Si los chimpancés tuvieran pistolas y navajas y supieran cómo manejarlas, les darían el mismo uso que nosotros.
Jane Goodall
No sé con qué armas se hará la tercera guerra mundial, pero la cuarta se disputará con palos y piedras.
Albert Einstein
Mi casa de Georgia ofrece una vista de Stone Mountain, conocida por sus enormes figuras de tres hombres a caballo esculpidas en la roca. La figura central, el general Robert E. Lee, es tan colosal que hace tiempo, con ocasión de una fiesta, cuarenta invitados desayunaron en torno a una mesa emplazada en su hombro granítico. Tengo mis reservas sobre los defensores sudistas, pero llevo viviendo aquí el tiempo suficiente como para recelar también de sus oponentes. La identificación con el equipo de casa es un recurso fácil para aunar animales como nosotros. Cualquier conductor incivil que circule por una autopista de Atlanta seguramente es uno de «esos yanquis».
Recuerdos de la violencia pasada, como este monumento a los confederados, existen por todo el mundo. Ahora visitamos estos lugares con curiosidad, hojeando una guía turística, sin sobrecogernos por el horror. En la Torre de Londres me dijeron que allí fue ejecutado el gran filósofo Tomás Moro, cuya cabeza se expuso durante un mes en el Puente de Londres. En la casa de Anna Frank en Amsterdam supimos de una niña que fue internada en un campo de concentración y nunca volvió. En el Coliseo de Roma pisamos el mismo ruedo donde los prisioneros eran despedazados por los leones. En el Kremlim de Moscú admiramos una torre rematada por una cúpula dorada construida por Iván el Terrible, que se divertía empalando y friendo en aceite a sus enemigos. Nos hemos matado unos a otros desde siempre, y continuamos haciéndolo. Las líneas de seguridad en los aeropuertos, el vidrio a prueba de balas en los taxis y los teléfonos de emergencia en los campus universitarios nos hablan de una civilización con serios problemas en el apartado de vive-y-deja-vivir.
El planeta de los simios
Toda civilización digna de tal nombre tiene algún ejército. Percibimos este canon con tanta claridad que incluso lo hacemos extensivo a civilizaciones no humanas imaginarias, como la de la película El planeta de los simios. El primatólogo contempla la versión de 2001 con horror: el cruel líder tiene el aspecto de un chimpancé bípedo —aunque huele a conejo—, los gorilas son retratados como lerdos y obedientes, el orangután es un tratante de esclavos, y los bonobos han sido convenientemente omitidos. Hollywood siempre se ha sentido más cómodo con la violencia que con el sexo.
La violencia impera en esta película. Pero no hay nada menos realista que los vastos ejércitos de monos uniformados que aparecen en la pantalla. Los antropoides carecen del adoctrinamiento, la estructura de mando y la sincronización que emplea la milicia humana para intimidar al enemigo. Puesto que la coordinación estrecha conlleva una disciplina absoluta, nada resulta tan aterrador como un ejército bien entrenado. Aparte de nosotros, los únicos animales que cuentan con ejércitos son las hormigas, aunque carecen de una estructura de mando. Si un ejército de hormigas pierde el rumbo, como cuando las rastreadoras se separan de la corriente principal, en ocasiones la cabeza enlaza con la cola de su propia columna. Al seguir su propio rastro de feromonas, forman un aro densamente apretado en el que miles de hormigas se mueven en círculo hasta morir de agotamiento. Gracias a su organización vertical, esto nunca le ocurriría a un ejército humano.
Puesto que los debates sobre la agresividad humana invariablemente giran en torno a la guerra, la estructura de mando de los ejércitos debería hacernos pensarlo dos veces antes de trazar paralelismos con la agresión animal. Aunque es comprensible que sus víctimas vean las invasiones militares como una agresión, ¿quién dice que el ánimo de los perpetradores es agresivo? ¿Acaso las guerras se derivan de la ira? A menudo, los líderes tienen motivos económicos o de política interna, o se escudan en la defensa propia. Los generales obedecen órdenes, y los soldados rasos pueden no tener ningunas ganas de dejar su casa. Con sumo cinismo, Napoleón observó: «Un soldado luchará larga y duramente por un trozo de cinta coloreada». No creo que sea una exageración decir que la mayoría de la gente en la mayoría de las guerras se ha movilizado por algo distinto de la agresión. La guerra humana es sistemática y fría, lo que la convierte en un fenómeno casi nuevo.
La palabra clave es «casi». La identificación grupal, la xenofobia y el conflicto letal, tendencias todas que se dan en la naturaleza, se han combinado con nuestra altamente desarrollada capacidad de planificación para «elevar» la violencia humana a su nivel inhumano. El estudio del comportamiento animal puede no ser de mucha ayuda a la hora de explicar cosas como el genocidio, pero si dejamos de lado los Estados y naciones y nos fijamos en la conducta humana dentro de sociedades a menor escala, las diferencias ya no son tan grandes. Como los chimpancés, la gente es altamente territorial y valora menos la vida de los extraños que la de los miembros de su grupo. Se ha especulado que los chimpancés no vacilarían en utilizar pistolas y navajas si las tuvieran y, de manera similar, los pueblos ágrafos probablemente no titubearían en intensificar sus conflictos si dispusieran de la tecnología adecuada.
Un antropólogo me contó una vez cómo reaccionaron dos jefes eipo (una etnia papú de Nueva Guinea) que iban a volar por primera vez en avioneta. No tenían miedo de subir al aeroplano, pero hicieron una intrigante petición: querían que la puerta lateral no se cerrara. Se les advirtió de que allá arriba en el cielo hacía mucho frío y, puesto que no llevaban más vestimenta que su tradicional funda para el pene, se congelarían. No les importaba. Querían llevar unas cuantas piedras grandes que, si el piloto fuera tan amable de volar en círculo sobre el pueblo vecino, dejarían caer sobre sus enemigos a través de la puerta abierta.
Por la tarde, el antropólogo escribió en su diario que había presenciado la invención del bombardeo del hombre neolítico.
Aborrece a tu enemigo
Para saber cómo tratan los chimpancés a los extraños hay que ir a la selva. Un equipo japonés dirigido por Toshisada Nishida había estado trabajando en las montañas Mahale de Tanzania durante cuatro décadas. Cuando Nishida me invitó a visitar la estación antes de su retiro, no lo pensé dos veces. Es uno de los mayores expertos en chimpancés del mundo, y para mí sería un lujo seguirlo por el bosque.
No entraré en los detalles de la vida en el campamento junto al lago Tanganika (que en tono de broma llamé el Mahale Sheraton), sin electricidad, agua corriente, aseos ni teléfono. Cada día, el plan era levantarse temprano, tomar un rápido desayuno y ponerse en marcha con la salida del sol. Había que encontrar a los chimpancés, para lo cual el campamento contaba con varios rastreadores avezados. Por fortuna, estos antropoides son muy ruidosos, lo que facilita su localización. En un entorno con poca visibilidad como el suyo, recurren a las vocalizaciones. Al seguir a un macho adulto, por ejemplo, se lo ve pararse a menudo para alzar la cabeza y escuchar a sus congéneres en la distancia. Luego decide cómo responder, si replicar con sus propias llamadas, dirigirse en silencio hacia la fuente (a veces a increíble velocidad, mientras uno se queda atrás luchando con la maleza enmarañada) o continuar tranquilamente su camino como si lo que hubiera oído fuera irrelevante. Es bien sabido que los chimpancés reconocen las voces de sus congéneres. El bosque está henchido de ellas, unas cercanas, otras apenas audibles en la distancia, y la vida social de los chimpancés transcurre en gran medida en un mundo de vocalizaciones.
Los chimpancés pueden formar una cuadrilla alborotadora y peleona, y además cazan. Una vez fui bautizado mientras estaba bajo un árbol en el que varios chimpancés adultos y hembras en estro estaban repartiéndose la carne de un colobo todavía vivo. Supimos que habían cobrado una pieza por la explosión de aullidos y gritos de chimpancé mezclados con chillidos de colobo. Pero había olvidado que cuando se excitan mucho, los chimpancés suelen tener accesos de diarrea y, por desgracia, me encontraba en la línea de fuego.
Al día siguiente vi a una hembra con una cría cabalgando sobre su espalda. La hija zarandeaba felizmente algo peludo, que resultó haber pertenecido al pobre mico. La cola de un primate es el juguete de otro. Aunque los chimpancés viven principalmente de frutos y hojas, son mucho más carnívoros de lo que antes se creía. Cazan hasta treinta y cinco especies de vertebrados. El consumo medio de carne por adulto en los buenos tiempos se aproxima al del cazador-recolector humano en los malos tiempos. De hecho, los chimpancés son tan aficionados a la carne que nuestro cocinero tuvo problemas para traer desde el pueblo al campamento un pato vivo con el que variar algo nuestra dieta de judías con arroz. En su camino, una hembra intentó apropiarse de la preciosa ave que llevaba bajo el brazo. El bravo cocinero no se arredró ante sus amenazas y, aunque a duras penas, impidió el robo. De haberse topado con un chimpancé macho, nunca habríamos probado el pato.
El tema es más serio si se trata de carne humana. Criado en pleno auge de las observaciones de campo, Frodo, un chimpancé del parque nacional de Gombe, ha perdido todo respeto a las personas. De vez en cuando ataca a los investigadores golpeándolos o empujándolos pendiente abajo. Pero el peor incidente afectó a una lugareña, su bebé y su sobrina. Esta última transportaba al bebé de catorce meses; cruzaban un pequeño canal cuando se toparon con Frodo, que estaba comiendo hojas tiernas de palma aceitera. Cuando el animal se dio la vuelta ya era demasiado tarde para escapar. Frodo simplemente arrebató al bebé de la espalda de la niña y desapareció. Después lo encontraron devorando al niño, que ya estaba muerto. El rapto de niños pequeños es una extensión del comportamiento predador, y hasta entonces sólo se había documentado fuera de los límites del parque. En las cercanías de Uganda se ha convertido en una plaga, y los bebés son sustraídos incluso de las casas. Sin armas, la gente está indefensa: los chimpancés salvajes pueden matar a un adulto de nuestra especie, y ocasionalmente lo hacen. Incluso en los zoológicos se han registrado ataques que han resultado fatales.
Los chimpancés son más pequeños que nosotros. A cuatro manos no nos llegan más arriba de las rodillas, por lo que la gente tiende a subestimar su fuerza. Ésta puede apreciarse cuando trepan sin inmutarse por un tronco sin ramas. Es una proeza que ninguna persona puede emular. La fuerza de los brazos de un chimpancé macho se ha calculado en cinco veces mayor que la de un atleta, y como tienen dos «manos» más que nosotros, es imposible vencerlos. Esto es así incluso si se les impide morder, como hacía un hombre que en las ferias organizaba peleas con un chimpancé. Todo forzudo que pasaba por allí aceptaba enseguida el reto, pensando que sería pan comido. Pero incluso gigantones de la talla de un luchador profesional se veían incapaces de reducir a la bestia.
