La noticia de la llegada de Camilo Lomica se propagó como pólvora por Cabañas Raras y muchos de los pueblos de los alrededores. Cerca de las tres comenzaron a llegar coches, bicicletas, motos e incluso un autobús: todos ellos cargados de gente que quería contemplar de cerca al gran ídolo.
Genaro había solicitado refuerzos con urgencia, por lo que también éstos hicieron acto de presencia, añadiendo algo más que vocerío al ya de por sí alborotado pueblo. El inspector y sus policías se apresuraron a colocar vallas metálicas a lo largo del camino que el actor tendría que recorrer para alcanzar la sala de exposiciones. También dispuso una guardia especial frente a la puerta del hotel, para evitar que alguien se colara.
Clara Toalla apareció en casa de su jefe a las tres y media.
Éste tuvo algún problema para reconocerla.
—¿Qué te has hecho? —preguntó estupefacto—. ¿De qué color llevas ahora el pelo? ¿Es morado?
Clara había obligado a la peluquera a teñir de nuevo su pelo. Lo quería negro pero, con las prisas, la mezcla de los tintes no había sido afortunada. El tono que lucía en aquel momento fluctuaba entre el carmín y el azul.
—¿No te gusta? —replicó con aspecto de que no iba a aguantar ni un solo comentario desfavorable.
Guillermo se dio cuenta, así que cambió de tema.
—¿Y esa ropa?
Clara se había puesto una especie de túnica que le llegaba a los tobillos. A Kasín le recordó la cortina que colgaba en la recepción de su hotel.
—Es un vestido. ¿Es que no lo ves?
Guillermo no respondió. Estaba mirando los collares que la joven llevaba colgados al cuello.
—¿No te pesan? —preguntó, señalándolos.
Clara se cruzó de brazos, impaciente.
—¿Desde cuándo tengo que pedirte consejos a la hora de vestir? —refunfuñó—. A ver, dime… ¿desde cuándo?
El tiempo apremiaba y Guillermo Kasín aún no había tenido ocasión de peinarse, así que murmuró una excusa y abandonó unos minutos a Clara, metiéndose en el baño. De allí salió envuelto en una inmensa nube de olor a colonia. Clara tosió.
—¿Cuántos frascos te has echado, majo?
Guillermo la ignoró. Entre otras cosas por el sobresalto que le produjo la aparición de su mujer. Ésta se había puesto un conjunto de color rojo que, nadie lo negaba, hacía unos diez años le sentaba de maravilla, pero los kilos que durante ese tiempo había ido adquiriendo amenazaban ahora con reventar los botones de la chaqueta y la cremallera de la falda. Para colmo, se había encasquetado sobre la cabeza un sombrero también rojo con plumas y flores en uno de sus lados.
—¿Cómo me ves? —preguntó muy sonriente y emocionada.
Guillermo abrió la boca. Luego la cerró. Si decía lo que de verdad pensaba tan sólo provocaría una discusión que no haría más que alterarlos. Apenas quedaba tiempo para ir a recibir a la gran visita. Por eso, encogiéndose de hombros, afirmó rotundo:
—Muy bien, querida. —Y no mentía porque eso era lo que le había confirmado el oculista en su última revisión: que su vista era perfecta—. ¿Estamos todos? ¡Vamos ya! No quiero llegar tarde.
Y, estirándose muy dignos, salieron los tres hacia Rarotel.
La algarabía que reinaba en las calles del pueblo era impresionante. Además de los curiosos y la policía, habían llegado unos periodistas que, sin demasiados miramientos, se habían colocado delante de las vallas de seguridad para conseguir mejores fotos. Ciano y Leonardo estaban allí, discutiendo con un joven que portaba una cámara. El sordo Jonás, subido a un árbol, contemplaba el espectáculo con aspecto de estar pasándosela muy bien. Incluso Reparatejados se había dejado contagiar por la emoción que recorría el pueblo: la melena que asomaba desde uno de los tejados estaba más brillante y peinada que nunca.
Guillermo, su mujer y Clara se situaron en las escaleras de entrada al hotel. Ello permitió que el público por allí congregado hiciera todo tipo de comentarios sobre su aspecto. Al fin y al cabo, la espera era muy aburrida:
—¿Qué lleva ésa en la cabeza?
—¿Habéis notado lo fuerte que huele por aquí? ¿Qué es? ¡Menuda peste!
—¡Señora Kasín! ¡Se le ha enganchado un tiesto en el pelo!
—¿Y la otra? Uno, dos, tres, cuatro… ¿cuántos collares se ha puesto?
—¡Parece un guerrero tutsi en pie de guerra con tanto adorno!
—¿Os habéis fijado en el color de su pelo?
—¿Qué es lo que atufa tanto? ¡Se me va a cortar la digestión!
Guillermo Kasín se dedicó a contemplar cómo el inspector se movía de un lado para otro tratando de imponer el orden. Sufrió un pequeño sobresalto cuando descubrió al desaparecido Uno deslizándose entre las piernas de un hombre muy alto y confundiéndose de nuevo con la multitud. Kasín trató de llamar la atención de Genaro haciendo aspavientos con los brazos, pero éste, rojo de agotamiento y de rabia, lo ignoró. Sufrió un segundo sobresalto cuando vio la cabeza de una vaca asomada por una de las ventanas del primer piso de su hotel.
El codazo que le dio en el preciso momento su mujer le cortó la respiración:
—¿Qué haces? —protestó—. ¡Me vas a romper la costilla!
Su mujer no le hizo caso. Su sonrisa era tan exagerada que parecía un tigre a punto de atacar a su presa. La causa era un periodista que se había acercado y los enfocaba con su cámara.
—¡Unas declaraciones, señor Kasín! ¿Qué es lo que siente como organizador de una exposición que ha atraído la atención de alguien tan conocido como Camilo Lomica?
Guillermo iba a contestar, pero un segundo periodista armado con un micrófono se lo impidió:
—¿Es cierto que hay por aquí una vaca conductora, que sabe idiomas y recita la tabla de multiplicar? —preguntó. Alguien debía de haber exagerado un poco al señalar las aptitudes del animal.
Guillermo Kasín parpadeó confundido. Sin apenas tomar aire el mismo periodista lo bombardeó con otra pregunta:
—¿Es cierto que tienen en el pueblo un conejo pintado de amarillo que baila y…?
El “¡Ooooohhhhh!” que en aquel preciso instante profirieron al unísono docenas de bocas libró a Kasín de aquella embarazosa situación. Camilo Lomica acababa de llegar.