Se puede sacar al mono de la jungla, pero no a la jungla del mono.
Esto también se aplica a nosotros, grandes monos bípedos. Desde que nuestros ancestros se columpiaban de árbol en árbol, la vida en grupo ha sido una obsesión de nuestro linaje. La televisión nos muestra hasta la saciedad a políticos que se golpean el pecho, estrellas de segunda que van de cita en cita, y programas de testimonios reales sobre quién triunfa y quién no. Sería fácil mofarse de todo este comportamiento primate si no fuera porque nuestros colegas simios se toman las luchas por el poder y el sexo tan en serio como nosotros.
Pero, aparte del poder y el sexo, compartimos más cosas con ellos. El compañerismo y la empatía son igualmente importantes, pero rara vez se los considera parte de nuestro legado biológico. Tendemos mucho más a maldecir a la naturaleza por lo que nos disgusta de nosotros mismos que a ensalzarla por lo que nos gusta. Como dijo Katharine Hepburn en La reina de África, «La naturaleza, señor Allnut, es lo que hemos venido a este mundo a vencer».
Esta opinión todavía persiste en gran medida. De los millones de páginas escritas a lo largo de los siglos sobre la naturaleza humana, nada es tan desolador —ni tan erróneo— como lo publicado en las últimas tres décadas. Se nos dice que nuestros genes son egoístas, que la bondad humana es una impostura, y que hacemos gala de moralidad sólo para impresionar a los demás. Pero si todo lo que le importa a la gente es su propio interés, ¿por qué un bebé de tan solo un día llora cuando oye llorar a otro bebé? Así nace la empatía. Quizá no sea un comportamiento muy sofisticado, pero podemos estar seguros de que un recién nacido no pretende impresionar. Venimos a este mundo con impulsos hacia los otros que, más tarde en la vida, nos mueven a preocuparnos por los demás.
La antigüedad de estos impulsos se evidencia en el comportamiento de nuestros parientes primates. Realmente notable es el bonobo, un antropoide poco conocido, pero tan cercano genéticamente a nosotros como el chimpancé. En una ocasión, una hembra llamada Kuni vio cómo un estornino chocaba contra el vidrio de su recinto en el zoo británico de Twycross. Kuni tomó al aturdido pájaro y lo colocó con cuidado sobre sus pies. Al comprobar que no se movía, lo sacudió un poco, a lo que el ave respondió con un aleteo espasmódico. Con el estornino en la mano, Kuni se encaramó al árbol más alto, abrazando el tronco con las piernas y sosteniendo al pájaro con ambas manos. Desplegó sus alas con cuidado, manteniendo una punta entre los dedos de cada mano, antes de lanzar al pájaro al aire como un pequeño avión de juguete. Pero, tras un aleteo descoordinado, el estornino aterrizó en la orilla del foso. Kuni descendió del árbol y se quedó un buen rato montando guardia junto al pájaro para protegerlo de la curiosidad infantil. Hacia el final de la jornada, el pájaro, ya recuperado, había emprendido de nuevo el vuelo.
El trato dispensado por Kuni a este pájaro fue diferente del que habría utilizado para auxiliar a un congénere. En vez de seguir una pauta de conducta prefijada, ajustó su auxilio a la situación específica de un animal por completo diferente a ella misma. Los pájaros que sobrevolaban su recinto seguramente le habían proporcionado una idea de la ayuda requerida. Esta clase de empatía es inusitada en el mundo animal, porque se basa en la capacidad de imaginar las circunstancias de otro. Adam Smith, pionero de la teoría económica, debía de tener en mente acciones como la de Kuni (aunque no ejecutadas por un mono) cuando, hace más de dos siglos, nos ofreció la definición más imperecedera que se conoce de la empatía: la capacidad de «ponerse en el lugar del que sufre».
La posibilidad de que la empatía forme parte de nuestro legado primate debería congratularnos, pero no tenemos por costumbre celebrar nuestra naturaleza. A quienes cometen un genocidio, los llamamos «animales». Pero cuando donan algo a los pobres, los aplaudimos por su «humanidad». Nos gusta reclamar este último comportamiento para nosotros. La posibilidad de una humanidad no humana sólo fue advertida por el público cuando un antropoide salvó a un miembro de nuestra propia especie. Esto ocurrió el 16 de agosto de 1996, cuando una gorila de ocho años llamada Binti Jua socorrió a un niño de tres años que había caído desde una altura de más de cinco metros al interior del recinto de primates del zoo Brookfield de Chicago. La gorila reaccionó de inmediato y tomó al niño en brazos. Luego se sentó en un tronco sobre una corriente de agua, acunó al niño en su regazo y le dio unos golpecitos suaves para ver si reaccionaba antes de entregarlo al personal del zoo. Este simple acto de compasión, captado en vídeo y difundido por todo el mundo, conmovió a muchos, y Binti fue aclamada como una heroína. Fue la primera vez en la historia norteamericana que un antropoide figuró en los discursos de algunos líderes políticos, que la ponían como modelo de piedad.
La cabeza de Jano
Que el comportamiento de Binti causara tal sorpresa entre el público dice mucho sobre la manera en que los medios de comunicación retratan a los animales. En realidad, no hizo nada inusual, o al menos nada que una hembra de gorila no hiciera por cualquier individuo joven de su misma especie. Por mucho que los documentales de naturaleza se centren en bestias feroces —o en hombres viriles capaces de tumbarlas y reducirlas—, pienso que es vital comunicar la verdadera amplitud y profundidad de nuestra conexión con la naturaleza. Este libro explora los fascinantes e inquietantes paralelismos entre el comportamiento primate y el nuestro, con igual consideración para lo bueno, lo malo y lo desagradable.
Tenemos la gran suerte de disponer de dos parientes primates cercanos para estudiarlos, y son tan diferentes como la noche y el día. Uno tiene modales bruscos y un carácter ambicioso y manipulador; el otro propone un modo de vida igualitario y libre. Todo el mundo ha oído hablar del chimpancé, conocido por la ciencia desde el siglo XVII. Su comportamiento jerárquico y violento ha inspirado la visión corriente de los seres humanos como «monos asesinos». Nuestro sino biológico, dicen algunos científicos, es ganar poder a base de sojuzgar a otros y librar una contienda perpetua. He sido testigo de suficiente derramamiento de sangre entre los chimpancés como para convenir en que tienen una vena violenta. Pero no deberíamos dejar de lado a nuestro otro pariente cercano, el bonobo, no descubierto hasta el siglo XX. Los bonobos son unos animales tranquilos con buen apetito sexual. Pacíficos por naturaleza, contradicen la idea de que el nuestro es un linaje sanguinario.
Lo que permite a los bonobos hacerse una idea de las ansias y necesidades de los otros y ayudarles a satisfacerlas es la empatía. Cuando la hija de dos años de una hembra llamada Linda se puso de morros, esto significaba que quería mamar; pero esta cría había permanecido en la guardería del zoo de San Diego y había sido devuelta al grupo bastante después de que Linda hubiera dejado de producir leche. Aun así, la madre entendió el mensaje y acudió a una fuente para llenarse la boca de agua. Luego se sentó frente a su cría y frunció los labios para que pudiera beber de ellos. Linda hizo tres viajes más a la fuente hasta que su hija quedó satisfecha.
Nos encantan estos comportamientos (lo que en sí mismo es un caso de empatía). Pero la misma capacidad de entender al prójimo también permite herirlo de manera deliberada. Tanto la compasión como la crueldad dependen de la capacidad de imaginar cómo afecta el propio comportamiento a los otros. Los animales de cerebro pequeño, como los tiburones, ciertamente pueden herir, pero no tienen la menor idea del daño que causan. El volumen cerebral de los antropoides es un tercio del nuestro, lo cual los faculta para la crueldad. Como los niños que arrojan piedras a los patos de un estanque, los antropoides a veces infligen dolor por pura diversión. En un juego, para atraer a unos pollos separados por una valla, unos chimpancés juveniles de laboratorio les echaban migas de pan. Cada vez que los inocentes pollos se aproximaban, los chimpancés los golpeaban con un palo o los pinchaban con un alambre. Este juego de Tántalo, en que los pollos eran lo bastante estúpidos como para colaborar (aunque podemos estar seguros de que para ellos no era en absoluto un juego), fue inventado por los chimpancés con la única finalidad de combatir su propio aburrimiento, y lo refinaron hasta el punto de que un individuo se encargaba de lanzar el cebo y otro el golpe.
Los grandes monos se parecen tanto a nosotros que se los conoce como «antropomorfos» (palabra de raíz griega que significa «con forma humana»). Tener afinidades cercanas con dos sociedades tan distintas como la del chimpancé y la del bonobo resulta extraordinariamente instructivo. La brutalidad y el afán de poder del chimpancé contrastan con la amabilidad y el erotismo del bonobo (una suerte de doctor Jekyll y mister Hyde). Nuestra propia naturaleza es un tenso matrimonio entre ambos. Nuestro lado oscuro es tristemente obvio: se estima que sólo en el siglo XX, 160 millones de personas perdieron la vida por causa de la guerra, el genocidio o la opresión política. Aún más escalofriantes que estas cifras son las expresiones más personales de la crueldad humana, como el horrendo incidente que acaeció en 1998 en un pueblo de Texas. Tres varones blancos invitaron a un negro de cuarenta y nueve años a subir a su camión, pero, en vez de llevarlo a casa, lo transportaron a un descampado y, después de darle una paliza, lo ataron al vehículo y lo arrastraron durante varios kilómetros por una carretera, hasta arrancarle la cabeza y el brazo derecho.
Somos capaces de tales atrocidades a pesar, o precisamente a causa, de nuestra capacidad de imaginar qué sienten los demás. Por otro lado, cuando esa misma capacidad se combina con una actitud positiva, nos mueve a enviar alimento a los que pasan hambre, a jugarnos el tipo por rescatar a extraños —como sucede en los incendios o terremotos—, a llorar cuando alguien nos cuenta una historia triste, o a sumarnos a una partida de búsqueda cuando desaparece el hijo del vecino. Somos como una cabeza de Jano, con una cara cruel y otra compasiva mirando en sentidos opuestos. Esto puede confundirnos hasta el punto de simplificar en exceso nuestra imagen de nosotros mismos: o nos proclamamos «la culminación de la creación» o nos retratamos como los villanos por excelencia.