Puede imaginarse, pues, con cuánto respeto cedía el paso a un chimpancé que corría junto a mí en plena carga, con el pelo erizado y zarandeando arbustos. No hacían esto para impresionarme, sino por hallarse en medio de algún altercado entre ellos. No me ocurrió nada especialmente desagradable en comparación con los encuentros entre individuos de distintas comunidades. Los machos patrullan con regularidad las fronteras de su dominio. Acompañados en ocasiones por hembras, se trasladan a la periferia de su territorio avanzando en fila sin hacer ruido, alertas a cualquier sonido procedente del otro lado. Pueden subirse a un árbol para otear y escuchar durante una hora o más. Su silencio parece deliberado. Si una cría que viaja con su madre comienza a gimotear, ambas pueden ser objeto de amenazas. Todos los integrantes de la patrulla están tensos. El chasquido de una rama que se rompe o el súbito estrépito de un cerdo salvaje que echa a correr les hace sonreír nerviosamente y buscar el contacto mutuo. Sólo se relajan al volver a zonas más seguras de su territorio, liberando la tensión en explosiones de llamadas y golpeteos.
En vista de cómo tratan los chimpancés a sus congéneres de otras comunidades, yo también tenía motivos para estar nervioso. Cualquier macho solitario extraño es abatido en una acción altamente coordinada: lo acechan, se lanzan sobre él por sorpresa y lo reducen. Luego la víctima es golpeada y mordida con tanta saña que muere en el acto o más tarde como consecuencia de daños irreversibles. Se han observado unos cuantos de tales ataques por sorpresa, pero las más de las veces la evidencia consiste en horrendos hallazgos en el bosque. En algunos enclaves no se han encontrado cadáveres, pero en alguna comunidad han ido desapareciendo machos sanos hasta que no quedó ninguno.
En las montañas Mahale, Nishida observó patrullas fronterizas y cargas violentas contra extraños. Él cree que todos los machos de una de sus comunidades fueron cayendo a manos de machos vecinos a lo largo de un periodo de doce años. Luego los vencedores tomaron posesión del territorio vacante y las hembras residentes. Es incuestionable que los chimpancés son xenófobos. Cuando se intentó reintroducir en la selva a chimpancés criados en cautividad, los chimpancés salvajes residentes reaccionaron tan violentamente que el proyecto tuvo que abandonarse.
Dada la amplitud de sus territorios, los incidentes violentos intercomunitarios son difíciles de observar. Pero los pocos casos documentados dejan pocas dudas de que estamos ante una eliminación dirigida y premeditada; en otras palabras, un «asesinato». Consciente de lo controvertido de semejante afirmación, Jane Goodall se preguntó de dónde provenía la impresión de intencionalidad. ¿Podía ser que la muerte no fuera más que un efecto secundario de la agresión? Su respuesta fue que los atacantes mostraban un grado de coordinación y ensañamiento no visto en las agresiones intracomunitarias. Los chimpancés actuaban casi igual que cuando cazaban, y trataban al enemigo más como una presa que como un congénere. Un atacante podía inmovilizar a la víctima, sentándose sobre su cabeza o sujetando sus piernas, mientras los otros golpeaban y mordían. Podían retorcer un miembro hasta desencajarlo, rasgar la tráquea, arrancar uñas y, literalmente, beber la sangre que brotaba de las heridas, y no cejaban hasta que la víctima dejaba de moverse. Hay informes de chimpancés que han vuelto a la escena del «crimen» semanas después, aparentemente para verificar el resultado de su ataque.
Por desgracia, este espantoso comportamiento no es diferente del de nuestra propia especie. Tenemos por costumbre deshumanizar a nuestros enemigos, igual que los chimpancés, tratándolos como si pertenecieran a una especie inferior. Durante las primeras semanas de la guerra de Iraq, me sobrecogió una entrevista con un piloto norteamericano que explicaba entusiasmado que de chaval había seguido la guerra del Golfo y había quedado fascinado por las bombas de precisión. No podía creer que ahora él mismo estuviera empleando bombas inteligentes aún más sofisticadas. La guerra era para él un tema tecnológico, como un juego de ordenador al que finalmente se le permitía jugar. Lo que ocurría al otro lado no parecía siquiera pasar por su mente. Quizá sea precisamente eso lo que quieren los militares. Porque, en cuanto uno comienza a ver al enemigo como un ser humano, las cosas empiezan a torcerse.
La mentalidad de nosotros-y-ellos aflora con notable facilidad en el ser humano. En un experimento psicológico, a cada sujeto de un grupo de estudiantes se le asignaron al azar insignias, bolígrafos y cuadernos de notas de distinto color, y se les etiquetó simplemente como «los azules» y «los verdes». Sólo se les pidió que cada uno evaluara las presentaciones de los demás. Resultó que las presentaciones mejor valoradas correspondían al color propio. En una ficción más elaborada de la identidad de grupo, a cada estudiante se le asignó el papel de guardián o prisionero en un simulacro de prisión. Se suponía que iban a pasar dos semanas en un sótano de la Universidad de Stanford, pero a los seis días el experimento tuvo que interrumpirse porque los «guardianes» se habían vuelto tan arrogantes, abusivos y crueles que los «prisioneros» comenzaron una revuelta. ¿Habían olvidado los estudiantes que aquello era un simulacro y que el papel de cada cual lo había decidido el lanzamiento de una moneda?
El experimento de Stanford adquirió notoriedad cuando se hizo público que militares norteamericanos habían torturado a detenidos en la prisión de Abu Ghraib en Bagdad. Los guardianes habían empleado una amplia gama de técnicas de tortura, incluyendo tapar la cabeza con una capucha y descargas eléctricas en los genitales. Algunos intentaron minimizar estos hechos como «travesuras», pero decenas de prisioneros murieron en el proceso. Aparte de las llamativas similitudes con la brutalidad y las connotaciones sexuales en el experimento de Stanford, los prisioneros de Abu Ghraib eran de diferente raza, religión y lengua que sus guardianes, lo que facilitaba aún más su deshumanización. Janis Karpinski, la general que estaba al mando de la policía militar, declaró que se le había ordenado tratar a los prisioneros «como perros». De hecho, una de las ignominiosas imágenes divulgadas mostraba a una oficial tirando de un prisionero desnudo que gateaba con una correa al cuello.
El grupo siempre encuentra razones para verse como superior al resto. El ejemplo histórico más extremo de esta tendencia es, por supuesto, la creación de un grupo ajeno llevada a cabo por Adolf Hitler. Presentado como menos que humano, el grupo ajeno promueve la solidaridad y la autoestima del grupo propio. Es un truco tan viejo como la humanidad, pero su psicología quizá fuera incluso anterior a nuestra especie. Aparte de la identificación con un grupo, que está ampliamente extendida en el reino animal, hay otras dos características que compartimos con los chimpancés. La primera, como hemos visto, es un desprecio hacia el grupo ajeno hasta el punto de la deshumanización, o «deschimpancización». La separación entre el grupo propio y el ajeno es tanta que hay dos categorías de agresión: una intragrupal, contenida y ritualizada, y otra intergrupal, desmedida, gratuita y letal.
El otro fenómeno aún más inquietante de violencia intergrupal presenciado en Gombe implicó a chimpancés que se conocían unos a otros. Con los años, una comunidad se escindió en una facción norte y una facción sur, que acabaron convirtiéndose en comunidades separadas. Estos chimpancés habían jugado y se habían acicalado juntos, se habían reconciliado tras las riñas, habían compartido la carne y habían vivido en armonía. Pero esto no impidió que las facciones comenzaran a enfrentarse. Los conmocionados investigadores vieron a antiguos compadres beber la sangre del que había sido su amigo. Ni los miembros más viejos de la antigua comunidad fueron respetados. Un macho de aspecto extremadamente frágil, Goliath, fue golpeado durante veinte minutos y arrastrado. Cualquier asociación con el enemigo era motivo de ataque. Si los chimpancés de la patrulla encontraban nidos de simio frescos en un árbol de la región fronteriza, montaban en cólera y los destruían.
Así pues, el nosotros-y-ellos entre los chimpancés es una construcción social en la que incluso individuos bien conocidos pueden convertirse en enemigos si se van con el grupo equivocado o residen en el territorio indebido. En el caso humano, grupos étnicos que convivían razonablemente bien pueden volverse enemigos mortales de un día para otro, como los hutus y los tutsis en Ruanda, o los serbios, croatas y musulmanes en Bosnia. ¿Qué clase de conmutador mental cambia las actitudes de la gente? ¿Y qué tipo de conmutador convierte a unos chimpancés que fueron compañeros en enemigos mortales? Sospecho que los conmutadores funcionan de manera similar en ambas especies, y son controlados por la percepción de intereses compartidos frente a intereses discrepantes. Siempre que los individuos compartan un propósito común, suprimirán los sentimientos negativos. Pero tan pronto como el propósito común se desvanezca, las tensiones aflorarán.
Tanto las personas como los chimpancés son amables, o al menos se contienen, en el trato con los miembros de su grupo, pero ambos pueden convertirse en monstruos cuando se trata de miembros de otro grupo distinto del propio. Estoy simplificando, desde luego, porque los chimpancés también pueden matar a miembros de su propia comunidad, igual que la gente. Pero la distinción entre el grupo propio y el ajeno es fundamental cuando se trata de amor y odio. Esto vale también para los chimpancés en cautividad. En el zoo de Arnhem, los chimpancés adquirieron el hábito de patrullar aunque no hubiera grupos enemigos. A última hora de la tarde, unos cuantos machos comenzaban a recorrer los límites de la gran isla, hasta que todos los machos adultos y algunos juveniles se sumaban a la partida. Obviamente, no mostraban las tensiones percibidas en las patrullas de chimpancés salvajes, pero esta conducta indica que las fronteras territoriales tienen sentido para ellos aun en circunstancias artificiales.
Los chimpancés cautivos son tan xenófobos como los salvajes. Es casi imposible introducir a hembras nuevas en un grupo ya formado, y sólo pueden incorporarse nuevos machos si no queda ninguno de los antiguos residentes. De lo contrario, el resultado es un baño de sangre. La última vez que intentamos un cambio de machos en el Yerkes Primate Center, las hembras los atacaron, y tuvimos que sacarlos de allí para salvar su vida. Unos meses más tarde volvimos a intentarlo con otros dos machos nuevos. Uno de ellos fue tan mal recibido como los anteriores, pero al otro, llamado Jimoh, se le permitió quedarse. A los pocos minutos de su llegada, dos hembras veteranas trabaron contacto con él y comenzaron a acicalarlo, después de lo cual lo defendieron con fiereza de las otras hembras. Años después, durante una revisión de los historiales de nuestros chimpancés, descubrí que Jimoh no había sido tan desconocido para las hembras como pensábamos. Catorce años antes de su llegada a nuestro grupo, había vivido en otra institución con las mismas dos hembras que ahora le protegían. No habían vuelto a verse hasta su reencuentro, pero lo reconocieron a pesar del tiempo pasado, y esto marcó la diferencia.
Mezclas fronterizas
El hecho de que nuestros parientes primates más cercanos maten a sus vecinos, ¿significa que, como exponía un documental reciente, «la guerra está en nuestro ADN»? Esto suena como si estuviéramos condenados a mantener una guerra permanente. Pero ni siquiera las hormigas, que ciertamente tienen un ADN guerrero, se muestran violentas si disponen de espacio y alimento de sobra. ¿Para qué pelear? Sólo cuando los intereses de una colonia colisionan con los de otra tiene sentido el conflicto. La guerra no es un impulso irreprimible. Es una opción.
No obstante, no puede ser coincidencia que las únicas especies animales en las que bandas de machos expanden su territorio exterminando deliberadamente a los machos vecinos resulten ser los chimpancés y nosotros. ¿Cuál es la probabilidad de que esta tendencia evolucione de manera independiente en dos mamíferos estrechamente emparentados? La pauta de conducta humana más similar a la antropoide es la «incursión letal». Las incursiones consisten en ataques por sorpresa llevados a cabo cuando los atacantes tienen ventaja y, por ende, es poco probable que sufran bajas propias. El objetivo es matar a los varones y secuestrar a las mujeres y las niñas. Como la violencia territorial entre los chimpancés, las incursiones humanas no son exactamente alardes de bravura. La sorpresa, la trampa, la emboscada y la nocturnidad son tácticas socorridas. La mayoría de las sociedades de cazadores-recolectores se ajusta a esta pauta, con hostilidades cada par de años más o menos.
