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Búsqueda

 

 

Cuando Gotama dejó atrás la distante república de Sakka y entró en el reino de Magadha, fue a parar al corazón de una nueva civilización. La leyenda pāli nos dice que al principio permaneció algún tiempo a las afueras de Rājagaha, la capital de Magadha y una de las nuevas ciudades más poderosas. Cuentan que mientras mendigaba el alimento atrajo la atención nada menos que del mismísimo rey Bimbisāra, quien quedó tan impresionado por el joven bhikkhu sakya que quiso convertirlo en su heredero.[1] Es bastante probable que se trate de un adorno ficticio de la primera visita de Gotama a Rājagaha, pero el incidente pone de manifiesto un aspecto importante de su futura misión. Gotama había pertenecido a una de las familias más prominentes de Kapilavatthu y estaba acostumbrado a tratar con reyes y aristócratas. En Sakka no imperaba un sistema de castas pero cuando Gotama entró en contacto con las capas sociales se presentó a sí mismo como un ksatriya, un miembro de la casta responsable del gobierno. Con todo, Gotama era capaz de mirar a las estructuras de la sociedad védica con la objetividad de un foráneo. No había sido educado para reverenciar a los brahmanes y jamás se sintió en inferioridad de condiciones en su trato con ellos; posteriormente, cuando hubo fundado su orden, rechazó cualquier tipo de categorización férrea basada en principios hereditarios. Esta actitud crítica le fue de gran ayuda en las ciudades, donde el sistema de castas se estaba desintegrando. También es significativo que la primera escala de Gotama no fuese una ermita recóndita sino una gran ciudad industrial. Pasaría la mayor parte de su vida de predicación en las ciudades situadas a lo largo del Ganges, donde reinaba un malestar y perplejidad bastante generalizados, fruto del cambio y las convulsiones que la urbanización llevaba consigo y donde, en consecuencia, había mucha más hambre espiritual.

Gotama no permaneció en Rājagaha mucho tiempo en aquella primera visita sino que partió en busca de un maestro que le sirviese de guía a lo largo de su aprendizaje espiritual y le enseñase los principios básicos de la vida santa. Es probable que en Sakka, Gotama hubiese visto muy pocos monjes, pero en cuanto emprendió su camino por las nuevas rutas comerciales que conectaban las ciudades de la región, seguramente se sorprendió ante la gran cantidad de bhikkhus errantes vestidos con el sayo amarillo, levantando sus escudillas mendicantes y caminando al lado de los mercaderes. En las ciudades, los vería de pie, silenciosos, junto a los portales de las casas, sin pedir la comida directamente, levantando sus escudillas que, por lo general, los cabeza de familia se aprestaban a llenar con las sobras, ansiosos por hacer méritos que les asegurasen un mejor renacimiento en la siguiente vida. Cuando Gotama se apartaba del camino para dormir en los bosques de banyan, ébano y palmeras que bordeaban las tierras de cultivo, se encontraba a grupos de monjes que convivían en campamentos. Algunos de ellos habían llevado consigo a sus esposas y habían construido su hogar en la espesura mientras perseguían la vida santa. Había incluso algunos brahmanes que habían emprendido la «noble búsqueda», ocupándose de velar los tres fuegos sagrados y buscando la iluminación en un contexto más estrictamente védico. Durante la estación de las lluvias que asolaban la región a mediados de junio y que se prolongaba hasta bien entrado septiembre, era imposible viajar y muchos de los monjes convivían en los bosques o en los parques y cementerios suburbanos hasta que las inundaciones remitían y los caminos volvían a ser transitables. Cuando Gotama se unió a ellos, los bhikkhus errantes se habían convertido en una característica singular del paisaje y en una fuerza a tener en cuenta dentro de la sociedad. Al igual que los mercaderes, habían pasado casi a constituir una quinta casta.[2]

En los inicios, algunos de ellos habían adoptado aquella vocación ājīva para escapar básicamente a los penosos trabajos de la vida doméstica y un trabajo regular. Siempre había algunos renunciantes que no eran más que marginados, deudores, arruinados y fugitivos de la justicia. Pero, por el tiempo en que Gotama se embarcó en su búsqueda, los monjes se habían organizado mejor, e incluso los menos comprometidos estaban obligados a profesar alguna ideología que justificara su existencia; eso derivó en la creación de gran diversidad de escuelas. En los diligentes nuevos reinos de Kosala y Magadha, el gobierno había empezado a ejercer un control más estricto sobre los habitantes y no permitía que la gente se lanzara a un estilo de vida alternativo que no contribuyera de algún modo a la sociedad en general. Los monjes tenían que demostrar que no eran parásitos, sino filósofos cuyas creencias podían mejorar la salud espiritual del pueblo.[3]

La mayoría de las nuevas ideologías estaban centradas en la doctrina de la reencarnación y el kamma; su objetivo era alcanzar la liberación de la incesante rueda del saṃsāra que los abocaba de una existencia a otra. Los Upaniads habían enseñado que la causa principal del sufrimiento era la ignorancia: una vez que el individuo embarcado en la búsqueda hubiese adquirido un conocimiento profundo de su yo verdadero y absoluto (ātman), descubriría que ya no experimentaba el dolor de forma tan intensa y vislumbraba una liberación final. Pero los monjes de Magadha, Kosala y de las repúblicas orientales de la llanura del Ganges estaban más interesados en los aspectos prácticos. En vez de considerar la ignorancia como la fuente principal de dukkha, veían el deseo (tanhā) como el principal culpable. Por deseo no entendían la noble aspiración que estimulaba a los seres humanos a objetivos tan inspirados y elevados como la vida santa, sino el tipo de avidez que nos impulsa a decir: «Yo quiero». Estaban muy preocupados por la codicia y el egoísmo de la nueva sociedad. Como hemos visto, eran hombres de su tiempo y habían absorbido el ethos de individualismo y autoconfianza nacidos en las plazas de mercado pero, al igual que los otros sabios del Tiempo Axial, sabían que el egoísmo entrañaba muchos peligros. Los monjes de la ribera oriental del Ganges estaban convencidos de que aquel tanhā sediento era lo que mantenía a la gente encadenada al saṃsāra. Afirmaban que todas nuestras acciones estaban motivadas, hasta cierto punto, por el deseo. Al tomar conciencia de nuestro deseo, dábamos los pasos pertinentes para hacerlo realidad; cuando un hombre deseaba a una mujer se esforzaba por seducirla; cuando alguien se enamoraba quería poseer a la persona amada y se aferraba a ella y suspiraba por ella compulsivamente. Nadie se molestaría en hacer un trabajo arduo y a menudo tedioso para ganarse la vida a menos que quisiese conseguir comodidades materiales. Así pues, el deseo era el detonante de las acciones de la gente (kamma), pero cada acción tenía consecuencias a largo plazo y condicionaba el tipo de existencia que la persona tendría en la vida siguiente.

