Capítulo 12

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El interés que el pueblo mostró por la exposición superó incluso las previsiones más optimistas de Guillermo Kasín. La afluencia de gente era constante. Clara dedicaba todo su tiempo a explicar una y otra vez las fotografías. Como descubrió agradecida, había algunos que parecían tomarse en serio sus comentarios. De ese tema trató de hablarle a Mimo el mimo en una de las ocasiones en que se reunieron para tomar café, a última hora de la mañana.

—Resulta halagador que haya personas interesadas de verdad en el arte —empezó, dándole un buen mordisco al bocadillo de tortilla que había pedido.

—Sí, sí que lo es.

—Ayer pasó por la exposición un señor muy distinguido —continuó Clara con la boca llena, aprovechando la atención que parecía prestarle Mimo—. Juraría que como mínimo era crítico. Alabó una y otra vez la fotografía del queso, ya sabes, la que se titula Día de sol.

—Ya —dijo Mimo, que de pronto parecía haberse desinteresado de la conversación.

—Cada vez me apasiona más el mundo de la fotografía. De hecho, por las noches me dedico a leer libros sobre el tema.

—Ya —repitió su amigo.

—Guillermo Kasín me decía hace un rato que, dado el éxito de… Oye, ¿te pasa algo? —se interrumpió Clara, mirando fijamente a Mimo.

—No, no.

—Bueno, pues eso. Guillermo Kasín me decía que… —Clara se interrumpió de nuevo—. ¿En serio que no te pasa nada?

—¡Oohhh!

El suspiro que lanzó Mimo el mimo fue tan largo y sentido que Clara se sobresaltó:

—Pero ¿qué te pasa?

—¡Es horrible! ¡Es horrible! —exclamó él.

—¿Qué? ¿Qué es lo que es horrible? —Clara no entendía nada—. Dime qué es lo que ocurre. ¿Es por tu número? Yo he notado que te cuesta concentrarte y no haces más que moverte y girar la cabeza de un lado para otro. ¿Hay algún detalle que no te convence?

Mimo el mimo hizo un mohín:

—¿Detalles? ¿Qué detalles? Tengo mi número acabado por completo —Mimo volvió a suspirar.

—¿Por qué estás tan raro, entonces? —insistió Clara, pensando que en el fondo lo extraño sería que Mimo no “estuviera raro”.

—Yo… —Mimo dudó un momento—. No quiero precipitarme pero juraría que alguien me ha robado mi conejo Conejo. Hace un par de días que no lo veo.

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Clara sonrió aliviada. Por un momento había pensado que a Mimo le ocurría algo realmente grave.

—No seas tonto. Los animales son seres tan independientes… Estará por ahí.

Mimo no se dejó consolar. Movió la cabeza, apresurado.

—Estoy preocupado —dijo—. Muy preocupado. Hay muchos desaprensivos sueltos que no dudarían en darse un festín a costa de mi conejo Conejo. ¡Ooohhh…! —suspiró de nuevo—. Después de todo el trabajo que me costó enseñarle su papel en mi número…

—¿En serio participaba? ¿Y qué hacía?

—Cada vez que yo movía la nariz demostrando mi desagrado hacia la contaminación que nos invade, él me imitaba. También se alzaba sobre sus patas traseras cuando alguien me echaba alguna moneda en el sombrero. Empleé días y días para que entendiera lo que yo quería de él.

—¡Caray! ¡Nunca pensé que se le pudieran enseñar esas cosas a un conejo!

—Mi conejo Conejo es especial. Y ahora… ¿dónde puede estar? ¿Quién habrá sido el monstruo que lo ha secuestrado?

Mimo rompió a llorar.

Clara se sobresaltó. Algo indecisa, sacó de su bolso un par de pañuelos de papel y se los pasó a su amigo. Éste hizo un gesto de desagrado.

—No son azules —criticó.

—Tampoco lo son tus lágrimas —contraatacó Clara, molesta.

Mimo sollozó con más fuerza aún. Algunos de los clientes del bar se volvieron a mirarlos. Clara, muy sofocada, se apresuró a dar unas palmaditas en la espalda al joven.

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—¡Tranquilízate, Mimo! Seguro que aparece cuando menos te lo esperes.

Mimo seguía llorando. La cara se le llenó de chorretones de pintura azul.

—¿Y por qué no denuncias el caso a la policía? —propuso Clara.

El llanto de Mimo arreció:

—¿Denunciarlo? ¿Denunciarlo, dices? ¡No creo que ese tonto del inspector Genaro quiera emplear a alguno de sus hombres para buscar a mi conejo Conejo!

—Eso ya lo veremos —afirmó rotunda Clara. Y, sin más dilaciones, salió del bar en dirección a la comisaría.