Ahora bien, ¿implica la prevalencia de la incursión letal que, como ha dicho Richard Wrangham, «la violencia al estilo chimpancé precedió y preparó el camino a la guerra humana, convirtiendo a la humanidad moderna en los ofuscados supervivientes de un hábito continuado de agresión letal durante cinco millones de años»? La palabra problemática aquí no es «ofuscado», que no es más que una hipérbole, sino «continuado». Para que así fuera, nuestro ancestro más remoto tendría que haberse parecido al chimpancé y haber estado siempre en pie de guerra desde entonces. No hay evidencia de nada de esto. En primer lugar, desde la separación entre humanos y antropoides, estos últimos han seguido su propia evolución. Nadie sabe qué ocurrió durante esos cinco o seis millones de años. Debido a la pobre fosilización en las selvas, nuestro registro fósil de los antropoides ancestrales es muy vago. El último ancestro común de humanos y chimpancés pudo haberse parecido al gorila, al chimpancé o al bonobo, o no parecerse a ninguna especie actual. Seguramente no era demasiado diferente, pero no tenemos ninguna prueba de que este ancestro fuera un belicoso chimpancé. Y es bueno tener presente que sólo se ha estudiado a un puñado de poblaciones de chimpancés, y no todas son igual de agresivas.
En segundo lugar, ¿quién dice que nuestros ancestros eran tan brutales como lo somos nosotros hoy? Los indicios arqueológicos de la guerra (murallas protectoras en torno a los asentamientos, tumbas con esqueletos atravesados por armas, representaciones de guerreros) se remontan a sólo diez o quince milenios atrás. A los ojos de los biólogos evolutivos, esto es historia reciente. Por otro lado, es difícil creer que la guerra surgió de la nada, sin hostilidades previas entre grupos humanos. Tiene que haber existido cierta proclividad. Lo más probable es que la agresión territorial siempre fuera una potencialidad, pero ejercida sólo a pequeña escala, quizás hasta que el hombre se hizo sedentario y comenzó a acumular posesiones. Esto significaría que, en vez de haber estado guerreando durante millones de años, primero conocimos conflictos intergrupales esporádicos que sólo recientemente aumentaron de escala y se convirtieron en verdadera guerra.
Apenas sorprende que los científicos que destacaban nuestro lado violento hayan acudido al chimpancé como modelo. Los paralelismos son innegables y perturbadores. Pero un aspecto del comportamiento humano que el chimpancé no puede iluminar es algo que hacemos aún más que la guerra: mantener la paz. La paz entre las sociedades humanas es algo tan corriente como el comercio, el compartir agua potable y los enlaces matrimoniales. Aquí los chimpancés no tienen nada qué decirnos, ya que carecen de lazos intercomunitarios. Las relaciones entre grupos se reducen a grados variables de hostilidad. Esto significa que, para poder comprender las relaciones intergrupales humanas al nivel más primario, debemos ir más allá del chimpancé como modelo ancestral.
Hay una curiosa máxima de los famosos entomólogos Bert Hölldobler y Ed Wilson en su libro Journey to the Ants sobre la existencia de dos clases de científico. El teórico se interesa por un problema y busca el mejor organismo para resolverlo. Los genetistas han elegido la mosca del vinagre y los psicólogos la rata. No están especialmente interesados en las moscas del vinagre o las ratas, sólo en los problemas que quieren resolver. El naturalista, en cambio, estudia cierta clase de animales por su interés intrínseco, y comprueba que cada animal nos cuenta su propia historia, cuyo interés teórico se demostrará si se investiga lo bastante a fondo. Hölldobler y Wilson se encuadran en la segunda categoría, igual que yo. En vez de centrarme en la agresión humana como el tema y en el chimpancé como la especie, tal como se ha hecho desde que se propuso la teoría del mono asesino, mi atención se dirige a un antropoide menos brutal que se ha mantenido al margen de este debate, y cuyo comportamiento ilumina una capacidad diferente: la de vivir en paz.
La mezcla pacífica entre grupos de bonobos se notificó por primera vez en los años ochenta del pasado siglo, cuando diferentes comunidades confluyeron en la selva de Wamba, en la República Democrática del Congo y permanecieron juntas durante una semana entera antes de volver a separarse. Esto puede parecer poco espectacular, pero el suceso chocó tanto a los primatólogos como la violencia entre chimpancés otrora bien avenidos en Gombe. Aquella constatación contravenía la persistente creencia de que nuestro linaje es violento por naturaleza. Una vez vi un vídeo del encuentro de dos grupos de bonobos en el que los machos se persiguieron fieramente al principio gritando y aullando, pero sin contacto físico. Luego, gradualmente, las hembras de uno y otro bando se dedicaron al frotamiento genitogenital y hasta se acicalaron unas a otras. Mientras tanto, sus retoños jugaron con los de su edad. Incluso los machos inicialmente hostiles acabaron reconciliándose con breves frotamientos escrotales.
En más de treinta encuentros intercomunitarios en Wamba, los miembros del sexo opuesto entablaron contacto sexual y amistoso. Los machos se mostraron en general hostiles y distantes hacia los del otro grupo, pero las cópulas entre machos y hembras de grupos distintos eran habituales durante el primer cuarto de hora de un encuentro.
Observaciones similares se hicieron en otro enclave, la selva de Lomako. A veces los machos de uno y otro bando se perseguían por la maleza mientras las hembras chillaban colgadas de los árboles. El enfrentamiento parecía tan feroz que los observadores se sobresaltaban. Pero finalmente ninguno resultaba herido, y ambos grupos comenzaban a mezclarse. Aunque al principio había tensión, luego los animales se calmaban y se iniciaba el intercambio sexual y de acicalamientos entre las comunidades. Sólo los machos seguían recelando de los del otro bando.
También hubo días en que los bonobos rehusaron mezclarse con sus vecinos y mantuvieron las distancias. Los observadores se llevaban un sobresalto al oír un súbito tamborileo seguido de la bajada masiva de bonobos al suelo. Luego los animales iban al encuentro de los del otro grupo, chillando y cargando. En la frontera de sus territorios respectivos, los miembros de ambos grupos se sentaban en los árboles gritándose unos a otros. Hay que subrayar que, aunque en ocasiones hubo heridos durante estas escaramuzas, nunca se ha registrado muerte alguna.
Los dominios solapados y la amalgama en los límites territoriales de las comunidades de bonobos contrastan vivamente con la interacción entre los grupos de chimpancés. Cuando se disipe la niebla sobre las presiones selectivas que conformaron la sociedad bonobo, quizás entenderemos cómo han conseguido escapar de lo que mucha gente considera la peor lacra de la humanidad: nuestra xenofobia y la tendencia a minusvalorar las vidas de nuestros enemigos. ¿Se debe a que los bonobos luchan —si lo hacen— por un matriarcado y no por un patriarcado? Los machos de cualquier especie tienden a monopolizar a las hembras, pero una vez que las hembras de los bonobos lograron cierta ventaja, puede que los machos perdieran el control de la sociedad bonobo hasta el punto de que las hembras copulaban a su antojo con las parejas que deseaban, vecinos incluidos. La competencia territorial masculina habría quedado así obsoleta. En primer lugar, obviamente, la confusión sexual se traslada a la reproducción, lo que implica que los grupos vecinos pueden incluir parientes; los machos enemigos pueden ser hermanos, padres o hijos. En segundo lugar, no tiene sentido que los machos se jueguen la vida por acceder a hembras que ya están contentas de copular con ellos.
Los bonobos nos muestran las condiciones en que pueden evolucionar las relaciones pacíficas entre grupos. Condiciones similares se aplican al caso humano. Todas las sociedades humanas conocen los matrimonios interétnicos y, por tanto, el flujo génico entre grupos que vuelve contraproducente la agresión letal. Aunque se pueda ganar algo al apropiarse del territorio de otro grupo, hay contrapartidas, como las bajas propias, los parientes muertos del otro bando y la reducción de tratos comerciales. Esto último puede no ser aplicable a los antropoides, pero es un factor significativo en el caso humano. Así, pues, nuestras relaciones intergrupales son inherentemente ambivalentes: un trasfondo hostil se combina a menudo con un deseo de armonía. El bonobo ilustra de forma primorosa la misma ambivalencia. Las relaciones entre vecinos están lejos de ser idílicas, porque no se privan de marcar los límites de su territorio, pero dejan la puerta abierta al apaciguamiento y el contacto amistoso.
Aunque la migración femenina pueda dar lugar a un flujo génico entre las comunidades de chimpancés, su hostilidad mutua impide el intercambio sexual libre descrito en los bonobos. Nadie sabe qué se produjo primero —la ausencia de intercambios sexuales entre grupos o la hostilidad implacable—, pero es obvio que ambos factores se retroalimentan mutuamente y crean un ciclo perpetuo de violencia entre los chimpancés.
Resulta que nuestro comportamiento intergrupal tiene similitudes tanto con el de los chimpancés como con el de los bonobos. Cuando las relaciones entre las sociedades humanas son malas, somos peores que los chimpancés, pero cuando son buenas, somos mejores que los bonobos. Nuestras guerras exceden la violencia «animal» de los chimpancés de modo alarmante. Pero, al mismo tiempo, los beneficios de las buenas relaciones con los vecinos son mayores que en los bonobos. Los grupos humanos hacen mucho más que mezclarse y relacionarse sexualmente. Intercambian bienes y servicios, celebran fiestas ceremoniales, permiten el tránsito de unos a otros y se unen para defenderse de terceras partes hostiles. Cuando se trata de relaciones intercomunitarias, superamos a nuestros parientes cercanos tanto en el sentido positivo como en el negativo.
Demos una oportunidad a la paz
A mi llegada desde Europa hace más de dos décadas, me sorprendió la cantidad de violencia en los medios de comunicación norteamericanos. No me refiero sólo a los telediarios, sino a todo, desde las comedias y las series dramáticas hasta las películas. Evitar a Schwarzenegger y Stallone no sirve de mucho, pues casi cualquier película norteamericana incluye escenas violentas. La desensibilización es inevitable. Al decir, por ejemplo, que Bailando con lobos, la película de 1990 protagonizada por Kevin Costner, es violenta, la gente te mira como si estuvieras loco. Para la mayoría es una película idílica y sentimental, con bellos paisajes, sobre un raro hombre blanco que respetaba a los amerindios. La sangre vertida apenas se recuerda.
La comedia no es diferente. Me encanta Saturday Night Live por sus parodias de fenómenos peculiarmente norteamericanos, como las animadoras, los teleevangelistas y los abogados de celebridades. Pero en el programa nunca puede faltar al menos un sketch donde explota el coche de alguien o alguna cabeza sale volando. Los personajes Hans y Franz me llaman la atención por sus nombres (sí, tengo un hermano llamado Hans), pero cuando veo que pesan tanto que sus brazos se desgajan, me quedo desconcertado. La sangre que sale a chorros hace reír con ganas a la audiencia, pero yo no le veo la gracia.
