Mi lucha

Juan Carlos Onetti contó una vez que mientras estaba escribiendo una novela (Juntacadáveres), se le vino a la cabeza otra idea tan poderosa que tuvo que dejar de lado lo que estaba narrando para dar cuenta, de un tirón, de otro relato (El Astillero). A los lectores nos suele pasar lo mismo. Yo venía leyendo una abultada biografía de un filósofo cuando abrí La muerte del padre, del escritor noruego Karl Ove Knausgård, y no pude parar hasta terminarla.

La muerte del padre, que en Noruego se llama Min Kamp (Mi Lucha) haciendo un juego irónico y polémico con el libro de Hitler, fue una larga saga autobiográfica —cinco libros, de los cuales en Argentina está editado, por ahora, sólo el primero— con un ensayo final en el último tomo que se publicó en 2011 y que resultó un éxito de ventas en Noruega y varios escándalos ya que Knausgård puso nombres reales, de gente aún viva, a las que no les gustó el lugar que les tocó en el casting.

Knausgård ha leído a Thomas Bernhard, pero lo ha metabolizado perfectamente, casi no se le nota. Lo cual ya es todo un logro. Juan José Saer también lo hizo. Al igual que lo que sucede con las novelas del autríaco, La muerte del padre fascina o repele de manera intensa. Knausgård salió de un largo bloqueo literario tomando ciertas premisas que podrían funcionar como consignas productivas en un taller literario: escribí casi sin pensar, a todo lo que da, escribí aunque lo que escribas te parezca patético y aburrido, escribí perdiendo la forma humana, olvidándote que existen los libros y los agentes literarios, escribí sin tomarte en serio ni un minuto, pero dando todo lo que tenés en el corazón, liberate de los apegos, matá a tu madre, matá a tu padre y así serás libre. La liberación de Knausgård es un largo relato dividido en dos partes, que empieza con una reflexión casi de clínica médica sobre los estragos que produce en el cuerpo humano la llegada de la muerte, para pasar rápidamente a su vida como hijo —junto a un hermano mayor, un padre rígido, seco y poco afectivo y una madre cariñosa y contemplativa—. Y de ahí al tiempo real en que se está escribiendo el libro, con sus tres hijos colgados de los brazos y tratando de escribir —lo único que le interesa— mientras se ve desbordado por las obligaciones de la paternidad. Mucha gente piensa que la llegada de los hijos impide escribir: Knausgård es la prueba de lo contrario: cinco tomos inmensos a la carrera mientras lleva a sus hijos al jardín, a la guardería, los cambia, los baña, discute con su mujer, se amiga con su mujer, está mal dormido, nervioso, pesimista. Todo esto se relata con una morosidad exasperante, de la misma manera que relata una larga marcha hacia una fiesta de fin de año que hacen él y su amigo Jan Vidar, escondiendo las cervezas en la nieve del camino, para que los padres no los vean.

Todo lo cercano se aleja. Los padres son un misterio insondable, hayas o no vivido con ellos. Uno puede tener cierta opinión sobre cómo fueron sus vidas antes de tenernos, pero en general, apenas son aproximaciones que no se pueden constatar. Para conocer a nuestros padres en serio hay que volver al futuro de incógnitos, como en la película de Robert Zemeckis. Incluso la versión de nuestros padres que conocemos de manera cotidiana, en nuestra casa, tiene un lado oscuro difícil de apresar. El padre de Knausgård suele ser frío, duro y agresivo, pero igual sigue siendo el amo aún después de muerto. Y su hijo, en la memorable y tenebrosa segunda parte del libro, no puede dejar de llorar (no puede dejar de escribir que llora a cada rato) mientras lava y ordena con su hermano mayor el desquicio que les dejó el progenitor antes de morir yendo a penales con una botella de whisky y todo el alcohol que encontraba en el camino.

Hace casi tres años me tocó estar frente al cadáver de un ser querido, escritor, también, como Knausgård. Me preguntaron si lo quería ver antes que lo sacaran del hospital y dije que sí. Me impresionó que su cuerpo tuviera cierta insolencia, algo no del todo muerto, pero no pude expresar ese sentimiento de manera convincente cuando se lo quise explicar a otras personas. Los grandes libros, los hermosos poemas, llegan a nuestra vida para enseñarnos a hablar. Cuando Karl Ove Knausgård ve el cuerpo de su padre muerto en la morgue, dice: «No estaba sereno, porque aunque yacía pacíficamente, no estaba vacío, todavía había en él algo para lo que no encontré otra palabra que voluntad».