¿Por qué no aceptar que somos las dos cosas? Ambos aspectos de nuestra naturaleza se corresponden con los de nuestros parientes primates más cercanos. El chimpancé expresa tan bien la cara violenta de la naturaleza humana que pocos científicos escriben sobre alguna otra faceta suya. Pero también somos criaturas intensamente sociables que dependen unas de otras y necesitan la interacción con sus semejantes para llevar vidas sanas y felices. Próximos a la muerte, la incomunicación es nuestro castigo más extremo. Nuestros cuerpos y mentes no están hechos para la vida en solitario. Nos deprimimos de manera irremediable en ausencia de compañía humana, y nuestra salud se deteriora. En un estudio médico reciente, voluntarios sanos expuestos a virus del resfriado y la gripe eran más proclives a enfermar cuantos menos amigos y familiares tenían a su alrededor.
Las mujeres aprecian de manera natural esta necesidad de conexión. En los mamíferos, el cuidado parental es inseparable de la lactancia. A lo largo de los 180 millones de años de evolución de los mamíferos, las hembras que respondían a las necesidades de sus retoños se reproducían más que las madres frías y distantes. Dado que las mujeres descienden de una larga línea de madres que cuidaban, alimentaban, limpiaban, transportaban, confortaban y defendían a sus hijos, no debería sorprendernos encontrar diferencias de género en la empatía humana. Éstas aparecen bastante antes de la socialización: el primer signo de empatía —llorar en respuesta al llanto de otro bebé— es, de hecho, más típico de las niñas que de los niños, y más adelante la empatía sigue estando más desarrollada en el sexo femenino que en el masculino. Esto no quiere decir que los varones carezcan de empatía o no necesiten el contacto humano, pero lo buscan más en las mujeres que en otros varones. Una relación a largo plazo con una mujer, como el matrimonio, es la manera más efectiva de alargar la vida para un varón. La otra cara de esta moneda es el autismo, un desorden de la empatía que dificulta la conexión con los otros, y que es cuatro veces más frecuente en los varones que en las mujeres.
Los empáticos bonobos se ponen una y otra vez en el lugar del otro. En el Georgia State University Language Research Center de Atlanta, un bonobo llamado Kanzi ha aprendido a comunicarse con la gente. Su fabulosa comprensión del inglés hablado lo ha convertido en una celebridad. Advirtiendo que algunos de sus iguales no tienen su mismo adiestramiento, a veces Kanzi ejerce de maestro. Una vez se sentó al lado de Tamuli, una hermana menor suya apenas expuesta al habla humana, mientras un investigador intentaba sin éxito hacerla responder a peticiones verbales simples. Cada vez que el investigador se dirigía a Tamuli, Kanzi representaba lo que se esperaba de ella. Cuando se le pidió que acicalara a Kanzi, éste tomó su mano y la colocó bajo su barbilla, apretándola contra el pecho. En esta posición, Kanzi fijó la mirada en los ojos de Tamuli con lo que se interpretaba como un gesto de interrogación. Cuando Kanzi repitió la acción, la joven hembra dejó los dedos apoyados en su pecho como si se preguntara qué le correspondía hacer.
Kanzi entiende perfectamente bien si las órdenes se dirigen a él o a otros. No estaba ejecutando una orden destinada a Tamuli, sino que estaba intentando hacerla comprender. La sensibilidad de Kanzi al desconocimiento de su hermana y su interés en enseñarla sugiere un nivel de empatía que, hasta donde sabemos, sólo se encuentra en antropoides y seres humanos.
Lo que dicen los nombres
En 1978 vi bonobos de cerca por primera vez, en un zoo holandés. La etiqueta de la jaula los identificaba como «chimpancés pigmeos», lo que implicaba que no eran más que una versión reducida de sus primos más conocidos. Pero nada podía estar más lejos de la realidad.
Un bonobo es físicamente tan distinto de un chimpancé como un Concorde de un Boeing 747. Hasta los chimpancés habrían de admitir que los bonobos tienen más estilo. El cuerpo de un bonobo es grácil y elegante, con manos de pianista y una cabeza relativamente pequeña. El bonobo tiene una cara más plana y abierta que el chimpancé, y una frente más amplia. La faz es negra, los labios rosados, las orejas pequeñas y los orificios nasales amplios. Las hembras tienen pechos; no tan prominentes como en nuestra especie, pero ciertamente más que el busto plano de las otras hembras antropoides. Coronándolo todo está el peinado característico del bonobo: una larga cabellera negra con una raya bien marcada en medio.
La mayor diferencia entre los chimpancés y los bonobos es la proporción corporal. Los primeros tienen cabezas grandes, cuellos gruesos y hombros anchos; se diría que van al gimnasio cada día. Los bonobos tienen un aspecto más intelectual, con torsos esbeltos, hombros estrechos y cuellos delgados. Buena parte de su peso corresponde a las piernas, más largas que en los chimpancés. El resultado es que, cuando caminan a cuatro patas sobre los nudillos, la espalda de los chimpancés se inclina hacia abajo, mientras que la de los bonobos queda casi horizontal por la elevación de las caderas. Cuando se ponen de pie o caminan erguidos, parecen enderezar la espalda mejor que los chimpancés, lo que les permite adoptar una postura sobrecogedoramente humana. Por esa razón se los ha comparado con nuestros ancestros australopitecos.
El bonobo es uno de los últimos grandes mamíferos descubiertos por la ciencia. El hallazgo tuvo lugar en 1929, no en un exuberante hábitat africano, sino en un museo de la Bélgica colonial, tras la inspección de un pequeño cráneo inicialmente atribuido a un chimpancé juvenil: en un animal inmaduro las suturas craneales deberían haber estado separadas, mientras que en este espécimen estaban fusionadas. En vista de ello, Ernst Schwarz, un anatomista alemán, concluyó que el cráneo pertenecía a un chimpancé adulto con una cabeza inusualmente pequeña, y declaró que había tropezado con una nueva subespecie. Pronto las diferencias anatómicas se consideraron lo bastante relevantes como para elevar al bonobo a la categoría de especie aparte del chimpancé común, con el nombre científico de Pan paniscus.
Un biólogo, antiguo discípulo de Schwarz en Berlín, me contó que sus colegas solían burlarse de éste porque no sólo pretendía que había dos especies de chimpancés, sino que había tres especies de elefantes. Todo el mundo sabía que no había más que una especie de chimpancés y dos de elefantes. El comentario estándar sobre der Schwarz era que lo sabía «todo y más». Al final resultó que Schwarz tenía razón. No hace mucho se confirmó al elefante de selva como especie, y a Schwarz se lo conoce como el descubridor oficial del bonobo: la clase de honor por el que un científico estaría dispuesto a dar la vida.
Pan, el más que apropiado nombre genérico del bonobo, deriva del dios griego con torso humano y piernas, orejas y cuernos de cabra. Festivamente lujurioso, al dios Pan le encantaba retozar con las ninfas mientras tocaba la flauta (de pan). El chimpancé común pertenece al mismo género. El nombre específico del bonobo, paniscus, significa «diminuto», mientras que el del chimpancé común, troglodytes, significa «cavernícola». Así pues, el bonobo es una deidad cabría diminuta, y el chimpancé común una deidad cabría cavernícola; unos apelativos ciertamente curiosos.
La denominación «bonobo» probablemente deriva de una mala trascripción de «Bolobo», una ciudad junto al río Congo, cuyo nombre figuraba en la etiqueta de una jaula de embarque (aunque también he oído que «bonobo» significa «ancestro» en una lengua bantú extinta). En cualquier caso, el nombre tiene un sonsonete festivo que se aviene con la naturaleza del animal. Los primatólogos lo verbalizan de modo jocoso, como en «esta noche vamos a bonobear», una frase cuyo significado se aclarará pronto. Los franceses se refieren a los bonobos como «chimpancés de la orilla izquierda» (una denominación que evoca imágenes de un modo de vida alternativo) porque viven en la orilla suroccidental del río Congo. Este enorme río, que en algunos lugares supera los quince kilómetros de anchura, separa de manera permanente las poblaciones de bonobos de las de chimpancés y gorilas del norte. A pesar de que se los llamó «chimpancés pigmeos», los bonobos no son mucho menores que los chimpancés comunes. El macho adulto medio pesa unos 43 kilos y la hembra unos 36 kilos.
Lo que más me llamó la atención al observar a mis primeros bonobos fue lo sensibles que parecían. También descubrí algunos hábitos que me chocaron. Contemplé una riña menor por una caja de cartón, en la que un macho y una hembra se perseguían y pegaban hasta que, de improviso, la pelea había dado paso a ¡un acto sexual! Yo había estudiado la conducta de los chimpancés, que nunca pasan tan fácilmente de la agresión al sexo, así que pensé que aquel comportamiento era anómalo, o que se me había escapado algún detalle capaz de explicar el súbito cambio de actitud. Pero lo que había visto era perfectamente normal en estos primates tan sexuales.
Esto lo supe mucho después, cuando comencé a trabajar con bonobos en el zoo de San Diego. El conocimiento sobre este misterioso primo nuestro se complementó con la información sobre los bonobos salvajes que llegaba con cuentagotas desde África. Estos animales son nativos de una región relativamente pequeña, de la extensión de Inglaterra, en la República Democrática del Congo (antiguo Zaire), donde viven en selvas densas y pantanosas. Cuando localizan un claro en el que los científicos de campo han dejado caña de azúcar, los machos lo inspeccionan primero y se apresuran a recoger todo el alimento que pueden antes de que las hembras hagan acto de presencia. Cuando éstas llegan, su entrada se acompaña de una orgía sexual y la inevitable apropiación de las mejores cañas por las matriarcas. Lo mismo vale para las colonias en cautividad que he estudiado, invariablemente dominadas por una hembra veterana. Esto es sorprendente, ya que ambos sexos difieren en tamaño tanto como en el caso humano, y la hembra media pesa un 15 por ciento menos que el macho medio. Además, los machos tienen unos caninos largos y puntiagudos de los que carecen las hembras.
¿Cómo mantienen el control las hembras, entonces? La respuesta está en la solidaridad. Consideremos el caso de Vernon, un bonobo del zoo de San Diego que era el macho alfa de un pequeño grupo con una única hembra, Loretta, su amiga y pareja sexual. Es la única vez que he visto un grupo de bonobos dominado por un macho. En su momento pensé que esto era lo normal; después de todo, la dominancia masculina es lo típico en la mayoría de los mamíferos. Pero Loretta era relativamente joven y también la única hembra. En cuanto se incorporó una segunda hembra al grupo, el equilibrio de poder cambió.
