Coda

La Solarística

Conferencia dictada en la Cátedra Bolaño de la UDP, Santiago de Chile

Voy a escribir sobre la amistad, sobre la ciencia ficción, sobre la idea de país, sobre los símbolos patrios, sobre un extraño océano compuesto por la materia de nuestros sueños y terrores. Sobre la nostalgia. Voy a escribir acerca de cosas que no tengo en claro. Voy a escribir sobre la polis.

Esto pasó hace diez años. Estoy en un micro en un cruce fronterizo de la Cordillera de los Andes. Está nevando de manera furiosa e intensa. Nos avisan que no vamos a poder entrar en Chile. El micro está repleto de jóvenes religiosos ortodoxos que practican una religión temerosa. Temerosa del contacto con otras personas, con otras religiones. Yo estoy pasando un momento muy malo de mi vida. Sin trabajo y con varios miembros de mi familia nuclear muertos por muerte natural. Pensé en ir a Chile para buscar tranquilidad, trabajo. Pero me avisan que no podemos cruzar. Que tenemos que volver a Mendoza y esperar que mejore el tiempo. Los ortodoxos me miran de reojo. Hablan entre ellos y rezan para que la nieve pare. Todos me llaman la atención pero sobre todo uno que es un verdadero monstruo. Uno en el que el trabajo de encerrarse y aislarse entre ellos en busca de la purificación de la sangre logró un ejemplar perfecto; un ogro de apenas 17 años.

Siempre me pareció que el bar de La Guerra de las Galaxias es el lugar antifascista por excelencia. Ahí se juntan traficantes de Orion, seres con cabeza de pescado, mujeres con tres tetas, músicos, vaqueros de las supernovas. Pura mezcla. Es en este bar que no llegó a conocer Walter Benjamin donde puede florecer algo interesante. Y es en el bar (en todos los bares de todas las ciudades) donde aún hoy el narrador sigue contando su eterno relato. Donde se sigue recitando el Sermón de la Montaña. Sólo hay que estar en estado de atención para poder escucharlo.

Anclado por el temporal en un pequeño hotel de la ciudad de Mendoza, me pregunté por qué tenía tantos deseos de cruzar a Chile. Me pregunté qué es un país. De qué materia está compuesto. Cuál es la cualidad esencial que lo constituye. ¿Su geografía? ¿Su clima? ¿Su gente? Ya había estado en Chile muchas veces antes. Había pasado ahí momentos singulares de mi vida que ahora, en esa pieza de hotel, repasaba una y otra vez. Me acordé de la primera vez que escuché la palabra Chile. Fue en la primaria. Nos contaron la fábula de Domingo Faustino Sarmiento, un prócer de manual, gran escritor, denominado por nuestra escolástica pedagógica como el Primer Maestro. Sarmiento iba a la escuela hasta cuando llovía, nos decían nuestros educadores y loopeaban nuestras madres. Lo cierto es que en San Juan, la provincia donde él nació, llueve a veces un día solo en el año. Sarmiento fue presidente de nuestro país y tuvo que exiliarse en Chile cruzando la cordillera que a mí no se me permitía cruzar esa tarde en que pensaba estas cosas en el hotelito de Mendoza. Sarmiento, al cruzar para Chile, decían nuestro maestros, escribió en una piedra: Bárbaros, las ideas no se matan.