La conclusión era que el kamma llevaba al renacimiento; si pudiéramos evitar emprender ninguna acción, entonces quizá tendríamos la posibilidad de liberarnos del ciclo de un nuevo nacimiento, sufrimiento y una nueva muerte. Pero nuestros deseos nos impelían a actuar, de manera que si pudiéramos eliminar el tanhā de nuestro corazón y nuestra mente, concluyeron los monjes, acumularíamos menos kamma. Pero un cabeza de familia no tenía la menor posibilidad de erradicar el deseo de sí mismo. Toda su vida consistía en una fatídica cadena de actividades.[4] Como hombre casado, era su deber engendrar descendencia y sin un cierto grado de deseo le sería imposible acostarse con su esposa. A menos que no sintiera una ambición corta no se implicaría en el comercio o la industria con el menor grado de éxito o convicción. Si fuera rey o ksatriya le sería prácticamente imposible gobernar o guerrear contra sus enemigos si no deseara el poder. Ciertamente, sin tanhā y las acciones (kamma) que se derivaban de él, la sociedad se paralizaría. La vida del dueño de una casa y cabeza de familia, dominada como estaba por el deseo, la codicia y la ambición, lo impulsaban a realizar actividades que lo ataban a la red de la existencia: inevitablemente volvería a nacer para soportar otra nueva vida de dolor. Cabía la posibilidad de que esa persona hiciese méritos acumulando buen kamma. Podía dar limosna a los bhikkhus, por ejemplo, y haría así una reserva de buenas acciones que lo beneficiarían en el futuro. Pero en vista de que todo kamma era limitado, dichas acciones solo podrían tener consecuencias finitas. No podían procurar al cabeza de familia la paz inconmensurable del Nibbāṇa. Lo máximo que nuestro kamma podía hacer por nosotros era asegurarse de que en la vida siguiente renaciésemos como dioses en uno de los mundos celestiales, pero incluso la existencia celestial se acabaría algún día. En consecuencia, la eterna rutina del ciclo de deberes y responsabilidades de un cabeza de familia pasaron a convertirse en un símbolo del saṃsāra y de la exclusión de la santidad. Atado a esa rueda de actividad fatídica, el cabeza de familia no podía albergar la menor esperanza de alcanzar la liberación.

Pero el monje estaba en mejor posición. Había renunciado a la sexualidad; no tenía descendencia ni nadie que dependiese de él, no tenía que trabajar o implicarse en el comercio. En comparación con el cabeza de familia, disfrutaba de una vida relativamente libre de acciones.[5] Pero, pese a que hacía menos kamma, el monje seguía experimentando deseos que lo ataban a esta vida. Incluso el más comprometido de ellos sabía que no se había liberado de los apetitos. Aún se veía asaltado por la lujuria y, ocasionalmente, suspiraba por un poco de comodidad en su vida. A decir verdad, en ocasiones, aquella existencia de privación no hacía sino aumentar ese deseo. ¿Cómo podía liberarse a sí mismo un monje? ¿Cómo podía acceder a su yo verdadero y liberarlo del mundo material cuando, a pesar de sus mejores intenciones, todavía se hallaba suspirando por cosas terrenales? Un abanico de posibles soluciones surgió en las principales escuelas monásticas. Un maestro desarrollaba un dhamma, un sistema de doctrina y disciplina que, él juzgaba, conseguiría abordar aquellas dificultades intratables. Después reunía a un grupo de discípulos y formaba lo que se conocía como un sangha o gana (viejos términos védicos para grupos tribales en la región). Esos sanghas no eran comunidades estrechamente unidas como sucede con las órdenes religiosas modernas. Tenían poca o ninguna vida en común, carecían de una regla oficial de comportamiento, y los miembros iban y venían a su antojo. Nada impedía que un monje abandonase a su maestro en el caso de que encontrase un dhamma más compatible con su forma de pensar, y los monjes solían ir comparando hasta encontrar el mejor maestro que pudiesen. Se convirtió en una práctica habitual que los bhikkhus se abordasen los unos a los otros en el camino y se preguntaran: «¿Quién es tu maestro? Y ¿qué dhamma sigues?».

Mientras Gotama viajaba por Magadha y Kosala es probable que interpelara de ese modo a los monjes que encontraba a su paso, pues andaba buscando un maestro y un sangha. Al principio quizá le pareciera confuso el choque de ideologías. Los sangha eran competitivos y proclamaban su dhamma de forma tan agresiva como los comerciantes anunciaban sus productos en el mercado. Los discípulos más entusiastas bien podían referirse a sus maestros con el título de «Buda» («El Iluminado» o «Maestro de Dioses y Hombres»).[6] Al igual que sucedía en otros países axiales, había un fermento de debate, discusiones muy sofisticadas, y un gran interés por parte del público en esas cuestiones. La vida religiosa no quedaba confinada entre unos pocos fanáticos excéntricos, sino que era un tema que preocupaba a todos. Los maestros hacían debates públicos en los parlamentos; las multitudes se congregaban para escuchar un sermón público.[7] Las personas laicas expresaban su opinión, apoyando a un sangha en contra de otro. Cuando el líder de uno de los sanghas llegaba a la ciudad, los cabeza de familia, mercaderes y empleados del gobierno lo buscaban para interrogarlo sobre su dhamma, y hablaban de sus méritos con el mismo entusiasmo con el que hoy en día la gente comenta un partido de fútbol. El laicado era capaz de apreciar los puntos más sutiles de estos debates, pero su interés no era nunca teórico. El conocimiento religioso en la India tenía un criterio: ¿Funcionaba? ¿Transformaba al individuo, mitigaba el dolor de la vida, traía la paz y la esperanza de una liberación final? Nadie estaba interesado en la doctrina metafísica en sí misma. Un dhamma tenía que tener una orientación práctica; casi todas las ideologías de los monjes de los bosques, por ejemplo, intentaban mitigar la agresión que caracterizaba a la nueva sociedad, insistiendo en la ética del ahi(no violencia) que abogaba por la benevolencia y la bondad.