Lo primero que hicieron Loretta y la recién llegada tras su encuentro fue practicar el sexo. Esta pauta de conducta se conoce como frotamiento genito-genital, o GG, aunque también ha llegado a mis oídos la denominación más colorista de «hoka-hoka». Una hembra se abrazaba a la otra con brazos y piernas y colgaba de ella igual que una cría de bonobo cuelga de su madre. A continuación, cara a cara, se frotaban mutuamente sus vulvas y clítoris con un movimiento de vaivén lateral rápido. Exhibían amplias sonrisas y chillaban ruidosamente, lo que dejaba pocas dudas sobre si los antropoides conocen el placer sexual.
El sexo entre Loretta y su nueva amiga se hizo cada vez más frecuente, lo que significó el fin del dominio de Vernon. Al cabo de unos meses, la escena típica a la hora de comer era que, después de un acto homosexual, las hembras reclamaban toda la comida. Si quería obtener algo de comida, Vernon tenía que pedirla con la mano extendida. Esto también vale para las comunidades de bonobos salvajes, donde las hembras controlan el suministro de alimentos.
En comparación con el androcéntrico chimpancé, el ginocéntrico, sensual y apacible bonobo ofrece una nueva manera de pensar en la ascendencia humana. Su comportamiento es difícil de conciliar con la imagen popular de nuestros ancestros como cavernícolas barbudos arrastrando a sus mujeres por los pelos. No es que las cosas fueran necesariamente al revés, pero es bueno tener claro qué sabemos y qué desconocemos. El comportamiento no se fosiliza. Por eso las especulaciones sobre la prehistoria humana se basan a menudo en lo que sabemos de otros primates. Su comportamiento da idea de la enorme variedad conductual que podrían haber exhibido nuestros ancestros lejanos. Y cuanto más sabemos de los bonobos, más se amplía esta variedad.
Hijos de mamá
Vuelvo por un día al zoo de San Diego para reencontrarme con dos viejos amigos, Gale Foland y Mike Hammond, ambos veteranos cuidadores de grandes monos. Éste no es un trabajo para cualquiera. Es imposible tratar con las necesidades y reacciones de los antropoides sin acceder al mismo reservorio emocional que nos sirve para tratar con nuestros semejantes. Los cuidadores incapaces de tomarse a sus animales en serio nunca congeniarán con ellos, y quienes se los tomen demasiado en serio sucumbirán a la red de intrigas, provocaciones y chantaje emocional que satura cualquier comunidad de antropoides.
En un área cerrada al público, nos inclinamos sobre una balaustrada para contemplar desde arriba un recinto espacioso y tapizado de hierba. El aire transporta el olor acre distintivo de los gorilas. Esa misma mañana, Gale ha introducido en el recinto una hembra de cinco años llamada Azizi, que él mismo había criado. Azizi se ha encontrado dentro de un grupo con un macho recientemente introducido, Paul Donn, una figura inmensa recostada contra el muro. De vez en cuando, carga dando la vuelta al recinto mientras se golpea el pecho para impresionar al colectivo de hembras que controla, o al menos querría controlar. Las hembras, especialmente las más veteranas, tienden a mostrarse díscolas; a veces se juntan para ahuyentarlo y «mantenerlo a raya», como dice Gale. Pero por ahora Paul Donn está calmado, y vemos que Azizi se le acerca cautelosamente. El macho actúa como si no lo advirtiera, se inspecciona los dedos de los pies diplomáticamente y evita mirar directamente a los ojos de la nerviosa gorila. Cada vez que Azizi se acerca un poco más, busca la mirada de Gale, su padre adoptivo. Gale asiente con la cabeza y dice cosas como «sigue, no tengas miedo». Para él, esto es fácil de decir, aunque Paul Donn, todo músculo, debe pesar cinco veces más que Azizi. Pero ella se siente irresistiblemente atraída por el imponente macho.
Estos gorilas son conocidos por su inteligencia, aunque se supone que no usan herramientas (nunca lo hacen en libertad). Pero tres gorilas de este zoo han encontrado una nueva manera de alcanzar las sabrosas hojas de las higueras. Los troncos están rodeados de alambre electrificado para evitar que trepen, pero han aprendido a sortear este obstáculo lanzando alguna de las muchas ramas caídas contra un árbol. Cuando la rama vuelve a caer, suele arrastrar parte del follaje. Se ha visto a una hembra partir en dos una rama larga y quedarse con la pieza más adecuada; un paso importante, porque muestra que los gorilas son capaces de modificar sus herramientas.
Hoy tiene lugar un incidente con el mismo alambre electrificado. Es la clase de escena que me llama la atención. Una veterana hembra residente ha aprendido a meter la mano por debajo de la alambrada sin tocarla para alcanzar las hierbas que crecen al otro lado. Junto a ella está sentada una hembra nueva que, según me cuenta Gale, acaba de recibir su primera descarga. La experiencia fue tan desagradable que gritaba y sacudía frenéticamente la mano. La recién llegada ha hecho amistad con la otra, y ahora la ve hacer justo lo que a ella le ha causado tanto dolor. En cuanto ve a su amiga deslizar el brazo por debajo de la alambrada, salta y comienza a tirar de ella, la agarra con un brazo por la cintura e intenta apartarla del peligro. Pero su veterana amiga continúa impertérrita. Al final la hembra joven vuelve a sentarse, con la mirada fija y abrazándose a sí misma. Parece estar anticipando que su amiga va a recibir una descarga. Desde luego, «se pone en el lugar del otro».
Como los chimpancés y los bonobos, los gorilas se incluyen en el grupo de los grandes monos, o antropoides. Sólo hay cuatro especies de grandes monos (la cuarta es el orangután). Son primates grandes y sin cola. Ambos rasgos separan la familia de los antropoides y los seres humanos (los hominoideos) del resto de los monos. Así pues, los antropoides no deberían confundirse con los micos —no hay mayor insulto para un experto en antropoides que decirle que nos encantan sus micos—, aunque todos son «primates», nosotros incluidos. Entre los antropoides, nuestros parientes más cercanos son los chimpancés y los bonobos. Ambos son igualmente próximos a nosotros, lo que no impide a los primatólogos discutir acaloradamente sobre cuál de ellos es el mejor modelo de la humanidad ancestral. Todos derivamos de un ancestro común, y una especie puede haber retenido más rasgos ancestrales que la otra, lo que incrementaría su relevancia para la evolución humana. Pero ahora mismo es imposible decidirse por una u otra especie. No sorprende que los expertos en chimpancés suelan votar por su objeto de estudio, y los expertos en bonobos por el suyo.
Puesto que los gorilas se separaron de nuestra rama evolutiva un poco antes que los chimpancés y los bonobos, se ha aducido que el tipo que se parezca más al gorila debería considerarse el original. Ahora bien, ¿quién dice que los gorilas se parecen a nuestro último ancestro común? Ellos también han tenido mucho tiempo para cambiar; de hecho, más de siete millones de años. Lo que estamos buscando es el antropoide que menos ha cambiado. Según Takayoshi Kano, la máxima autoridad en bonobos salvajes, puesto que los bonobos nunca abandonaron la selva húmeda —cosa que sí hicieron en parte los chimpancés y del todo los ancestros del género humano—, seguramente han tenido menos presiones selectivas para cambiar y, por ende, podrían parecerse más al antropoide selvático del que todos descendemos. El anatomista norteamericano Harold Coolidge ha especulado que el bonobo «quizá se aproxime más al ancestro común del chimpancé y el hombre que ningún chimpancé vivo».
La adaptación a la vida en los árboles se evidencia en el uso que hacen los bonobos de sus cuerpos, bastante inusual para los estándares humanos. Sus pies les sirven de manos. Con ellos agarran cosas, gesticulan y palmotean para atraer la atención. A los antropoides se los cataloga a veces como «cuadrúpedos», pero los bonobos podrían describirse mejor como «cuadrumanos». Son más acróbatas que ningún otro gran mono y saltan de rama en rama con increíble agilidad. Pueden caminar erguidos sobre una cuerda suspendida como si estuvieran en el suelo. Estas aptitudes acrobáticas tienen una utilidad práctica para unos monos que nunca se han visto impelidos a salir de la selva y cambiar su modo de vida arborícola, ni siquiera de manera parcial. Que los bonobos son más arborícolas que los chimpancés resulta obvio cuando se comparan las reacciones de unos y otros al encontrarse por primera vez con científicos en el bosque: los chimpancés bajan de los árboles y huyen corriendo por el suelo, mientras que los bonobos huyen a través del ramaje y sólo descienden al suelo del bosque cuando ya están bien lejos.
Auguro que el debate sobre qué antropoide se parece más a nuestro último ancestro común continuará por algún tiempo, pero, por el momento, convengamos en que chimpancés y bonobos son igualmente relevantes para la evolución humana. El gorila se aparta tanto de chimpancés y bonobos como de nosotros por su gran dimorfismo sexual (la diferencia de tamaño entre machos y hembras) y el sistema social asociado, pues un único macho monopoliza un harén de hembras. En aras de la simplicidad, sólo hablaré de los gorilas de manera ocasional mientras exploramos las similitudes y diferencias entre bonobos, chimpancés y nosotros mismos.
No nos quedamos para ver qué ocurre entre Azizi y Paul Donn. Sin duda trabarán contacto, pero esto puede llevar horas, incluso días. Los cuidadores saben que luego cambiará la actitud de Azizi para siempre; nunca volverá a ser la pequeña gorila dependiente a la que Gale daba el biberón y cargaba a la espalda hasta que se hizo demasiado pesada. Su nuevo destino será vivir en este grupo, arrimarse a un gran macho de su misma especie y, quizá, criar a sus propios vástagos.
Nos dirigimos al recinto de los bonobos, donde Loretta me saluda con aullidos estridentes. Aunque mi etapa investigadora en este zoo fue hace casi veinte años, todavía me conoce, pues el reconocimiento es permanente. No puedo imaginar el olvido de una cara que he visto a diario durante un tiempo, así que ¿por qué habría de ser diferente para Loretta? Y sus gritos son distintivos. Las llamadas de los bonobos son inconfundibles: la manera más fácil de distinguir a los chimpancés de los bonobos es escuchar sus voces. El «huu-huu» bajo del chimpancé está ausente en el bonobo. El timbre de voz de este último es tan agudo (más parecido a «hii-hii») que cuando el zoo de Hellabrunn en Munich recibió sus primeros bonobos, el director estuvo a punto de retornarlos. Aún no había mirado bajo la tela que cubría las jaulas procedentes de Bolobo y no podía creer que los sonidos provinieran de antropoides.
