Dhamma
El primer intento del Buda de enseñar su doctrina fue un completo fracaso. De camino a Gayā se cruzó con un conocido, un jainista llamado Upaka, quien reparó al instante en el cambio operado en su amigo. «¡Qué lleno de paz pareces! ¡Qué alerta! —exclamó—. ¡Irradias serenidad! ¡Tienes la complexión clara, los ojos relucientes! ¿Quién es tu maestro? Y ¿qué dhamma sigues actualmente?» Era una forma idónea de empezar la conversación. El Buda le explicó que no tenía maestro y que no pertenecía a ningún sangha. No obstante, no había nadie como él en el mundo porque se había convertido en un Arahant, un «venerable», que había conseguido la iluminación suprema. «¡Qué! —gritó Upaka con incredulidad—. ¿Seguramente no me estarás diciendo que eres un Buda, un Jina, un Vencedor espiritual, el Santo que todos estamos esperando?» El Buda asintió. Había conquistado todos los deseos y, en verdad, podía llamársele un Jina. Upaka le dirigió una mirada escéptica y sacudió la cabeza: «Sigue soñando amigo —comentó—, yo me voy por este camino». Dicho esto se alejó bruscamente del camino principal y se adentró por un sendero lateral, renunciando de ese modo al camino directo que conduce al Nibbāṇa.[1]
Sin inmutarse, el Buda prosiguió su camino hacia Vārānasī, ciudad importante y centro de aprendizaje para los brahmanes. Sin embargo, no permaneció mucho tiempo allí, sino que fue directamente al Parque del Venado, a las afueras de Isipatana, donde sabía que vivían sus cinco antiguos compañeros. Cuando los cinco bhikkhus lo vieron acercarse a ellos se alarmaron. Por lo que ellos sabían, Gotama, el que fuera su antiguo mentor, había abandonado la vida santa y se había pasado al lujo y la autoindulgencia. Ya no podían saludarlo como hicieran antes, con el respeto que se le debía a un gran asceta. Pero eran hombres buenos, dedicados al ahiṃsā y no deseaban herir sus sentimientos. Decidieron que Gotama podía sentarse con ellos un rato si ese era su deseo, y descansar de su larga caminata. Pero a medida que el Buda fue aproximándose se sintieron completamente desarmados. Quizá a ellos también les asombraran su nueva serenidad y confianza, porque uno de los bhikkhus corrió hacia él para saludarlo, tomando su túnica y su escudilla mientras los otros le preparaban un asiento, y le trajeron agua, un banquillo y una toalla para que su antiguo líder pudiese lavarse los pies. Le dieron la bienvenida afectuosamente, llamándole «amigo».[2] Esta misma escena se repetiría a menudo. La compasión y la amabilidad de la actitud del Buda solía apaciguar la hostilidad de los humanos, los dioses y los animales por igual.
El Buda fue directamente al grano. En realidad ya no deberían llamarlo amigo, les explicó, porque su viejo yo se había desvanecido y ahora tenía un estatus completamente distinto. Ahora era un Tathāgatha, un curioso título cuyo significado literal es el «Así ido». Su egoísmo se había extinguido. No debían pensar que había abandonado la vida santa, sino todo lo contrario. Había una convicción y una urgencia en su forma de hablar que sus compañeros no habían oído nunca antes. «¡Escuchad —les anunció—, he conocido el estado imperecedero del Nibbāṇa. ¡Os enseñaré! ¡Os mostraré el dhamma!».[3] Si atendían a sus enseñanzas y las ponían en práctica también ellos devendrían Arahants; podrían seguir sus pasos entrando en la verdad suprema y haciéndola una realidad en su vida. Lo único que tenían que hacer era escucharlo con atención.
Entonces el Buda pronunció su primer sermón, que en los textos ha sido preservado bajo el nombre de Dhammacakkappavattana-Sutta, el Discurso que pone en Movimiento la Rueda del Dhamma, porque traía al mundo la doctrina y ponía en movimiento una nueva era para la humanidad, que a partir de entonces conocería la forma correcta de vivir. Su propósito no era impartir una información metafísica abstrusa, sino guiar a los cinco bhikkhus hacia la iluminación. Ellos se convertirían en Arahants, como él, pero nunca podrían igualar a su maestro porque el Buda había alcanzado el Nibbāṇa en solitario, por sus propios medios y sin ayuda. Por eso había obtenido una distinción mayor convirtiéndose en Sammā Saṁbuda, Maestro de la Iluminación Suprema. Las enseñanzas budistas posteriores afirmarían que un Sammā Saṁbuda solo aparecía en la tierra cada treinta y dos mil años, cuando el conocimiento del dhamma se hubiese desvanecido por completo de la faz de la tierra. Gotama se había convertido en el Buda de nuestra era, y empezó sus enseñanzas en el Parque del Venado de Isipatana.