A lo mejor crecí en una tierra de señoritas, pero lo importante es que hay una gran diferencia en la manera en que las distintas sociedades retratan la violencia. ¿Y qué valoramos más, la armonía o la competitividad? Éste es nuestro problema. En alguna parte en medio de todo esto reside la auténtica naturaleza humana, pero se la estira en tantas direcciones distintas que es difícil decir si por naturaleza somos competitivos o solidarios. En realidad somos ambas cosas, pero cada sociedad alcanza su propio equilibrio. En Norteamérica, «la rueda que chirría se lleva la grasa». En Japón, «el caracol que saca la cabeza acaba aplastado».
¿Significa esta variabilidad que no podemos aprender nada del comportamiento de otros primates? El asunto no es tan simple. En primer lugar, cada especie tiene su propia manera de zanjar el conflicto. Los chimpancés son más belicosos que los bonobos. Pero dentro de cada especie también encontramos variación intergrupal. Vemos «culturas» de violencia y «culturas» de paz. Y estas últimas son posibles por la capacidad primate universal de limar asperezas.
Nunca olvidaré un día de invierno en el zoo de Arnhem. Toda la colonia de chimpancés estaba a cubierto, al abrigo del frío. En el curso de una carga intimidatoria, el macho alfa atacó a una hembra; otros acudieron en su defensa y se armó un gran revuelo. Cuando el grupo se calmó, se sumió en un inusitado silencio, como si todo el mundo esperara algo. Esta situación se prolongó durante un par de minutos. Luego, de forma inesperada, toda la colonia estalló en un coro de aullidos, mientras un macho golpeaba rítmicamente los bidones de metal apilados en una esquina del recinto. En medio de este tumulto, en el centro de atención, dos chimpancés se besaban y abrazaban.
Reflexioné sobre esta secuencia durante horas antes de reparar en que los dos chimpancés abrazados habían sido el macho y la hembra de la disputa. Sé que soy lento, pero nadie había mencionado antes la posibilidad de reconciliación en animales. Al menos éste fue el término que me vino enseguida a la mente. Desde aquel día he estado estudiando la pacificación o, como lo llamamos hoy, la resolución de conflictos entre los chimpancés y otros primates. Otros han hecho lo mismo en una amplia variedad de especies, incluyendo los delfines y las hienas. Al parecer, muchos animales sociales saben cómo reconciliarse, y por una buena razón. El conflicto es inevitable, pero al mismo tiempo los animales dependen unos de otros. Buscan alimento juntos, se advierten unos a otros de la presencia de predadores y hacen frente común contra los enemigos. Tienen que mantener una buena relación a pesar de los ocasionales altercados, como cualquier matrimonio.
Los monos dorados lo hacen cogiéndose de la mano, los chimpancés con un beso en la boca, los bonobos con el sexo, y los macacos de Tonkín abrazándose y chasqueando los labios. Cada especie sigue su propio protocolo de pacificación. Tomemos, por ejemplo, algo que he visto una y otra vez en los antropoides pero nunca en los otros monos: después de que un individuo ha atacado y mordido a otro, vuelve para inspeccionar la herida. El agresor sabe exactamente dónde mirar. Si el mordisco ha sido en el pie izquierdo, el agresor se dirige sin titubear al pie izquierdo de la víctima —no al derecho o al brazo—, levanta e inspecciona el pie dañado y luego comienza a limpiar la herida. Esto sugiere una comprensión de causa y efecto del estilo de «si te he mordido, ahora debes tener un corte en el mismo sitio». También sugiere que los antropoides se ponen en el lugar del otro y advierten el impacto de su comportamiento sobre el prójimo. Incluso podemos especular que se arrepienten de sus acciones, igual que nosotros. El naturalista alemán Bernhard Grzimek tuvo ocasión de experimentar esto después de haber tenido la suerte de sobrevivir a un ataque de un chimpancé macho enfurecido. Cuando su rabia pasó, el animal parecía muy preocupado por Grzimek. Se le acercó y, con los dedos, intentó cerrar y presionar los bordes de las peores heridas. El impertérrito profesor le dejó hacer.
La definición de reconciliación (un reencuentro amistoso entre oponentes poco después de una disputa) es simple, pero las emociones involucradas son difíciles de determinar. Lo mínimo que ocurre, pero que ya es realmente notable, es que emociones negativas como la agresividad y el miedo son reprimidas para pasar a una interacción positiva, como puede ser un beso. Los malos sentimientos se rebajan o quedan atrás. Experimentamos esta transición de la hostilidad a la normalización como «perdón». Del perdón se suele afirmar que es exclusivo de nuestra especie, incluso exclusivo del cristianismo, pero podría ser una tendencia natural en los animales cooperativos.
Posiblemente, sólo los animales sin memoria ignoran el conflicto. Tan pronto como los actos sociales se graban en la memoria a largo plazo, como en la mayoría de los animales, nosotros incluidos, se plantea la necesidad de superar el pasado en aras del futuro. Los primates forman amistades expresadas mediante acicalamiento mutuo, compañía en los desplazamientos y defensa mutua. Que las riñas crean ansiedad sobre el estado de la relación lo sugiere un indicador inesperado. Así como los estudiantes se rascan la cabeza durante un examen duro, en otros primates este gesto indica desazón. Si se anotan los rascamientos, como han hecho algunos investigadores, resulta que los individuos involucrados en una desavenencia se rascan a menudo, pero dejan de hacerlo después de ser acicalados por su oponente. Podemos inferir que estaban preocupados por su amistad y confortados por haberla recuperado.
La gente que ha criado chimpancés en su casa dice que, tras una reprimenda por algún comportamiento indebido (el único comportamiento que los antropoides jóvenes parecen conocer), hay un deseo apremiante de hacer las paces. El animal gimotea y se enfurruña hasta que no aguanta más y salta al regazo de su madre adoptiva, rodeándola con sus brazos y apretando hasta cortarle la respiración. Esto suele ir seguido de un audible suspiro de alivio una vez que se le responde confortándolo.
Los primates aprenden pronto a hacer las paces. Como todo lo relacionado con el afecto, el aprendizaje comienza con el vínculo madre-hijo. Durante el destete, la madre aparta a la cría de sus pezones, pero le permite volver a mamar cuando protesta gritando. El intervalo entre rechazo y aceptación se alarga con la edad de la cría, y el conflicto da lugar a grandes escenas. Madre e hijo emplean armas diferentes en esta batalla. La madre tiene más fuerza y la cría una buena laringe —un chimpancé joven grita con la fuerza de varios niños humanos— e igualmente buenas tácticas de chantaje moral. La cría puede engatusar a su progenitora con signos de tristeza como mohínes, sollozos y, si eso no basta, una rabieta de tal calibre que puede llegar casi al ahogo por sus propios gritos o vomitar a los pies de su madre. Ésta es la amenaza definitiva: un despilfarro literal de la inversión materna. La respuesta de una madre salvaje a este histrionismo fue subir a lo alto de un árbol y arrojar a su hijo al suelo, o así parecía, agarrándolo en el último momento por el tobillo. El joven macho quedó colgado cabeza abajo durante quince segundos, gritando atemorizado, antes de que su madre lo recuperara. Aquel día no hubo más rabietas.
He presenciado compromisos fascinantes, como el de una cría que succionaba el labio inferior de su madre. El joven macho, ya con cinco años de edad, se había acostumbrado a este sustituto. Otra cría metía la cabeza bajo el brazo de la madre, muy cerca del pezón, para succionar un pliegue cutáneo. Estos compromisos duran sólo unos meses, hasta que el inmaduro se pasa al alimento sólido. El destete es la primera negociación con un compañero social absolutamente necesario para la propia supervivencia. Contiene todos los ingredientes del derecho: conflicto o confluencia de intereses y un ciclo de encuentros positivos y negativos que se resuelve en un compromiso. Mantener el lazo esencial con la madre a pesar de la discordia sienta las bases de la resolución posterior de conflictos.
Siguen en importancia las reconciliaciones con los iguales, que también se aprenden pronto. Mientras observaba un numeroso grupo de macacos rhesus, presencié la siguiente escena. Oatly y Napkin, dos crías de cuatro meses, estaban jugando a pelearse cuando la tía de Napkin acudió en su «ayuda» e inmovilizó a su compañera de juegos. Napkin se aprovechó de la situación desigual saltando sobre Oatly y mordiéndola. Tras una breve riña se separaron. El incidente no fue demasiado serio, pero su secuela fue reseñable. Oatly se dirigió hacia Napkin, que estaba sentada junto a la misma tía, y comenzó a acicalarla por la espalda. Napkin se dio la vuelta, y las dos crías se abrazaron vientre con vientre. Para completar este amable cuadro, la tía las rodeó luego con los brazos.
Este final feliz me llamó la atención no sólo porque las crías eran aún muy pequeñas (comparables a bebés humanos en la fase de gateo), sino también porque los macacos rhesus son probablemente los monos más reacios a reconciliarse. Son irascibles y mantienen jerarquías estrictas en que los individuos dominantes rara vez dudan en castigar a los subordinados. No hay perspectivas de que la especie sea nominada al PPP (Premio Primate de la Paz). Pero podría haber alguna esperanza en vista del resultado de una idea loca que se me ocurrió tras una conferencia ante una audiencia de psicólogos de la infancia. Había llamado su atención sobre el hecho de que sabemos más de la reconciliación en otros primates que en nuestra propia especie. Esto no ha cambiado. Los psicólogos tienden a interesarse por comportamientos anormales o problemáticos, como la intimidación en las aulas, por lo que sabemos muy poco sobre las maneras normales en que se reduce o supera de forma espontánea el conflicto. En defensa de esta situación lamentable, un científico en la sala replicó que la reconciliación humana es mucho más compleja que en los monos, por la influencia de la educación y la cultura. En otros primates, dijo, es meramente instintiva.
La palabra «instinto» se me pegó. No sé muy bien qué significa, porque es imposible encontrar conductas puramente innatas. Como nosotros, los otros primates se desarrollan despacio; tienen años para dejarse influir por el entorno en el que crecen, incluyendo su tejido social. De hecho, sabemos que los primates adoptan toda clase de conductas y aptitudes de otros, por lo que grupos de la misma especie pueden actuar de manera bien diferente. No sorprende que los primatólogos hablen cada vez más de variabilidad «cultural». La mayor parte de esta variabilidad se relaciona con uso de herramientas y los hábitos alimentarios, como en el caso de los chimpancés, que cascan nueces con piedras, o el de los macacos japoneses, que lavan patatas en la playa. Pero la cultura social también es una posibilidad.
Esta discusión con los psicólogos me dio una idea. Junté macacos jóvenes de dos especies distintas durante cinco meses. Los típicamente peleones monos rhesus convivieron con los mucho más tolerantes y tranquilos macacos rabones. Tras una riña, los macacos rabones suelen reconciliarse agarrándose por las caderas. Curiosamente, los macacos rhesus estaban asustados al principio, no sólo por el mayor tamaño de los rabones, sino porque debieron percibir cierta dureza bajo su temperamento amable. Así, con los rhesus arracimados en el techo del recinto, los rabones inspeccionaron tranquilamente su nuevo entorno. Al cabo de un par de minutos, unos pocos rhesus, todavía en la misma incómoda posición, se atrevieron a amenazar a los rabones con gruñidos ariscos. Si esto era una prueba, se encontraron con una sorpresa. Mientras que un macaco rhesus dominante habría respondido al desafío sin demora, los rabones simplemente lo ignoraron. Ni siquiera miraron para arriba. Para los rhesus, ésta debió de ser su primera experiencia con compañeros dominantes que no se sentían obligados a reafirmar su posición.