Loretta me presenta sus genitales globosos, mirándome cabeza abajo a través de sus piernas y haciéndome un gesto de invitación con el brazo. Le devuelvo el gesto mientras pregunto a Mike por uno de los machos no presentes. Mike me lleva a las jaulas de noche. El macho está sentado dentro, acompañado de una hembra joven. La hembra se muestra visiblemente molesta cada vez que Mike habla conmigo. ¿Qué está haciendo aquí este extraño, y por qué Mike no le dedica toda su atención a ella? Intenta agarrarme a través de los barrotes. El macho mantiene las distancias, pero presenta su trasero a Mike y luego su barriga para que la acaricie, al tiempo que muestra una impresionante erección, como haría cualquier bonobo macho en circunstancias semejantes. Para los bonobos, machos o hembras, no hay línea divisoria entre sexualidad y afecto.
Figura 1. Árbol evolutivo del género humano y los cuatro grandes monos, basado en comparaciones de ADN. Las cifras en los puntos de bifurcación indican la antigüedad (en millones de años) de la divergencia. Chimpancés y bonobos constituyen un único género: Pan. El linaje humano se separó del ancestro de Pan hace unos 5,5 millones de años. Algunos científicos piensan que chimpancés, bonobos y seres humanos son lo bastante próximos como para formar un único género: Homo. Puesto que bonobos y chimpancés se separaron hace unos 2,5 millones de años, después de que su ancestro común se separara de nuestro linaje, ambos están igualmente cerca de nosotros. Los gorilas se separaron antes, y más aún el único gran mono asiático, el orangután.
Este macho tiene que estar separado del grupo debido a su bajo rango. Aunque plenamente adulto, es incapaz de defenderse de todo un grupo de hembras. La hostilidad femenina contra los machos es un problema creciente entre los bonobos en cautividad. En el pasado, los zoológicos cometieron un error fundamental al trasladar bonobos machos de un lado a otro. Si tenían que enviar ejemplares a otro zoo para criar, siempre elegían machos. Esto es un acierto para la mayoría de animales, pero representa un desastre para los bonobos machos. En la naturaleza son las hembras las que migran y dejan su grupo natal en la pubertad. Los machos se quedan y disfrutan de la compañía y protección de sus madres. Los machos con madres influyentes ascienden en la jerarquía y son tolerados a la hora de comer. Desafortunadamente, el macho en cuestión había sido traído desde fuera. Dado que son auténticos hijos de mamá, a los machos les va mejor en el grupo donde nacieron.
Así pues, la agresión no está ausente entre los bonobos, ni mucho menos. Cuando las hembras atacan, las cosas se ponen feas. Si se forma una ruidosa melée de brazos y piernas, es invariablemente el macho quien sale herido. Aunque los bonobos son maestros de la reconciliación, tienen esta capacidad por una buena razón: no se privan de pelear. El bonobo es un ejemplo convincente de armonía social precisamente porque las tensiones subyacentes son visibles. Esta paradoja se aplica también a nosotros. Así como la prueba última de un barco es cómo se comporta en medio de una tormenta, sólo confiamos plenamente en una relación si es capaz de sobrevivir al conflicto ocasional.
Tras contemplar unos cuantos encuentros sexuales más entre los bonobos, Mike no puede resistirse a mencionar la afirmación reciente de un científico local de que los bonobos recluidos en los zoológicos raramente practican el sexo, quizá sólo un par de veces al año. ¿Podría ser que los bonobos no merecieran su reputación de máquinas sexuales? Ya fuera, entre el público, bromeamos que, como hemos contado seis encuentros sexuales en sólo dos horas, debemos haber recopilado el equivalente a dos años de observaciones. Por un momento olvido que Mike y Gale llevan puestos sus uniformes, lo que significa que todo el mundo alrededor nuestro está prestando atención a lo que decimos. En voz demasiado alta, presumo de mi experiencia anterior: «Cuando estuve aquí, conté setecientos encuentros sexuales en un solo invierno». Un hombre que estaba a nuestro lado toma a su hija pequeña del brazo y se aleja a toda prisa.
A veces la sexualidad de los bonobos es sutil. Una hembra joven intenta pasar por una rama donde un macho aún más joven le cierra el paso. El macho no se aparta, quizá por miedo a caer, y la hembra empeora las cosas al pellizcar con sus dientes la mano con la que él se agarra a la rama. Pero, en vez de recurrir a la fuerza, la hembra se da la vuelta y frota su clítoris contra el brazo del macho. Ambos son inmaduros, pero ésta es la manera que tienen los bonobos de resolver los conflictos, una táctica que comienzan a aplicar pronto en la vida. Tras este contacto, y ya calmada, la hembra pasa por encima del macho y continúa su camino por la rama.
De vuelta en casa, me asombro del contraste con los chimpancés. Trabajo con unos cuarenta de ellos al aire libre en la estación de campo del Yerkes National Primate Research Center, cerca de Atlanta. Conozco a estos antropoides desde hace largo tiempo, y los veo como personalidades distintas. Ellos me conocen igualmente bien y me pagan con el mejor cumplido que puede anhelar un investigador: tratarme como a un mueble. Me subo a la valla para saludar a Tara, la hija de tres años de Rita, que está sentada en lo alto de una estructura para trepar. Rita nos mira un momento y luego continúa acicalando a su propia madre, la abuela de Tara. Si un extraño se hubiera limitado a pasar por allá, Rita, que es protectora en extremo, enseguida habría saltado al suelo para llevarse a su hija. Me siento honrado por su desinterés hacia mí.
Veo un corte profundo reciente en el labio superior de Socko, el segundo macho en rango. Sólo otro macho puede haberle hecho eso: Bjorn, el macho alfa, más pequeño que Socko, pero muy listo, irascible y mezquino. Mantiene a raya a los otros chimpancés mediante el juego sucio. Ésta es la conclusión a la que he llegado al cabo de los años, después de ver la técnica de combate de Bjorn y las heridas que inflige a sus víctimas en sitios inusuales como el vientre o el escroto. Socko, un grandullón desmañado, no puede competir con él, así que debe someterse a ese pequeño dictador. Pero, por fortuna para Socko, su hermano menor, que está dando el último estirón, está ansioso por aliarse con él, lo que muy pronto va a crearle problemas a Bjorn.
Aquí, en el centro Yerkes, presenciamos una reñida lucha masculina por el poder político, la interminable saga de la sociedad chimpancé. En última instancia, estas luchas son por las hembras, lo que implica que la diferencia fundamental entre nuestros dos parientes primates más cercanos es que uno resuelve los asuntos sexuales mediante el poder, mientras que el otro resuelve las luchas de poder por medio del sexo.
Un barniz de civilización
Al abrir el periódico en un vuelo de Chicago a Charleston, en Carolina del Sur, lo primero que me llamó la atención fue el titular «Lili golpeará Charleston». Lili era un gran huracán, y la devastación causada el año anterior por Hugo, otro ciclón, aún estaba fresca en la memoria de todos. Al final, Lili se desvió de Charleston, y la única tormenta en la que me vi inmerso fue meramente académica.
La conferencia a la que asistí era sobre la paz mundial y las relaciones humanas pacíficas. Fui para exponer mi trabajo sobre la resolución de conflictos en los primates. Siempre es divertido especular acerca de por qué la gente propende a ciertos campos, pero los estudios sobre la paz atraen su cuota de exaltados. En la reunión, dos eminentes pacifistas se enzarzaron en una discusión a gritos, al parecer porque uno se había referido a los esquimales, y el otro lo había acusado de colonialista, cuando no racista, porque a ese pueblo habría que llamarlo inuit. Según el libro Never in Anger, los inuit se extreman en evitar relaciones que siquiera remotamente denoten hostilidad. Cualquiera que levante la voz se arriesga a caer en el ostracismo, una penalización que en su medio ambiente supone peligro de muerte.
Algunos de los asistentes a la conferencia seguramente habríamos sido abandonados en los hielos. Como occidentales que éramos, evitar la confrontación no estaba en nuestro guión. Ya veía otro titular de periódico tal como: «Conferencia de paz acaba a puñetazos». Éste ha sido el único evento académico en el que he visto gente plenamente adulta abandonando la sala con un portazo, como niños pequeños. En medio de todo este jaleo, algunos todavía tenían la osadía de preguntarse, con el ceño fruncido y una expresión profundamente académica, si el comportamiento humano y el antropoide eran realmente comparables.
Por otro lado, he asistido a muchas reuniones del Club de la Agresión, formado por un grupo de académicos holandeses que siempre se mostraron civilizados y apacibles. Aunque por entonces aún no era más que un estudiante, se me permitió departir con psiquiatras, criminólogos, psicólogos y etólogos que se reunían regularmente para discutir sobre la agresión y la violencia. En aquellos días, las ideas evolucionistas giraban invariablemente en torno a la agresividad, como si nuestra especie no tuviera otra tendencia de la que hablar. Era como una discusión sobre perros pit-bull en la que el tema principal fuera siempre lo peligrosos que son. Lo que nos diferencia de los pit-bull, sin embargo, es que nosotros no hemos sido criados selectivamente para pelear. Nuestra presión mandibular es miserable y, desde luego, nuestros cerebros no necesitarían ser tan grandes si lo único importante fuera matar a otros. Pero, en la posguerra, la agresividad humana era una cuestión central en cualquier debate.
Con sus cámaras de gas, ejecuciones en masa y destrucción deliberada, la segunda guerra mundial era la expresión de lo peor del comportamiento humano. Además, cuando el mundo occidental hizo inventario una vez asentado el polvo, era imposible ignorar las atrocidades que en el corazón de Europa había cometido gente por lo demás civilizada. Las comparaciones con los animales eran ubicuas. Los animales no tienen inhibiciones, se decía. No tienen cultura, así que debía haber algo animal, algo en nuestra constitución genética, que había aflorado a través del barniz de la civilización y había dado al traste con la decencia humana.
Esta «teoría del barniz», como la llamo yo, se convirtió en un tema dominante del debate de posguerra. En lo más hondo, los seres humanos somos violentos y amorales. Una oleada de libros populares exploró este tema abundando en la propuesta de que tenemos un impulso agresivo incontenible que encuentra una válvula de escape en la guerra, en la violencia y hasta en el deporte. Otra teoría sostenía que nuestra agresividad es una novedad, que somos los únicos primates capaces de matar a sus congéneres y que, además, nuestra especie no ha tenido tiempo de adquirir por evolución las inhibiciones apropiadas. El resultado es que no somos capaces de controlar nuestro instinto luchador tal como lo hacen «predadores profesionales» como los lobos o los leones. Nos vemos atados a un temperamento violento para cuyo dominio estamos mal equipados.