Pero ¿cómo iba a enseñar? El Buda no tenía tiempo para doctrinas ni credos; no tenía ninguna teología que impartir, ni teoría alguna acerca de la causa del dukkha, ni historias sobre el Pecado Original, ni una definición de la Realidad Última. No veía la necesidad de tales especulaciones. El budismo era desconcertante para aquellos que equiparaban la fe a la creencia en ciertas opiniones religiosas inspiradas. La teología de una persona era algo que traía totalmente sin cuidado al Buda. Aceptar una doctrina por la autoridad de alguien era, a sus ojos, un estado «inhábil o no provechoso» que no podía conducir a la iluminación pues significaba una abdicación de la responsabilidad personal. No veía virtud en adscribirse a ningún credo oficial. La «fe» significaba la confianza en la existencia del Nibbāṇa y la resolución de probarse a uno mismo que eso era cierto. El Buda siempre insistía en que sus discípulos tenían que poner a prueba todo cuanto él les enseñaba por medio de sus propias experiencias y no aceptar nada de oídas. Una idea religiosa podía convertirse muy fácilmente en un ídolo mental, algo más por lo que sentir apego, cuando el verdadero propósito del dhamma era ayudar a la gente a desapegarse.
El «desapego» es una de las claves de la doctrina budista. La persona iluminada no se aferraba, ni siquiera se acogía, a las enseñanzas que gozasen de mayor autoridad. Todo era transitorio y nada perduraba. Hasta que sus discípulos no reconocieran esto en cada fibra de su ser no conseguirían alcanzar el Nibbāṇa. Incluso su propia doctrina podía ser desechada una vez que hubiese cumplido su propósito. En una ocasión la comparó con una balsa, contándoles la historia de un viajero que había llegado a una gran extensión de agua y necesitaba desesperadamente cruzar al otro lado. No había ningún puente, ni barcas, de modo que construyó una balsa y remó hasta la otra orilla del río. Y después, el Buda preguntó a sus oyentes: ¿qué se suponía que tenía que hacer el viajero con la balsa? En vista de que le había sido de utilidad, ¿tenía que tomar la decisión de cargarla a la espalda y arrastrarla consigo adondequiera que fuese? O sencillamente ¿debería amarrarla y proseguir su camino? La respuesta era evidente. «Llegado el momento, bhikkhus, mis enseñanzas son como esa balsa, útiles para cruzar el río y no para aferrarse a ellas —concluyó el Buda—. ¡Si entendéis correctamente que la naturaleza de la doctrina es como la de la balsa, entonces os desprenderéis incluso de las buenas enseñanzas (dhamma) por no decir nada de las malas!»[4] Su dhamma era totalmente pragmático. Su función no era proclamar definiciones infalibles o satisfacer la curiosidad intelectual del discípulo acerca de cuestiones metafísicas. Su único objetivo era hacer posible que la gente cruzase el río del dolor hasta la «otra orilla». Su tarea era aliviar el sufrimiento y ayudar a sus discípulos a conseguir la paz del Nibbāṇa. Cualquier otra cosa que no sirviese a ese fin carecía de importancia.
De ahí que no hubiese teorías abstrusas sobre la creación del universo o la existencia del Ser Supremo. Esas cuestiones podían ser interesantes pero no harían que un discípulo llegase a la iluminación o a la liberación del dukkha. Un día, mientras estaba viviendo en una cueva en el bosque de árboles sims․āpa, en Kosambī, el Buda arrancó algunas hojas y les comentó a sus discípulos que aún quedaban muchas más hojas creciendo en los árboles. Así también, él les había dado a ellos unas pocas enseñanzas y se había callado otras tantas. ¿Por qué? «Porque, discípulos míos, estas no os serían de ayuda, no son útiles en la búsqueda de la santidad, no conducen a la paz y al conocimiento directo del Nibbāṇa.»[5] A un monje que seguía instigándolo para que le hablase de su filosofía le dijo que era como un hombre herido que se negaba a que lo curasen hasta saber el nombre de la persona que le había disparado y el lugar de donde procedía: ese hombre moriría antes de conseguir semejante información inútil. Del mismo modo, los que se negaban a vivir según el método budista hasta que hallaran el conocimiento acerca de la creación del mundo o la naturaleza del Absoluto perecerían en la miseria antes de obtener respuesta a tales cuestiones insondables. ¿Qué importaba si el mundo era eterno o creado en el tiempo? La pena, el sufrimiento y la miseria seguirían existiendo. El Buda estaba preocupado sencillamente por el cese del dolor. «Predico una cura para esas condiciones infelices aquí y ahora —le dijo el Buda al bhikkhu de aspiraciones filosóficas—. Así que recuerda siempre lo que no te he explicado y la razón por la que me he negado a hacerlo.»[6]
Cuando se presentó ante sus cinco antiguos compañeros en el Parque del Venado, el Buda tuvo que empezar por alguna parte. ¿Cómo iba a disipar sus sospechas? Tendría que darles alguna explicación lógica de las Cuatro Verdades Nobles. En realidad no sabemos qué fue lo que les dijo a los cinco bhikkhus aquel día. No es muy probable que el discurso conocido en los textos pāli como el Primer Sermón sea una transcripción literal de su prédica en aquella ocasión. Cuando las escrituras fueron compiladas, los editores probablemente se encontraron con esta sutta que explica de un modo conveniente las ideas esenciales de la doctrina y la insertaron en aquel punto del relato.[7] Si bien cabe destacar que algunos aspectos del Primer Sermón eran apropiados para el momento. El Buda siempre se preocupó de que sus enseñanzas encajaran con las necesidades de las personas que lo estaban escuchando. Los cinco bhikkhus estaban preocupados por el abandono del ascetismo de Gotama, de modo que en esta sutta el Buda empezó por darles seguridad y les explicó la teoría que había detrás del Camino Medio. Las personas que habían «Partido» hacia la santidad, les dijo, debían evitar los dos extremos del placer sensual, por una parte, y de la excesiva mortificación, por otra. Ninguno de esos dos caminos era útil porque no conducían al Nibbāṇa. En cambio, él había descubierto el Óctuple Sendero, un término medio entre esas dos alternativas que, él se lo podía garantizar, guiaría a los monjes directamente a la iluminación.