Durante el estudio, los rhesus aprendieron esta lección mil veces, y también participaron en frecuentes reconciliaciones con sus amables opresores. La agresión física fue excepcional y la atmósfera era relajada. Al cabo de los cinco meses, los jóvenes jugaban juntos, se acicalaban unos a otros y dormían en grandes agrupamientos mixtos. Pero lo más importante es que los rhesus adquirieron una capacidad reconciliatoria similar a la de sus compañeros de grupo más tolerantes. Al final del experimento, una vez separadas las especies, los monos rhesus continuaron efectuando tres veces más reuniones amistosas y acicalamientos tras las riñas de lo que es típico en esta especie. Bromeando, dije de ellos que eran nuestros monos rhesus «nuevos y mejorados».
Este experimento mostró que la pacificación es una habilidad social adquirida más que un instinto. Es parte de la cultura social. Cada grupo alcanza su propio equilibrio entre competencia y cooperación. Esto vale tanto para los monos como para las personas. Vengo de una cultura que se caracteriza por la búsqueda del consenso, quizá porque los holandeses viven hacinados en una tierra arrebatada a un formidable enemigo común: el Mar del Norte. Otros países, como Estados Unidos, fomentan el individualismo y la autosuficiencia en vez de la lealtad de grupo. Esto podría tener que ver con la movilidad y el espacio disponible. En los viejos tiempos, si la gente no congeniaba, siempre podía establecerse en otra parte. Puede que la resolución de conflictos no se haya promovido todo lo que sería deseable ahora que Estados Unidos se ha convertido en un lugar más atestado. La ciencia debería estudiar las aptitudes que previenen de manera normal la escalada del conflicto y mantienen a raya la agresión. ¿Debemos enseñar a nuestros niños a defenderse solos o a encontrar soluciones de mutuo acuerdo? ¿Debemos enseñarles derechos o responsabilidades? Las culturas humanas muestran grandes contrastes a este respecto, y un descubrimiento reciente sugiere una variabilidad similar entre los primates salvajes.
Como los macacos rhesus, los papiones de sabana tienen reputación de fieros. No es la clase de primates de los que uno esperaría que sigan la senda del flower-power, pero esto es justo lo que ocurrió con un grupo del Masai Mara, en Kenia. Cada día, los machos de un grupo estudiado por el primatólogo norteamericano Robert Sapolsky se abrían paso por el territorio de otro grupo para acceder al vertedero de un albergue turístico cercano. Sólo los machos más grandes y duros se salían con la suya. El botín bien valía la pena, hasta que un día se tiró a la basura una partida de carne infectada de tuberculosis bovina, que mató a todos los papiones que la comieron. Esto supuso que el grupo estudiado perdiera de golpe buena parte de sus machos, y no unos machos cualesquiera, sino los más agresivos. Como resultado, el grupo se convirtió en un improbable oasis de armonía y paz en el duro mundo de los papiones.
Esto es poco sorprendente en sí mismo. El número de incidentes violentos en el grupo descendió de manera natural una vez desaparecidos los matones. Más interesante es que esta paz se mantuviera durante toda una década, aunque para entonces no quedara ninguno de los machos del grupo original. Los papiones machos emigran tras la pubertad, de manera que los grupos reciben machos de refresco continuamente. Así pues, a pesar de un recambio completo de sus machos, este grupo concreto mantuvo su pacifismo, su tolerancia, su frecuencia aumentada de acicalamiento y su nivel de estrés excepcionalmente bajo. Sigue sin quedar claro de qué forma se ha mantenido la tradición. Las hembras de papión permanecen toda su vida en el mismo grupo, de manera que la clave probablemente reside en su comportamiento. Puede que se hubieran vuelto selectivas en la aceptación de nuevos machos o consiguieran perpetuar la atmósfera tranquila de los primeros años a base de acicalar más a los machos y relajarlos. No tenemos la respuesta, pero dos conclusiones principales de este experimento natural son meridianamente claras: las conductas observadas en la naturaleza pueden ser producto de la cultura, y ni los primates más fieros tienen por qué comportarse siempre de la misma manera.
Puede que esto se aplique también a nosotros.
Murmuraciones femeninas
«¿A quién puede pegarle uno, si no a un amigo?», le dijo un cómico británico a otro antes de darle un puñetazo en la mandíbula.
Estos británicos son raros, pero no es inusual que los varones mezclen la amistad con la rivalidad. La separación entre ambas no es tan amplia para ellos como para ellas; al menos ésta es mi opinión tras toda una vida de «estudiar» a la gente como observador participante. Por desgracia, la manera en que la gente resuelve los conflictos apenas es un tema de investigación. ¿Lo hacen mejor las mujeres? ¿Son guerreros los varones por definición? Hombres y mujeres han sido asignados a planetas distintos, Marte y Venus, pero ¿es así de simple? En todas partes, los varones cometen muchos más asesinatos que las mujeres, y es típico que en las guerras luchen los hombres, así que parece justo culpar al cromosoma Y del lío en el que estamos. No obstante, si las mujeres aventajan a los varones cuando se trata de pacifismo, puede que no sea por su capacidad de reparar lo ya roto. Aprecio la fuerza de las mujeres en la prevención del conflicto y su aversión a la violencia; pero no son necesariamente eficientes en la difusión de tensiones una vez han surgido. De hecho, ésta es una especialidad masculina.
Las hembras de chimpancé se pelean mucho menos que los machos, probablemente porque se esfuerzan en evitarlo. Ahora bien, si se produce un altercado, las hembras rara vez se reconcilian. En el zoo de Arnhem, los machos se reconciliaban la mitad de las veces que se peleaban, y las hembras sólo una de cada cinco. Una diferencia similar se ha observado en libertad. Los machos se pelean y se reconcilian de manera cíclica, mientras que las hembras adoptan una actitud preventiva ante el conflicto. A diferencia de los machos, se cuidan de llevarse bien con quienes tienen lazos más fuertes, como la prole y las amistades íntimas, y dejan que la agresión se desate cuando se trata de sus rivales. En una visita reciente a Arnhem, encontré a Mama y Kuif acicalándose como si el tiempo no hubiera pasado: ya eran amigas hace tres décadas. Recuerdo ocasiones en que Mama apoyaba a un «candidato» político entre los machos y Kuif a otro, y me maravillaba la manera en que cada una disimulaba su preferencia ante la otra. Durante las luchas de poder, Mama podía dar un amplio rodeo para evitar enfrentarse cara a cara con su amiga, que se había alineado con el rival. Dada la incontestada dominancia de Mama y su furia hacia las hembras que no la obedecían, su indulgencia hacia Kuif era una llamativa excepción.
Pero, en la parte negativa, las hembras pueden ser tremendamente maliciosas y calculadoras. Un buen ejemplo se encuentra en los ofrecimientos de reconciliación tramposos. La idea es atrapar a la oponente mediante el engaño. Puist, una hembra más robusta y veterana, persigue y casi atrapa a una oponente más joven. Tras escapar por los pelos, la víctima grita durante un rato y luego se sienta jadeando frenéticamente. El incidente parece olvidado, y al cabo de diez minutos Puist hace un gesto amistoso desde lejos, tendiendo una mano abierta. La hembra joven titubea al principio, y luego se aproxima a Puist con signos clásicos de desconfianza, como pararse a menudo, mirar alrededor y una sonrisa nerviosa en la cara. Puist persiste, añadiendo jadeos suaves cuando la otra se acerca. Estos jadeos tienen un significado particularmente amistoso, y suelen ir seguidos de un beso, el principal gesto conciliatorio de los chimpancés. Luego, súbitamente, Puist agarra a la ingenua hembra y la muerde con fiereza hasta que ésta consigue liberarse.
La reconciliación entre los machos puede ser tensa y a veces fracasa (lo que implica que la disputa vuelve a comenzar), pero nunca hacen trampa. Los machos se guardan sus tensiones. Entre compinches, como Yeroen y Nikkie durante su dominio conjunto, un macho puede incomodarse si su amigo hace algo que lo disgusta, como invitar a una hembra sexualmente atractiva. Eriza el pelo y comienza a balancearse, ululando en voz baja, para enviar el mensaje de que está haciendo algo incorrecto. Si desoye estas advertencias, se desata una confrontación que la mayoría de las veces se resolverá en una rápida reconciliación. En contraste con las hembras, cuyas tensiones tienden a perdurar, los machos entierran sus rencillas fácilmente. No es raro que dos hembras se encuentren y comiencen de pronto a chillarse una a otra, sin que yo —el observador— tenga la menor idea de qué puede haber desatado el arrebato. Estos incidentes dan la impresión de que algo se ha estado fraguando bajo la superficie, quizá durante días o semanas, y que acerté a estar presente cuando el volcán entró en erupción. Esto nunca ocurre con los machos, sobre todo porque se comunican de manera abierta sus hostilidades y desacuerdos, de modo que las cosas siempre se «hablan» de una manera u otra. Ello puede llevar a una agresión desatada, pero al menos el aire se despeja.
Las hembras de bonobo se reconcilian con mucha más facilidad que sus parientes cercanas. La reafirmación de la dominancia colectiva y la dependencia de una red de alianzas hacen necesaria la solidaridad femenina. Si no chequearan la fuerza de sus lazos, no podrían mantenerse en lo más alto de la jerarquía. Los machos, por el contrario, tienen menos capacidad de reconciliación que los chimpancés. Una vez más, la razón es de orden práctico: los bonobos carecen de la intensa cooperación en la caza, las alianzas políticas y la defensa territorial que fuerza a los chimpancés a preservar la unión. Así pues, la tendencia a reconciliarse es un cálculo político que varía con la especie, el género y la sociedad. Paradójicamente, la agresividad dice poco de la pacificación: el género más agresivo puede estar más dotado para hacer las paces que el género más pacífico. La distinción popular entre Marte y Venus da la impresión de que sólo hay una dimensión que considerar, pero tanto los antropoides como las personas son mucho más complejos.
La principal razón de la pacificación no es la paz per se, sino los fines compartidos. Esto puede verse después de un trauma común. Por ejemplo, tras el ataque del 11 de septiembre de 2001 al World Trade Center de Nueva York, las tensiones interraciales en la ciudad decayeron. Nueve meses más tarde, los neoyorquinos de todas las etnias a quienes se preguntó sobre las relaciones interraciales las consideraron con mayor frecuencia más buenas que malas. En los años anteriores una abrumadora mayoría hubiera respondido lo contrario. Tras el ataque, el sentimiento de que «estamos juntos en esto» había propiciado una excepcional unidad y había logrado que la gente se mostrara más tolerante y conciliatoria de lo habitual. De pronto, los grupos étnicos separados pasaron a verse como integrantes de un único grupo ciudadano.
Esto tiene sentido a la luz de las teorías de la evolución de la reconciliación en especies tan diversas como las hienas, los papiones y los seres humanos. La dependencia mutua favorece la armonía. Hubo un tiempo en que los biólogos sólo se preocupaban de los ganadores y los perdedores: ganar era bueno y perder, malo. Toda población tenía sus «halcones» y «palomas», y para estas últimas resultaba difícil sobrevivir. El problema es que quién gana y quién pierde representa sólo la mitad de la historia. Si el propio sustento depende de trabajar codo con codo, como es el caso de una miríada de animales, los que inician peleas se arriesgan a perder algo mucho más importante que el conflicto de turno. A veces no se puede ganar una disputa sin perder un amigo. Para prosperar, los animales sociales deben ser halcones y palomas a la vez. Las nuevas teorías ponen el énfasis en la reconciliación, el compromiso y las buenas relaciones. En otras palabras, si se entierran las rencillas no es por amabilidad, sino para mantener la cooperación.
