desde esa porción de vida donde estuvimos juntos— y rememorarla como alguien que realmente ha existido. ¿Será una forma de mitigar el dolor? Lo que sí me viene a la cabeza son los sucesos extraños, curiosos, que pasaron cuando ella murió. Por ejemplo, en el velatorio. Yo y mis dos hermanos menores asistimos conmocionados cuando se abrió la puerta de la sala e irrumpió nuestro primo Cachito —mayor que nosotros— sostenido por dos o tres personas como en un Vía Crucis. Aún hoy no puedo recordar quiénes lo sostenían. Hasta llegué a sospechar que podían ser extras pagos. Lo arrastraban mientras él lloraba desconsoladamente. Lo arrastraron hasta el cuarto donde estaba el cuerpo de mi vieja y ahí él se arrojó sobre el ataúd, y estuvo a punto de tirarlo al piso. Lo concreto era que Cachito lloraba más que nosotros. De hecho, con su llanto descomunal, nos estaba dejando a los tres hijos como unos vástagos insensibles. Era claro que había decidido copar el velatorio y, ante la mirada de aprobación de tías y tíos, lo estaba logrando. Lo logró. Al igual que esas máquinas mecánicas que tenemos los humanos para que hagan el trabajo por nosotros (pienso en las risas pregrabadas del canal Sony), Cachito lloró por nosotros y nos humilló en nuestra cancha. Pasaron veinte años hasta que murió la mamá de Cachito, nuestra tía. Cuando me avisaron, llamé a mis hermanos y les dije que había llegado la hora de la venganza. Entramos al velatorio y Cachito nos cruzó una mirada asustada. Como le sucede a los protagonistas de las películas de género, sabía a qué veníamos. Pedimos, como hizo Juan Perón cuando encontró al cadáver embalsamado de Evita, que nos dejaran solos con nuestra tía. Entramos al cuarto donde estaba su cuerpo, cerramos la puerta que comunicaba a la sala donde nuestros familiares en común tomaban café, y nos pusimos a gritar y a golpear las paredes. Hicimos esto un rato largo. Después abrimos la puerta y salimos.