Capítulo 6

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Guillermo Kasín decidió terminar su jornada de trabajo a la una de la mañana. Se sentía eufórico pues había recibido la prometida llamada respecto al tema de las fotografías. Por lo que pudo entender, un grupo cultural de la capital cedería todo lo necesario para llevar a cabo la exposición. No tenía muy claro cuál sería el tema de ésta, pero eso era lo de menos. Guillermo recogió todos los papeles que tenía desparramados sobre el escritorio, bostezó varias veces, se estiró y salió de Rarotel en dirección a su casa.

Buscaba las llaves en los bolsillos de su pantalón cuando algo le llamó la atención. Le había parecido ver una sombra doblando muy rápido la esquina. Sin saber por qué, sintió el impulso de acercarse al lugar donde la había visto desaparecer. No encontró nada.

Kasín meneó la cabeza. Lo más probable es que el agotamiento le hubiera jugado una mala pasada. Aun así, no se quedó tranquilo. Vaciló unos instantes entre volver a casa o dar un pequeño paseo por el pueblo, para comprobar que todo estuviera tranquilo. Por fin, se decidió por esto último a pesar de que el estómago le rugía de hambre y le hubiese encantado comer, cuando menos, un plato de lentejas. Después de un rato y cuando estaba a punto de abandonar la búsqueda, vio la sombra de nuevo, a lo lejos. Parecía un animal, pero un animal raro, como descoyuntado.

Guillermo recordó de pronto el comentario que le había hecho el sordo Jonás aquella tarde: “Dicen que por las noches se ve una vaca muy extraña por ahí”. Aceleró el paso, pero una vez más había perdido de vista aquella aparición. Procurando no hacer mucho ruido, miró hacia arriba y musitó:

—¡Reparatejados! ¡Reparatejados!

Escuchó por si recibía alguna respuesta. Nada. Cuatro bostezos seguidos le llenaron los ojos de lágrimas. Guillermo apenas podía mantenerse en pie. Le dolía todo el cuerpo de puro cansancio. Así que, encogiéndose de hombros, se dio media vuelta para regresar a casa. Ya resolvería aquel asunto al día siguiente. Un susurro lo detuvo:

—¡Kasín! ¿Qué hace usted por aquí a estas horas?

El dueño del hotel dirigió la vista hacia el cielo y descubrió una larguísima melena asomada desde el tejado de la casa junto a la que estaba.

—¿Reparatejados? —preguntó, sabiendo de sobra que el único que podía asomar la cabeza desde aquellas alturas era él.

—¿Quién si no? —contestó el extravagante personaje.

No se conocía ni el nombre real ni la procedencia de Reparatejados. Alguien contó que había llegado un día al pueblo cargando una pequeña mochila roja, había comido un bocadillo de calamares en el bar y había comentado a quien lo quiso escuchar que la ilusión de su vida era vivir sobre los tejados de las casas, sin bajar nunca. ¡Total —había dicho—, para lo que hay que ver desde aquí…!

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Nadie lo tomó demasiado en serio hasta que lo descubrieron paseándose con mucho cuidado sobre las tejas. Al principio, el alboroto fue tremendo. Todo el mundo se dedicaba a girar el cuello hacia las alturas y a tratar de localizar al joven. Por iniciativa de Guillermo Kasín se convocó una reunión extraordinaria en Rarotel y se organizó una comisión para estudiar el tema. Tras muchos debates, la conclusión fue que en ninguna parte decía que vivir sobre los tejados de las casas estuviese prohibido: Reparatejados no había cometido ningún delito. Además eran pocos los que estaban dispuestos a subir por él.

Por otra parte, a medida que fue pasando el tiempo, se comprobó que tener un personaje así en el pueblo era, en el fondo, una auténtica ventaja. Aquel joven no estropeaba nada. Todo lo contrario: si encontraba alguna teja fuera de su sitio, la colocaba, o si descubría una posible gotera para los que vivían debajo, la arreglaba. Incluso desatascaba chimeneas si se lo pedían. Una vez se perdió el hijo de la frutera y fue Reparatejados el que le indicó a la llorosa madre dónde estaba. Desde su posición, Reparatejados había visto al niño metiéndose debajo de un camión, lugar en el que se había quedado dormido. Nadie volvió a proponer que se echara a Reparatejados del pueblo. En ese sentido, la frutera fue su mejor defensora, sobre todo cuando amenazó contundente con perseguir a melonazos a todo aquel que, tan sólo, insinuase la idea.

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—¿Ocurre algo? —volvió a preguntar Reparatejados.

—¿No has visto nada raro paseando por aquí? —le preguntó el dueño del hotel.

—¿Qué calificaría usted de raro?

—No sé. ¿Una vaca?

—¿Una vaca? Debe de referirse usted a la que llegó al pueblo hace dos o tres días. Si le digo la verdad, algo extraño he notado. No sé… El pelaje de su lomo no parece muy natural. Las manchas oscuras de su piel son demasiado idénticas unas a otras. ¡Ah!, y no mueve el rabo.

—¿No mueve el rabo?

—Pues no. Siempre se pasea con un montón de moscas alrededor. Como no las espanta… Y camina sin ritmo. Es como si se hubiera roto por el medio y la hubieran vuelto a coser, pero mal. No sé si me entiende. Por cierto, sólo la veo por la noche. A lo mejor le molesta la claridad del día.

—Muy interesante —murmuró Guillermo Kasín, comenzando una de sus interminables series de bostezos—. Hoy estoy demasiado cansado para seguir hablando contigo. Observa lo que puedas y hazme saber cualquier cosa que descubras sobre la dichosa vaca, ¿de acuerdo? No quiero que se espanten los pocos clientes que han venido este año a mi hotel.

—¡Cómo no! ¡A sus órdenes! —La melena de Reparatejados desapareció de la vista de Guillermo Kasín. Éste se arrastró medio dormido hasta su casa.