En un estudio se adiestró a monos para que cooperaran. Podían comer de una máquina de palomitas de maíz siempre que fueran en parejas. Un mono solo no obtenía nada de la máquina. No tuvieron problemas para aprenderlo. Tras este adiestramiento, se indujeron disputas para ver cuánto tardarían en reconciliarse estos monos. Las parejas de monos que habían aprendido a recurrir el uno al otro para obtener palomitas incrementaron su velocidad de reconciliación. Los monos mutuamente dependientes habían percibido la ventaja de llevarse bien.
Sin duda, este principio nos resulta familiar. De hecho, es el ideal subyacente tras la Unión Europea, derivada de la Comunidad Europea fundada en los años sesenta del pasado siglo. Tras un sinfín de guerras en el continente, algunos políticos visionarios argumentaron que la solución al conflicto permanente podría estar en el fomento de los lazos económicos entre las naciones: habría demasiado en juego para continuar con el mismo comportamiento. Como los monos adiestrados para alimentarse juntos, ahora las economías nacionales europeas se alimentan mutuamente. Si una nación invadiera a otra, no haría más que perjudicar su propia economía. Este incentivo para la paz se ha mantenido durante más de medio siglo.
Las soluciones pragmáticas al conflicto, como la formación de la Unión Europea, son típicamente masculinas. Lo digo sin ningún machismo y consciente de que los varones son también responsables de los peores excesos violentos cuando la paz no consigue imponerse. Uno de los escasos estudios sobre la manera en que ambos géneros arreglan sus desavenencias se centraba en los juegos infantiles. Se vio que las niñas juegan en grupos menores y son menos competitivas que los niños. Ahora bien, la duración media de los juegos femeninos era corta, porque a las niñas no se les daba tan bien resolver sus disputas como a los niños. Ellos reñían todo el tiempo y debatían las reglas como pequeños abogados, pero esto nunca ponía fin al juego. Tras cada interrupción, simplemente continuaban. Entre las niñas, en cambio, una riña solía significar el fin del juego, porque no hacían nada por restablecer la cohesión del equipo.
La naturaleza de las disputas también difiere. Digamos que el individuo A camina hasta B, y B responde dándose la vuelta y actuando como si A no existiera. Es inimaginable que un niño vea esto como un altercado; si lo ignoran, simplemente busca otra compañía. Para dos niñas, en cambio, un encuentro de esta clase puede ser encarnizado, y reverberar durante horas o días. Un equipo finlandés se dedicó a observar las peleas en el patio de una escuela y contabilizó muchos menos altercados entre las niñas que entre los niños. Esto era lo esperado, pero cuando preguntaron a los escolares al final del día si habían participado en alguna riña, encontraron frecuencias aproximadamente iguales en ambos sexos. A menudo la agresión femenina apenas resulta visible. En su novela Ojo de gato, Margaret Atwood contrastaba los tormentos que se infligen las chicas unas a otras con la competencia franca entre los chicos. Su protagonista se quejaba así:
«Pensé en decírselo a mi hermano y pedirle ayuda. Pero ¿decirle qué exactamente? Cordelia no hace nada físico. Si se tratara de chicos que me acosan o se burlan de mí, él sabría qué hacer, pero los chicos no me causan problemas. Contra las chicas y sus indirectas, sus murmuraciones, estaría indefenso».
Esta clase de agresión sutil no se desvanece fácilmente, como comprobaron los investigadores finlandeses. La discordia entre las niñas era más duradera que entre los niños. Si se les preguntaba cuánto tiempo podrían estar enfadados con alguien, los niños pensaban en términos de horas, a veces días, mientras que las niñas declaraban que podían seguir enfadadas ¡de por vida! Los rencores erosionan las relaciones, como explicó una entrenadora de natación a propósito de su paso de entrenar mujeres a entrenar varones. El trabajo con el sexo opuesto le resultaba mucho menos estresante. Si dos chicas tenían alguna desavenencia al principio de la temporada, era poco probable que la situación se enmendara antes de su conclusión. El enfrentamiento se iría enconando día tras día, minando la solidaridad del equipo. Los chicos, en cambio, reñían continuamente; pero por la tarde tomarían una cerveza juntos, y al día siguiente apenas recordarían su enfrentamiento.
Para los varones, la rivalidad y las hostilidades no son un obstáculo para las buenas relaciones. En You Just Don’t Understand, la lingüista Deborah Tannen informa sobre conversaciones hostiles seguidas de charlas amigables entre hombres. Éstos usan el conflicto para negociar su rango, y de hecho les encanta rivalizar, incluso con los amigos. Cuando las cosas se calientan, los varones suelen encontrar una manera de rebajar la tensión con un chiste o una disculpa, y esta alternancia entre camaradería y hostilidad tibia les permite mantener los lazos. Por ejemplo, los hombres de negocios pueden gritar e intimidar en una reunión, para luego ponerse a bromear y reír durante una pausa. «No es nada personal» es una puntualización masculina típica después de un agrio intercambio.
Si comparamos el conflicto con el mal tiempo, podemos decir que las mujeres intentan evitarlo, mientras que los hombres compran un paraguas. Las mujeres son mantenedoras de la paz, los varones pacificadores. Las amistades femeninas se contemplan a menudo como más profundas e íntimas que las masculinas, que se adaptan mejor a la acción, como ir juntos a eventos deportivos. En consecuencia, las mujeres ven el conflicto como una amenaza a conexiones estimadas. Como Mama y Kuif en la colonia de Arnhem, evitan las confrontaciones a cualquier precio. Las mujeres lo hacen muy bien, como evidencian los lazos duraderos que establecen. Pero la profundidad de sus relaciones también implica que, en caso de desavenencia, son incapaces de decir «no es nada personal». Todo es intensamente personal. Esto hace que la reparación tras la discordia, una vez ésta ha aflorado a la superficie, les resulte más difícil que a los varones.
Mediación femenina
Vernon, el macho alfa de la colonia de bonobos de San Diego, perseguía regularmente a un macho más joven, Kalind, hasta obligarlo a meterse en el foso seco. Era como si Vernon quisiera a Kalind fuera del grupo. El joven macho siempre volvía, trepando por la cuerda que colgaba hasta el fondo del foso, sólo para ser perseguido de nuevo. Después de hasta una docena de tales incidentes consecutivos, Vernon solía desistir. Entonces acariciaba los genitales de Kalind o ambos se hacían cosquillas. Sin este contacto amistoso, Kalind no era autorizado a volver. Así, tras salir del foso, lo primero que hacía era rondar al jefe y esperar una señal de cordialidad.
Pero, entre los bonobos, las reconciliaciones más intensas y teatrales son siempre entre las hembras, que en un santiamén pasan de la riña al frotamiento genitogenital. Inevitablemente, las reconciliaciones tienen un elemento sexual, y el mismo comportamiento puede servir para prevenir el conflicto. Cuando Amy Parish observó el reparto del alimento en el zoo de San Diego, comprobó que las hembras se acercaban a la comida, ululando ruidosamente, y se entregaban al sexo antes de tocarla. La primera respuesta no era comer o disputarse la comida, sino entablar un contacto físico frenético que servía para calmar el ánimo y preparar el camino para compartirla. Esto se conoce como «celebración», aunque el término «orgía» podría parecer más apropiado.
En el mismo zoo tuvo lugar un revelador incidente cuando los bonobos acababan de recibir un almuerzo de corazones de apio que en su totalidad habían sido reclamados por las hembras. Amy estaba tomando fotografías y gesticulaba para que los animales miraran a la cámara. Pero Loretta, que se había apropiado de casi toda la comida, debió de pensar que Amy estaba pidiendo algo para ella. Loretta la ignoró durante unos diez minutos, pero luego se levantó, dividió su apio y arrojó la mitad por encima del foso hacia aquella mujer que reclamaba su atención con tanta desesperación. Esto indica hasta qué punto las hembras habían adoptado a Amy como una de ellas, algo que nunca hicieron conmigo, ya que los antropoides distinguen con precisión el género de las personas. Más tarde, Amy visitó a sus amigos bonobos tras una baja por maternidad. Quería mostrarles a su bebé. La hembra de más edad echó una breve mirada al bebé humano y luego se metió en una jaula adyacente. Amy pensó que estaba molesta por algo, pero resultó que había ido a buscar a su propia cría. Enseguida volvió para sostener a su retoño contra el vidrio y permitir que los dos bebés se miraran a los ojos.
Las celebraciones de los chimpancés son ruidosas en extremo. En el zoo, estos estallidos de alegría se producen cuando los cuidadores se acercan con cubos llenos de comida, y en libertad cuando se captura una presa. Los chimpancés se congregan para abrazarse, acariciarse y besarse. Como en el caso de los bonobos, la fiesta tiene lugar antes de que nadie haya probado la comida. Las celebraciones implican abundante contacto corporal, y marcan una transición a una atmósfera más tolerante en la que todo el mundo tendrá su parte. Pero debo decir que las celebraciones más festivas que he visto nunca en los chimpancés no tienen nada que ver con la comida. Son las que acontecían cada primavera en el zoo de Arhem, cuando los animales oían el sonido de las puertas exteriores al abrirse por primera vez en la temporada. Los chimpancés reconocían de oído todas y cada una de las puertas del edificio. Después de haber pasado cinco meses de invierno confinados en un recinto cerrado con calefacción, estaban ansiosos de relajarse en la hierba. En cuanto escuchaban esas puertas, la colonia prorrumpía en un grito ensordecedor que parecía proceder de una sola garganta. Una vez fuera, la algarabía continuaba mientras los chimpancés se paseaban por la isla en pequeños grupos, saltando y dándose palmadas en la espalda. El humor era decididamente festivo, como si fuera el primer día de una vida nueva y mejor. Sus caras ganarían color al sol, y las tensiones se diluirían en el aire primaveral.
Las celebraciones ponen de manifiesto la necesidad de contacto físico en momentos de gran emotividad. Esta necesidad es típica de todos los primates, nosotros incluidos. Nos buscamos unos a otros cuando nuestro equipo consigue una gran victoria o cuando un estudiante se gradúa, pero también en los malos momentos, como en un funeral o después de una calamidad. Esta necesidad de contacto corporal es innata. Algunas culturas promueven el distanciamiento, pero una sociedad desprovista de contacto corporal no sería genuinamente humana.
Nuestros parientes primates también entienden esta necesidad de contacto. No sólo lo buscan para ellos, sino que también promueven el contacto entre otros si con ello pueden mejorar una relación tirante. El ejemplo más simple es el de una hembra joven que ha tomado en brazos al hijo de otra hembra. Cuando la cría comienza a llorar, la aprendiza se apresurará a devolverle el ruidoso paquete a su madre, sabiendo que ésta es la manera más rápida de calmarlo. Un ejemplo más sofisticado de inducción al contacto puede observarse cuando dos machos no acaban de reconciliarse tras una confrontación. A veces se sientan a un par de metros de distancia, como si esperaran que el adversario dé el primer paso. La tirantez entre ambos se evidencia en cómo miran en todas direcciones (el cielo, la hierba, su propio cuerpo) a la vez que evitan escrupulosamente mirarse a los ojos. Este punto muerto puede prolongarse más de media hora, pero puede ser roto por un tercero.
