Capítulo 3

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—El inspector Genaro está durmiendo la siesta —dijo el policía al que se dirigió Guillermo Kasín apenas cruzó la puerta de la comisaría.

—¿La siesta? Pero si es mediodía…

—Ya —intervino otro policía idéntico al primero que había hablado—. ¿Y eso qué?

Guillermo Kasín refunfuñó algo ininteligible. No le gustaban esos dos policías gemelos. No le gustaban en absoluto. Tendría que hacer algo para que los destinasen a otro sitio. ¿Por qué iba él a soportar, cada vez que los miraba, la impresión de que estaba beodo y veía doble?

—El asunto que me trajo es muy importante —suspiró, tratando de mantener la calma—. Hagan el favor de despertarlo.

—Yo no me arriesgo —aseguró el primer policía, rascándose la mejilla derecha.

—Pues anda que yo… —dijo su hermano, rascándose la mejilla izquierda.

Guillermo Kasín se abrió paso ignorándolos. Apenas traspuso la puerta de entrada, vio al inspector Genaro tumbado sobre una mecedora. Comenzaba a abrir los ojos, desvelado por la discusión que se había mantenido afuera.

—¿Qué ocurre? —preguntó aún medio dormido—. ¿Es la hora de comer?

—Haz el favor de levantarte de ahí —lo riñó Kasín—. Vengo por un asunto muy grave y estos dos policías no querían dejarme entrar.

—¿Será posible…? —intervino uno de los mencionados frunciendo el ceño—. Nadie le ha impedido el paso. Sólo le dijimos…

—… que estaba usted descansando —concluyó su hermano.

El inspector Genaro cogió una pipa oscura, que asomaba por el bolsillo superior de su chaqueta, y se la metió en la boca. Hacía mucho tiempo que había decidido no encenderla, porque le provocaba unos ataques de tos muy ruidosos. Si aún la mantenía como parte de su uniforme era para darse importancia y por imitar a los detectives de las novelas.

—¿Qué ocurre? —volvió a preguntar.

Guillermo Kasín se acomodó en un taburete que había justo enfrente de la mecedora del inspector. No era un hombre al que le gustasen las frases breves ni las explicaciones rápidas.

—Pues verás… —comenzó, y relató con todo detalle la historia.

—¿Leonardo? ¿Leonardo? —se sorprendió el inspector cuando el otro terminó—. ¿Y por qué?

—Sí, llorando. Todo por culpa de los rumores sobre el nuevo supermercado. Cree que quedará arruinado por culpa de la competencia, ya sabes. Bueno, el caso es que estaba yo allí tratando de enterarme de algo cuando… ¿a quién crees que me encontré?

—¿A Madonna? —intervino uno de los policías gemelos.

—¿A Madonna? —preguntó el otro.

—Pues no. A Uno.

Tres pares de ojos desilusionados y sorprendidos se clavaron en Guillermo Kasín.

—¿A uno? ¿A quién, exactamente?

Kasín trató de ser paciente:

—Sí. A Uno. De Uno, Dos y Tres. ¿Es que ya no os acordáis?

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Hace unos meses hubo un robo en mi hotel y luego un secuestro. ¡Menudo escándalo organizaron los dueños del libro aquel! ¡Y menudo lío se montó cuando los ladrones se encerraron en una casa abandonada y exigieron un helicóptero y no sé cuántas cosas más a cambio de la liberación de sus rehenes! La banda que llevó a cabo todas estas trapacerías estaba compuesta por tres estrafalarios que se hacían llamar así: Uno, Dos y Tres. El cabecilla era Uno. Nunca he sabido que tuviera otro nombre.

El inspector Genaro comenzó a recordar. Lo demostró moviendo la cabeza de arriba abajo.

—¿Y qué? Ese tipo debería estar en la cárcel, ¿no?

—Puede que sí, puede que no. A lo mejor le han dado libertad condicional por buen comportamiento. ¿Dónde está?

Por primera vez Kasín se dio cuenta de que hacía un buen rato que su mano no agarraba ninguna manga. Se abalanzó afuera, pero por mucho que buscó, hubo de rendirse a la evidencia: Uno había desaparecido.

—Ha huido —comentó tristemente cuando regresó.

—Bueno —dijo con tranquilidad Genaro—, que sepas, Kasín, que tú no tienes ninguna autoridad para retenerlo. Eso en primer lugar. Por otro lado, es muy probable que, como te dije antes, lo hayan dejado salir por buena conducta. Voy a hacer un par de llamadas para informarme. Pasaré por tu casa después de la siesta y te contaré lo que descubra sobre el caso. ¿Algo más?

—¿Y si este tipo tiene que ver con el robo del museo Tosen Tos? —insistió Guillermo Kasín—. Ya es casualidad que…

—¿Algo más? —repitió el inspector, interrumpiéndolo—. Creo que no debes inmiscuirte en asuntos policiales ni hacer suposiciones tan arriesgadas, amigo.

Guillermo Kasín se dio por vencido y negó con la cabeza. Estaba enfadado. Enfadado consigo mismo por haber sido tan despistado para perder de vista a Uno. Enfadado con los policías gemelos por parecerse tanto y por las miradas burlonas e idénticas que le echaban de cuando en cuando. Y, sobre todo, muy enfadado con el inspector Genaro que, sin ningún tipo de disimulo, se quitó la pipa de la boca, la colocó en el bolsillo superior de su chaqueta y volvió a reclinarse en la mecedora con aspecto de estar aburridísimo.

Kasín se alejó hacia su casa tratando de consolarse con la idea del pastel de pollo que su mujer le hacía todos los jueves para comer.