Así, los ājīvakas, seguidores de los maestros Makkali Gosāla y Purāṇa Kassapa, negaban la teoría entonces vigente del kamma: creían que todo el mundo podía alcanzar finalmente la liberación del saṃsāra, a pesar de que este proceso pudiese llegar a prolongarse durante miles de años. Cada persona tenía que pasar por un número determinado de existencias y experimentar cada una de las formas de vida. El propósito de este dhamma era cultivar la paz mental; no tenía sentido preocuparse por el futuro puesto que todo estaba predestinado. Con un planteamiento similar, los materialistas, con el sabio Ajita al frente, negaban la doctrina de la reencarnación, arguyendo que, en vista de que los seres humanos eran criaturas enteramente físicas, a su muerte se limitaban a regresar de nuevo a los elementos. Por consiguiente, el comportamiento de cada cual carecía de importancia en vista de que a todo el mundo le aguardaba el mismo destino; con todo, era probablemente mejor fomentar la buena voluntad y la felicidad obrando como uno quisiese y ejecutando aquellos kamma que lo condujesen a los fines deseados. Sañjaya, el líder de los escépticos, negaba cualquier posibilidad de alcanzar una verdad final y enseñaba que todo kamma debería estar orientado a cultivar la amistad y la paz espiritual. Dado que toda verdad era relativa, las discusiones solo podían derivar en acrimonia y debían ser evitadas. Los jainistas, que durante la época del Buda estaban bajo la tutela de Vardhamāna Jnātiputra, conocido como Mahāvīra (el Gran Héroe), creían que un mal kamma cubría el alma con un polvillo fino que la arrastraba hacia abajo. En consecuencia, hubo algunos que intentaron evitar cualquier tipo de acción, especialmente aquellos kamma que pudiesen herir a otra criatura, bien fuese esta planta o insecto. Algunos jainistas intentaban permanecer inmóviles, no fuese el caso de que sin darse cuenta pisasen un palo o vertieran una gota de agua, pues todas esas formas de vida menores contenían almas vivientes atrapadas por el mal kamma cometido en vidas anteriores. Pero los jainistas solían combinar aquella extraordinaria benevolencia para con sus semejantes con una violencia feroz hacia su propia persona, sometiéndose a penitencias espantosas en un intento de borrar los efectos del mal kamma: pasaban hambre, se negaban a beber o a lavarse y se exponían a temperaturas extremas de frío y de calor.[8]

Gotama no se unió a ninguno de estos sanghas, en su lugar, se dirigió a los alrededores de Vesālī, la capital de la república de Videha, para iniciarse en el dhamma de ālāra Kālāma, quien al parecer enseñaba una forma de Sāṃkhya.[9] Cabe la posibilidad de que Gotama ya estuviese familiarizado con esta escuela, pues la filosofía del Sāṃkhya (discriminación) había sido enseñada por primera vez por Kapila, maestro del siglo VII, que tenía cierta conexión con Kapilavatthu. Esta escuela creía que era más bien la ignorancia, y no el deseo, la que se hallaba en la raíz de todos nuestros problemas; nuestro sufrimiento se derivaba de nuestra falta de comprensión de nuestro verdadero yo. Confundíamos este yo con nuestra vida psicomental corriente, pero para alcanzar la liberación teníamos que cobrar conciencia a un nivel profundo de que el yo no tenía nada que ver con esos estados mentales transitorios, limitados e insatisfactorios. El yo era eterno e idéntico al Espíritu Absoluto (purua) que permanece latente en cada objeto y en cada ser pero está oculto detrás del mundo material de la naturaleza (praktṛi). El objetivo de la vida santa según el Sāṃkhya era aprender a discriminar puruṣa de praktṛi. El aspirante tenía que aprender a vivir por encima de la confusión de las emociones y cultivar el intelecto, la parte más pura del ser humano que tenía el poder de reflejar el Espíritu Eterno de la misma forma que una flor se ve reflejada en un espejo. No se trataba de un proceso sencillo, pero en cuanto un monje empezaba a ser consciente de que su yo verdadero era completamente libre, absoluto y eterno, alcanzaba la liberación. En ese momento, la naturaleza (praktṛi) desaparecería inmediatamente del yo, «como una bailarina se marcha después de haber complacido al señor», como aparece descrito en uno de los textos clásicos.[10] Cuando eso sucedía, el monje alcanzaba la iluminación porque había despertado a su verdadera naturaleza. El sufrimiento ya no podía afectarlo porque sabía que era eterno y absoluto. De hecho llegaría hasta el punto de decir «sufre» en tercera persona en vez de emplear la primera «sufro», porque el dolor se habría convertido en una experiencia remota, alejada de lo que, él ahora sabía, era su verdadera identidad. El sabio iluminado continuaría viviendo en el mundo y extinguiría los restos del mal kamma que hubiese podido cometer, pero cuando muriese no volvería a nacer de nuevo por haber conseguido la emancipación de la praktṛi material.[11]

Gotama sintió que simpatizaba con las ideas del Sāṃkhya y cuando formuló su propio dhamma conservó algunos elementos de esta filosofía. Es evidente que para alguien como Gotama, que acababa de experimentar el desencanto del mundo, esta era una ideología atractiva, porque enseñaba al aspirante a buscar la santidad en todas las cosas. La naturaleza (praktṛi) era simplemente un fenómeno efímero y, por muy inquietante que pudiese parecer, no era la realidad final. Para los que pensaban que el mundo se había convertido en un lugar extraño, el Sāṃkhya era una visión reconfortante porque enseñaba que, a pesar de su apariencia poco prometedora, la naturaleza era nuestra amiga. Podía ayudar a los seres humanos a alcanzar la iluminación. Al igual que los hombres y las mujeres, cada criatura del mundo natural también se sentía impelida por la necesidad de liberar el yo; la naturaleza estaba decidida a sustituirse a sí misma para permitir que el yo verdadero quedase libre. Incluso el sufrimiento tenía un papel redentor pues cuanto más se sufría más se deseaba una existencia que estuviese exenta de ese dolor; cuanto más experimentábamos las restricciones del mundo de la praktṛi, mayor era nuestro anhelo por liberarnos. Cuanto más conscientes éramos de que nuestra vida estaba condicionada por fuerzas externas, más deseábamos la realidad absoluta e incondicionada del puruṣa. Pero por muy fuerte que fuese ese deseo, a un asceta le resultaba a menudo muy difícil liberarse del mundo material. ¿Cómo podían los seres mortales, acosados por las turbulencias de las emociones y la vida anárquica del cuerpo, alzarse por encima de ese tumulto y vivir solo con el intelecto?

Pronto Gotama se vio enfrentado a este problema y se dio cuenta de que la contemplación de las verdades del Sāṃkhya no conseguían un verdadero alivio; con todo, al principio hizo grandes progresos. ālāra Kālāma lo aceptó como discípulo y le prometió que en muy poco tiempo entendería el dhamma y llegaría a saber tanto como su maestro. Haría suya la doctrina. Gotama no tardó en dominar las cuestiones básicas y en breve fue capaz de recitar las enseñanzas de su maestro con tanta maestría como pudieran hacerlo los otros miembros del sangha, pero estas no acababan de convencerlo. Faltaba algo. ālāra Kālāma le había asegurado que acabaría por «darse cuenta» de esas enseñanzas y alcanzaría «conocimiento directo» de ellas. No permanecerían como verdades que existieran al margen de él, sino que estarían tan integradas en su propia psique que pasarían a ser una realidad en su vida. En breve se convertiría en una encarnación del dhamma. Pero eso no estaba sucediendo. No estaba «entrando en» la doctrina y «habitando en ella», como ālāra Kālāma le habría predicho; sus enseñanzas seguían siendo abstracciones distantes y metafísicas y parecían tener poco que ver con él personalmente. Por mucho que lo intentara no conseguía ni un atisbo de su verdadero yo, que permanecía obstinadamente oculto detrás de lo que aparentaba ser un impenetrable caparazón de praktṛi. Esta era una opinión religiosa bastante común. La gente acataba a veces las verdades de una tradición haciendo un acto de fe y aceptando el testimonio de otros, pero descubrían que la verdad interna de la religión, su esencia luminosa, permanecía elusiva. Gotama, sin embargo, se tomó poco tiempo para esa actitud. Siempre se negó a aceptar algo a ojos cerrados y, posteriormente, cuando tuvo su propio sangha, advertía con insistencia a sus discípulos que no creyesen las cosas de oídas. No debían tragarse todo lo que el maestro les dijese sin someterlo a la criba de la crítica; debían poner a prueba cada uno de los puntos del dhamma, asegurándose de que estos coincidieran con su propia experiencia.