Una hembra se acerca a uno de los machos y, tras acicalarlo un momento, camina despacio hacia el otro. Si el primer macho la sigue, lo hace detrás de ella, sin siquiera mirar al otro macho. A veces la hembra vuelve la mirada para ver qué pasa y puede volver atrás para tirar del brazo del macho renuente. Cuando la hembra se sienta al lado del segundo macho, ambos la acicalan, uno a cada lado, hasta que ella simplemente se va y deja que ellos se acicalen el uno al otro. Los machos jadean, farfullan y se dan manotadas más sonoras que antes de la partida de la hembra, sonidos que indican su entusiasmo por el acicalamiento. Este comportamiento, conocido como «mediación», permite que los machos rivales se aproximen sin que uno tenga que tomar la iniciativa, sin tener que mirarse a los ojos y, quizá, sin perder prestigio.
La mediación promueve la paz en la comunidad al reunir a los enemistados. Es interesante que sólo sean las hembras las que median, y siempre las de más edad y rango. Esto no es sorprendente porque si un macho se acercara a alguno de los rivales, éstos interpretarían que ha tomado partido en el conflicto. Dada la propensión de los chimpancés machos a establecer alianzas, su presencia no puede ser neutral. Por otro lado, si una hembra joven (especialmente si está en estro) se acercara a uno de los dos machos, esto se interpretaría como una insinuación sexual que no haría más que incrementar la tensión. En la colonia de Arnhem, Mama era la mediadora por excelencia: ningún macho la ignoraría ni iniciaría una pelea que pudiera encolerizarla.
También en otras colonias la hembra de mayor rango tenía la aptitud y la autoridad para mediar entre contendientes masculinos. Incluso he visto cómo las otras hembras parecían animar a la hembra alfa a ejercer esta función, acercándose a ella mientras dirigían la mirada a los machos enemistados, como demandándole una intercesión que no les correspondía a ellas mismas. En este sentido, está claro que las hembras antropoides también tienen aptitud para la pacificación, y ciertamente avanzada. Pero nótese que sus mediaciones se relacionan a los machos. Éstos se muestran receptivos a su mediación, mientras que las hembras puede que no lo sean. Nunca he visto a una hembra intentando avenir a dos hembras rivales tras una pelea.
Por supuesto, los seres humanos apenas podemos coexistir sin intermediarios. Esto vale para cualquier sociedad, grande o pequeña. La armonización de intereses en conflicto se institucionaliza y canaliza a través de influencias sociales que incluyen el papel de los ancianos, la diplomacia exterior, los tribunales, los banquetes conciliatorios y los pagos compensatorios. Ante un conflicto, los semai malayos, por ejemplo, celebran la becharaa’, una asamblea formada por los contendientes, sus familiares y el resto de los miembros de la comunidad en la casa del jefe. Los semai saben cuánto está en juego: tienen un proverbio que dice que hay más razones para temer una disputa que para temer a un tigre. La becharaa’ se abre con monólogos de los ancianos, que durante bastantes horas arengan a los presentes sobre las dependencias mutuas dentro de la comunidad y la necesidad de mantener buenas relaciones. Las disputas se asocian con temas serios, como la infidelidad y la propiedad, y se resuelven en deliberaciones que pueden durar días, durante las cuales la comunidad entera examina todos los posibles motivos de los litigantes, las razones por las que se produjo la disputa, y cómo podía haberse evitado. La sesión acaba cuando el jefe conmina a uno o a ambos litigantes a no repetir nunca más lo que han hecho, para no poner en peligro a todo el mundo.
El bien común no es algo que deba tomarse a la ligera. O, como dijo Keith Richards a Mick Jagger cuando los Rolling Stones estuvieron a punto de separarse, «Esto es más grande que tú y yo juntos, muchacho».
El chivo expiatorio
«La victoria tiene cien padres, pero la derrota es huérfana», reza el viejo dicho. Aceptar la responsabilidad por algo que ha ido mal no es nuestro fuerte. En política, damos por sentado el juego de echarse las culpas unos a otros. Puesto que nadie quiere cargar con ella, la culpa tiende a viajar. Ésta es la manera fea de resolver las disputas: en vez de reconciliación, celebración y mediación, los problemas entre los de arriba se trasladan a los de abajo.
Toda sociedad tiene sus chivos expiatorios, pero el caso más extremo que conozco se relaciona con un grupo de macacos recién establecido. Estos monos tienen jerarquías estrictas, y mientras los de arriba estaban dirimiendo sus rangos respectivos, un proceso que tiende a encarnizarse, nada era más fácil para ellos que volverse contra un pobre subordinado. Una hembra llamada Black era atacada tan a menudo que bautizamos la esquina a la que solía retirarse como «el rincón de Black». La hembra se acurrucaba allí mientras el resto del grupo se congregaba en torno suyo, las más de las veces gruñendo y amenazándola sin más, pero de vez en cuando la mordían o le arrancaban mechones de pelo.
Por mi experiencia con primates, no tiene objeto ceder a la tentación de separar al chivo expiatorio, pues al día siguiente otro individuo habrá tomado su lugar. Existe una necesidad obvia de un receptáculo de tensiones. Pero cuando Black dio a luz a su primer retoño todo cambió, porque el macho alfa protegía a esta cría. El resto del grupo generalizó su animosidad a la familia de Black, así que el bebé también era objeto de amenazas y gruñidos; pero al contar con protección de alto nivel no tenía nada que temer, y parecía un tanto confundido con tanto escándalo. Black pronto aprendió a mantener a su hijo cerca cuando había problemas, porque entonces nadie la tocaría a ella tampoco.
El chivo expiatorio resulta tan efectivo porque es un arma de doble filo. En primer lugar, libera la tensión entre los individuos dominantes. Obviamente, atacar a un inocente inofensivo es menos arriesgado que atacarse entre ellos. En segundo lugar, aúna a los dominantes en torno a una causa común. Mientras amenazan al chivo expiatorio están hermanados. A veces se montan y abrazan unos a otros, lo cual indica que siguen unidos. Es una absoluta farsa, por supuesto; el enemigo elegido apenas importa. En un grupo de monos, de vez en cuando todos corrían hasta su vasija de agua para amenazar a su propio reflejo. A diferencia de nosotros y los antropoides, los otros monos no se reconocen en su reflejo, así que encontraron un grupo enemigo que, oportunamente, no les respondía. Los chimpancés de Arnhem tenían otra vía de escape. Si la cuerda se tensaba hasta el punto de ruptura, uno de ellos comenzaba a vociferar hacia el recinto contiguo del león y el guepardo. Los grandes felinos eran enemigos perfectos. La colonia entera pronto estaría gritando con toda la fuerza de sus pulmones a aquellas espantosas bestias, de las que se encontraban prudentemente separados por un foso, una valla y una franja boscosa, y las tensiones se habrían olvidado.
Un grupo bien establecido no suele tener un chivo expiatorio particular. De hecho, la ausencia de un cabeza de turco es un signo fiable de estabilidad. Pero el desplazamiento de la agresión, como lo llaman los especialistas, no necesariamente acaba en lo más bajo de la escala social. Alfa amenaza a Beta, que enseguida empieza a buscar a Gamma. Cuando lo encuentra, Beta amenaza a Gamma mientras echa un vistazo a Alfa, porque el resultado ideal es que Alfa se alinee con Beta. El desplazamiento de la agresión puede bajar cuatro o cinco escalones antes de amainar. A menudo es de baja intensidad (el equivalente de un insulto o un portazo), pero permite que los dominantes se desahoguen. Y todo el mundo en el grupo sabe qué pasa: los subordinados corren a esconderse al primer signo de tensión entre los de arriba.
El término «chivo expiatorio» procede del Viejo Testamento, donde se refiere a una de las dos cabras que intervenían en la ceremonia del Día de la Expiación. La primera cabra era sacrificada, mientras que a la segunda se le permitía escapar viva. Esta última recibía en la cabeza todas las iniquidades y transgresiones de la gente antes de ser soltada en una tierra solitaria, que literalmente era un erial y simbolizaba un vacío espiritual. Éste era el modo en que la gente se libraba del mal. De manera similar, el Nuevo Testamento describe a Jesús como el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29).
Para el hombre moderno, el chivo expiatorio se refiere a una demonización, difamación, acusación y persecución inapropiadas. El chivo expiatorio más horrible de la humanidad lo constituyó el Holocausto, pero liberar las propias tensiones a expensas de otros cubre una gama de comportamientos mucho más amplia, que incluye la caza de brujas en la Edad Media, el vandalismo ejercido por los seguidores de un equipo perdedor y el maltrato conyugal que deriva de conflictos en el trabajo. Y los elementos principales de este comportamiento (la inocencia de la víctima y la liberación violenta de tensiones) son llamativamente similares en nuestra especie y en otros animales. El ejemplo por excelencia es la agresión inducida por el dolor en ratas. Colóquense dos ratas en una rejilla de hierro a través de la cual se les da una descarga eléctrica, y en cuanto sientan el dolor se atacarán una a otra. Como la gente que se golpea el dedo con un martillo, las ratas no dudan en «culpar» a algún otro.
Nosotros rodeamos este proceso de simbolismo, y escogemos a las víctimas basándonos en cosas como el color de la piel, la religión o un acento extranjero. También nos cuidamos de no admitir nunca el pretexto que representa el chivo expiatorio. En este aspecto somos más sofisticados que ningún otro animal. Pero es innegable que el chivo expiatorio es uno de los reflejos psicológicos más básicos, más poderosos y menos conscientes de la especie humana; un reflejo que compartimos con tantos otros animales que muy bien puede ser innato.
El mítico Edipo sirvió de chivo expiatorio durante los disturbios en su ciudad, Tebas. Culpado de una epidemia de peste, era la víctima perfecta, dado que era un forastero criado en Corinto. Lo mismo se aplica a María Antonieta. La inestabilidad política combinada con su origen austriaco la convertían en un blanco ideal. Hoy día, Microsoft es un chivo expiatorio de la inseguridad en internet; a los inmigrantes ilegales se los culpa del desempleo y la CIA cargó con la responsabilidad de las armas de destrucción masiva nunca encontradas en Iraq.
La propia guerra de Iraq es otro buen ejemplo. Como a todos los norteamericanos, el ataque terrorista sobre Nueva York me dejó atónito. Además de mi horror y aflicción iniciales, la rabia pronto entró a formar parte del combinado. Podía sentirla a mi alrededor, y también la sentí filtrarse en mi interior. No estoy seguro de que este sentimiento fuera compartido por la gente de otras partes del mundo: el horror y la aflicción sí, pero la rabia quizá no. Esto podría explicar por qué los acontecimientos posteriores enemistaron tanto a Estados Unidos con otras naciones. De un día para otro, el mundo tenía que vérselas con un oso herido y furioso, despertado de golpe de su letargo por alguien que le había pisado la cola. Como dice una canción popular, un golpe inesperado había hecho que el país se encendiera como el 4 de julio.
Tras golpear a Afganistán, el oso enfurecido buscó otro blanco más enjundioso, y ahí estaba Saddam Hussein, odiado por todos, comenzando por su propio pueblo, burlándose del mundo. No importa que no hubiera ninguna conexión probada con el 11 de septiembre: el bombardeo de Bagdad supuso una gran liberación de tensión para el pueblo norteamericano, que lo saludó con banderas ondeando en las calles y aplausos en los medios de comunicación. Inmediatamente después de esta catarsis, sin embargo, las dudas comenzaron a aflorar. Al cabo de año y medio, las encuestas indicaban que la mayoría de los norteamericanos consideraba que la guerra era un error.