No es difícil apreciar aquí el esbozo de una racionalización de la violencia humana en general y el Holocausto en particular, y desde luego no ayudó que la voz cantante de la época hablara alemán. Konrad Lorenz, un experto en la conducta de peces y gansos mundialmente reconocido, era el gran defensor de la idea de que la agresión está en nuestros genes. El asesinato se convirtió en la «marca de Caín» de la humanidad.
Al otro lado del Atlántico, una visión similar fue promovida por Robert Ardrey, un periodista norteamericano que se inspiró en una especulación según la cual los australopitecos eran carnívoros que se tragaban a sus presas vivas descuartizándolas miembro a miembro, y que calmaban su sed con sangre caliente. Ésta era una imaginativa conclusión a partir de unos pocos huesos craneales, pero Ardrey basó en ella su mito del mono asesino. En El génesis africano, el periodista retrataba a nuestro ancestro como un predador mentalmente perturbado que alteraba el precario equilibrio natural. En la demagógica prosa de Ardrey se puede leer: «Nacimos de monos que se levantaron, no de ángeles caídos, y unos monos que eran asesinos armados. ¿De qué nos sorprendemos, entonces? ¿De nuestros asesinatos, masacres y misiles, y nuestros regímenes irreconciliables?».
Cuesta creerlo, pero la siguiente ola de biología popular fue aún más allá. Al mismo tiempo que Ronald Reagan y Margaret Thatcher predicaban que la codicia era buena para la sociedad, para la economía y desde luego para quienes tenían algo que codiciar, los biólogos publicaban libros que sustentaban estas ideas. El gen egoísta, de Richard Dawkins, nos enseñaba que, puesto que la evolución favorece a los que se ayudan a sí mismos, el egoísmo debería verse como una fuerza de cambio y no como un defecto degradante. Puede que seamos unos monos ruines, pero tiene sentido que lo seamos, y gracias a eso, el mundo es mejor.
Un pequeño problema —señalado en vano por los objetores— radicaba en el lenguaje engañoso de este género de libros. Los genes portadores de rasgos que incrementan el éxito reproductivo se propaga entre la población y, en consecuencia, se promueven a sí mismos. Pero llamar «egoísmo» a esto no es más que una metáfora. Una bola de nieve que rueda pendiente abajo adquiriendo más nieve también promueve su propio crecimiento, pero en general no decimos que las bolas de nieve son egoístas. Llevada a su extremo, la postura de que todo es egoísmo conduce a un mundo de pesadilla. Con un excelente olfato para causar sensación, estos autores nos arrastran a un escenario hobbesiano, en el que cada cual mira por sí mismo y la gente sólo se muestra generosa para engañar a los otros. Del amor no se habla, la compasión está ausente y la bondad es una mera ilusión. La cita más conocida de aquellos días, del biólogo Michael Ghiselin, expresa plenamente esta idea: «Rasga la piel de un altruista y verás sangrar a un hipócrita».
Deberíamos alegrarnos de que este sombrío y siniestro cuadro sea pura fantasía, de que difiera radicalmente de un mundo real donde reímos, lloramos, hacemos el amor y mimamos a los bebés. Los autores de esta ficción son conscientes de ello y a veces confían en que la condición humana no sea tan mala como la pintan ellos. El gen egoísta es un buen ejemplo. Después de argumentar que nuestros genes saben lo que más nos conviene, que programan hasta el último engranaje de la máquina de supervivencia humana, Dawkins espera a la última frase de su libro para reconfortarnos con la reflexión final de que, en realidad, estamos aquí para tirar todos esos genes por la ventana: «Somos la única especie en la tierra que puede rebelarse contra la tiranía de los replicadores egoístas».
Así pues, el pensamiento biológico de finales del siglo XX resaltaba nuestra necesidad de elevarnos por encima de la naturaleza. Esta visión se vendía como darwinista, aunque el propio Darwin no la compartía en absoluto. Él creía, como yo, que nuestra humanidad se asienta en los instintos sociales que compartimos con otros animales. Obviamente, ésta es una manera de ver las cosas más optimista que la de que somos «los únicos en la tierra» capaces de vencer nuestros instintos básicos. En esta última visión, la decencia humana no es más que un delgado barniz, algo que hemos inventado y no heredado. Y cada vez que hacemos algo poco honorable, los teóricos del barniz nos recuerdan la terrible enjundia que hay debajo: «¡He ahí la naturaleza humana!».
Nuestra cara diabólica
La primera escena de 2001: Una odisea del espacio, la película de Stanley Kubrick, capturaba en una deslumbrante imagen la idea de que la violencia es buena. Tras una disputa entre unos homínidos en la que uno golpea a otro con un fémur de cebra, el arma es lanzada triunfalmente al aire, donde se transforma, haciendo un viaje de muchos milenios en el tiempo, en una nave espacial en órbita.
La equiparación de la agresión con el progreso subyace tras la hipótesis del «éxodo africano», la cual postula que hemos llegado adonde hemos llegado por la vía del genocidio. Cuando las bandas de Homo sapiens salieron de África, se adentraron en Eurasia y eliminaron a todos los otros primates bípedos que encontraron en su camino, incluyendo a los neandertales, la especie más similar a ellos. Nuestra sed de sangre es el meollo de libros con títulos como El hombre como cazador, Machos diabólicos, El animal imperial o El lado oscuro del hombre,* que toman al chimpancé (macho) como modelo de la humanidad ancestral. Como las bombas en las primeras películas de James Bond, las hembras son aquello por lo que los machos pelean, pero, aparte de compañeras sexuales y madres, apenas intervienen en la historia. Los machos toman todas las decisiones y son protagonistas de todas las luchas y, por implicación, se convierten en responsables de la mayor parte de la evolución.
Pero, aunque el chimpancé ha venido a representar la cara diabólica de nuestra cabeza de Jano, no siempre ha sido así. Cuando Lorenz y Ardrey se dedicaban a recalcar nuestra «marca de Caín», los chimpancés salvajes no parecían hacer mucho más que ir perezosamente de árbol en árbol en busca de fruta. Los adversarios de la idea del mono asesino —y eran multitud— esgrimían esta información en favor suyo. Citaban a Jane Goodall, quien en 1960 había emprendido su investigación de los chimpancés de la región del río Gombe, en Tanzania. Por entonces, Goodall todavía los presentaba como los nobles salvajes del filósofo francés Jean-Jacques Rousseau: solitarios autosuficientes que no necesitaban ni conectar ni competir entre sí. En la jungla, los chimpancés viajaban solos o en pequeñas «partidas» de composición cambiante. El único lazo robusto era entre madres e hijos dependientes. No es extraño que la gente pensara que los antropoides vivían en un paraíso.
La primera corrección de estas impresiones la aportaron, en la década de 1970, unos científicos japoneses que estudiaban a los chimpancés de las montañas Mahale, al sur de Gombe. Estos investigadores recelaban del sesgo «individualista» indicado por sus colegas norteamericanos y europeos. ¿Cómo podía un animal tan cercano a nosotros no tener ninguna vida social reseñable? Vieron que, a pesar de que los chimpancés cambian de compañía a diario, pertenecen a comunidades separadas entre sí.
La segunda corrección afectó a la reputación pacífica de los chimpancés, que algunos antropólogos hacían valer como argumento contra la idea de una naturaleza humana innatamente agresiva. Dos constataciones cambiaron esta imagen. En primer lugar, supimos que los chimpancés cazan monos, quiebran sus cráneos y los devoran vivos. Esto los convertía en carnívoros. Luego, en 1979, la revista National Geographic destacó que estos antropoides también matan a sus congéneres, y a veces los devoran. Esto los convertía en asesinos y caníbales. La información se acompañaba de ilustraciones de chimpancés machos que perseguían a enemigos incautos en las fronteras de su territorio, los rodeaban y les daban una paliza de muerte. Al principio estas noticias provenían de muy pocas fuentes, pero pronto el goteo se convirtió en una corriente imposible de desestimar.
El cuadro se transformó en el del mono asesino. Ahora sabíamos que los chimpancés mataban y vivían en comunidades mutuamente hostiles. En un libro posterior, Goodall relata cómo explicó estos hechos a un grupo de académicos, algunos de los cuales seguían teniendo la esperanza de eliminar la agresión humana a través de la educación y una programación televisiva mejorada. Su mensaje de que no éramos los únicos primates agresivos no fue bien recibido: sus turbados colegas le rogaron que minimizara la evidencia o se abstuviera de publicarla. Otros sospechaban que el campamento de Gombe, donde los investigadores dispensaban plátanos (un alimento altamente nutritivo y antinatural) a los animales, había fomentado niveles de agresión patológicos. El campamento era un foco de competencia por la comida, desde luego, pero las peleas más serias se habían observado lejos de allí. Goodall se resistió a sus críticos: «Ciertamente, estaba convencida de que era mejor afrontar los hechos, por inquietantes que fueran, que insistir en negarlos».
La crítica de los plátanos no prosperó, pues la guerra entre comunidades se ha documentado también en otros enclaves africanos sin provisión de alimento extra. La verdad pura y simple es que la violencia brutal forma parte de la condición natural de los chimpancés. No necesitan exhibirla —de hecho, algunas comunidades de chimpancés parecen bastante pacíficas—, pero pueden hacerlo y lo hacen a menudo. Esto refuerza la teoría del mono asesino pero, por otro lado, también la menoscaba. Lorenz y Ardrey afirmaban que la especie humana era única en su uso de la fuerza letal, mientras que las observaciones no sólo de chimpancés, sino de hienas, leones, langures y una larga lista de otros animales han dejado claro que matar congéneres, si bien no habitual, es una conducta muy extendida. El sociobiólogo Ed Wilson concluyó que, al cabo de más de mil horas de observación de cualquier animal, los científicos serán testigos de un combate mortal. Es la opinión de un experto en hormigas, un grupo de insectos que invade y mata a gran escala. En palabras de Wilson: «Al lado de las hormigas, que perpetran asesinatos, escaramuzas y batallas campales de manera rutinaria, los hombres son pacifistas sosegados».
Con el descubrimiento del lado oscuro del chimpancé y su expulsión del «paraíso», Rousseau abandonó la escena y Hobbes entró por la puerta grande. La violencia antropoide seguramente significaba que estamos programados para ser implacables. Al combinar esta idea con la afirmación de los evolucionistas según la cual somos genéticamente egoístas, todo cuadraba. Ahora teníamos una visión coherente e irrefutable de la humanidad: contemplemos al chimpancé y veremos la clase de monstruos que en realidad somos.
