Capítulo 2

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—¡Buaaaaa! ¡Buaaaaaaaaaaa! ¡Que sí! ¡Que sí, que os lo digo yo! ¡Que ese nuevo “supremercado” me va a hundir! —Nadie se atrevió a puntualizar al lloroso Leonardo, el dueño de la tienda de ultramarinos, que había trabucado un tanto las letras al pronunciar esa palabra—. ¡No voy a poder hacer frente a mis deudas! ¡Mis hijos! ¡Qué será de mis hijos! ¡Los hijos de mis entrañas, de mis entretelas, de mis telarañas, de mis…!

Guillermo Kasín se abrió paso entre la multitud que se agolpaba tanto dentro como en las inmediaciones de la tienda de Leonardo. Uno de sus codazos alcanzó un bote de tomate que cayó desde la estantería en la que estaba colocado hasta la punta de su pie derecho. Guillermo Kasín aulló de dolor mientras se desataba un coro de risitas disimuladas.

—Pero ¿qué pasa? ¿Qué hacéis con los paraguas abiertos?

Algo semejante a un chapuzón de lágrimas lo inundó de la cabeza a los pies. El coro de risitas anónimas se dejó oír de nuevo. Con un gruñido, Guillermo Kasín se apropió del paraguas más cercano.

—¿Qué pasa aquí? —repitió de pésimo humor, tras protegerse convenientemente.

El tendero Leonardo no le prestó la menor atención, pero todos los allí presentes estaban deseosos de dar su versión de los hechos:

—¡Llevo aquí desde las nueve de la mañana! —gimió una mujer que adornaba su cabeza con un lazo verde.

Luego contó que sólo quería un par de lechugas, tres tomates, una cebolla, una barra de pan, una lata de sardinas, doscientos gramos de mortadela, un kilo de azúcar… Cuando su memoria comenzó a fallar, la señora sacó del monedero un papel y continuó con su cantinela, añadiendo que también iba a comprar un cartón de leche y repitiendo lo de las lechugas.

Por lo visto, el señor Leonardo le había dado el pan. Según pudo comprobar Guillermo Kasín, éste había quedado reducido a una masa blanduzca que había perdido por completo su forma original. Algunos bostezos indicaron a la señora que se estaba alargando en exceso con su historia. Afortunadamente, ella captó y concluyó, rotunda, diciendo:

—Yo me limité a preguntarle si sabía lo del nuevo supermercado.

Otra mujer intervino muy enfadada:

—¿Y quién te manda ir contando chismes…? Sabes de sobra que eso de que van a abrir un supermercado no es más que un rumor.

—¿Un rumor? Oye, perdona que te diga que…

Guillermo Kasín interrumpió la discusión:

—Señora…, sigo sin entender. ¿Le importaría continuar con su historia? Todo este asunto está retrasando cuestiones de enorme importancia para nuestra comunidad. Por si no lo sabe, mis colaboradores y yo estábamos concentrados en una reunión de la máxima importancia y…

De nuevo oyó el coro de risitas anónimas. Guillermo Kasín movió a increíble velocidad la cabeza a derecha e izquierda para tratar de descubrir a los burlones, pero los rostros que halló mostraban una seriedad impenetrable.

—¡Acabe, he dicho! —ordenó al fin muy descontento, frotándose el cuello, que se le había resentido a causa de aquellos súbitos movimientos.

La señora, entonces, explicó que apenas hizo mención del nuevo supermercado el señor Leonardo empezó a gemir y a lloriquear y a protestar y a acordarse de sus hijos.

—Por cierto —comentó un joven—. Es la primera vez que escucho que el señor Leonardo los tenga. ¡Vamos, pero si es el soltero más solterón en muchos kilómetros a la redonda!

Leonardo, que había dejado de llorar aunque mantenía un gesto de profundo dolor y no hacía más que retorcer su pañuelo, lo interrumpió ofendidísimo:

—Pero bueno —tronó—, ¿quién eres tú para meterte en mi vida privada? ¿Se puede saber cómo te atreves a afirmar que yo no tengo hijos? Debo decirte, aunque no sea de tu incumbencia, que en mi juventud…

Guillermo Kasín suspiró:

—Insisto en que tengo demasiadas cosas que hacer —dijo mirando con atención a su alrededor por si el coro de risitas decidía volver a dejarse oír—. Acaben, por favor.