El desplazamiento de la culpa no enmienda la situación que lo motivó, pero funciona. Sirve para calmar los nervios desquiciados y restaurar la cordura. Como dijo Yogi Berra: «Nunca me culpo a mí mismo cuando no acierto; le echo la culpa al bate». Es una buena manera de salirse de la ecuación, pero su funcionamiento exacto apenas se comprende. Sólo se ha abordado un estudio de lo más innovador, no en las personas, sino en los papiones. Los primatólogos han establecido «líneas directrices» del éxito de un papión macho. La medida del éxito es la cantidad de glucocorticoide (una hormona del estrés que refleja el estado fisiológico) en la sangre. Un nivel bajo significa que uno lleva bien los altibajos de la vida social, que para el papión macho está llena de luchas de poder, desaires y desafíos. Se comprobó que el desplazamiento de la agresión es un rasgo de personalidad excelente para un papión. Tan pronto como un macho ha perdido una confrontación, descarga su furia en algún incauto de menor tamaño. Los machos que tienden a este comportamiento llevan una vida relativamente libre de estrés. En vez de retirarse a lamentar una derrota, transfieren sus problemas a otros papiones.
He oído a mujeres decir que esto es cosa de hombres, que las mujeres tienden a internalizar la culpa, mientras que los varones no tienen reparos en trasladarla a otros. Los hombres prefieren provocar úlceras antes que contraerlas. Es deprimente ver que compartimos esta tendencia —causa de tantas víctimas inocentes— con ratas y primates. Es una táctica profundamente implantada para mantener a raya el estrés a expensas de la moralidad y la justicia.
Este mundo atestado
En los comienzos de mi carrera científica, una vez pregunté a un célebre experto en violencia humana qué sabía de la reconciliación. Me dio una conferencia acerca de que la ciencia debería centrarse en las causas de la agresión, ya que en ellas se encuentra la clave para su erradicación. Mi interés en la resolución de conflictos le hizo pensar que yo daba la agresión por sentada, algo que él no aprobaba. Su actitud me recordó la de los oponentes a la educación sexual: ¿por qué perder tiempo en mejorar un comportamiento que ni siquiera debería existir?
Las ciencias naturales son más directas que las ciencias sociales. Ningún tema es tabú. Si algo existe y puede estudiarse, merece ser investigado. Es así de simple. La reconciliación no sólo existe, sino que está extremadamente extendida entre los animales sociales. Bien al contrario que el experto en violencia, creo que nuestra única esperanza de frenar la agresión reside en una mejor comprensión de nuestro equipamiento natural para manejarla. Fijar la atención exclusivamente en el comportamiento problemático es como si un bombero lo aprendiera todo sobre el fuego y nada sobre el agua.
Uno de los desencadenantes de la agresión mencionados a menudo por los científicos es de hecho relativamente irrelevante, sobre todo por los controles y contrapesos que nuestra especie pone en juego: el vínculo entre superpoblación y agresión. El demógrafo inglés decimonónico Thomas Malthus indicó que el crecimiento de la población humana es frenado de manera automática por el aumento de la degradación y la miseria. Esto inspiró al psicólogo John Calhoun un experimento de pesadilla. Encerró una población de ratas en expansión dentro de un recinto angosto y observó que en poco tiempo los roedores comenzaban a cometer asaltos sexuales, a matarse y hasta a comerse unos a otros. Como había predicho Malthus, el crecimiento de la población se frenó de manera natural. El caos y la desviación del comportamiento llevaron a Calhoun a acuñar la expresión «sumidero comportamental». La conducta normal de las ratas se había ido por el desagüe, por así decirlo.
Enseguida, las bandas callejeras se asimilaron a grupos de ratas, los barrios bajos a sumideros comportamentales y las áreas urbanas a zoológicos. Se nos advirtió de que un mundo cada vez más atestado estaba abocado a la anarquía o la dictadura. A menos que dejáramos de reproducirnos como conejos, nuestro destino estaba sellado. Estas ideas se implantaron en la corriente principal del pensamiento hasta el punto de que, si hacemos una encuesta, casi todo el mundo diría que la superpoblación es uno de los principales obstáculos para erradicar la violencia humana.
La investigación primatológica sustentó inicialmente este cuadro angustioso. Los científicos comunicaban que los monos urbanos de la India eran más agresivos que los que vivían en el bosque. Otros afirmaban que los primates en cautividad eran excesivamente violentos, y que las jerarquías de dominancia eran un artefacto, porque en libertad imperaban la paz y el igualitarismo. Copiando la hipérbole de los divulgadores, un estudio informaba sobre un «gueto revuelto» entre los papiones.
Mientras estuve trabajando con macacos rhesus en el zoo Henry Vilas de Madison, en Wisconsin, recibíamos quejas de que los monos estaban siempre peleando, así que debíamos tenerlos demasiado hacinados. A mí aquellos macacos me parecían perfectamente normales: nunca había visto un grupo de macacos rhesus donde no hubiera riñas. Además, por haberme criado en una de las naciones más densamente pobladas del mundo, soy muy escéptico sobre cualquier vínculo entre hacinamiento y agresión. Simplemente, no lo veo en la sociedad humana. Así, pues, diseñé un estudio a gran escala de macacos rhesus que vivieran en circunstancias particulares durante muchos años, incluso generaciones. Los grupos más apretujados vivían en jaulas, y los más desahogados en una amplia isla arbolada. Los monos de la isla tenían seis veces más espacio per cápita que los enjaulados.
Nuestro primer hallazgo fue que, sorprendentemente, la densidad no afecta en lo más mínimo a la agresividad masculina. De hecho, las mayores tasas de agresión se registraron entre los machos que podían moverse en libertad, no entre los cautivos. Los machos hacinados acicalaban más a las hembras, y éstas los acicalaban más a ellos. El acicalamiento tenía un efecto calmante, pues el ritmo cardiaco de un mono desciende mientras lo acicalan. Las hembras reaccionaban de otra manera. Las monas rhesus tienen un fuerte sentido de pertenencia a un grupo matrilineal. Puesto que estos grupos compiten entre sí, el hacinamiento induce fricciones. Pero no sólo aumenta la agresión, como cabe esperar: también se incrementa el acicalamiento entre hembras de grupos matrilineales distintos. Esto significa que las hembras se esfuerzan en contener las tensiones. En consecuencia, el efecto del hacinamiento es mucho menos marcado de lo que podría esperarse.
Hablamos de «contención», lo que significa que los primates tienen maneras de contrarrestar los efectos del espacio reducido. Quizá por su mayor inteligencia, los chimpancés van aún más lejos. Todavía recuerdo un invierno en que el joven aspirante, Nikkie, parecía dispuesto a retar al macho alfa vigente, Luit, en la colonia de Arnhem. Los chimpancés vivían en un recinto cubierto donde la confrontación con el líder establecido sería un suicidio. Después de todo, Luit contaba con el apoyo mayoritario de las hembras, que le habrían ayudado a arrinconar a su adversario si Nikkie hubiera intentado algo. Pero tan pronto como la colonia pudo abandonar su encierro invernal, comenzaron los problemas. Las hembras se mueven más despacio que los machos, y en la espaciosa isla, Nikkie podía eludir con facilidad las defensas femeninas de Luit. De hecho, todas las luchas de poder en Arnhem han tenido lugar al aire libre, nunca en condiciones de confinamiento. Sabemos que los chimpancés tienen visión de futuro, así que no deberíamos descartar que esperen el momento propicio hasta que las condiciones sean favorables para crear agitación.
Esta clase de control emocional también se aprecia en la evitación del conflicto cuando los chimpancés están alojados en recintos estrechos. De hecho, la agresión se reduce. Recuerdan a la gente dentro de un ascensor o un autobús lleno, que aplaca las fricciones a base de minimizar las expansiones corporales, el contacto visual y el volumen de voz. Éstos son ajustes a pequeña escala, pero también es posible que culturas enteras se adapten al espacio disponible. La gente de países superpoblados a menudo insiste en la tranquilidad, la armonía, la deferencia, la modulación de la voz y el respeto de la privacidad aunque los tabiques sean literalmente de papel.
Nuestra sofisticada aptitud para adaptarnos a una socioecología particular, como diría un biólogo, explica por qué el número de gente por kilómetro cuadrado no tiene nada que ver con la tasa de muertes violentas. Algunas naciones con tasas de homicidio por las nubes, como Rusia y Colombia, tienen densidades de población muy bajas, y entre las menos violentas encontramos a Japón y Holanda, países atestados a más no poder. Esto también se aplica a las áreas urbanas, donde tienen lugar la mayoría de los crímenes. La metrópoli más abarrotada del mundo es Tokio, y una de las más espaciosas, Los Ángeles. Sin embargo, en Los Ángeles se registran anualmente unos quince homicidios por cada cien mil habitantes, mientras que en Tokio no llegan a dos.
En 1950 había 2500 millones de personas en el mundo. Ahora vamos por los 6500 millones. Hay una pronunciada subida desde que se instauró el calendario actual, hace dos milenios, momento en que la población humana mundial estaba entre 200 y 400 millones de personas, según los cálculos. Si la superpoblación lleva a la agresión, deberíamos estar al borde de la combustión total. Por fortuna, procedemos de una larga línea de animales sociales capaces de acomodarse a toda suerte de condiciones, incluyendo algunas tan poco naturales como cárceles, aceras y centros comerciales atestados. La acomodación puede requerir algún esfuerzo, y las desorbitadas celebraciones de cada primavera en el zoo de Arnhem ciertamente indican que los chimpancés prefieren una existencia más desahogada. Pero acomodarse a las apreturas es mejor que la inquietante alternativa predicha por el experimento de Calhoun.
Debo añadir, no obstante, que el resultado de Calhoun quizá no fuera atribuible tan solo al hacinamiento. Puesto que las ratas sólo disponían de unos pocos dispensadores de comida, la competencia probablemente también tuvo un papel relevante. Esto es una advertencia para nuestra propia especie en un mundo cada vez más poblado. Tenemos un talento natural infravalorado para acomodarnos a la superpoblación, pero si a ésta le sumamos una escasez de recursos, la combinación muy bien podría conducir a la degradación y la miseria vaticinados por Malthus.
Se debe tener en cuenta que Malthus poseía un pensamiento político increíblemente despiadado. Creía que cualquier asistencia a los necesitados iba en contra del proceso natural por el cual se supone que esta gente debe morir. Si había un derecho que el hombre no tenía, dijo, era el derecho a la subsistencia que él mismo no podía procurarse. Malthus inspiró un sistema de pensamiento, conocido como darwinismo social, desprovisto de compasión. En consecuencia, el interés egoísta es el fluido vital de la sociedad, que se traduce en el progreso del fuerte a expensas del débil. Esta justificación del acaparamiento de los recursos por parte de unos pocos afortunados fue exportada con éxito al Nuevo Mundo, donde llevó a John D. Rockefeller a decir que el crecimiento de un negocio «no es más que el resultado de una ley de la naturaleza y una ley de Dios».
Dado el uso y abuso popular de la teoría de la evolución, apenas sorprende que el darwinismo y la selección natural se hayan convertido en sinónimos de la competencia desmedida. El propio Darwin, sin embargo, era todo lo contrario de un darwinista social. Creía que había un margen para la compasión tanto en la naturaleza humana como en el mundo natural. Necesitamos con urgencia de esta compasión, porque la cuestión que afronta una población mundial creciente no es tanto si somos o no capaces de gestionar la superpoblación como si seremos justos y ecuánimes en la distribución de los recursos. ¿Optaremos por la competencia o por la humanidad? Nuestros parientes cercanos pueden darnos algunas lecciones importantes. Nos muestran que la compasión no es una debilidad reciente y antinatural, sino una formidable capacidad que forma parte de nuestra naturaleza, al igual que las tendencias competitivas que aspira a superar.