Así pues, los chimpancés reforzaron la idea de una naturaleza humana malvada, a pesar de que también podrían haberla contradicho. Después de todo, la violencia chimpancé está lejos de ser un hecho cotidiano: a los científicos les llevó décadas observarla. Apesadumbrada por el impacto sesgado de sus descubrimientos, la propia Goodall se esforzó de manera denodada en iluminar la cara amable, incluso compasiva, de los chimpancés, pero todo fue en vano. La ciencia había sentenciado: el que mata una vez siempre será un asesino.
Los chimpancés pueden ser violentos pero, al mismo tiempo, sus comunidades tienen poderosos mecanismos de control. Esto se me hizo evidente un día en el zoo de Arnhem. Estábamos expectantes al borde del foso que rodeada una isla arbolada. Nuestra preocupación era una chimpancé recién nacida llamada Roosje («Rosita» en holandés), que había sido adoptada por Kuif. Puesto que no tenía leche propia, habíamos adiestrado a Kuif para que diera el biberón a Roosje. El plan había funcionado más allá de nuestras previsiones más optimistas. Un logro menor para un antropoide era un enorme éxito para nosotros, o así lo veíamos. Pero ahora intentábamos reintroducir a la madre con su nueva hija en la colonia de chimpancés en cautividad más grande del mundo, que incluía a cuatro machos adultos peligrosos. Para intimidar a sus rivales, los machos cargan con el pelo erizado, lo que los hace parecer más grandes y amenazadores. Desafortunadamente, éste era el estado en que se encontraba Nikkie, el resuelto líder de la colonia.
Los chimpancés machos son feroces, y tan fuertes que pueden doblegar a una persona con facilidad; cuando se enfadan, quedan más allá de nuestro control. Así que el destino de Roosje estaba en manos de sus congéneres. Por la mañana habíamos hecho desfilar a Kuif por delante de todas las jaulas de noche para evaluar la reacción del grupo. Todos conocían a Kuif, pero Roosje era nueva. Cuando Kuif pasaba por la jaula del macho alfa, algo atrajo mi atención. Nikkie estaba agarrándola por debajo, a través de los barrotes, lo que la hizo saltar con un estridente aullido. Su objetivo parecía ser el punto donde Roosje colgaba del vientre de Kuif. Puesto que sólo Nikkie actuó así, decidí efectuar la introducción en el grupo por etapas, liberando a Nikkie en último lugar. Sobre todo había que evitar dejar a Kuif sola con él. Yo contaba con sus protectores en el grupo.
En libertad, los chimpancés matan ocasionalmente a crías de su propia especie. Las teorías de algunos biólogos sobre estos actos de infanticidio presumen que los machos compiten por fecundar a las hembras. Esto explicaría su constante competencia por el rango, así como la eliminación de las crías ajenas. Puede que Nikkie contemplara a Roosje como una cría extraña de la cual no podía ser el padre. Esto era poco tranquilizador, pues no podía descartarse que asistiéramos a una de aquellas horripilantes escenas comunicadas por los etólogos de campo. Roosje podía quedar hecha trizas. Puesto que había estado ocupándome de ella durante semanas, ayudando a Kuif a alimentarla y dándole el biberón yo mismo, estaba lejos de ser el observador desapasionado que normalmente prefiero ser.
Una vez en la isla, la mayoría de los miembros de la colonia saludó a Kuif con un abrazo, mirando al bebé de soslayo. Todo el mundo parecía estar pendiente de la puerta tras la que Nikkie esperaba sentado. Algunos jóvenes se colgaron en torno a la puerta, dándole patadas y esperando a ver qué pasaría. Durante todo este tiempo, los dos machos de más edad se mantuvieron junto a Kuif, mostrándose en extremo amigables con ella.
Al cabo de una hora, soltamos a Nikkie. Los dos machos se alejaron de Kuif y se situaron entre ella y el amenazador macho que se aproximaba, cada uno con el brazo en el hombro del otro. Esto era una imagen para enmarcar, pues habían sido archienemigos durante años. Y ahí estaban, unidos contra el joven líder, quizá temiendo lo mismo que temíamos nosotros. Nikkie, con el pelo erizado, tenía un aspecto de lo más intimidatorio, pero se arrugó cuando vio que los otros dos no estaban en disposición de apartarse. La increíble determinación que debían transmitir los guardaespaldas de Kuif ahuyentó a Nikkie. No podía ver sus caras, pero los chimpancés leen en los ojos tanto como nosotros. Más tarde, Nikkie se aproximó a Kuif bajo la mirada vigilante de los otros dos machos. Era todo amabilidad. Sus primeras intenciones quedarán siempre en el misterio, pero dimos un enorme suspiro de alivio y me abracé con el cuidador que me había ayudado a adiestrar a Kuif.
Los chimpancés viven bajo una nube de violencia potencial, y el infanticidio es una de las principales causas de muerte tanto en los zoológicos como en libertad. Pero, a la hora de debatir cuán agresivos somos nosotros como especie, el comportamiento del chimpancé es sólo una pieza del rompecabezas. La conducta de nuestros ancestros inmediatos sería más relevante. Por desgracia, hay enormes lagunas en nuestro conocimiento de ellos, sobre todo si intentamos ir más de diez mil años atrás. No hay evidencia firme de que siempre hayamos sido tan violentos como en los últimos milenios. Desde una perspectiva evolutiva, unos cuantos miles de años no es nada.
Durante los millones de años previos, nuestros ancestros podrían haber llevado una existencia relajada en grupos pequeños de cazadores-recolectores que tenían pocos motivos de pelea, dada la escasa población del mundo por entonces. Esto no habría impedido en absoluto que conquistaran el globo. A menudo se piensa que la supervivencia del más apto implica la eliminación del menos adaptado. Pero uno también puede ganar la carrera evolutiva si posee un sistema inmunitario superior o es más eficiente a la hora de encontrar alimento. El combate directo rara vez es la vía por la que una especie sustituye a otra. Así, en lugar de aniquilar a los neandertales, quizá simplemente fuimos más resistentes al frío o mejores cazadores.
Es bien posible que los homínidos triunfantes «absorbieran» a otros menos exitosos por mestizaje, así que no puede descartarse que los genes neandertales hayan sobrevivido en nosotros. Quienes bromean acerca de que alguien se parece a un neandertal, deberían pensarlo dos veces. Una vez vi una notable reconstrucción de la cara de un neandertal basada en un cráneo, obra de un laboratorio moscovita. Los científicos rusos me confiaron que nunca se habían atrevido a dar publicidad al busto, por su inquietante parecido con uno de sus líderes políticos, que quizá no hubiera agradecido la comparación.
El mono en el armario
Si rasgáramos la piel de un bonobo, ¿destaparíamos a un hipócrita? Podemos estar bastante seguros de que el notorio aforismo de Ghiselin se refería sólo a las personas. Nadie diría que los animales se dedican al engaño. De ahí que los antropoides sean cruciales en el debate sobre la condición humana. Si resultan ser algo más que bestias, aunque sólo sea de manera ocasional, la idea de la bondad como invención humana comienza a tambalearse. Y si los auténticos pilares de la moralidad, como la compasión y el altruismo intencionado, pueden encontrarse en otros animales, nos veremos forzados a rechazar de plano la teoría del barniz. Darwin era consciente de estas implicaciones cuando observó que «muchos animales ciertamente se compadecen del sufrimiento o el peligro de los demás».
Por supuesto que lo hacen. Entre los antropoides no es inusual ocuparse de un compañero herido, esperar al que se queda atrás, limpiar las heridas de otro o proporcionar fruta a los miembros más viejos de la comunidad que ya no pueden trepar. Se ha comunicado una observación de campo de un chimpancé macho que adoptó a una cría huérfana y enferma a la que transportaba y protegía de todo peligro aunque, presumiblemente, no tenía ningún parentesco con ella. En la década de 1920, el primatólogo Robert Yerkes quedó tan impresionado por la preocupación que mostraba un joven chimpancé, Prince Chimp, por su compañero Panzee, enfermo terminal, que admitió que si sus colegas le oyeran «hablar de su comportamiento altruista y obviamente compasivo hacia Panzee, debería ser sospechoso de idealizar a un antropoide». La admiración de Yerkes por la sensibilidad de Prince Chimp es reveladora, dado que probablemente sabía más de la personalidad de los chimpancés que ninguna otra persona en la historia de la primatología. Yerkes rindió tributo a este pequeño y afectuoso antropoide en un libro titulado Almost Human, en el que expresaba sus dudas de que Prince Chimp fuera un chimpancé al uso. Más tarde, una inspección post mórtem reveló que, de hecho, no era un chimpancé, sino un bonobo; Yerkes no podía saberlo porque el bonobo no fue reconocido como especie hasta muchos años después.
El primer estudio comparativo del comportamiento de bonobos y chimpancés se llevó a cabo en la década de 1930 en el zoo de Hellabrunn. Eduard Tratz y Heinz Heck publicaron sus resultados en 1954. Aterrados por un bombardeo nocturno de la ciudad durante la guerra, tres bonobos habían muerto de un colapso cardiaco. El hecho de que todos los bonobos del zoo murieran de miedo y que ninguno de los chimpancés corriera la misma suerte da testimonio de la sensibilidad de los primeros. Tratz y Heck confeccionaron una larga lista de diferencias entre bonobos y chimpancés, que incluía referencias al carácter relativamente pacífico, la conducta sexual y la sensualidad del bonobo. La agresión no está ausente entre los bonobos, pero el tratamiento al que los chimpancés someten de manera ocasional a sus congéneres, incluyendo mordiscos y golpes con ensañamiento, es raro en ellos. Un chimpancé macho blandirá una rama y retará a cualquiera que perciba como más débil, y su pelo se erizará a la menor provocación. Los chimpancés están obsesionados por el rango. En comparación con el bonobo, el chimpancé es una bestia salvaje; o como lo expresaron Tratz y Heck: «El bonobo es una criatura extraordinariamente sensible y tierna, muy alejada de la Urkraft [fuerza primitiva] demoníaca del chimpancé adulto».
