Capítulo 20

Mientras todo ocurría, Clara se había dedicado a supervisar el estado de las fotografías desaparecidas que poco a poco fueron surgiendo de los rincones más inusitados. Su actitud era claramente desdeñosa con los responsables del “cambiazo”, muy en especial con la jovencita que había afirmado una y otra vez que quería ser actriz. Cuando por fin todas las fotografías falsas y sus propietarios desaparecieron de su vista, Clara se sentó un rato a reflexionar sobre los últimos acontecimientos. Tenía por delante la dura tarea de volver a dejar la exposición tal cual había sido inaugurada.

Justo en el momento en que tomaba la determinación de ponerse manos a la obra, apareció por allí una chiquilla con un cesto colgado del brazo. Clara la miró sorprendida:

—¿Querías algo? —preguntó.

—Vengo a ver la exposición —explicó la niña atusándose el pelo.

—La exposición está cerrada —comentó Clara sin poder apartar la vista de las trenzas de la niña y de su vestido. Parecía Caperucita Roja recién salida del bosque.

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—¡Oh! ¡Qué lástima! ¡Con la ilusión que yo tenía!

—Sí que lo siento. Quizá si vienes mañana por la mañana…

—Es que no soy de aquí. Tengo que irme dentro de un par de horas. Mañana ya estaré lejos —dijo la niña—. ¡Oh! ¡Por favor! ¡Sólo será un momento!

—Mira, guapa —replicó Clara, comenzando a cansarse del asunto—. Hemos tenido algunos problemas que impiden que en este momento sea posible ver la exposición. Ya te lo he dicho.

—Mira, guapa —exclamó de pronto la niña, y su voz ya no sonaba dulce ni tierna sino todo lo contrario. De hecho, era sorprendentemente masculina—. He dicho que quiero ver las fotografías y las voy a ver. —Y mientras hablaba sacó de su cesta un pistolón enredado con una media.

Clara dio un paso atrás.

—Mantén la boca cerrada —ordenó la chiquilla— o te volaré la tapa de los setos… de los sesos, quiero decir.

Clara no osó mover una pestaña siquiera.

—Usted es Uno —exclamó de pronto mientras el ladrón hurgaba tras las fotografías e iba recogiendo unos paquetes diminutos que introducía a continuación en la cesta.

—Eres una chica demasiado lista —gruñó la falsa niña sin dejar de encañonarla—. Ése es un defecto que a veces cuesta muy caro.

—Usted fue el que movió la furgoneta de sitio, ¿verdad? ¿Qué es lo que ocultó detrás de las fotografías durante el tiempo que tardamos en recuperarla? ¿Droga, quizás?

—¿Droga? —replicó el otro mirándola despectivo—. ¡No seas payasa! ¡No me gusta mezclarme con porquerías! ¿Droga? —repitió muy ofendido—. ¡Será posible…! Tengo mis principios.

Clara permaneció en silencio un rato. De pronto recordó la noticia que había ocupado las primeras páginas de los periódicos en los últimos tiempos.

—¡Son los diamantes! —musitó.

Uno la oyó. Se volvió a mirarla enfadado:

—Insisto en que eres más lista de la cuenta, aunque, en el fondo… ¿qué importa? Pues sí —explicó, sonriendo ahora—. Son los diamantes del museo Tosen Tos, sí. Pequeños pero valiosísimos. Cuestan una auténtica fortuna. Gracias a ellos seré rico para siempre jamás —concluyó Uno, riéndose con estrépito.

—¡Eso está por verse! —profirió de pronto una voz.

Clara y Uno se volvieron sobresaltados hacia la puerta.

Chema estaba allí, encañonando al ladrón diminuto con gesto muy decidido.

—Deja el arma en el suelo —ordenó—. Y mucho cuidado con hacer alguna tontería. No estoy para bromas.

—Me ha dado un susto tremendo, agente —protestó Clara temblorosa—. Tampoco era necesario que gritase de esa manera.

—¿Está intentando decirme cómo debo hacer mi trabajo? —refunfuñó el policía.

—Por supuesto que no. Yo sólo digo que…

—Me ha llamado bocazas. Eso es lo que me ha parecido, ni más ni menos.

Uno, aprovechando aquella inesperada discusión, intentó escabullirse, pero Clara, menos despistada de lo que parecía, se lo impidió estirando la pierna y poniéndole una zancadilla.

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Uno quedó tirado en el suelo, enredado con las faldas de su disfraz y la cesta, medio cegado por las trenzas de su ahora descolocada peluca. Chema se lanzó sobre él.

—¿Qué está pasando aquí? —El que hablaba era el inspector Genaro, que había llegado justo a tiempo para asistir a aquella insólita detención.

—¡Tenemos a Uno! —vociferó Clara Toalla muy aliviada al ver que aparecían refuerzos.

—¡Buaaaa…! —lloriqueó entonces el pequeño ladrón, seguro ya de que sus planes habían fracasado una vez más.

—No cabe duda de que es Uno —comentó con ironía Genaro—. Veo que no ha perdido la costumbre de echarse a llorar en cuanto encuentra la ocasión.

Un lamento casi más fuerte que el anterior estuvo a punto de ensordecer a todos.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por quééé…? —chillaba Uno.

—Amordace a este tipo con la media —ordenó el inspector—. Me va a provocar dolor de cabeza con sus gemidos.

Chema obedeció.

—Y ahora, llevémoslo junto con sus compinches a la comisaría —el inspector bostezó—. Quiero acabar cuanto antes con este asunto. Estoy que me desmayo del sueño.