¿Cómo dar cuenta de un hombre en su totalidad?, se preguntó una vez Paul Valery. Jean Paul Sartre tomó la posta de esta pregunta y escribió El idiota de la familia, un libro inmenso, inacabado, sobre Gustav Flaubert. Trajo así al mundo un tomo más de la inmensa bibliografía sobre el flaubertismo. Si un hombre puede producir tanto material, imaginen un país. ¿Existe la argentinidad? ¿Existe la chilenidad? ¿Se las puede aislar, estudiar, empaquetar? Nací en Argentina. ¿Tengo necesidad de remarcar algo que ya soy por fatalidad? Quiero contar esto: crecí durante la dictadura militar. Vi cómo todo un país —incluyéndome— festejaba el triunfo en un Mundial de Fútbol mientras se masacraba impunemente a muchos de nuestros contemporáneos. Escuché el Himno Nacional en la radio cuando derrocaron a Isabel Perón, cuando invadieron Malvinas y cada vez que la Argentina se convierte en un séquito de fanáticos fundamentalistas. Recuerdo ahora ese frío metafísico Mundial 78. A partir de ahí me fui alejando cada vez más de la idea de país. Que la usen otros. Viví durante la dictadura en una nación que se convirtió en un territorio con las persianas bajas y las puertas cerradas. Olor a encierro y olor a muerte, agua estancada. Un país que no abre sus fronteras, que no se cruza con otros idiomas, otras costumbres, un país que marcha el paso militar, es una prefiguración del infierno. ¿Y no es un país siempre algo que intenta separarse, diferenciarse, definirse, cerrarse, autoglorificarse? ¿No encierran todos los países las mismas enfermedades? Sin embargo, esa tarde ya casi noche en el hotelito mendocino ¿no estaba yo buscando un país? ¿Otro país? Cuando Sebastián Piñera le dice a los estudiantes que nada es gratis en la vida, que siempre alguien lo paga, ¿está expresando algo del pensamiento ontológico chileno? Para muchos la díada entre derecha e izquierda está terminada. No se puede pensar el mundo bajo este sistema. Yo no lo creo así. Pienso que la derecha existe y que existe la izquierda. Pienso que la naturaleza, por ejemplo, es de derecha. La naturaleza sólo se preocupa por la naturaleza. Si un impala de la manada es deficiente, que se lo coma el león para purificar la especie. En este sentido la izquierda es un tumor para la naturaleza. A la izquierda —como yo la veo— le interesa preservar y proteger a ese ser que no consigue correr a la par de los demás.

La segunda vez que supe algo sobre Chile fue en los años setenta. En una imagen televisiva. Un soldado chileno disparaba sobre un camarógrafo argentino que estaba cubriendo el derrocamiento de Salvador Allende. Repetían en cámara lenta la escena una y otra vez. En realidad, no se veía al camarógrafo, porque estaba todo tomado desde la subjetiva de la cámara del periodista infortunado. Como en un video juego, daba la impresión de que el soldado apuntaba y mataba al que estaba mirando la tele ocasionalmente esa noche. Quizá por haber visto esa imagen siendo tan chico y que la misma me causara tanta impresión, fue que después estudié lo que pasó en esas jornadas trágicas con Salvador Allende. Tengo en mi casa impreso el largo mensaje que él leyó mientras estaba sitiado en La Moneda. En mi país los presidentes no resisten hasta la muerte. Los pasa a buscar un helicóptero y marchan a la cárcel o al exilio. Perón se las tomó rápidamente en una cañonera paraguaya. Los que resisten, los que pelean, son el pueblo, mil veces más valiente que sus líderes. ¿Pero cómo hizo Salvador Allende para tomar un revólver y usar un casco que le quedaba grande y resistir hasta el final y encima tener la capacidad lírica de escribir un mensaje al país que es un poema extraordinario? Ese coraje civil, esa aceptación del destino, esa capacidad de metabolizar la muerte y el miedo en un texto hermoso, ¿es una cualidad innata de los chilenos?

Porque siempre están las palabras a las que es necesario intervenir. Las palabras orales, las palabras escritas. El lenguaje es el monopolio mediático más peligroso que existe. Es ahí donde mora el cliché que termina comiéndose como un parásito lo mejor de nuestra vida. Un escritor argentino, César Aira, tiene la ambición de escribir una novela que pueda reducirse a un simple pero eficaz chiste. Yo voy a relatar un chiste que me contaron no recuerdo ya dónde. Es un chiste, pero podría ser un haiku. Habla de la nacionalidad, habla del poder de las palabras sobre los objetos. Cuenta la historia de un chileno que cruza la cordillera para probar suerte trabajando en una estancia argentina. Rápidamente es adoptado por el dueño de la estancia quien le pide, todas las mañanas, que le caliente el agua para tomar mate. Chilenito, agarrá la pava y calentá el agua que vamos a tomar unos mates. Chilenito, traeme la pava que quiero tomar un mate. Así todos los días. Un día el joven consigue ahorrar dinero y decide dejar el trabajo y volver a su país. Cuando se despide del patrón, le dice: Patrón, ¿no me regalaría la pava? ¿Para qué? le dice el hombre ¿No hay pavas en Chile? Sí, patrón, pero esta es especial porque me recuerda a usted. El argentino se conmueve y le regala la pava. El chileno viaja en el micro abrazado a la pava y cuando cruzan al paso fronterizo y está de nuevo en tierra patria, se acerca al conductor y le pide que lo deje bajar un segundo, nada más. El conductor accede y el chilenito baja, pone la pava en el suelo y le mete una patada tremenda, a la par que le grita: ¡Acá te llamai tetera!