Si esto ya se sabía en 1954, podemos preguntarnos por qué no se mencionó al bonobo en los debates sobre la agresión humana, y por qué sigue siendo menos conocido que el chimpancé común. De hecho, ese estudio se publicó en alemán, y los tiempos en que los científicos angloparlantes leían otras lenguas distintas del inglés ya habían pasado. Además, el estudio sólo incluía unos pocos animales en cautividad, una muestra demasiado pequeña para resultar muy convincente. Las observaciones de campo de los bonobos, que se emprendieron relativamente tarde, todavía llevan décadas de retraso en comparación con el estudio de los otros grandes monos. Otra razón es cultural: el erotismo de los bonobos era un tema que pocos autores querían tratar. Esta situación aún continúa. En los años noventa del pasado siglo, un equipo de cineastas británicos viajó a las remotas junglas africanas para filmar a los bonobos, pero detenían sus cámaras cada vez que en el visor aparecía una escena «embarazosa». Cuando un científico japonés que asesoraba al equipo les preguntó por qué no documentaban ninguna conducta sexual, la respuesta exacta fue que «a nuestros espectadores no les interesaría».
Mucho más importante que todo esto es que los bonobos no responden a las ideas establecidas sobre la naturaleza humana. Si las observaciones hubieran demostrado que se masacran unos a otros, todo el mundo los conocería. El verdadero problema es su temperamento pacífico. A veces intento imaginar qué habría pasado si hubiéramos conocido primero a los bonobos, y sólo más tarde o nunca hubiéramos tenido noticia de los chimpancés. Las discusiones sobre la evolución humana no girarían tanto en torno a la violencia, la guerra y la dominación masculina, sino la sexualidad, la empatía, la solidaridad y la cooperación. ¡Cuán diferente sería nuestro paisaje intelectual!
El poder de la teoría del mono asesino sólo comenzó a debilitarse con la aparición de nuestro otro primo. Los bonobos actúan como si nunca hubieran oído hablar del asunto. Entre los bonobos no se producen guerras a muerte, apenas cazan, los machos no dominan a las hembras, y hay mucho, mucho sexo. Si el chimpancé representa nuestra cara diabólica, el bonobo es nuestra cara angélica. Los bonobos hacen el amor, no la guerra. Son los hippies del mundo primate. Los científicos se sentían más incómodos con ellos que una familia de los años sesenta del pasado siglo con la vuelta a casa de su oveja negra de largas greñas, equipado con su maceta de marihuana: apagaron las luces y se escondieron bajo la mesa con la esperanza de que el huésped no invitado se fuera.
El bonobo es el antropoide perfecto para los tiempos que corren. Las actitudes han cambiado mucho desde que Margaret Thatcher postulara su estridente individualismo. «No hay eso que llaman sociedad», proclamó. «Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias.» El comentario de Thatcher quizá se inspirara en las ideas evolucionistas de su tiempo, o viceversa. En cualquier caso, veinte años más tarde, cuando grandes escándalos financieros han dado el pinchazo final al globo inflado de la Bolsa, el individualismo puro y simple ya no suena con tanta vehemencia. En la era posterior a Enron, la gente ha vuelto a darse cuenta —como si nunca lo hubiera sabido— de que el capitalismo inmoderado rara vez revela lo mejor de las personas. El «evangelio de la codicia» de Reagan y Thatcher se agrió. Hasta Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal y profeta del capitalismo, dejó caer que quizá sería bueno pisar el freno. Como explicó ante una comisión del senado estadounidense en el año 2002, «No es que las personas se hayan vuelto más codiciosas que en las generaciones pasadas. Lo que ocurre es que las vías para expresar la codicia han aumentado enormemente».
Cualquiera que esté al corriente de la biología evolutiva debe haber notado un cambio de espíritu paralelo. De pronto se publicaron libros con títulos como Unto Others, Evolutionary Origins of Morality, The Tending Instinct, The Cooperative Gene y mi Bien natural. Se hablaba menos de agresión y competencia, y más de conectividad, de cohesión social, de los orígenes de la solidaridad y el compromiso. El énfasis se ponía en el egoísmo ilustrado del individuo dentro de una colectividad mayor. Allí donde los intereses individuales se solapan, la competencia se limitará en aras de un beneficio mayor.
Junto con otros gurús económicos del momento, Klaus Schwab declaró que ya era tiempo de que los negocios «se rijan no sólo por normas, sino por valores», mientras los biólogos evolutivos comenzaban a insistir en que «la persecución racional del interés propio no siempre es la mejor estrategia». Puede que ambos cambios de opinión se derivaran de cambios más amplios en las actitudes públicas. Después de haber reconstruido unas economías destruidas por la guerra y alcanzar niveles de prosperidad inimaginables poco tiempo atrás, el mundo industrializado podría estar ya preparado para centrarse en el dominio social. Debemos decidir si somos como robinsones sentados en islotes separados, tal como parecía imaginar Thatcher, o miembros de sociedades complejas en las que unos nos preocupamos por otros y de las que derivamos nuestra razón de ser.
Más acorde con la segunda posibilidad que con la primera, Darwin pensaba que la gente nace con una predisposición moral y que el comportamiento animal respaldaba esta idea. Cita a un perro que nunca pasaba por delante de una cesta donde yacía un gato amigo suyo enfermo sin darle unos cuantos lametones. Esta conducta, dice Darwin, es un claro signo de los buenos sentimientos del perro. Darwin también relata el caso de un cuidador que fue mordido en la nuca por un fiero papión mientras limpiaba su jaula. El papión compartía espacio con un pequeño mono sudamericano. Amedrentado por su compañero de jaula, el mono mantenía una cálida amistad con el cuidador, y de hecho salvó su vida al distraer al papión con mordiscos y gritos durante el ataque. El pequeño mono arriesgó así su propia vida, demostrando con ello que la amistad se traduce en altruismo. Darwin pensaba que las personas actuaban igual.
Esto sucedía antes de que supiéramos de la existencia del bonobo y de los últimos hallazgos de la neurología. Los expertos han observado que la resolución de dilemas morales activa centros emocionales muy antiguos en lo más hondo de nuestro cerebro. En vez de un fenómeno superficial ubicado en el neocórtex expandido, parece ser que la toma de decisiones morales se asienta en millones de años de evolución social.
Puede que esto suene obvio, pero es sumamente difícil de conciliar con la concepción de la moralidad como un barniz cultural o religioso. A menudo me he preguntado cómo una postura tan palmariamente errónea se ha defendido durante tantos años. ¿Por qué los altruistas eran vistos como hipócritas? ¿por qué se excluían las emociones del debate y por qué un libro con el audaz título de The Moral Animal negaba que la moralidad formara parte de nuestra naturaleza? La respuesta es que los evolucionistas estaban cometiendo el «error de Beethoven», es decir, la asunción de que proceso y producto deben parecerse.
Al escuchar la música perfectamente estructurada de Ludwig van Beethoven, uno nunca diría en qué clase de antro transcurría su existencia. Los visitantes se quejaban de que el compositor viviera en el lugar más sucio, apestoso y desordenado imaginable, repleto de desperdicios, orinales sin vaciar y ropa mugrienta. Sus dos pianos estaban enterrados bajo montañas de polvo y papeles. El maestro mismo tenía un aspecto tan descuidado que una vez fue arrestado al tomársele por un vagabundo. Nadie se pregunta cómo Beethoven pudo crear sus intrincadas sonatas y nobles conciertos de piano en semejante pocilga. Todos sabemos que pueden surgir cosas maravillosas en circunstancias atroces, que proceso y producto son conceptos separados, razón por la cual el disfrute de un buen restaurante rara vez se ve realzado por una visita a su cocina.
Pero la confusión entre proceso y producto ha llevado a algunos a creer que, en tanto en cuanto la selección natural es un proceso de eliminación cruel y despiadado, por fuerza tiene que producir criaturas crueles y despiadadas. Un proceso detestable debe producir comportamientos detestables, o así se pensaba. Pero la olla a presión de la naturaleza ha creado tanto peces que se lanzan sobre cualquier cosa que se mueva, incluidos sus propios alevines, como cetáceos con vínculos sociales tan fuertes que todo el grupo queda varado en la playa si uno de sus miembros se desorienta. La selección natural favorece a los organismos que sobreviven y se reproducen, pura y simplemente. Cómo lo consiguen es una cuestión abierta. Cualquier organismo que prospere haciéndose más o menos agresivo que el resto, más o menos cooperativo o más o menos compasivo propagará sus genes. El proceso no especifica la vía hacia el éxito más que el interior de un apartamento vienés nos dice qué clase de músico se asomará a su ventana.
El análisis de los antropoides
Cada día al final de la tarde en el zoo de Arnhem, los cuidadores y yo llamamos a Kuif para el biberón diario de Roosje. Sin embargo, antes de que ella acuda con su hija adoptada, siempre tiene lugar un extraño ritual.
Estamos acostumbrados a que los antropoides se saluden tras una larga ausencia, bien con besos y abrazos (chimpancés) bien con algún frotamiento sexual (bonobos). Pero Kuif fue el primer antropoide al que vi decir adiós; esto es una manera de hablar porque, obviamente, un antropoide no puede decir «adiós». Antes de entrar en nuestro edificio, Kuif se aproxima a Mama, la respetada hembra alfa del grupo y su mejor amiga, para darle un beso. Después busca a Yeroen, el macho de más edad, para hacer lo propio. Aunque Yeroen esté dormido al otro lado de la isla, o en medio de una sesión de acicalamiento con uno de sus compadres, Kuif dará un gran rodeo para llegar a él. Esta conducta me recuerda nuestra costumbre de no abandonar una fiesta sin despedirnos de los anfitriones.
Para saludar, todo lo que se necesita es alegrarse de ver a un familiar concreto. Muchos animales sociables exhiben esta respuesta. Decir adiós es un asunto más complejo, porque requiere una visión de futuro: el conocimiento de que no veremos a alguien por un tiempo. Aprecié otra vez esta visión de futuro un día que observé a una chimpancé recoger toda la paja de su jaula de noche hasta la última brizna y, con los brazos repletos, llevársela fuera de la isla. Ningún chimpancé va por ahí cargado de paja, así que me llamó la atención. Era el mes de noviembre, y los días eran cada vez más fríos. Por lo visto, esta hembra había decidido que quería estar abrigada en el exterior. Cuando recogió la paja no podía sentir el frío porque estaba en un recinto con calefacción, así que tuvo que extrapolar el frío del día anterior al día siguiente. Pasó todo el día acurrucada en su nido de paja, que no podía abandonar porque todo el mundo estaba pendiente de robárselo.
