Hijo de Dios
¿Existe alguien más ingenuo que un hincha de fútbol? Descartemos los que son hinchas de fútbol interesados. Por ejemplo, los que son empresarios del club y que traen jugadores para apoyar a la causa, siempre y cuando la causa sea consecuencia de más money en el bolsillo propio. También a los que son barras, trabajan en seguridad del club, tienen sus vidas hechas mierda y lo único que pueden hacer es utilizar a su equipo para sacarle plata a cambio de aprietes, de visitas guiadas vip a las canchas argentas o como fuerza de choque de ejecutivos con botines. Todos estos especímenes son unos vivos bárbaros y no les importa nada el equipo. La verdad, ser hincha de un club de fútbol sólo por amor a la camiseta (pero: ¿Qué es el amor? ¿Una electricidad en el pecho? ¿Una sensación de pertenencia? ¿Dar algo que uno no tiene a alguien que no lo necesita?) es una actitud que ronda con la boludez. Pagás el acceso a la cancha o el acceso a las instalaciones de tu equipo. No ganás dinero ni de casualidad y los que juegan y cobran fortuna son los jugadores. A veces, preso de esa impotencia que surge cuando tu equipo pierde, terminás tomando tranquilizantes para dormir. Si un jugador juega bien, aunque su vida deportiva dure lo que dura un haiku, consigue lo que otros no logran en toda su vida. Una casa, una modelo, una vedette, una mujer, un autazo, un representante, un perro de marca, una causa penal. No existe —tal vez salvo en la política dura— un ambiente más corrupto que el del fútbol. Toda la retórica que rodea a los partidos de la selección argentina —los famosos con palco Vip, las promotoras oxigenadas, los gordos empresarios, los políticos rastreros, los familiares de los jugadores que buscan un lugar en el mundo, los periodistas y las futuras groupies con botines, el himno nacional, los análisis sesudos de los filósofos de TyC— podrían servir como alegato frente a Dios para que este se decidiera a cerrar la persiana de una vez por todas. ¿Por qué entran los jugadores con nenitos a la cancha? ¿Qué se quiere demostrar? Imagino a un hombre ya grande, en el futuro, que no soporta los ruidos. Este hombre, un especie de silenciero y justiciero, empieza a matar a los que hacen ruido. ¿Activás tu auto y suena la alarma a las dos de la matina? ¡pum! en la cabeza. ¿Tenés demasiado alto el volumen de tu televisor y la voz de Tinelli se agiganta en el pulmón del edificio? ¡Pum!, ¡Pum! A la cuarta víctima lo detienen. Lo estudian los psicólogos y se descubre que es Benjamín Agüero, su padre era jugador de fútbol y lo hacía entrar a la cancha todavía con pedazos de placenta en el cuerpo. El ruido y la furia de la multitud se le coló en la psiquis antes del lenguaje. Y ahí estuvo germinando hasta que despertó como trauma y empezó a matar. ¿Qué es Benjamín Agüero? ¿Un estandarte?, ¿una cábala? ¿una propaganda de preservativos? Antes que nada, es un Hijo de Dios, como vos y como yo. Asumiendo involuntariamente una representación ridícula en una época insensata. Pienso también en la parábola de Lionel. Me acuerdo de una película que vi varias veces cuando era chico. La daban en «El Mundo del Espectáculo», los lunes a la noche, por el 13. Cliff Robertson, el protagonista, ganó un Oscar por su trabajo. Trataba de otro hijo de Dios, que nacía bobo y que gracias a los estudios de unos científicos, lograba alcanzar la cordura y hasta cierta genialidad. Era notable el cambio en la cara del actor cuando cruzaba de un estadio a otro. La cosa es que la rata de laboratorio que también estaba tratada con el mismo medicamento, empezaba a involucionar después de una breve eclosión. La historia estaba escrita: Charly, que había salido de las tinieblas de una mente infantil, que había llegado a rozar el genio y había enamorado a la doctora que lo estudiaba, iba a volver a ser bobo. La escena final era inolvidable: el muchacho cuarentón, ya en estado regresivo, jugando en el subibaja de una plaza. Yo veo en esta fábula una premonición de lo que le puede llegar a pasar a Lionel. Oscuridad, oscuridad, oscuridad, dice T. S. Eliot en uno de sus Cuatro cuartetos. De ahí venimos, allá vamos. Y el lapso bajo la luz, frente a los flashes, en la cima de Nike, es pura maya. Lo cual certifica la perfección algebraica del universo.