A continuación, el Buda mencionó las Cuatro Verdades Nobles: la Verdad del Sufrimiento, la Verdad de la Causa del Sufrimiento, la Verdad del Cese del Sufrimiento o Nibbāṇa y el Camino que conducía a la liberación. No obstante, estas verdades no fueron presentadas como teorías metafísicas sino como un programa de carácter práctico. La palabra dhamma denota no solo lo que es sino también lo que debería ser. El dhamma del Buda era un diagnóstico del problema de la vida y una prescripción para su cura que debía ser seguido con exactitud. Cada una de estas Verdades tenía tres componentes en su sermón. En primer lugar, hacía que los bhikkhus vieran la Verdad. A continuación les explicaba lo que había de hacerse con ella: el sufrimiento tenía que ser «conocido completamente»; el deseo, la Causa del Sufrimiento, tenía que ser «desechado»; el Nibbāṇa, el Cese del Sufrimiento, tenía que «convertirse en una realidad» en el corazón del Arahant; y el Sendero Óctuple tenía que ser «seguido». Finalmente, el Buda explicó lo que él había alcanzado; había entendido el dhukkha «directamente»; había abandonado el deseo; había experimentado el Nibbāṇa; había seguido el sendero hasta su conclusión. Les contó que, una vez se hubo probado a sí mismo que su dhamma funcionaba realmente y hubo completado el programa, cuando llegó a su iluminación anunció: «He alcanzado la liberación final», gritó triunfante.[8] En verdad había quedado liberado del saṃsāra, conocía el Camino Medio que era el Sendero verdadero y su vida y su persona daban fe de ello.
Los textos pāli nos dicen que mientras escuchaba el sermón del Buda, Kondañña, uno de los cinco bhikkhus, empezó a experimentar sus enseñanzas «directamente».[9] Estas «se elevaron» en él como si viniesen de las profundidades de su propio ser. Era como si las reconociera, como si siempre las hubiese conocido.[10] Esa es la forma en que las escrituras siempre describen la conversión de un nuevo discípulo al dhamma. No se trataba de la mera aceptación de un credo. El Buda estaba llevando a cabo una auténtica ceremonia de iniciación en el Parque del Venado. Como una partera, estaba asistiendo al alumbramiento de un ser humano iluminado, o, para utilizar su propia metáfora, estaba sacando la espada de su vaina y la serpiente de su muda. Cuando los dioses, que se habían congregado en el Parque del Venado para escuchar el Primer Sermón, vieron lo que le había sucedido a Kondañña, gritaron con júbilo: «¡El Señor ha puesto en movimiento la Rueda del Dhamma en el Parque del Venado de Vārānāsī». El clamor fue llevado por los dioses de un cielo a otro hasta que alcanzó la mismísima morada de Brahma. La tierra tembló y se llenó de una luz más radiante que la de ningún dios. «¡Kondañña ha comprendido! ¡Kondañña ha comprendido!», exclamó el Buda con alegría. Kondañña pasó a ser lo que posteriormente la tradición budista llamaría un «ganador de la corriente» (sotāpanna).[11] Todavía no estaba totalmente iluminado, pero sus dudas se habían desvanecido y ya no sintió ningún interés por ningún otro dhamma, estaba preparado para sumergirse de pleno en el método del Buda, convencido de que este habría de conducirlo al Nibbāṇa. Pidió ser admitido en el sangha del Buda. «Ven, bhikkhu, el dhamma ha sido predicado con buen resultado. Vive la vida santa que acabará con tu sufrimiento de una vez por todas.»[12]
Pero los textos pāli incluyen otra versión de esta primera sesión docente en el Parque del Venado. Describen un proceso mucho más largo y sensiblemente distinto. El Buda instruyó a los bhikkhus por parejas mientras que los otros tres iban a Vārānāsī para mendigar suficiente alimento para los seis. Se ha sugerido que en esas tutorías más íntimas, el Buda inició a los bhikkhus en su yoga especial, enseñándoles la práctica de la «autoconciencia» y los «inmensurables».[13] Ciertamente, la meditación era indispensable para la iluminación. El dhamma no podía devenir una realidad o ser entendido «directamente» a menos que los aspirantes también estuviesen ahondando profundamente en ellos mismos y aprendiendo a poner su cuerpo y su mente debajo del microscopio yóguico del Buda. Kondañña no podía haberse convertido en un «ganador de la corriente» y obtener su «conocimiento directo» del dhamma limitándose a escuchar un sermón y aceptando sus verdades de oídas. Las verdades del Sufrimiento y del Deseo no podían ser comprendidas adecuadamente hasta que los bhikkhus no hubiesen cobrado conciencia de ellas en los detalles de su propia experiencia; el Sendero Óctuple que él predicaba, incluía la disciplina de la meditación. Es casi seguro que la instrucción de los cinco bhikkhus se prolongara más de una sola mañana; aun en el caso de que fuesen yoguis muy adiestrados y versados en la ética del ahiṃsā, el dhamma necesitaba tiempo por surtir efecto. En cualquier caso, los textos pāli nos dicen que poco después de que el dhamma se «elevara» en Kondañña, Vappa, Bhaddiya, Mahānāma y Assaji también se convirtieron en «ganadores de la corriente».[14]
La formulación razonada del dhamma era complementaria a la práctica de la meditación que posibilitaba que los aspirantes la «viesen». Mediante el yoga, los bhikkhus podían identificarse con las verdades que la doctrina intentaba expresar. Uno de los temas más frecuentes de la meditación budista era lo que se dio a llamar la Cadena de la Causa Dependiente (Païícca-Samuppāda), que el Buda desarrolló probablemente en un estadio más tardío como suplemento a la Verdad del Sufrimiento, a pesar de que los textos pāli señalan que él ya estaba contemplando esa Cadena inmediatamente antes y después de su iluminación.[15] La Cadena hace un seguimiento del ciclo vital de un ser sintiente a través de doce eslabones condicionados y condicionantes, que ilustran la naturaleza transitoria de nuestra vida y ponen de manifiesto cómo cada persona está perpetuamente deviniendo otra cosa.