Así pues, incluso en aquel estadio tan temprano de su búsqueda, Gotama se negó a aceptar el dhamma de ālāra Kālāma como una cuestión de fe. Se presentó ante su maestro y le preguntó cómo había conseguido «darse cuenta» de aquellas doctrinas: ¿seguramente no había aceptado la palabra de otro en una cuestión como aquella? ālāra Kālāma admitió que no había alcanzado su «conocimiento directo» de Sāṃkhya solo mediante la contemplación. No había penetrado en aquellas doctrinas solo a través del pensamiento normal y racional sino que había utilizado las disciplinas del yoga.[12]

Desconocemos cuándo empezaron a desarrollarse los ejercicios yóguicos en la India.[13] Hay pruebas de que alguna forma de yoga pudo haber sido practicada en el subcontinente antes de la invasión de las tribus arias. Se han hallado sellos que datan del segundo milenio a.n.e. que muestran a gente sentada en lo que podría llamarse una posición yóguica. No hay registros escritos del yoga hasta una fecha muy posterior a la muerte de Gotama. Los textos clásicos fueron compuestos en los siglos II y III de nuestra era y están basados en las enseñanzas de un místico llamado Patañjali, que vivió en el siglo II a.n.e. Los métodos de contemplación y concentración de Patañjali están basados en la filosofía del Sāṃkhya, pero empiezan allí donde el Sāṃkhya termina. Su objetivo no era exponer una teoría metafísica sino cultivar un modo diferente de conciencia que pudiera adentrarse en las verdades que estaban más allá del alcance de nuestros sentidos. Eso implicaba la supresión de la conciencia normal mediante técnicas psicológicas y fisiológicas que le daban al yogui percepciones suprasensoriales y extrarracionales. Al igual que ālāra Kālāma, Patañjali sabía que por medio de la especulación y la meditación normales no se podía liberar el yo de la praktṛi: el yogui tenía que conseguirlo a base de pura fuerza. Tenía que erradicar sus formas habituales de percibir la realidad, detener sus procesos mentales normales, librarse del yo (en minúsculas) mundano, y, si era necesario, obligar a su mente contumaz y recalcitrante a llegar a un estado que superaba el ámbito del error y la ilusión. Tampoco aquí había nada de sobrenatural en el yoga. Patañjali creía que el yogui simplemente explotaba su psicología natural y sus capacidades mentales. A pesar de que Patañjali enseñó mucho después de la muerte del Buda, parece claro que la práctica del yoga, a menudo conectada con el Sāṃkhya, había arraigado en la región del Ganges durante la época de Gotama y era popular entre los monjes del bosque. El yoga resultó ser crucial para la iluminación de Gotama y él acabaría por adaptar sus disciplinas tradicionales para desarrollar su propio dhamma. Por consiguiente, es importante comprender los métodos yóguicos tradicionales que probablemente Gotama aprendió de ālāra Kālāma y que lo situaron en el camino hacia el Nibbāṇa.

La palabra «yoga» está derivada del verbo yuj: «uncir» o «unir».[14] Su objetivo era conectar el cuerpo y la mente del yogui con el yo y atar todas las fuerzas e impulsos de la mente, de manera que la conciencia quedara unificada de una forma que a los seres humanos les resulta totalmente imposible de conseguir en condiciones normales. Nuestra mente se distrae con suma facilidad. A menudo nos es muy difícil concentrarnos en una cosa durante un largo periodo. Los pensamientos y las fantasías parecen aflorar espontáneamente a la superficie de la mente, incluso en los momentos más inapropiados. Al parecer tenemos poco control sobre esos impulsos inconscientes. Una buena parte de nuestra actividad mental es automática: una imagen invita a otra, ensambladas ambas por asociaciones enterradas mucho tiempo atrás y que han desaparecido en el olvido. Raramente consideramos un objeto o una idea tal y como son en sí mismos porque estos llegan saturados de asociaciones personales que inmediatamente los distorsionan y nos imposibilitan considerarlos con objetividad. Algunos de esos procesos psicomentales están llenos de dolor: se caracterizan por la ignorancia, el egoísmo, la pasión, la aversión y un instinto de autoconservación. Son poderosos porque están arraigados en las actividades subconscientes (vāsanās) que son difíciles de controlar pero que tienen un efecto profundo en nuestra conducta. Mucho antes de que Freud y Jung desarrollasen el psicoanálisis moderno, los yoguis de la India ya habían descubierto el inconsciente y, hasta cierto punto, habían aprendido a controlarlo. Así pues, el yoga estaba muy en la línea del ethos del Tiempo Axial en su intento de hacer que los seres humanos fuesen más conscientes de sí mismos y sacar a la luz lo que hasta entonces solo se había intuido vagamente. Permitía al practicante reconocer esos vāsanās ingobernables y librarse de ellos si interferían en su progreso espiritual. Era un proceso difícil y el practicante precisaba una cuidadosa supervisión en cada paso del camino por parte de un maestro, del mismo modo que actualmente el sujeto sometido a análisis necesita el apoyo de su analista. Para conseguir ese control del inconsciente, el yogui tenía que cortar todas las ataduras habituales con el mundo normal. En primer lugar, como todos los monjes, tenía que «Partir», dejando tras de sí la sociedad. A continuación tenía que someterse a un régimen severo que lo llevaba, paso a paso, más allá de los patrones de conducta y hábitos mentales habituales. Si era necesario, tenía que matar a su viejo yo y, era de esperar que, de ese modo, su verdadero yo despertara a un modo de ser totalmente diferente.

