The Piper se tomó el palo
«¡No me pasen el teléfono!
¡Protéjanme, protéjanme!»
MARIANO HAMILTON
Cuando toqué el cuerpo frío de un amigo en la mesa de disección del hospital, terminó mi adolescencia. Ahora que pienso en esas épocas, me acuerdo de las tardes de humo en las que paseábamos tratando de comprender el mundo en el que viviríamos. Y una de las cosas que conservé como esenciales a esa etapa tan extraña es el miedo que a veces aparecía en torno a nuestras vidas. Vidas, sin embargo, que parecían inmortales. ¿En qué se reflejaba ese miedo? En la obligación de pertenecer a una tribu particular, con su jerga propia y su forma de vestir. Ese miedo también se manifestaba en frases contundentes, juicios demoledores sobre lo que veíamos y escuchábamos. Rápidamente, de este lado del río, nos pusimos de parte de los locos, los delirantes, aquellos de quienes se contaban historias fantásticas que nosotros repetíamos porque, entre otras cosas, no queríamos ser como nuestros padres (todavía no sabíamos que, a su manera, estos también estaban rematadamente locos). Lo cierto es que repetíamos como loros que el Beatle revolucionario era Lennon y que Paul, aunque era buen músico, era un conservador. Y que Syd Barrett era el genio de Pink Floyd y Roger Waters el hombre que lo echó de la banda y que convirtió a Floyd en un hit bailable de las noches del Hogar Asturiano (empezaba el ruido del helicóptero de The Wall y las chicas y los chicos saltaban a la pista enardecidos). Pero ahora no me parece que todo haya ido sólo en una única dirección. La idea del pensamiento paradójico, el mal dentro del bien, la permanencia en la incertidumbre, a veces es agotadora. Es un lugar donde no se puede estar demasiado. Pero es el sitio ideal, ya que donde está el peligro también está la salvación. Pasemos a Syd y Roger (después veremos a Syd y Nancy).
Roger Barrett y Roger Waters tuvieron, en el principio, algunos hechos biográficos parecidos. Sus dos padres murieron cuando eran jóvenes. El de Waters en la carnicería de la batalla de Anzio y el de Barrett por una enfermedad. La muerte del padre, su ausencia, fue uno de los motivos líricos de las grandes obras conceptuales de Waters en el Pink Floyd post-Barrett. La muerte del padre de Syd parece haber sido, según cuentan algunos íntimos, una de las muchas causas que llevaron al líder de Floyd a la demencia.
Con la mano en el corazón, anoto acá que los temas de Barrett solista me parecen hermosos, frescos. Que los singles del primer Floyd que forman parte de su legado («Arnold Layne» y «See Emily play») resistieron más el paso del tiempo en cuanto a la lírica que a la música. The Piper at the Gates of Dawn es un muy buen disco que suena demasiado a la psicodelia beatle. Pero sin la fuerza y la inventiva de Sgt. Pepper’s. Y acá veo en lo alto el dedo acusador de mis amigos del barrio diciendo: «¡Pero, boludo, Los Beatles le afanaron a Barrett!» Creo que en esa época estaba surgiendo un magma sonoro en el que todos estaban inmersos. Y uno de sus vectores más notables era el que formaban Los Beatles. La influencia de los Fab Four se nota hasta en el Floyd post-Barrett a través del —en ese entonces— ingeniero Alan Parsons, quien después tendría sus minutos de fama siguiendo las pirámides de Dark Side y los álbumes conceptuales de ciencia ficción, algo con lo que los Floyd se hubieran engolosinado de no ser por la caída a la tierra de las preocupaciones líricas de Waters. Lo cierto es que Peppers es un clásico y Piper parece su hermano menor. Un hermano menor muy volado, de esos que terminan preocupando a los padres por la manera de quedarse mirando el techo cuando están en la mesa. Ambos discos terminan con una señal sonora repetitiva e insoportable. Que sólo pueden entender los perros. (Me pasa algo curioso, si estoy estimulado con hierba o ácido, Piper se vuelve un disco extraordinario; Peppers, en cambio, es un ácido.)