De (1) la ignorancia depende (2) el kamma; del kamma depende (3) la conciencia; de la conciencia dependen (4) el nombre y la forma; del nombre y la forma dependen (5) los órganos de los sentidos; de los órganos de los sentidos depende (6) el contacto; del contacto depende (7) la sensación; de la sensación depende (8) el deseo; del deseo depende (9) el apego; del apego depende (10) la existencia; de la existencia depende (11) el nacimiento; del nacimiento depende (12) el dukkha: la vejez y la muerte, el dolor, el lamento, la miseria, la pena y la desesperación.[16]
Esta Cadena se convirtió en la parte central de la doctrina budista aunque no resulte nada fácil de comprender. A quienes les parezca amedrentadora quizá les alegre saber que en una ocasión el Buda reprendió a un bhikkhu que afirmaba encontrarla fácil. Debía ser tomada como una metáfora que pretendía explicar cómo era posible que una persona pudiese renacer cuando no había ningún yo que persistiera de una vida a otra, como el Buda estaba empezando a colegir. ¿Qué era lo que volvía a renacer? ¿Había alguna ley que unía el renacimiento con el dukkha?
Los términos empleados en la Cadena son bastante oscuros. «Nombre y forma», por ejemplo, era simplemente una expresión pāli para «persona»; «conciencia» (viññāna) no se refería a la totalidad de los pensamientos y sentimientos de una persona, sino a una suerte de sustancia etérea, la última idea o el impulso de un ser humano moribundo que está condicionada por el conjunto del kamma que ha habido en su vida. Esa «conciencia» se convierte en la semilla de un nuevo «nombre y forma» en el seno de su madre. La personalidad de este embrión está condicionada por la calidad de la «conciencia» moribunda de su predecesor o predecesora. Una vez que el feto está vinculado a esa «conciencia», puede empezar un nuevo ciclo de vida. El embrión desarrolla órganos de los sentidos y, después de su nacimiento, estos «toman contacto» con el mundo exterior. Este contacto sensual da origen a las «sensaciones» o sentimientos que llevan al «deseo», la causa más poderosa del dukkha. El deseo conduce al apego que impide nuestra liberación e iluminación, y que nos condenan a una nueva «existencia», un nuevo nacimiento y más dolor, enfermedad, pena y muerte.[17]
La Cadena empieza con la ignorancia que, por consiguiente, se convierte en la causa última del sufrimiento o, cuando menos, en la más poderosa. Muchos de los monjes de la región del Ganges creían que el deseo era la primera causa del dukkha, mientras que los Upaniṣads y el Sāṃkhya pensaban que la ignorancia de la naturaleza de la realidad constituía el mayor impedimento para la liberación. El Buda era capaz de combinar estas dos causas.[18] Creía que cada persona estaba con vida porque él o ella habían estado precedidos en una existencia anterior por seres que no conocían las Cuatro Verdades y, por consiguiente, no podían librarse de los Deseos y del Sufrimiento. Una persona que no estaba correctamente informada podía cometer graves errores prácticos. Por ejemplo, un yogui podía confundir uno de los estados más altos del trance con el Nibbāṇa y, en tal caso, no se esforzaría al máximo para conseguir la liberación final. En la mayoría de las versiones de la Cadena que se ofrecen en los textos pāli, el segundo eslabón no es el kamma sino el término más complejo sankhāra (formación). Pero ambas palabras derivan de la misma raíz verbal: kr (hacer). Sankhāra ha sido traducido algo farragosamente como: «estados o cosas en formación o preparación».[19] Así pues nuestros actos (kamma) están preparando la «conciencia» para una existencia futura; la están formando y condicionando. Dado que el Buda consideraba nuestras intenciones como kamma mental, la Cadena señala que esas emociones que motivan nuestras acciones externas tendrán consecuencias futuras; toda una vida de elecciones ambiciosas y falsas afectarán la calidad de nuestro último pensamiento moribundo (viññana), y eso afectará la forma de vida que tengamos la próxima vez. ¿Acaso aquella «conciencia» final moribunda que pasaba a unos nuevos «nombre y forma» era una entidad eterna y constante? ¿Vivía la misma persona una y otra vez? Sí y no. El Buda no creía que la conciencia fuese el tipo de yo permanente y eterno que los yoguis buscaban, sino que la veía más bien como una última energía temblorosa, como una llama que pasa de una antorcha a otra.[20] Una llama no es nunca constante; un fuego que se enciende a la caída de la noche es y no es el mismo fuego que sigue ardiendo al alba.