—No hay mucho que añadir —intervino un hombre sorprendentemente pequeño—. En cuanto esta señora le preguntó su opinión sobre el nuevo supermercado, el tendero empezó a gimotear. Y así hasta ahora. No deja de gemir y de protestar. Qué rabieta, oiga, yo no había visto cosa igual. Y, mientras, la tienda se ha ido llenando y aquí estamos todos, esperando con los paraguas abiertos.

Guillermo Kasín miró con fijeza al hombre que había hablado:

—Yo a usted lo conozco —dijo—. ¿Dónde nos hemos visto antes?

—¿A mí?

—Sí, a usted.

—No sé de qué me habla.

—Lo sabe de sobra.

—Pero… ¿qué dice?

De repente, Guillermo Kasín se abalanzó sobre el hombrecillo. Lo cogió del pelo y tiró. Un grito de espanto surgió como un rugido de todos los allí presentes cuando vieron que una calva reluciente sustituía la espesa cabellera negra que hasta hacía pocos segundos había lucido el hombre. La multitud dio un paso atrás, aterrorizada.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Le ha arrancado el cuero cabelludo! —gritó una mujer.

—¡Asesino! —protestó otro.

—¡Salvaje!

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—¡Antropófago! —voceó la señora de la barra de pan sin estar demasiado segura de lo que significaba esta palabra, pero convencida de que algo muy bueno no podía ser. Y golpeó a Guillermo Kasín con la blanduzca masa en la cabeza. Éste sintió cómo chorretones de miga empapada se deslizaban por su cara.

¡Puaggg! —gimió el dueño del hotel escupiendo los trozos que se le habían metido en la boca—. ¿Qué hacen? ¿No se dan cuenta de que esto no es más que una peluca? Este hombre va disfrazado. Este hombre… Sí, ya lo he reconocido. —Y lo agarró bien fuerte por la manga, no fuera a escabullirse—. Este hombre es un peligroso ladrón y secuestrador. ¿Es que acaso no recuerdan el robo que sufrió mi hotel? ¿No recuerdan que este tipejo y sus dos compinches se llevaron un libro valiosísimo propiedad de uno de mis clientes, y luego secuestraron a punta de pistola a un honrado camionero?

—¡Es verdad! —apoyó alguien del grupo—. Ocurrió muy poco después de que se inaugurara el Rarotel. Los miembros de esa banda de ladrones aparecieron por allí y se registraron como Uno, Dos y Tres. Kasín pensó que eran artistas plásticos —el que hablaba rio y luego hizo unos gestos muy significativos con la mano para expresar cuál era el tipo de “arte” que practicaban— y no le dio mayor importancia. ¡Como si fuera de lo más normal que la gente tuviera nombres así!

—Sí, soy Uno. ¿Qué pasa? —contestó el hombrecillo retador—. He salido de la cárcel hace tres días. ¿Acaso no han oído hablar de la libertad condicional?

—¿Dónde están tus amigas, Dos y Tres? —preguntó Guillermo Kasín, ceñudo—. ¿Se puede saber qué es lo que pretendéis hacer ahora? ¡No pienso permitir que se produzca ni un solo incidente más en mi hotel, te lo advierto!

—Y yo qué sé dónde están —refunfuñó el ladronzuelo—. No soy la niñera de nadie. Yo tan sólo quería comprar una botella de agua mineral y proseguir mi camino. Sólo eso.

—¡Vamos! —ordenó Guillermo Kasín arrastrando al otro fuera de la tienda—. Creo que no será mala idea que tengamos una charla con el inspector Genaro. ¡Y tú —añadió dirigiéndose a Leonardo—, atiende a la clientela y deja de llorar! Yo soy una persona influyente en este pueblo y te puedo asegurar que, del nuevo supermercado, nada de nada. ¡Estaría bueno que yo no me hubiera enterado!

—No sé yo… —hipó escéptico el tendero, secándose las últimas lágrimas—. No sé yo si en realidad no me estará usted ocultando algo, señor Kasín. Hay rumores y rumores sobre…

Pero Guillermo Kasín había dejado de escuchar. Muy decidido y sin dejar de sujetar a Uno, encaminó sus pasos hacia la comisaría.