Capítulo 8

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—¿Ya están aquí? —preguntó Clara cuando Leonardo le comunicó el recado de Guillermo—. Muy bien. Gracias por el aviso.

Leonardo no se movió a pesar de que la chica había dejado de prestarle atención.

—¿Qué te has hecho en el pelo? —dijo de pronto.

Clara suspiró molesta. El joven que la acompañaba levantó unos segundos la vista de la magdalena que se estaba comiendo.

—Me lo he teñido.

—¿De naranja? ¿O de amarillo? Nunca había visto un color así —insistió Leonardo.

—Es un tono cobrizo natural —especificó Clara, tratando de mantener la calma. Todavía se acordaba del espanto que sintió ante el espejo el día que salió de la peluquería. Le habían dejado un color de lo más extraño, y de nada sirvió que la peluquera insistiera en que era la última moda de Nueva York. Luego, mientras se dirigía hacia su casa con la cabeza agachada rezando para que nadie se fijara en ella, había tropezado con su jefe. Tras el primer susto, éste le había hecho una sorprendente propuesta:

—¡Caray, Clara! —había dicho—. ¡Qué moderna! ¿No te gustaría ser la guía de mi exposición? Ese pelo tuyo daría al asunto un toque de excentricidad maravilloso. En cambio, para trabajar en recepción me parece un poco atrevido, la verdad.

Clara lo había mirado irritadísima, creyendo que se burlaba.

Pero no. Guillermo Kasín tenía una expresión muy seria.

—¿Guía? ¿Yo? Pero si no sé nada de fotografía…

—Eso es lo de menos.

—La verdad… Nunca se me había ocurrido.

—Piénsatelo.

Y Clara se lo había pensado. Precisamente para discutir esa cuestión había arrastrado a su amigo Mimo hasta el bar, aunque lo cierto era que no había podido introducir el tema hasta el momento. El joven acababa de regresar de una de sus giras artísticas y estaba deseando comentar con alguien las experiencias vividas.

Mimo era sin duda el personaje más peculiar de todo Cabañas Raras. Como su mismo nombre daba a entender, su trabajo consistía en permanecer horas inmóvil y silencioso adoptando diversas actitudes. Desde muy joven había adquirido la costumbre de ir pintado de azul de la cabeza a los pies. El azul, afirmaba siempre Mimo, era su color preferido: “¡Voy pintado de azul porque azul es el cielo! —decía—, azul era la sangre de las princesas de los cuentos que mi madre me contaba cuando yo era pequeño, antes de irme a dormir. Azul era mi pantalón vaquero favorito y azul era el color de las paredes de mi habitación. ¡El azul es un color importante en mi vida!” De hecho, cuando Guillermo Kasín le ofreció una de las habitaciones de Rarotel como refugio entre gira y gira, Mimo exigió que las paredes, el suelo, los techos y los muebles fueran de ese color. Y, a pesar de las críticas de la señora Kasín, que no entendía cuáles eran los motivos de su marido para sentir tanta simpatía por lo que ella consideraba un “payaso”, Guillermo había accedido. Mimo el mimo, además, solía ir acompañado de una mascota a la que también embadurnaba por completo de algún color. En aquella ocasión era un conejo amarillo. Conejo Conejo, lo llamaba.

—Guillermo Kasín ha organizado una exposición de fotografía —empezó Clara— y me propuso trabajar allí como guía.

Aunque Mimo estaba muy concentrado en su café con leche y en su segunda magdalena, mostró cierto interés:

—¿Una exposición? ¡Es una idea espléndida! No me importaría situarme a la entrada y hacer alguno de mis números. Llevo tiempo perfeccionando uno. “Contaminación”, lo llamo.

Clara no tenía ganas de perder el protagonismo de aquella charla, así que lo interrumpió:

—Guillermo Kasín aseguró que mi imagen es tan moderna que…

—Cierto, cierto —comentó Mimo a su vez—. El color con el que te has teñido el pelo es magnífico. Me gusta.

—Su ofrecimiento me pareció interesante —insistió Clara, tozuda. Si dejaba que Mimo se enredase en el tema de los colores no acabarían nunca—. Al fin y al cabo, pensaba tomar vacaciones un día de éstos y no sabía muy bien qué hacer ni a dónde ir.

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—Estuve dudando entre “Contaminación” o “Polución” —replicó pensativo el mimo—. Luego pensé que “Contaminación” tenía profundidad…

Clara se levantó de la mesa mirando el reloj. Conocía la capacidad de Mimo para hablar solo incluso cuando parecía que estaba manteniendo un diálogo.

—¿Te vas? —preguntó el joven.

—Sí. Quiero concretar detalles con mi jefe. Ya te veré.

—Creo que voy a ir contigo —afirmó Mimo—. Quizás a Guillermo le interese que yo contribuya a mejorar su idea de alguna manera. ¿Dónde está mi conejo Conejo?

Clara hizo un gesto que demostraba con claridad que ni lo sabía ni le interesaba saberlo. Mimo se puso a gatas y se introdujo por debajo de las mesas en busca del animal. Algunas de las clientas del bar profirieron chillidos cuando notaron muy cerca de sus piernas la presencia del tieso cabello pintado de azul del joven. Clara aprovechó el momento y desapareció.