No hay entidades fijas en la Cadena. Cada eslabón depende de otro y conduce directamente a otra cosa. Es una expresión perfecta del «devenir» que el Buda veía como el hecho ineludible de la vida humana. Siempre estamos intentado convertirnos en algo diferente a lo que somos, luchando por otra forma de ser y, en efecto, no podemos permanecer mucho tiempo en el mismo estado. Cada sankhāra da lugar a la siguiente; cada estado es sencillamente el preludio de otro. Por consiguiente, no hay nada en la vida que pueda considerarse estable. Una persona debería ser vista como un proceso, no como una entidad invariable. Cuando un bhikkhu meditaba sobre la Cadena y la veía yóguicamente, y cobraba conciencia de la forma en que cada pensamiento y sensación surgían y desaparecían, adquiría un «conocimiento directo» de la Verdad de que no hay nada en lo que uno pueda apoyarse, que todo es impermanente (anicca), y ese conocimiento lo inspiraría a redoblar sus esfuerzos para liberarse de esa Cadena sin fin de causa y efecto.[21]
Esa constante autoevaluación y atención a las fluctuaciones de la vida cotidiana inducían a un estado de sereno control. Cuando seguía la práctica diaria de la autoconciencia durante su meditación, el bhikkhu adquiría una comprensión de la naturaleza de la personalidad mucho más profunda y más inmediata de la que cualquiera podría obtener a través de la deducción racional. También conducía a una mayor autodisciplina. El Buda no tenía tiempo para los trances extáticos de los brahamanes. Insistía en que sus monjes debían comportarse siempre con sobriedad y prohibía la exhibición de emociones. Pero la autoconciencia también hacía que el bhikkhu fuese más consciente de la moralidad de su conducta. Se daba cuenta de que sus acciones «inhábiles o no provechosas» podían dañar a otras personas y que incluso su misma motivación podía ser nociva. Por tanto, concluyó el Buda, nuestras intenciones eran kamma y tenían consecuencias.[22] Las intenciones, ya fuesen conscientes o inconscientes, que inspiraban nuestras acciones eran actos mentales cuya importancia podía equipararse a cualquier acto externo. Esta redefinición del kamma como cetanā (intención, elección) fue revolucionaria; ahondaba más en toda la cuestión de la moralidad que, a partir de aquel momento, pasaba a situarse en la mente y el corazón, y no podía tomarse meramente como un asunto de conducta externa.
Pero la autoconciencia (sati) llevó al Buda a una conclusión aún más radical. Tres días después de que los cinco bhikkhus hubiesen alcanzado el estado de «ganadores de la corriente», el Buda pronunció un segundo sermón en el Parque del Venado, en el que expuso su doctrina única del anattā (no-alma).[23] Dividió la personalidad humana en cinco «conjuntos» o «agregados» (khandhas): el cuerpo, los sensaciones, las percepciones, las voliciones (conscientes o inconscientes) y la conciencia, y pidió a los bhikkhus que considerasen cada khandha por separado. El cuerpo o nuestras sensaciones, por ejemplo, cambiaban constantemente de un momento a otro. Nos ocasionaban dolor, nos fallaban y nos frustraban. Lo mismo podía decirse de las percepciones y las voliciones. Así pues, cada khandha, sujeta como estaba al dukkha, era defectuosa y transitoria, no podía constituir o incluir el yo que tantos ascetas y yoguis andaban buscando. ¿No era cierto, preguntó el Buda a sus discípulos, que después de examinar cada khandha, una persona honesta veía que no podía identificarse plenamente con ella por ser tan insatisfactoria? Se sentía obligado a decir: «Eso no es mío; no es lo que yo soy en realidad; no es mi verdadero yo».[24] Pero el Buda no se limitó solo a negar la existencia del yo eterno y absoluto. Ahora sostenía que tampoco había un yo en minúsculas estable. Los términos «yo» y «yo mismo» no eran más que meras convenciones. La personalidad carecía de un núcleo fijo e inmutable. Como la Cadena mostraba, cada ser sintiente estaba en un estado de flujo permanente; él o ella era una mera sucesión de estados de existencia temporales y mutables.