Todo esto puede sonar extraño para algunas personas occidentales que tienen una experiencia del yoga muy distinta. Los sabios y los profetas del Tiempo Axial se estaban dando cuenta gradualmente de que el egoísmo constituía el mayor obstáculo para experimentar la realidad absoluta y sagrada que ellos andaban buscando. Un hombre o una mujer tenía que dejar a un lado su egoísmo que parecía tan endémico en nuestra humanidad en el caso de que quisiesen aprehender la realidad de Dios, brahman o Nibbāṇa. Los filósofos chinos enseñaban que las personas debían someter sus deseos y su conducta a los ritmos esenciales de la vida si querían alcanzar la iluminación. Los profetas hebreos hablaban de la sumisión a la voluntad de Dios. Posteriormente, Jesús diría a sus discípulos que la búsqueda espiritual exigía la muerte del yo; un grano de trigo tenía que caer al suelo y morir antes de alcanzar su máximo potencial y dar fruto. Mahoma predicaría la importancia del islam, una total rendición espiritual del ser a Dios. El abandono del egoísmo se convertiría, como veremos, en el eje central del propio dhamma de Gotama, pero los yoguis de la India ya habían percibido la importancia de esto. El yoga puede describirse como el desmantelamiento sistemático del egoísmo que distorsiona nuestra visión del mundo e impide nuestro progreso espiritual. Los practicantes actuales del yoga en Europa y América no siempre tienen ese objetivo. A menudo emplean las disciplinas del yoga para mejorar su salud. Esos ejercicios de relajación han demostrado ser de gran ayuda para que las personas se relajen o eliminen un exceso de ansiedad. A veces, las técnicas de visualización empleadas por los yoguis para alcanzar el éxtasis espiritual se utilizan con enfermos de cáncer y estos intentan imaginar las células enfermas e invocan al subconsciente para combatir el avance de la enfermedad. Ciertamente, los ejercicios yóguicos contribuyen a mejorar nuestro control e inducen a la serenidad si se practican de forma correcta, pero los yoguis originales no se embarcaron en este camino para sentirse mejor o vivir una vida más normal. Querían abolir la normalidad y eliminar su yo mundano.

Como Gotama hiciera, muchos de los monjes de la llanura del Ganges se habían dado cuenta de que no podían alcanzar la liberación que buscaban siguiendo un dhamma de una forma lógica y discursiva. Esa forma de pensamiento racional utilizaba solo una pequeña parte de la mente, la cual resultaba tener una vida anárquica propia mientras ellos intentaban concentrarse solo en asuntos espirituales. Se percataron de que estaban permanentemente luchando con un montón de distracciones y asociaciones inútiles que invadían su conciencia por mucho que ellos insistieran en concentrarse. Tan pronto empezaban a poner en práctica las enseñanzas de un dhamma, descubrían también resistencias de todo tipo en su interior que parecían hallarse fuera de su control. Una parte enterrada de sí mismos seguía suspirando por las cosas prohibidas, por muy grande que fuese su fuerza de voluntad. Parecía que había tendencias latentes en la psique que luchaban perversamente en contra de la iluminación, fuerzas que los textos budistas personifican en la figura de Māra. A menudo esos impulsos subconscientes eran producto de un condicionamiento del pasado, implantado dentro de los monjes antes de que estos hubiesen alcanzado el uso de razón, o una parte de su herencia genética. Huelga decir que los monjes del Ganges no mencionaban para nada los genes, sino que atribuían esa resistencia al mal kamma de una vida anterior. Pero ¿cómo podían traspasar ese condicionamiento para llegar al yo absoluto que —ellos estaban convencidos— se hallaba detrás de aquella confusión mental? ¿Cómo podían rescatar al yo de aquella praktṛi frenética?

Los monjes buscaban una libertad a la que resulta imposible acceder a una conciencia normal y que es mucho más radical que la libertad que se persigue en Occidente en la actualidad, que acostumbra a exigir que aprendamos a convivir con nuestras limitaciones. Los monjes de la India querían verse libres del condicionamiento que caracteriza la personalidad humana y suprimir las restricciones del tiempo y el espacio que limitan nuestra percepción. La libertad que buscaban está probablemente más próxima a lo que más adelante san Pablo llamaría «la libertad de los hijos de Dios»,[15] pero no se contentaban con la idea de tener que esperar para experimentar esa libertad en el mundo celestial. Querían conseguirla por sus propios esfuerzos en aquel momento y en aquel lugar. Las disciplinas del yoga estaban diseñadas para destruir las trabas inconscientes, para alcanzar la iluminación y descondicionar la personalidad humana. Una vez que se conseguía esto, los yoguis creían que podrían por fin ser uno con el verdadero yo, que era Incondicionado, Eterno y Absoluto.

El yo era, por tanto, el símbolo principal de la dimensión sagrada de la existencia, y desempeñaba la misma función que Dios en el monoteísmo, que el brahman/ātman en el hinduismo, y que el Bien en la filosofía platónica. Cuando Gotama intentaba «habitar» en el dhamma de ālāra Kālāma, quería entrar y vivir el tipo de paz e integridad que habían experimentado los primeros seres humanos en el Edén según el Génesis. No bastaba con que esa paz edénica, ese shalōm, ese Nibbāṇa fuesen cognoscibles de manera especulativa; él quería el tipo de «conocimiento directo» que lo envolvería tan completamente como la atmósfera física en la que vivía y respiraba. Estaba convencido de que descubriría ese sentido inmóvil de armonía trascendente en las profundidades de su psique y que eso lo transformaría por completo: ganaría un nuevo yo que ya no sería vulnerable a los sufrimientos de los que la carne es heredera. En todos los países axiales, la gente andaba buscando formas de espiritualidad más introspectivas, pero pocos lo hacían de una forma tan profunda como los yoguis hindúes. Una de las ideas del Tiempo Axial era que lo Sagrado no era simplemente algo que estaba «ahí fuera»; era también algo inmanente y presente en el ser de cada persona, una percepción expresada clásicamente en la visión upaniṣadica de la identidad de brahman y ātman. Con todo, a pesar de que lo Sagrado estaba tan próximo a nosotros como nuestro propio ser, resultaba tremendamente difícil de encontrar. Las puertas del Edén estaban cerradas. En la Antigüedad se pensaba que lo Sagrado había sido fácilmente accesible para los seres humanos. Las religiones antiguas creían que las deidades, los seres humanos y todos los fenómenos naturales habían sido compuestos de la misma sustancia divina; no había ninguna brecha ontológica entre la humanidad y los dioses. Pero parte de la angustia que desembocó en el Tiempo Axial se debió a que, de algún modo, esa dimensión sagrada o divina se hubiera retirado del mundo y hubiera pasado a ser extraña para los hombres y las mujeres.