Bien, sobre gustos no hay nada escrito. Pero, volviendo con la polarización Menotti o Bilardo, ¿por qué a veces me parece que la condena a Waters es algo demasiado mecánico, como un lugar común de chico malo independiente? Floyd sin Barrett, ¿desapareció? Más bien mutó hasta hallar su verdadera ontología. Si en ese momento hubieran dejado de tocar, si no hubiesen superado su deserción, hoy tal vez serían una banda de hiperculto citada de vez en cuando. Pero yo creo que hasta la longevidad del mito de Syd se debe a que Floyd no sólo no se bajó del carro sino que compuso varios de los grandes discos de la música rock. Muchos de los cuales tienen el motivo recurrente de la historia de Syd. Y, dicho sea de paso, con gran poesía de Waters, como en Wish you Were Here. Hay bandas que, cuando pierden a su líder carismático, al toque se convierten en banda de homenaje al estilo de los Danger Four. Pero Pink Floyd cambió de piel, y después de algunas vueltas por el espacio sideral, peló Dark Side of The Moon. Un disco que tiene, entre otras cosas, esta letra: «Run, rabbit run/ Dig that hole, forget the sun,/ and when at last the work is done/ don’t sit down it’s time to start another one/ For long you live and high you fly/ But only if you ride the tide/ and balanced on the biggest wave/ You race towards an early grave». En estos versos está más concentrado el golpe del paso del tiempo que en los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot.
Antes de terminar, permítanme unas palabras más en defensa del Pink Floyd post-Barrett. Floyd nació como un grupo psicodélico, un desprendimiento de la mente de El Lunático. «Los primeros en el espacio» era uno de los eslóganes de campaña de esa época. Lo cierto es que Waters puso el manubrio de la nave espacial rumbo al centro del cerebro de Barrett y de todos nosotros. Fanático de 2001: Odisea del espacio de Kubrick (Waters quería hacer la banda sonora de esa película), comprendió que el viaje espacial —como lo muestra el final del film— no es hacia afuera sino hacia adentro. Al igual que en una muñeca rusa, el hombre está encerrado en la tierra, que está encerrada en el universo que está encerrado en el cerebro del hombre. Pedazos de eternidad insondable todavía virgen se mueven entre la corteza cerebral. E ir hacia el centro de nuestros problemas implicaba también una vuelta por las miserias humanas, el dinero, la envidia, la codicia. Así que, ¡Welcome to the machine, my son! Y más luces y más parafernalia, estadios inmensos y cerdos volando. Todo esto culminó en la remera de Johnny Rotten con la inscripción: «Odio a Pink Floyd».
El desempleo demoledor, la falta de oportunidades, el transatlántico de lujo en que se había convertido el rock (con su Titanic especial, el rock sinfónico), parecen haber sido las fuerzas que sacaron a las calles a los punks. Pero (y acá vuelvo a ver el dedo acusador) el punk me parece una mierda. Como ciertos populismos, es un movimiento que tiene una lógica y hasta una justificación, pero termina siendo un movimiento fascista sostenido por el odio. Y el odio no me parece un sentimiento muy interesante. ¿Por qué el punk es menos punk que lo que su nombre promete? ¿Por qué me parece más una cirugía estética premeditada del negocio musical que algo espontáneo del espíritu de la época?¿Por qué, por lo general, me resulta más punk la gente común con determinadas actitudes que los punk programáticos con sus tajos medidos en los pantalones? Lo que murmura Driscoll, el portero de Abbey Road en el final de Dark Side (no hay un lado oscuro de la luna, en realidad, toda ella es oscura) me parece mucho más inquietante que lo que grita Rotten saltando como un imbécil diciendo que la Reina se la come (¿no lo sabías?) y que no hay futuro.
Syd Barrett tomaba ácidos y formó parte del verano del amor, Sid Vicious era un nazi hijo de puta que terminó matando a puñaladas a su novia. El grupo que Syd Barrett comandó cambió —junto a muchos otros— la sensibilidad del siglo XX. Los Sex Pistols —camisas negras digitadas por Malcom Mc Laren— fueron un remedio homeopático conservador y su música me parece francamente insoportable. Y quizás esta cualidad sea su costado más verdadero: formaron parte de una vanguardia donde —como en todas ellas— era insoportable estar mucho tiempo. Al igual que el nazismo, tenían los días contados porque pretendían destruir todo lo que no fuera punk (claro que sus dardos apuntaban más a Pink Floyd que a cargarse al primer ministro). Y en el caso de que se quisieran cargar al primer ministro, ¿qué mejor cosa le puede pasar a un dirigente político que tener enfrente a una masa que repite una y otra vez que no hay futuro? Los árabes y los israelíes fundamentalistas nos están dando otra lección de este tipo de punk: su única consigna es odiar al que es distinto (el problema acá es que, si esto sigue, los días contados los tenemos todos).
Cuando en realidad lo único interesante pasa cuando la gente se cruza, las culturas se mezclan y se cruzan los cables, como se cruzaron en el cerebro de aquel hombre que se apartó de toda la rosca para pintar y hablar con su madre, en un sótano inglés. Que Dios lo bendiga. Él fue un punk de Dios.