El Buda insistió en este mensaje a lo largo de su vida. Si el filósofo francés del siglo XVII, René Descartes, declararía: «Pienso, luego existo», el Buda llegó exactamente a la conclusión opuesta. Cuanto más pensaba con el método autoconsciente y yóguico que había desarrollado, más claro veía que lo que llamamos «yo» es un engaño. En su opinión, cuanto más de cerca nos examinábamos a nosotros mismos, más difícil resultaba encontrar algo que pudiésemos señalar como una entidad fija. La personalidad humana no era un ser estático al que le pasaran cosas. Puesto bajo el microscopio del análisis yóguico cada persona era un proceso. Al Buda le gustaba describir la personalidad empleando metáforas del tipo: un fuego abrasador o una corriente torrencial; la personalidad tenía algún tipo de identidad pero esta no era nunca la misma de momento a momento. Con cada segundo que pasaba un fuego era distinto: se había consumido y se había vuelto a crear a sí mismo, lo mismo que las personas. En un símil especialmente vívido, el Buda comparaba la mente humana con un mono que deambula por la selva: «Se agarra a una rama y, acto seguido, la deja ir para coger otra».[25] Lo que nosotros experimentamos como el «yo» es en realidad un término convencional, porque estamos cambiando constantemente. De la misma forma, la leche puede devenir progresivamente en cuajada, mantequilla, ghee y extracto fino de ghee. No tiene ningún sentido llamar «leche» a cada una de estas transformaciones, a pesar de que en un sentido sería correcto hacerlo.[26]
El empirista escocés del siglo XVIII, David Hume, llegó a una conclusión parecida, aunque con una importante diferencia: no esperaba que su percepción afectase al comportamiento moral de sus lectores. Pero en la India del Tiempo Axial, el conocimiento no tenía importancia a menos que fuese transformativo. Un dhamma era un imperativo para la acción, y la doctrina del anattā no era una proposición filosófica abstracta sino que exigía a los budistas comportarse como si el ego no existiese. Sus efectos éticos son de gran alcance. No se trataba solo de que la idea del «yo» condujera a pensamientos inhábiles o no provechosos sobre el «mí y mío» e inspirase apetitos egoístas; el egoísmo podía considerarse con razón la fuente de todo mal: un apego excesivo al yo puede conducir a la envidia y el odio hacia los rivales, el engaño, la megalomanía, el orgullo, la crueldad y, cuando el yo se siente amenazado, a la violencia y la destrucción de otros. Las gentes de Occidente consideran a menudo la doctrina de anattā del Buda como nihilista, pero todas las grandes religiones mundiales formadas durante el Tiempo Axial buscan en el mejor de los casos doblegar el ego voraz y asustadizo que tanto daño causa. No obstante, el Buda era más radical. Sus enseñanzas sobre el anattā no buscaban aniquilar el yo. Él sencillamente negaba que el yo hubiese existido nunca. Una equivocación semejante era sintomática de la ignorancia que nos mantenía atados al ciclo del sufrimiento.
El anattā, como cualquier otra enseñanza budista, no era una doctrina filosófica, sino eminentemente práctica. Una vez que un discípulo hubiese adquirido, por medio del yoga y la autoconciencia, un conocimiento «directo» del anattā, se vería emancipado de los dolores y peligros del egoísmo, que se convertiría en una imposibilidad lógica. Hemos visto que en los países axiales la gente se sintió repentinamente sola y perdida en el mundo, exiliada del Edén y de la dimensión sagrada que da un significado y un valor a la vida. Gran parte de su dolor se debía a la inseguridad en un mundo de individualismo intensificado en la nueva economía de mercado. El Buda intentaba hacer que sus bhikkhus viesen que no poseían un «yo» que necesitara ser defendido, adulado, engatusado, y ensalzado a expensas de otros. Una vez que el monje hubiese adquirido práctica en la disciplina de la autoconciencia, vería cuán efímero era en realidad eso a lo que llamábamos «yo». Ya no volvería a introyectar su ego en esos estados mentales pasajeros ni se identificaría con ellos. Aprendería a mirar sus deseos, sus miedos y sus apetitos como fenómenos lejanos que poco tenían que ver con él. Una vez que hubiese alcanzado ese estado de desapasionamiento y ecuanimidad, les explicó el Buda a los cinco bhikkhus al final de su Segundo Sermón, verían que estaban preparados para la iluminación. «Su ambición se desvanece y una vez que sus apetitos desaparecen experimenta la liberación de su corazón.» Había conseguido su objetivo y podía prorrumpir en el mismo grito de júbilo que el propio Buda había lanzado tras alcanzar la iluminación. «La vida santa se había vivido hasta su final. Lo que tenía que hacerse se había hecho; ¡ya no quedaba nada más por hacer!»[27]
Y, en efecto, fue después de oír la explicación del Buda del anattā cuando los cinco bhikkhus llegaron a la completa iluminación y devinieron Arahants. Los textos nos dicen que estas enseñanzas llenaron su corazón de alegría.[28] Eso podría parecer extraño: ¿por qué deberían alegrarse al oír que el yo que todos nosotros apreciamos no existe? El Buda sabía que el anattā podía ser aterrador. Un lego que escuche por primera vez la doctrina podría sentirse presa del pánico y pensar: «¡Voy a ser aniquilado y destruido! ¡Voy a dejar de existir!»[29] Pero los textos pāli nos muestran que, al igual que hicieran los cinco bhikkhus, la gente aceptaba el anattā dando muestras de un enorme alivio y alegría, y eso «demostraba» su veracidad. Cuando la gente vivía como si el ego no existiese se daba cuenta de que era más feliz. Experimentaba el mismo tipo de ensalzamiento del ser como el que se producía con la práctica de los «inmensurables», que estaban diseñados para destronar al yo del centro de nuestro universo privado y poner a otros seres en su lugar. El egoísmo es limitador; solo cuando vemos las cosas desde nuestro punto de vista egoísta nuestra visión está limitada. Resulta liberador vivir más allá del alcance de la ambición, el odio y los miedos que vienen acompañados de una profunda ansiedad sobre nuestro estatus y nuestra supervivencia. El anattā puede parecer desolador cuando se enuncia como una idea abstracta, pero cuando era vivido transformaba la vida de la gente. Al vivir como si no tuviesen yo, las personas notaban que habían conquistado su egoísmo y se sentían mucho mejor. Al comprender el anattā con el conocimiento «directo» de un yogui, sentían que habían pasado a una existencia más rica y más plena. Así pues, el anattā debía decirnos algo cierto acerca de la condición humana, pese a que no pudiésemos probar empíricamente que el yo no existe.