Sigamos con los giros del lenguaje. En mi país existe una expresión que se utiliza para decir que algo es improbable o que es mentira o que nunca va suceder. También denota asombro. Tal cosa me parece «ciencia ficción». Lo que me dijo me sonó a «ciencia ficción». Este género que se multiplicó en películas y libros y que crece en los años en que las potencias intentan colonizar el espacio, está también alimentado por las mitologías urbanas. El mito —como si fuera un ser vivo— se alimenta del largo parloteo de las experiencias humanas y va tratando de encontrar su perfil expresando, de alguna manera, la época que lo forja. La ciencia ficción siempre fue tratada como un hermano bastardo y menor de la literatura grande. Sin embargo, produjo escritores geniales que, como suele suceder con los escritores poderosos, tomaron el género para destruirlo o —mirado de otra manera— enloquecerlo y potenciarlo. De más está decir que siempre los géneros bastardos, supuestamente menores, parasitarios, me resultan los ideales para que crezca una literatura vital, mestiza, peligrosa. Una poesía que crece como las matas de pasto en los intersticios que se producen en las paredes viejas.

De manera que estoy en ese hotelito mendocino pensando cómo se construye un país. Cuál es su esencia, su contingencia, su inmanencia. Y muchos años después cae en mis manos un libro hermoso que contiene una novela perturbadora: Solaris, del polaco Stanislaw Lem. Tengo que contar brevemente de qué trata. Solaris es un planeta que tiene dos soles, uno rojo y otro azul. Casi todo el planeta está cubierto por un océano inmenso que parece una gelatina o un protoplasma y que produce, en su incesante movimiento, determinadas figuras geométricas que salen de su vientre de manera fugaz para luego desaparecer. A estos fenómenos físicos que Lem describe como si fueran inmensos glaciares, montañas o cráteres casi vivos, las denomina «simetríadas», «asimetríadas» y «mimoides». La novela sucede 100 años después de que se descubre el planeta y empieza cuando un psicólogo llamado Krist Kelvin es enviado a la estación espacial que orbita Solaris para ver qué sucede con la tripulación, que se está comportando de manera extraña. Kelvin es un experto en la solarística, que es la vasta literatura que forma una biblioteca descomunal que trata de intentar explicar qué es Solaris, de qué está hecho ese océano inmenso que parece un animal vivo. Cuando Kelvin llega a la estación descubre que de los tres miembros que estaban ahí uno se suicidó, y los otros dos están encerrados en sus habitaciones y no quieren hablar mucho sobre lo que sucede en Solaris. Kelvin se queda dormido después de un primer día agotador y cuando se despierta tiene sentada a los pies de la cama a una mujer que es la réplica exacta de Harey, una novia que él tuvo y a la que abandonó provocando —piensa él— su suicidio. Aunque viene del pasado, la mujer es presente puro. Es sólida, tiene sangre y vagos recuerdos y se encuentra aturdida. Todos sabemos que la ciencia ficción pareciera que habla del futuro, pero en realidad siempre sucede en el pasado. No sólo porque nosotros hemos superado ya algunas de las fechas hito de los grandes relatos del género como 1984 de Orwell, u Odisea 2001 de Arthur C. Clarke o casi todos los relatos de Crónicas Marcianas que están fechados en 1999, 2002, etc., sino porque está constituida, como Harey, la visitante de Kelvin, de nuestras ambiciones y experiencias.