En los textos tempranos de la Biblia hebrea leemos, por ejemplo, que Abraham había compartido en una ocasión una comida con Dios, quien había aparecido en su campamento bajo la apariencia de un viajero normal.[16] Pero para los profetas del Tiempo Axial, la experiencia de Dios era a veces un sobresalto devastador. A Isaías le invadió un terror mortal cuando tuvo una visión de Dios en el Templo;[17] Jeremías conoció lo divino como un dolor que convulsionaba sus miembros, rompía su corazón y lo hacía tambalearse como si estuviese ebrio.[18] Todo el curso de la vida de Ezequiel, quien pudo ser contemporáneo de Gotama, ilustra la discontinuidad radical que existía entonces entre lo Sagrado por una parte y el ser consciente y autoprotector por otra: Dios afligía al profeta con tal ansiedad que este no podía dejar de temblar; cuando su esposa murió, Dios le prohibió que siguiese el duelo; Dios lo obligó a comer excrementos y deambular por la ciudad cargado con su equipaje como si fuese un refugiado.[19] A veces, para poder entrar en la presencia divina, parecía ser necesario negar las respuestas normales de un individuo civilizado y actuar con violencia contra el yo mundano. Los primeros yoguis ya intentaban los mismos asaltos a la conciencia común para impulsarse a una aprehensión del yo Incondicionado y Absoluto, que creían se hallaba en su interior.

Los yoguis estaban convencidos de que el yo solo podía ser liberado si destruían sus procesos mentales normales, extinguían sus pensamientos y sentimientos, y eliminaban los vāsanās inconscientes que luchaban contra la iluminación. Estaban inmersos en una guerra contra sus hábitos mentales convencionales. En cada paso de su viaje interior, el yogui hacía lo contrario de lo que era natural; cada disciplina yóguica estaba diseñada para socavar las respuestas corrientes. Como cualquier asceta, el yogui iniciaba su vida espiritual con su «Partida» de la sociedad, pero a continuación daba un paso más. Ni siquiera compartía el mismo tipo de psique con los cabeza de familia; la «Partida» era de la propia humanidad. En lugar de buscar la plenitud en el mundo profano, los yoguis de la India reafirmaban en cada paso del camino que se negaban a vivir en él.

Es probable que ālāra Kālāma iniciara a Gotama en esos ejercicios yóguicos, uno a uno. Pero de entrada, antes incluso de que Gotama pudiese empezar a meditar, tenía que asentar unos sólidos fundamentos de moralidad. Al equipararlas a las cosas esenciales, las disciplinas éticas lograrían doblegar su egoísmo y purificarían su vida. El yoga le da al practicante una concentración y una autodisciplina tan poderosas que podría ser casi demoníaca si esta se empleara para fines egoístas. En consecuencia, el aspirante tenía que observar cinco «prohibiciones» (yama) para asegurarse de que el yo (en minúsculas) recalcitrante se hallaba firmemente bajo control. El yama prohibía al aspirante robar, mentir, tomar sustancias tóxicas, matar o causar daños a otra criatura o tener relaciones sexuales. Esas reglas se parecían a las prescritas para los discípulos laicos de los jainistas, y reflejaban una ética del ahiṃsā (no violencia) y la determinación a resistirse al deseo y alcanzar una claridad mental y física absoluta que la mayoría de los ascetas del Ganges compartían. No le habrían permitido a Gotama adquirir las disciplinas yóguicas más avanzadas hasta que hubiese adoptado ese yama como su segunda naturaleza.[20] También tenía que practicar determinados niyamas (ejercicios corporales y psíquicos), que incluían una pulcritud escrupulosa, el estudio del dhamma y cultivar los hábitos de una serenidad habitual. Asimismo, había otras prácticas ascéticas (tapas): el aspirante tenía que someterse a condiciones extremas de frío y calor, hambre y sed sin quejarse y controlar sus palabras y gestos de manera que estos jamás delataran sus pensamientos más íntimos. No era un proceso fácil, pero una vez que Gotama consiguiera dominar el yama y los niyamas probablemente experimentaría la «felicidad indescriptible» que, los yoguis clásicos nos dicen, es el resultado de este autocontrol, sobriedad y ahiṃsā.[21]

Gotama estaba por tanto preparado para la primera de las disciplinas verdaderamente yóguicas: āsana, la postura física característica del yoga.[22] Cada uno de estos métodos suponían una negación de la tendencia humana natural y demostraban que el yogui rechazaba el mundo por principio. En el āsana, aprendía a cortar el vínculo entre su mente y sus sentidos negándose a moverse. Tenía que sentarse con las piernas cruzadas y la espalda erguida en una postura completamente inmóvil. Eso le haría darse cuenta de que, dejados a su libre albedrío, nuestros cuerpos están en continuo movimiento: pestañeamos, nos rascamos, nos estiramos, cambiamos de posición y movemos la cabeza en respuesta a los estímulos. Ni siquiera mientras dormimos estamos absolutamente quietos. Pero en el āsana, el yogui está tan inmóvil que se asemeja más a una estatua o a una planta que a un ser humano. No obstante, una vez controlada, esta inmovilidad antinatural nos muestra el reflejo de la tranquilidad interior que la persona está intentando alcanzar.

A continuación, el yogui se niega a respirar. La respiración es probablemente la más fundamental, automática e instintiva de nuestras funciones corporales y es absolutamente esencial para la vida. Por lo general casi nunca pensamos en nuestra respiración, pero ahora Gotama tendría que dominar el arte del prāāyāma, respirando progresivamente cada vez más despacio.[23] La meta última era hacer una pausa lo más larga posible entre una exhalación y una inhalación graduales, de manera que diera la impresión de que la respiración se había detenido por completo. El prāṇāyāma es muy distinto de la respiración arrítmica de la vida cotidiana y se asemeja más a la forma en que respiramos mientras dormimos, cuando el inconsciente nos es más accesible en sueños e imágenes hipnogógicas. El rechazo radical del yogui hacia el mundo no se veía solamente reflejado en su negativa a respirar; desde el principio, el prāṇāyāma tenía un efecto determinante en su estado mental. En los primeros estadios, los aspirantes sienten que les produce una sensación comparable al efecto de la música, en especial cuando el intérprete es uno mismo: hay un sentimiento de grandeza, expansividad y serena nobleza. Da la sensación de que uno está tomando posesión de su propio cuerpo.[24]

Una vez que Gotama hubo dominado estas disciplinas físicas estuvo preparado para el ejercicio mental del ekāgrātā: la concentración en «un solo punto».[25] Aquí el yogui se negaba a pensar. Los aspirantes aprendían a enfocar su atención en un objeto o una idea para excluir cualquier otra emoción o asociación y se negaban a permitir el acceso a ninguna otra distracción que entrara en su mente.

