Capítulo 7

Una semana más tarde apareció en el pueblo un joven enfundado en un mono de trabajo conduciendo una furgoneta. Algo despistado, se detuvo en el centro de la plaza mayor y preguntó al primero que pasaba por la casa de Guillermo Kasín. Coincidió que el primero que pasaba por ahí fue Leonardo, el dueño de la tienda. Éste miró de arriba abajo al joven, lo agarró de la pechera del mono con cierta violencia y masculló:

—¿Quién es usted? ¿Pertenece acaso a esa organización de criminales que pretende echarme de aquí y arruinarme la vida?

Leonardo estaba sin duda muy obsesionado con la idea del nuevo supermercado del que hablaban los rumores.

El joven bizqueó un poco por el susto y porque el sol le daba de lleno en los ojos. Afirmó tembloroso que sólo era un “mandao”. No sabía cómo tranquilizar a aquel tipo tan violento.

—¿Para qué quieres ver a Guillermo Kasín?

—¿Quién es ése?

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—Pues el dueño del hotel, ¿quién si no? ¿No me acabas de preguntar por él?

—¡Ah!

—¿Para qué quieres verlo? —repitió, mirándolo con fijeza en busca de algo sospechoso en su persona.

—Traigo una mercancía para él —respondió el chico señalando la furgoneta—. Creo que son unas fotografías.

—¿Unas fotografías? ¿Y necesitas una furgoneta para eso? ¿A quién quieres engañar? Todo el mundo las lleva en la cartera o, como mucho, las mete en un álbum.

—Son muy grandes —aclaró el otro comenzando a enfadarse—. Me parece que son para una exposición o algo así. A mí no me meta en líos, ¿eh?

—Veamos…

Leonardo soltó al joven y le señaló la casa de Guillermo Kasín. Lo siguió hasta allí.

—¿Está el dueño del hotel, por favor? —preguntó el chico cuando la señora Kasín salió a abrir, secándose las manos con el delantal.

—¿De parte de quién? —replicó ella, mirándolo impaciente.

Ya se oían los primeros acordes de la canción que precedía a su novela favorita.

—Traigo un envío urgente para él. Unas fotografías —se apresuró a aclarar, por si acaso.

—Un momento. —La señora Kasín cerró dando un buen golpe.

Segundos más tarde, la puerta se volvió a abrir. Apareció Guillermo Kasín masticando, con una servilleta enrollada en torno al cuello.

—¿Sí?

—Traigo unas fotografías —insistió el muchacho, vigilando de reojo al ceñudo señor Leonardo, que no le quitaba la vista de encima.

Guillermo Kasín sonrió satisfecho:

—¡Por fin! —exclamó—. Llevaba esperándolas casi una semana. Ven. Te diré dónde las tienes que poner.

Leonardo vaciló un momento antes de preguntar:

—¿En serio son unas fotografías?

—Pues claro —contestó el dueño del hotel—. Son para la exposición que estoy organizando. ¿No lo sabías? Andas un poco distraído últimamente, Leonardo. Pensé que no había nadie en el pueblo que no se hubiera enterado.

Leonardo se rascó la cabeza.

—Tengo que reunirme un día contigo para hablar de la fiesta que tendrá lugar el día de la inauguración —continuó Guillermo Kasín—. Ya nos harás un precio especial por la comida, ¿eh?

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—Por supuesto —contestó Leonardo sin dejar de rascarse.

—Y aprovechando que estás aquí… ¿Te importaría ir a avisarle a Clara Toalla? A estas horas suele tomar un café en el bar que está junto a la tienda. La convencí para que me echara una mano con toda esta historia. Ella será la guía de la exposición.

—¡Ah!

—Muchas gracias, entonces —dijo Kasín, dando por concluida la conversación y volviéndose hacia el muchacho.

Mientras se alejaban hacia la furgoneta, Leonardo trató de advertir al dueño del hotel que llevaba aún la servilleta colgada del cuello. Éste, demasiado entusiasmado con la llegada de las fotografías, no lo escuchó. El tendero se encogió de hombros y se alejó hacia el bar, en busca de Clara Toalla.