Ésta es la clase de inteligencia que nos lleva a muchos de nosotros a estudiar a los antropoides. No sólo su comportamiento agresivo o sexual, buena parte del cual comparten con otros animales, sino la sorprendente perspicacia y finura que ponen en todo lo que hacen. Puesto que mucha de esta inteligencia es difícil de determinar, los estudios con monos cautivos son absolutamente esenciales. Así como nadie intentaría medir la inteligencia de un niño viéndolo correr por el patio de una escuela, el estudio de la cognición antropoide demanda un enfoque práctico. Hay que proponerles problemas para ver cómo los resuelven. Existe otra ventaja de los monos cautivos en condiciones de semilibertad (lo que significa exteriores espaciosos y un tamaño de grupo natural): uno puede observar su comportamiento mucho más de cerca que en el campo, donde tienden a perderse entre la maleza en el momento más crítico.
Mi despacho favorito (tengo más de uno) tiene un amplio ventanal desde donde puedo ver todo lo que hacen los chimpancés de la Yerkes Field Station. No pueden esconderse de mí; ni yo de ellos, como resulta evidente cada vez que intento almorzar sin llamar la atención. La observación simple es la razón por la que la política del poder, la reconciliación tras la lucha y el uso de herramientas se descubrieron antes en antropoides cautivos y sólo más tarde se confirmaron en comunidades salvajes. Habitualmente nos ayudamos de unos binoculares y un teclado de ordenador con el que tomamos nota de todo acontecimiento social que presenciamos. Tenemos una larga lista de códigos para juegos, sexo, agresión, acicalamiento, atenciones y una miríada de distinciones sutiles dentro de cada categoría, e introducimos datos en una base continua en la forma de «quién hace qué a quién». Si las cosas se complican demasiado, como cuando se desencadena una batalla campal, filmamos o, como un locutor de deportes, narramos los acontecimientos en una grabadora. De este modo reunimos literalmente cientos de miles de observaciones, y luego programamos un ordenador para organizar los datos. A pesar del placer que nos proporciona nuestro trabajo, la primatología tiene su lado tedioso.
Cuando queremos plantear un problema a nuestros animales, los animamos a entrar en un pequeño edificio. Puesto que no podemos forzarlos a participar, dependemos de su disposición. No sólo conocen sus nombres, sino los nombres de los otros, así que podemos pedir al individuo A que vaya a buscar al individuo B. El truco, por supuesto, consiste en hacer que el experimento sea una experiencia placentera. Los ordenadores con palanca de mando les resultan realmente atractivos. Mi asistente no tiene más que mostrar el carro con el equipo para que se forme una fila de voluntarios. Como a los niños, la respuesta inmediata de un ordenador entusiasma a los antropoides.
En un experimento, Lisa Parr presentó a los chimpancés del centro Yerkes cientos de fotografías tomadas por mí en el zoo de Arnhem. Con un océano de por medio, podíamos estar seguros de que no habían visto aquellas caras antes. En la pantalla del ordenador aparecía una cara y luego otras dos, una de las cuales pertenecía al mismo individuo que la primera. Si el chimpancé situaba el cursor en la cara correspondiente, se le premiaba con un sorbo de zumo. El reconocimiento de caras ya se había estudiado antes, pero los antropoides no habían obtenido puntuaciones demasiado buenas. Ahora bien, los experimentos anteriores habían empleado caras humanas en la hipótesis de que son fáciles de diferenciar. No así para los chimpancés. Resultó que discriminaban mucho mejor entre caras de sus congéneres. Lisa demostró que aprecian similitudes no sólo entre diferentes fotos de la misma cara, sino entre fotos de madre e hijo. Así como, mirando el álbum de fotos del lector, probablemente yo sería capaz de discriminar entre sus parientes de sangre y sus parientes políticos, los chimpancés reconocen las marcas del parentesco. Parecen tan perceptivos respecto de sus caras como nosotros con las nuestras.
Otro estudio pretendía determinar si los chimpancés pueden indicar cosas a otros de manera deliberada. La historia anterior de Kanzi y Tamuli sugiere que sí, pero la cuestión sigue siendo controvertida. Algunos científicos se ciñen al gesto de señalar con la mano o el dedo índice por ser el modo en que lo hacemos nosotros. Pero no encuentro ninguna buena razón para adoptar este foco limitado. Nikkie se comunicó una vez conmigo con una técnica mucho más sutil. Se había acostumbrado a que le arrojara bayas silvestres a través del foso. Un día que estaba tomando datos me olvidé por completo de las bayas, que colgaban de una hilera de arbustos altos detrás de mí. Nikkie no se había olvidado. Se sentó justo enfrente de mí, fijó sus ojos rojizos en los míos y, una vez captó mi atención, ladeó abruptamente la cabeza y los ojos para fijarlos en un punto por encima de mi hombro izquierdo. Luego volvió a mirarme y repitió el movimiento. Puedo ser espeso en comparación con un antropoide, pero a la segunda seguí su mirada y vi las bayas. Nikkie había indicado lo que quería sin un solo sonido ni gesto manual. Obviamente, esta «indicación» no tiene objeto a menos que uno entienda que otro no ha visto lo que uno ha visto, lo que implica darse cuenta de que no todo el mundo tiene la misma información.
Charles Menzel llevó a cabo un experimento revelador en el mismo centro de investigación del lenguaje que alberga a Kanzi. Charlie dejó que una chimpancé llamada Panzee lo mirara mientras él escondía golosinas en un área arbolada cerca de su jaula. Panzee seguía la operación desde detrás de los barrotes. Puesto que no podía ir hasta donde estaba Charlie, necesitaría ayuda humana para obtener la golosina. Charlie enterraba una bolsa de M&M en el suelo o colocaba una chocolatina en algún arbusto. A veces hacía esto al final de la jornada, después de que todo el personal se hubiera ido a casa; ello significaba que Panzee no podía comunicar a nadie lo que sabía hasta el día siguiente. Los cuidadores que volvían por la mañana no conocían el experimento. Así, primero Panzee tenía que llamar la atención de algún cuidador, y después proporcionar información a alguien que ignoraba lo que ella sabía y que de entrada no tenía idea acerca de qué le estaba «hablando».
Durante una demostración en directo de las habilidades de Panzee, Charlie me dijo en un aparte que los cuidadores suelen tener una opinión más elevada de las aptitudes mentales de los antropoides que los filósofos y psicólogos que escriben sobre el tema, pocos de los cuales han tenido ocasión de interactuar con estos animales a diario. Según me explicó, para el experimento era esencial que Panzee tratara con personas que la tomaran en serio. Todos los reclutados por Panzee declararon que al principio les sorprendió su comportamiento, pero que pronto entendieron que estaba intentando obtener algo de ellos. Siguiendo sus señales, jadeos y llamadas no tuvieron problemas para encontrar la golosina escondida en el bosque. Sin sus instrucciones no habrían sabido dónde buscar. Panzee nunca señaló una dirección equivocada o la situación correspondiente a alguna ocasión anterior. El resultado fue la comunicación de un suceso pasado, presente en la memoria del animal, a gente que no sabía nada de ello y, por lo tanto, no podía darle ninguna pista.
Expongo estos ejemplos para señalar que existe una excelente investigación en la que basarnos a la hora de hacer afirmaciones sobre el sentido del pasado y del futuro, el reconocimiento de caras y la conducta social en general de los antropoides. Aunque en este libro me inclino por los ejemplos vívidos, intentado poner rostro a cuanto sabemos sobre nuestros parientes más cercanos, hay todo un cuerpo de literatura académica que respalda la mayoría de mis afirmaciones. Pero no todas, lo que explica por qué sigue habiendo desacuerdos y por qué no se atisba un final para mi línea de investigación. Un congreso sobre grandes monos podría atraer a cien o doscientos expertos, pero esto no es nada comparado con un congreso típico de psicólogos o sociólogos, que fácilmente puede reunir a diez mil. En consecuencia, de ningún modo nos acercamos al nivel de comprensión de los antropoides que muchos de nosotros querríamos.
La mayoría de mis colegas son investigadores de campo. Sean cuales fueren las ventajas de la observación de animales en cautividad, ésta nunca puede reemplazar al estudio del comportamiento natural. De cada aptitud destacable demostrada en el laboratorio queremos saber qué significa para los chimpancés y bonobos salvajes, qué beneficios les reporta. Esto se relaciona con la cuestión evolutiva de por qué surgió la aptitud en primera instancia. Para el reconocimiento de caras, los beneficios parecen bastante obvios, pero ¿qué hay de la visión de futuro? Los investigadores de campo han comprobado que los chimpancés recogen a veces tallos de hierba o ramitas horas antes de llegar al lugar en que se dedicarán a «pescar» hormigas o termitas. Las herramientas que necesitan suelen recogerlas durante el camino en un sitio donde abundan; por tanto, es bien posible que los chimpancés planeen sus rutas teniendo esto presente.
Quizá lo más significativo de esta investigación no es qué revelan los antropoides sobre nuestros instintos. Con su desarrollo lento (no son plenamente adultos hasta los dieciséis años) y sus amplias oportunidades de aprender, el comportamiento de los antropoides no es mucho más instintivo que el nuestro. Los antropoides toman montones de decisiones a lo largo de su vida, como amenazar a un recién nacido o defenderlo, o salvar un pájaro o maltratarlo. Lo que comparamos, por lo tanto, son las maneras en que seres humanos y antropoides tratan problemas mediante una combinación de tendencias naturales, inteligencia y experiencia. Es imposible extraer de esta mezcla qué es innato y qué no.
Aun así, la comparación es instructiva, aunque sólo sea porque nos hace dar un paso atrás y mirarnos en un espejo que nos muestra una cara diferente de nosotros mismos. Ponemos nuestra mano en la de un bonobo y vemos que nuestro pulgar es más largo, agarramos su brazo y nunca hemos tocado músculos tan duros, tiramos de su labio inferior y vemos que es mucho más ancho que el nuestro, lo miramos a los ojos y nos devuelve una mirada tan inquisitiva como la nuestra. Todo esto es revelador. Mi objetivo es hacer las mismas comparaciones respecto de la vida social y mostrar que no hay una sola tendencia que no compartamos con estos personajes peludos de los que nos encanta reírnos.
Si la gente se ríe de los primates en el zoo, sospecho que lo hace precisamente porque se siente reflejada en un espejo. Si no es así, ¿por qué animales de aspecto tan curioso como las jirafas o los canguros no causan la misma hilaridad? Los primates despiertan cierto nerviosismo porque nos muestran a nosotros mismos bajo una luz brutalmente honesta, recordándonos, en la afortunada expresión de Desmond Morris, que somos meros «monos desnudos». Es esta luz honesta lo que buscamos, o deberíamos buscar, y lo interesante es que, ahora, al saber más acerca del bonobo, podemos vernos reflejados en dos espejos complementarios.