Lo cierto es que Kelvin se sienta en una mesa donde está la biblioteca de la solarística e intenta, leyendo y reflexionando sobre los tratados que ya se escribieron, entender qué es Solaris. Él sabe que la mujer que se pasea en su camarote espacial es algo producido por el océano. ¿Como un regalo? ¿Como una agresión? Sabe que el océano es un ser extraterrestre que no puede ser interpretado de manera antropomórfica. Que el conocimiento humano se encuentra en el espacio con algo que sencillamente no tiene nada que ver, que no soporta ninguna analogía humana. Solaris, la novela, también fue interpretada de muchas maneras, como le pasa a los relatos de Kafka. Pero siempre escapó a todas las sentencias. David Ketterer en su ensayo titulado Apocalipsis, Utopía, Ciencia Ficción, tiene este párrafo clave: «La precedente interpretación vale la pena aun cuando sea totalmente falsa. El alcance de mi análisis señala cierta medida del grado en que la novela Solaris estimula toda clase de hipótesis, ninguna finalmente comprobable, y algunas indiscutiblemente incorrectas. Sin embargo, la naturaleza paradójica de la novela es tal que las interpretaciones erróneas no hacen sino realzar su impacto».

Me gusta esto que produce Solaris, lo que produce en Kelvin la contemplación del océano extraterrestre que, de alguna manera, mandándole a los tripulantes de la estación los «visitantes», está haciendo algún tipo de contacto. Pero también me gusta lo que produce la novela en la hermenéutica que trata de analizarla: se escapa. Se contradice, es difícil de fijar. Me gusta aspirar a escribir un texto que no se explique nunca pero que tampoco busque deliberadamente la oscuridad. Simplemente que se refleje en la mente del lector como lo hace la luna en el agua.

Cosas para ir anotando, para no perderme: cada vez que nos enfrentamos a nuestros fantasmas, somos parte de la solarística. Cada vez que meditamos sobre la esencia de algo que se nos vuelve inasible desde la lógica pero claro y concreto desde la intuición, somos miembros de la solarística. Solaris es la experiencia del Otro. Y el Otro es lo único que nos salva. Nuestras investigaciones acerca del Otro pueden conducir a la locura o la muerte, pero ese es un camino que siempre vale la pena. Hay que animarse a salir de la forma humana, de la idea de país, de la literatura, para poder acercarse al poder centrífugo de la solarística.

Vuelvo a la ciencia ficción para tratar un tema que me parece central cuando tratamos de reflejar por qué algo nos gusta, por qué añoramos determinadas cosas. Yo agregaría a la nostalgia dentro de los pecados capitales. Solemos perder mucho tiempo tratando de recuperar lo que vivimos, lo que fuimos. Pero eso es un trabajo fatal. Hay un cuento de Ray Bradbury que yo leo como un ataque feroz contra la nostalgia. Se llama «La tercera expedición» y está en Crónicas marcianas, su famoso libro de los años sesenta. Voy a resumir la historia. Llega la tercera expedición a Marte y antes de bajar de la nave el capitán les dice a sus tripulantes que no se separen y que no dejen las armas por ningún motivo. Les recuerda que de las dos expediciones anteriores no se supo nada más y que por eso hay que andar con cuidado. Cuando bajan del cohete se encuentran con una ciudad americana de los años veinte. No pueden creer lo que ven. Conjeturan si no se equivocaron y en vez de bajar en Marte están en la Tierra y hasta piensan si no viajaron en el tiempo hacia atrás. Entonces dan con sus familiares muertos que les salen al paso. El capitán de la nave, John Black, da con sus padres y con su hermano, que murió cuando era muy joven y cuando les pregunta cómo puede estar pasando eso, el padre le dice: no sé, nosotros no preguntamos. Acá, en Marte, tenemos una segunda oportunidad. La fuerza de la nostalgia es tan centrífuga que cada miembro de la nave se deja llevar por la emoción y terminan yendo cada uno a pasar el día en la casa de sus familiares. Bradbury es un maestro para relatar los detalles: describe el pueblo de campiña estadounidense, el sonido de un gramófono tocando una vieja melodía que se pierde en el aire y cuando el capitán llega a la casa de sus abuelos, detalla que cada cosa es una réplica exacta de la casa de su juventud en la Tierra (el bronce del respaldar de la cama, los banderines sobre la pared del dormitorio, los manteles de la cocina). Finalmente, después de un día de emociones intensas, cuando se acuesta a dormir en el dormitorio con su hermano, piensa: «¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente? Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, lo poblaron con las personas a quienes más querían los tripulantes, sacándolas de su mente. Esas dos personas que duermen en la habitación contigua no serían mi padre y mi madre sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme constantemente en un sueño hipnótico». Black se da cuenta, nervioso, con las manos sudadas, que las órdenes que les impartió a sus hombres (no separarse, no dejar las armas) no habían sido acatadas por nadie, incluso por él. Entonces se levanta de la cama y su hermano le dice: ¿Adónde vas? A tomar agua, tengo sed, dice Black. No, no tenés sed, le dice el hermano.

Crecí en una casa donde se hacía un culto de la amistad. Los amigos de mis padres estaban siempre dando vueltas, en los sillones, alrededor de la larga mesa familiar, parados en el patio, fumando apoyados contra la pared donde, en invierno, pegaba el sol. Era una casa de puertas abiertas y desde chico adquirí esa sensación de que la amistad es una defensa contra la hostilidad del mundo. Y fue un amigo el que me sacó de mis tribulaciones en ese hotel mendocino. Me mandó un pasaje de avión para que cruzara «al tiro» a Chile y me alojó en su casa. Cuando llegué, me dio dinero para que me moviera tranquilo. Rápidamente me metí con esa plata en la calle San Diego y compré libros usados inhallables y compré cigarrillos y fumé en los cafés donde se toma esta infusión de parado en la peatonal Ahumada. Fui feliz. Mi amigo se llama Sergio Parra y para mí, durante mucho tiempo, él fue Chile. Conocí a Parra cuando éramos muy jóvenes en un encuentro de poesía y rápidamente nos tomamos a golpes de puño en un recital organizado en un bar de Recoleta. Todos contra todos, poetas argentinos y chilenos. Me acuerdo que Parra andaba con un traje verde, de corderoy, y llevaba siempre a mano una valija negra donde, se suponía, tenía sus poemas. Me acuerdo que después de la trifulca, el dueño del bar puso un cartel que decía: se prohíbe la entrada a los poetas argentinos y chilenos. Superadas las trifulcas como en una síntesis hegeliana, Parra y yo nos hicimos íntimos amigos. Desde hace tiempo Parra dejó el traje de corderoy y ahora sólo usa trajes negros y camisas blancas. Tiene muchos sacos en su ropero de ese mismo color. Por lo cual le decimos: american saco. Caminamos con Parra por la alameda cuando nevó en Santiago después de 17 años, estuvimos juntos en un encuentro en Valparaíso cuando nos fuimos de ronda con Antonio Cisneros y Roberto Juarroz y perdimos a Juarroz en la oscuridad de una borrachera letal. Y también con Parra lo fuimos a buscar a Juarroz y lo encontramos en un bar de marineros, durmiendo sobre sillas improvisadas. Imagínense ustedes lo que es para un lector argentino dar con el autor de libros titulados Poesía vertical uno, Poesía vertical dos, Poesía vertical tres y hasta cuatro, de golpe, en posición horizontal. Sergio Parra, para mí, es un testigo, como lo define Sándor Márai en La mujer justa: «En la vida de todos los seres humanos hay un testigo al que conocemos desde jóvenes y que es más fuerte. Hacemos todo lo que podemos para esconder de la mirada de ese juez impasible lo deshonroso que alberga en nuestro seno. Pero el testigo no se fía, sabe algo que nadie más sabe. Pueden nombrarnos ministros o darnos premios, pero el testigo tan sólo nos mira y sonríe. Todo lo que hace una persona en la vida es para el testigo, para convencerlo, para demostrarle algo». Así que: Sergio Parra, quiero decirte que te agradezco infinitamente todo lo que hiciste por mí en estos años. La comida, la estufa y el whisky —ese psicólogo rubio— con el cual superé ese duro invierno. Gracias por los libros que me dejaste leer de tu generosa biblioteca y por llevarme a caminar por esta ciudad hermosa que para mí es ya inolvidable. Gracias por todo, amigo.