Gotama se estaba separando de forma gradual de la normalidad e intentaba acercarse a la autonomía del yo eterno. Aprendió el pratyāhāra (la retracción de los sentidos), la habilidad de contemplar un objeto solamente con el intelecto mientras sus sentidos permanecían en reposo.[26] En el dhārāṇa (concentración) se le enseñó a visualizar el yo en el fondo de su ser, como un loto elevándose del estanque o una luz interior. Durante su meditación, mediante la suspensión de la respiración, el aspirante esperaba ser consciente de su propia conciencia y penetrar en el núcleo de su intelecto, donde, según se creía, sería capaz de ver un reflejo de Espíritu eterno (puruṣa).[27] Cada dhārāṇa tenía que durar supuestamente doce prāṇāyāma; y después de los doce dhārāṇa, el yogui estaba tan profundamente inmerso en sí mismo que, de forma espontánea, alcanzaba un estado de «trance» (dhyāna; en pāli, jhāna).[28]

Todo esto, insisten los textos, es muy distinto de los actos reflejos que nosotros hacemos en la vida diaria. Tampoco se trata de un estado inducido por las drogas. Una vez que un yogui adiestrado dominaba esas disciplinas, sentía por lo general que había alcanzado una nueva invulnerabilidad, al menos mientras durase la meditación. Ya no era consciente de las condiciones meteorológicas; la inquieta corriente de su pensamiento había sido controlada y, al igual que el yo, se había vuelto insensible a las tensiones y los cambios de su entorno. Estaba absorto en el objeto o la imagen mental que estuviera contemplando de esta forma. Dado que había erradicado su memoria y la avalancha de asociaciones personales indisciplinadas que por lo general un objeto evocaba en él, ya no se distraía de él a causa de sus propias preocupaciones, no lo subjetivizaba, sino que podía verlo «como verdaderamente era», una frase importante para los yoguis. El «yo» estaba empezando a desaparecer de su pensamiento y el objeto ya no se veía a través del filtro de su propia experiencia. En consecuencia, incluso los objetos más vulgares revelaban cualidades completamente nuevas. Quizá en este estado algunos aspirantes podían pensar que estaban empezando a atisbar el puruṣa, a través de la película distorsionante de la praktṛi.

Mientras ponía en práctica esas técnicas, el yogui meditaba sobre las doctrinas de su dhamma, las experimentaba de una forma tan vívida que una formulación racional de esas verdades era en comparación una pálida sombra. Eso era lo que ālāra Kālāma había querido decir con un conocimiento «directo» puesto que los engaños y el egoísmo de la conciencia normal ya no se interponían entre el yogui y su dhamma; él lo «veía» con una nueva claridad, sin la película distorsionante de las asociaciones subjetivas. Estas experiencias no eran engaños. Los cambios psicofísicos conseguidos denodadamente mediante el prāṇāyāma y las disciplinas que se le enseñaban al yogui para manipular sus procesos mentales e, incluso, monitorizar sus impulsos inconscientes causaban un cambio en su conciencia. El yogui adiestrado podía protagonizar gestas mentales que eran totalmente imposibles para una persona laica; él había revelado la forma en que la mente puede llegar a funcionar si recibe un entrenamiento determinado. Su competencia y maestría habían hecho emerger nuevas capacidades, del mismo modo que un bailarín o un atleta explotan todas las habilidades del cuerpo humano. Los investigadores modernos han constatado que durante la meditación la frecuencia cardíaca de un yogui disminuye, el ritmo de su cerebro cambia a un modo distinto, se distancia neurológicamente de su entorno y está agudamente sensibilizado con el objeto de su contemplación.[29]

Una vez que ha entrado en trance (jhāna), el yogui progresa a través de una serie de estados mentales que son cada vez más profundos y que guardan poca relación con la experiencia común. En el primer estadio del jhāna, se olvidará por completo de su entorno inmediato y experimentará una sensación de profunda dicha y alegría que un yogui no podía por menos que atribuir al umbral de su liberación final. Aún tenía algunas ideas y pensamientos aislados que asomaban por su mente pero constataba que, al menos mientras duraba el estado de trance, estaba más allá del alcance del deseo, el placer o el dolor y podía mirar en extasiada concentración el objeto, el símbolo o la doctrina que estuviese contemplando. En el segundo y tercer jhāna, el yogui estaba tan absorto en esas verdades que había dejado de pensar por completo y ya no era ni siquiera consciente de la felicidad pura que había experimentado momentos atrás. En el cuarto y jhāna final, estaba tan fusionado con los símbolos de su dhamma que sentía como si hubiese pasado a ser uno con ellos y ya no era consciente de nada más. No había nada sobrenatural en estos estados. El yogui sabía que los había creado para sí mismo, pero no es de extrañar que imaginara que realmente estaba dejando atrás el mundo y se estaba aproximando a su objetivo. Si era realmente hábil, podía ir más allá de estos jhāna y entrar en la serie de cuatro āyatana (estados meditativos) que eran tan intensos que los primeros yoguis pensaron que habían traspasado los reinos habitados por los dioses.[30]

El yogui experimentaba progresivamente cuatro estados mentales que parecían introducirlo en nuevos modos de ser: un sentido de infinidad; una conciencia pura que solo es consciente de sí misma; y una percepción de ausencia que es, paradójicamente, una plenitud. Solo los yoguis muy dotados podían alcanzar este tercer āyatana, que se llamaba la «Nada» porque no tenía relación alguna con ninguna forma de existencia en la experiencia profana. No era otro ser. No había palabras o conceptos adecuados para describirlo. Así pues, era más adecuado definirlo como «Nada» que como «Algo». Algunos lo describían como si fuese parecido a entrar en una habitación y encontrar que no había nada allí: una sensación de vacuidad, espacio y libertad.

Los monoteístas han hecho comentarios semejantes sobre sus experiencias de Dios. Los teólogos judíos, cristianos y musulmanes, cada uno a su manera, han llamado «Nada» a las emanaciones más elevadas de lo divino en la conciencia humana. También han dicho que era mejor decir que Dios no existía pues Dios no era sencillamente otro fenómeno más. Cuando tiene que enfrentarse con la trascendencia o la santidad, el lenguaje se topa con dificultades insalvables y este tipo de terminología negativa es, por un lado, la que los místicos adoptaban de forma instintiva para enfatizar esa «alteridad».[31] Comprensiblemente, los yoguis que habían alcanzado esos āyatana imaginaron que había experimentado finalmente el yo ilimitado que habitaba en lo más profundo de su ser. Ālāra Kālāma era uno de los pocos yoguis de su época que hubo alcanzado el plano de la «Nada»; afirmaba que había «entrado» en el yo, que era el objetivo de su búsqueda. Gotama era un estudiante increíblemente dotado. El yoga requería por lo general un aprendizaje muy largo que podía prolongarse durante toda la vida, pero en muy poco tiempo Gotama estuvo en disposición de comunicarle a su maestro que había alcanzado también el plano de la «Nada». Ālāra Kālāma estaba encantado. Invitó a Gotama a que compartiera con él el liderazgo del sangha pero Gotama lo rechazó. También tomó la decisión de abandonar la secta de Ālāra Kālāma.

Gotama no tenía problemas con el método yóguico y seguiría utilizándolo el resto de su vida. Pero no podía aceptar la interpretación de su maestro de su experiencia meditativa. Aquí mostró el escepticismo acerca de las doctrinas metafísicas que habría de caracterizar todo el curso de su vida religiosa. ¿Cómo podía el estado de la «Nada» ser el yo incondicionado y no creado, cuando él sabía perfectamente que se trataba de una experiencia que él mismo había creado? Esta «Nada» no podía ser absoluta porque él la había creado mediante sus habilidades yóguicas. Gotama era implacablemente honesto y no se dejaría timar por una interpretación que no venía avalada por los hechos. Ese elevado estado de conciencia que había alcanzado no podía ser el Nibbāṇa porque una vez que salía del trance seguía estando sujeto a las pasiones, el deseo y la avidez. Seguía estando en su yo recalcitrante y codicioso. No había quedado permanentemente transformado por la experiencia y no había conseguido una paz duradera. ¡El Nibbāṇa no podía ser temporal! Eso serían términos contradictorios, puesto que el Nibbāṇa era eterno.[32] La naturaleza transitoria de la vida cotidiana era uno de los principales signos del dukkha y una fuente constante de dolor.

Pero Gotama estaba dispuesto a darle una última oportunidad a esta lectura de la experiencia yóguica. El plano de la «Nada» no era el āyatana más alto. Había un cuarto plano llamado «sin percepción ni ausencia de percepción». Podía darse el caso de que este estado altamente avanzado sí condujese hasta el yo. Se enteró de que otro yogui llamado Uddaka Rāmaputta había conseguido la singular distinción de alcanzar este exaltado āyatana, de modo que fue a unirse a su sangha con la esperanza de que Uddaka pudiese guiarlo hasta ese trance yóguico culminante. Una vez más tuvo éxito, pero cuando volvió en sí mismo, Gotama reparó en que todavía era presa del deseo, el miedo y el sufrimiento. No podía aceptar la explicación de Uddaka de que al entrar en este último plano yóguico había experimentado el yo.[33] ¿Acaso lo que esos místicos llamaban el yo eterno era sencillamente otra ilusión? Todo lo que este tipo de yoga podía conceder a sus practicantes era una breve tregua sin sufrimiento. La doctrina metafísica del Sāṃkhya-Yoga le había fallado porque ni siquiera los yoguis más cualificados podían alcanzar la liberación final.

Así que Gotama abandonó el yoga durante algún tiempo y se dedicó al ascetismo (tapas), que ajuicio de algunos de los monjes del bosque podía eliminar todo el kamma negativo y conducía a la liberación. Unió fuerzas con otros cinco ascetas y juntos se sometían a las mismas penurias, a pesar de que a veces Gotama buscaba la reclusión, echando a correr frenéticamente por las arboledas y matorrales en el caso de avistar en el horizonte aunque fuese a un pastor. Durante esa época Gotama iba o bien desnudo o bien vestido con el cáñamo más áspero. Dormía al aire libre durante las heladas noches invernales, yacía en una cama de clavos e incluso llegaba a alimentarse de sus propios excrementos y orina. Contenía la respiración durante tanto tiempo que parecía como si su cabeza fuese a partírsele en dos y sentía un rugido horrendo en los oídos. Dejó de comer y los huesos le despuntaban «como una fila de husos... o las vigas de un viejo cobertizo». Cuando se palpaba el estómago casi podía sentir su columna. Perdió el pelo y la piel se le ennegreció y se le marchitó. En un momento dado, algunos dioses que pasaban por allí lo vieron tendido a un lado del camino, dando tan pocas señales de vida que pensaron que había muerto. Pero todo esto fue en vano. Por muy severas que fuesen sus austeridades, quizá incluso a causa de ellas, su cuerpo seguía clamando atención y él seguía sintiendo el acoso del deseo y la avidez. A decir verdad, era más consciente de sí mismo que nunca.[34]

Finalmente, Gotama tuvo que enfrentarse al hecho de que el ascetismo había resultado ser tan infructuoso como el yoga. Lo único que había conseguido después de aquel asalto heroico contra su egoísmo era unas costillas prominentes y un cuerpo peligrosamente debilitado. Habría podido morir fácilmente y ni aun así habría adquirido la paz del Nibbāṇa. Por entonces sus cinco compañeros y él vivían cerca de Uruvelā, en la ribera del ancho río Nerañjarā. Era consciente de que los otros cinco bhikkhus lo consideraban su líder y estaban convencidos de que él sería el primero en alcanzar la liberación final del dolor y el renacimiento. No obstante, él les había fallado. Nadie, se dijo a sí mismo, se había sometido a penitencias tan penosas, pero en vez de lograr deshacerse de las limitaciones humanas, simplemente había creado más sufrimiento para sí mismo. Había llegado al final del camino. Había probado suerte, poniendo en el empeño lo mejor de sus muchas habilidades, siguiendo los caminos aceptados para alcanzar la iluminación pero ninguno de ellos había funcionado. Los dhammas enseñados por los grandes maestros de la época parecían fundamentalmente imperfectos; muchos de sus practicantes tenían un aspecto tan enfermo, miserable y demacrado como él mismo.[35] Algunas personas habrían desesperado y abandonado la búsqueda y habrían regresado a la cómoda vida que habían dejado atrás. Un cabeza de familia podía estar condenado a renacer pero, al parecer, también lo estaban los ascetas que habían «partido» de la sociedad.

Los yoguis, los ascetas y los monjes de bosque se habían dado cuenta de que era el ego autoconsciente y eternamente codicioso lo que se hallaba en la raíz misma del problema. Los hombres y las mujeres parecía estar crónicamente preocupados de sí mismos, y eso hacía que les fuera imposible entrar en el reino de la paz sagrada. Habían tratado de distintas formas de deshancar ese egoísmo y sumergirse en el continuo flujo de los estados conscientes y vāsanā inconscientes hasta un principio absoluto que, según creían, se hallaba en las profundidades de la psique. Los yoguis y los ascetas en particular habían tratado de evadirse del mundo profano de modo que permaneciesen insensibles a las condiciones externas y, a veces, apenas si parecían estar con vida. Comprendían los peligros que entrañaba el egoísmo e intentaban mitigarlo con el ideal del ahiṃsā, pero ese egoísmo parecía prácticamente imposible de extinguir. Ninguno de estos métodos había funcionado con Gotama; habían dejado intacto su yo secular; seguía sintiéndose acosado por el deseo e inmerso en los tumultos de la conciencia. Había empezado a preguntarse si el yo sagrado no era sino mera ilusión. Acaso empezase a pensar que no era un símbolo útil de la Realidad eterna e incondicionada que buscaba. Para buscar un yo enaltecido quizá debía aprobar el egoísmo que necesitaba abolir. No obstante, Gotama no había perdido la esperanza. Seguía estando convencido de que era posible que los seres humanos lograsen alcanzar la liberación final de la iluminación. A partir de ese momento, solo se apoyaría en sus propias ideas. Las formas establecidas de espiritualidad le habían fallado, de modo que decidió trazar la suya y no aceptar el dhamma de ningún otro maestro. «¡Seguramente —gritó—, debe de haber otro camino para alcanzar la iluminación!»[36]

En aquel preciso momento, cuando parecía haber llegado a un callejón sin salida, el comienzo de una nueva solución se reveló ante él.