El Buda creía que una vida carente de yo introduciría a los hombres y mujeres al Nibbāṇa. Los monoteístas pensaban que eso los conduciría ante la presencia de Dios. Pero para el Buda la idea de una deidad personalizada era demasiado limitadora, porque sugería que la Verdad suprema no era sino otro ser más. El Nibbāṇa no era ni una personalidad ni un lugar como el cielo. El Buda siempre negó la existencia de cualquier principio absoluto o Ser Supremo; eso solo sería otra cosa más por la que sentir apego, otra cadena y un impedimento para la iluminación. Al igual que sucede con la doctrina del yo, la noción de Dios también se puede utilizar para sustentar e hinchar el ego. Los monoteístas más sensibles en el judaismo, cristianismo e islam eran conscientes de ese peligro y se referían a Dios de un modo que recuerda la reticencia del Buda sobre el Nibbāṇa. También insistirían en que Dios no era otro ser, que nuestra noción de «existencia» era tan limitada que era más preciso decir que Dios no existía y que «él» era Nada. Pero en un nivel más popular, es cierto que «Dios» a veces queda reducido a un ídolo creado a la imagen y semejanza de «sus» adoradores. Si imaginamos que Dios es un ser como nosotros mismos agrandado, con simpatías y antipatías semejantes a las nuestras, resulta muy fácil endosarle algunas de nuestras esperanzas poco caritativas, egoístas e, incluso, letales, nuestros miedos y prejuicios. De hecho, este Dios limitado ha contribuido a algunas de las mayores atrocidades religiosas de la historia. El Buda habría tachado de «no provechosa o inhábil» la creencia en una deidad que da su aprobación sagrada a nosotros mismos: solo podía enclavar al creyente en el egoísmo pernicioso y peligroso que, supuestamente, él o ella tenían que trascender. La iluminación exige que abandonemos ese sustentáculo falso. Al parecer la comprensión yóguica «directa» del anattā era uno de los senderos principales a través del cual las primeras generaciones de budistas llegaban al Nibbāṇa. Y, efectivamente, todos los credos del Tiempo Axial insisten, de una u otra forma, en que solo nos colmaremos a nosotros mismos si practicamos un autoabandono total. Adentrarse en la religión para «obtener» algo, como por ejemplo un cómodo retiro en el más allá, es no haber comprendido bien la cuestión. Los cinco bhikkhus que alcanzaron la iluminación en el Parque del Venado lo comprendieron a un nivel profundo.
Había llegado el momento de llevar el dhamma a otros. Como el mismo Buda había aprendido, una comprensión de la Primera Verdad Noble del dukkha significaba empatizar con el dolor ajeno; la doctrina del anattā implicaba que una persona iluminada tenía que vivir no para sí misma sino para los demás. Ahora había seis Arahants, pero eran aún demasiados pocos para llevar la luz a un mundo que permanecía anclado en el dolor. Entonces, de forma inesperada, el reducido sangha del Buda recibió el impulso de nuevos miembros. El primero fue Yasa, el hijo de un rico mercader de Vārānāsī. Al igual que el joven Gotama, él también había vivido en el seno de la riqueza, pero una noche se despertó y halló a sus sirvientes durmiendo alrededor de su lecho, con un aspecto tan desagradable e indecoroso que lo llenó de espanto. El hecho de que otros textos como la Nidāna Kathā contaran, exactamente y sin el menor apuro, la misma anécdota sobre el joven Gotama da fe de la naturaleza arquetípica de la historia. Era una forma estilística de describir la alienación que experimentaban muchas personas en la región del Ganges. La historia pāli nos dice que Yasa se sintió muy deprimido y gritó con desesperación: «¡Qué terrible! ¡Qué espantoso!». De pronto el mundo le parecía un lugar profano, carente de sentido y, en consecuencia, insoportable. En el acto, Yasa tomó la decisión de «Partir» e ir en pos de algo mejor. Se puso un par de zapatillas de oro y salió furtivamente de la casa de su padre y se dirigió al Parque del Venado sin dejar de murmurar: «¡Qué terrible! ¡Qué espantoso!». Entonces llegó hasta el Buda, que se había levantado temprano y estaba disfrutando de un paseo matutino a la fría luz del amanecer. Con la fuerza mental enaltecida de un hombre iluminado, el Buda reconoció a Yasa, le indicó que se sentara, y añadió con una sonrisa: «No es terrible; no es espantoso, Ven, siéntate, Yasa, y te enseñaré el dhamma».[30]
La serenidad y la amabilidad del Buda inspiraron confianza a Yasa desde el primer momento. Ya no sentía aquella amenaza enfermiza sino que estaba lleno de júbilo y esperanza. Con el corazón henchido por la dicha y la serenidad se hallaba en el estado de ánimo perfecto para la iluminación. Se quitó las zapatillas y se sentó junto al Buda quien lo instruyó en el Camino Medio, paso a paso, empezando por las enseñanzas básicas sobre la importancia de evitar el tanhā y el placer sensual y describiendo los beneficios de la vida santa. Pero cuando vio que Yasa era receptivo y estaba preparado, prosiguió enseñándole las Cuatro Verdades Nobles. Mientras Yasa escuchaba «surgió en él la visión pura del dhamma» y las verdades se hundieron en su alma con la misma facilidad con la que fueron expresadas, tan fácilmente, nos cuentan, como un tinte penetra y colorea un retal de ropa.[31] Una vez que la mente de Yasa estuvo «teñida» por el dhamma, ya no hubo manera de separar al uno de la otra. Se trataba de un «conocimiento directo», porque Yasa lo había experimentado a un nivel tan profundo que se había identificado plenamente con él. Lo había transformado y había «teñido» todo su ser. Esa sería una experiencia habitual en los que oían el dhamma por primera vez, especialmente si era enseñado directamente por el Buda. Sentían que el dhamma se ajustaba perfectamente a sus necesidades, que les era completamente natural y armonizaban plenamente con él y que, en cierto modo, siempre lo habían sabido. En los textos pāli no encontramos ninguna conversión agónica ni dramática, parecida a la de san Pablo en el camino a Damasco. Una experiencia angustiosa parecida habría sido considerada por el Buda como «no provechosa e inhábil». La gente debía de estar en sintonía con su naturaleza, como le había sucedido a él debajo del árbol de la pomarrosa.
Mientras Yasa se convertía en un «ganador de la corriente», el Buda se apercibió de que un viejo mercader se estaba acercando a ellos y supo que debía tratarse del padre de Yasa; entonces echó mano del iddhi o los poderes espirituales que según se creía eran fruto de una avanzada maestría en el yoga, e hizo desaparecer a Yasa. El padre de Yasa estaba profundamente afectado; todos los familiares y sirvientes estaban buscando al muchacho, pero él había seguido las huellas de las zapatillas de oro que lo habían conducido directamente hasta el Buda. Nuevamente, el Buda hizo que el mercader tomase asiento y le dijo que muy pronto vería a Yasa e instruyó al padre tal y como lo había hecho con el hijo. Pronto el mercader se sintió muy impresionado: «¡Señor, eso es magnífico! ¡Absolutamente magnífico! —gritó—. El dhamma ha sido expresado con tanta claridad que es como si estuvieses sosteniendo una lámpara en la oscuridad e iluminases algo que ha ido profundamente mal». Entonces, él fue el primero en hacer algo que desde entonces se ha conocido como el Triple Refugio: una afirmación de plena confianza en el Buda, el dhamma y el sangha de bhikkhus.[32] También se convirtió en uno de los primeros seguidores laicos que siguió viviendo como un cabeza de familia pero practicaba una forma de método budista modificada.
Mientras Yasa, invisible para su padre, escuchaba al Buda, alcanzó la completa iluminación y entró en el Nibbāṇa. En aquel momento, el Buda reveló su presencia a su padre y el mercader le rogó a Yasa que regresara a casa, aunque solo fuese por su madre. Sin embargo, el Buda le explicó con benevolencia que Yasa se había convertido en un Arahant y que le sería imposible llevar la vida de un cabeza de familia. Ya no se sentía afligido por los apetitos y los deseos que le permitirían cumplir con los deberes de reproducción y económicos de un cabeza de familia; necesitaría horas de silencio y soledad para meditar y eso no sería posible en un hogar. No podía regresar. El padre de Yasa lo comprendió, pero le rogó al Buda que cenase en su casa aquel día con Yasa como su monje asistente. Durante la comida, el Buda instruyó a la madre de Yasa y a la antigua esposa de este y ambas se convirtieron en las primeras discípulas femeninas laicas del Buda.
Las noticias se extendieron más allá del ámbito familiar. Cuatro de los amigos de Yasa procedentes de las familias de comerciantes más prominentes de Vārānāsī quedaron tan impresionados cuando oyeron que su amigo vestía ahora la túnica azafranada que fueron hasta el Buda para recibir instrucción. Lo mismo hicieron los cincuenta amigos de Yasa procedentes de familias de brahmanes o ksatriyas de los alrededores. Todos aquellos hombres jóvenes de castas nobles y aristocráticas alcanzaron pronto la iluminación, de modo que en un breve espacio de tiempo, los textos nos dicen que había sesenta y un Arahants en el mundo, incluyendo al Buda.
El sangha se estaba convirtiendo en una secta bastante grande, pero los nuevos Arahants no podían permitirse el lujo de dedicarse a su recién descubierta liberación. Su vocación no era un retiro egoísta del mundo; ellos también tenían que regresar a las plazas de mercado para ayudar a otros a encontrar la liberación del dolor. A partir de ese momento vivirían para los demás, tal y como ordenaba el dhamma. «Ahora id», les dijo el Buda a sus sesenta bhikkhus,
y ellos viajaron para el bienestar y la felicidad de la gente, por compasión hacia el mundo, para el provecho, el bienestar y la felicidad de los dioses y los hombres. Dos de vosotros tomad el mismo camino. