Otro ladrillo más en la cabeza

Una banda homenaje no se le niega a nadie. Hay un cantante en San Telmo que es un clon de Silvio Rodríguez. Suele cantar en un bar que tiene mesas en la calle. Hay otro —que se parece a un amigo mío— que es un cantante homenaje de Joaquín Sabina. Está The Beats, la banda homenaje de los Beatles o la ya vieja Danger Four, también banda homenaje de los chicos de Liverpool. Hace poco vi en un suplemento de cultura un error simpático: había una nota sobre U2, ilustrada por equivocación con una foto de su banda homenaje argentina. ¿Qué significan estas bandas? ¿Qué hace que en vez de hacer tu propia música —incluso afanando a granel como los Ratones con los Stones— decidas ser un reflejo, un doble de otros grupos o cantantes? ¿Será algo así como la second life? ¿O lo que uno podría intuir como pereza o resignación es, en realidad, un hobbie?

Por más que algunas bandas homenaje ejecuten bien y sirvan para pasar un buen rato en un bar o una fiesta de quince, siempre hay algo de taxidermismo en el ambiente, algo de un mal sueño, como cuando uno, en las pesadillas, se da cuenta de que la persona con la que está soñando en realidad está muerta. En concreto, las bandas homenaje lo que consiguen drenar de su modelo es la retórica, no su genio o singularidad. Bien, ¿en qué momento Roger Waters se convirtió en una banda homenaje de sí mismo? Y otra pregunta más: ¿por qué esta banda homenaje que trae su gira este verano a nuestro país causó un furor demencial que hizo agotar muchísimas funciones en River?

Quizá la respuesta a la segunda pregunta venga por el lado de que vivimos en una época retro. Reciclamos la basura, reciclamos al peronismo, vuelven las zapatillas Flecha, vivimos en la nostalgia de una épica que no está a la altura de lo mejor de nuestras vidas. Hasta el mismo Juan Salvo, nuestro querido Eternauta, fue suplantado por un impostor. Existe la sensación de que alguien nos está vendiendo una vacuidad como si fuera una revolución. Y la música de fondo de esta estafa la ponen, sin duda, los Calle 13, con sus consignas políticas infantiles tipo: «Yo uso Adidas, Adidas no me usa» o «Vamos a portarnos mal». Por eso no viene mal preguntarse si será realmente Roger Waters el que pise el escenario de River para tocar por milésima vez The Wall. La verdad, no creo que sea necesario. Quiero decir, no creo que sea necesario que él venga en persona. ¿Para qué? Sin embargo, The Wall, el álbum y la película, significaron para una generación recién salida de la larga noche de la dictadura militar, varias cosas.

Cuando uno llega a la mitad de la vida, le parece que el tiempo lineal no existe. ¿Cuándo pasó aquello? ¿Dónde sucedió eso? Los hechos se difuminan y las fechas apenas sirven para ponerle algo de cordura a ese mecanismo humano que es la historia. The Wall se grabó en 1979. Para mí, esa época pareció mantenerse siempre de noche. De noche veíamos los partidos de la Selección Juvenil Argentina en Japón y de noche salíamos a bailar la incipiente música disco buscando el contacto con las primeras chicas. El rock, como siempre, era conservador. El primer hit de The Wall, «Otro ladrillo en la pared», sonaba, junto al helicóptero que lo precedía, en los comienzos de los bailes. Pink Floyd se volvió bolichero, decían los rockers. Como yo llevaba una doble vida, de día era rockero y de noche me vestía como un travolta de Chocolatín Jack, decidí bailar el hit de Waters pero no escuchar el disco nunca. Una mañana mi mamá me despertó y me dijo que había muerto John Lennon, y otra mañana me despertó mi viejo y me dijo que habíamos invadido Malvinas. Varios amigos del barrio viajaron a la guerra. En el 82, Alan Parker filmó The Wall y cuando la vi, durante mucho tiempo, las escenas bélicas de la película se mezclaron con nuestra propia guerra, con el silencio intenso que traían mis amigos que volvieron como ex combatientes. Porque en realidad volvieron mudos, sin experiencia, volvieron como si hubiesen participado del Experimento Filadelfia, ese mito yanqui sobre unos soldados que desaparecen en el espacio tiempo y vuelven enloquecidos por lo que vieron. Hay un cuento de Fogwill, Los pasajeros del tren de la noche, que habla de un tren que trae a los soldados muertos en la guerra en un lejano pueblo, pero resucitados. Eso es realismo. Bajo ese efecto, la película y el disco —cuando finalmente me puse a escucharlo— me conmovieron. De golpe Pink Floyd, una banda espacial, ponía los pies en la tierra.

Syd Barret se fue de la banda

Eric Fletcher Waters perdió la vida tratando de tomar la cabecera de un puente en la batalla de Anzio. Los historiadores de la Segunda Guerra Mundial dicen que fue un combate muy cruento. Su tercer hijo, Roger, apenas tenía unos meses de vida. Cuando Waters, ya adolescente, se juntó con Syd Barrett (cuyo padre murió cuando este era adolescente) surgió Pink Floyd. Desde el principio, la banda se dividió entre los «arquitectos» y los «músicos». Los arquitectos (porque estudiaban arquitectura) eran al principio Waters y Mason y los músicos Barrett y Wright. Con la salida de Barrett, las divisiones fueron Waters-Mason vs. Gilmour-Wright. No es casual que uno de los arquitectos fuera el que decidió construir la pared. Pink Floyd fue el abanderado de la música sicodélica, del sonido espacial. Tomaron el viaje de ácido de los Beatles y de los Byrds y pusieron un pie en el espacio con recitales multidisciplinarios e inquietantes. Exploraban el cosmos pero también el infinito de nuestra mente. Como Syd Barrett no tenía sus facultades intactas, deja la banda y Waters toma el control creativo secundado por el extraordinario guitarrista Dave Gilmour. Sacan The Dark Side of the Moon y Wish you Where Here, una exploración de la locura —con su leiv motiv fetiche: Barrett— y una corrosiva visión del mundo capitalista. Estos dos discos son magistrales y las letras de Waters (quien siempre fue mejor letrista que músico) verdaderos poemas modernistas de altísima calidad. William Burroughs, otro muchacho de la derecha sicodélica americana, dijo que «quien reza en el espacio no está en el espacio». Waters tomó esto al pie de la letra y empezó a diseccionar a la sociedad postindustrial inglesa: entonces salieron los chanchitos voladores de Animals y una reescritura interesante de Rebelión en la Granja, de George Orwell. Lo que murmura Driscoll, el portero de Abbey Road, en el final de The Dark Side of the Moon, estuvo pegado en mi cuarto durante mi adolescencia: «No hay un lado oscuro de la luna, en realidad toda ella es oscura».

¿Alguien probó escuchar The Wall entero en su casa? Yo lo hice. De todo el disco, lo único que sobrevive, que tiene la intensidad del riesgo, la sensación de que lo «están tocando mañana» es «Confortably Numb», un tema de Gilmour que este había maquetado para una experiencia solista y que dejó de lado en esa oportunidad y resucitó en The Wall. Entonces nos preguntamos: ¿para qué construye esa inmensa pared Waters? Él dijo que era una alegoría del muro invisible que siente el músico y que lo separa de sus fans, su alienación como estrella de rock. Hay algo fascista en un concierto de rock, dijo. Esto, entre otras cosas, tematiza el disco. Pero uno puede conjeturar que hay tensiones que se le escapan al controlador de Waters, ¿no será la pared una defensa que él pone para que no lo podamos observar? ¿Una especie de country mental? ¿No simbolizará la pared simplemente que ya no hay música, no hay banda, no hay orquesta detrás de ella? De todos modos, el interés que identificó a Spielberg por observar a los grandes dinosaurios es una verdadera atracción: Madonna, Bono, Waters, autoparodias de la industria con un público cautivo asegurado, como el Papa.