Capítulo 1

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… Aquel verano, Guillermo Kasín, el dueño del único hotel de Cabañas Raras —Rarotel se llamaba—, tuvo una de sus brillantes ideas. Era de sobra conocido que la reacción más sensata contra esto era empezar a correr con las orejas bien cerradas para no escuchar ni media palabra, pero hacía demasiado calor. La pereza dominaba cada músculo de los miembros de la reunión improvisada que se había organizado en la recepción de Rarotel. Calor y pereza fueron, pues, los motivos por los que nadie puso impedimentos cuando Kasín descargó triunfal su puño sobre el tapete verde de la baraja y exclamó:

—¡Una exposición de fotografía…! ¡Sí, eso es!

Ciano, el viejo más viejo del pueblo, dio un último lametón al cucurucho de vainilla y chocolate que tenía entre manos, se pasó la manga de la camisa por la boca para eliminar los restos de helado y preguntó:

—¿Una exposición de fotografía? —Y por su tono lo mismo podía haber dicho: “¿un desfile de avestruces miopes?”

Guillermo Kasín suspiró. ¿De qué servía que él, con toda su buena intención y gracias a su brillante intelecto, propusiera espléndidas ideas una y otra vez para mejorar la calidad de vida del pueblo? ¿De qué? Estaba claro que de nada. No se arredró, sin embargo, ante el silencio, los bostezos y las toses divertidas. Carraspeó para tomar aire e insistió:

—Sí. Podríamos hacer una exposición de fotografía.

—¿Dónde?

—¿Por qué?

—¿Para qué?

—¿Cómo?

—¿De quién?

—¿Cuándo?

—Pero ¿de qué habla?

—¿¿¿???

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Ni siquiera aquel inesperado torrente de preguntas, inesperado, habida cuenta de que segundos antes todos los allí reunidos parecían a punto de quedarse dormidos (alguno roncaba sonriente desde hacía un buen rato), amilanó a Kasín.

—Por si no lo sabéis —comenzó con un tono de superioridad que todos aborrecían—, en las grandes capitales hacen exposiciones de cuando en cuando. De pintura, de fotografía, de... de todo lo que se os ocurra. Es lo que se denomina ¡oferta cultural! en cualquier sitio civilizado.

Ante aquella muestra de contundencia, la sala volvió a quedar en silencio. Waldo, el farmacéutico, levantó la mano para hacer algún comentario, pero el tremendo paraguas de la mujer de Guillermo Kasín, que eligió ese preciso momento para aparecer, se lo impidió. Todos permanecieron como hipnotizados con la mirada clavada en un estampado horroroso a flores rosas y amarillas.

—Te digo, Guillermo, que o vienes a poner orden o te quedas hoy sin tu pastel especial de pollo —vociferó ella con una fuerza admirable a modo de saludo. La mujer miró desdeñosa a los allí reunidos mientras sacudía sin miramientos el paraguas, que estaba completamente empapado.

—¿Se puede saber de dónde sales? —preguntó Guillermo Kasín muy, pero muy sorprendido—. ¿Está lloviendo? Si hace meses que no…

—Ven conmigo —fue la respuesta de su mujer. Y salió sin dejar de abrir y cerrar el paraguas seguida por un grupo de hombres asombrados. El sordo Jonás se quedó allí, roncando al ritmo de la mecedora en la que llevaba horas balanceándose dormido.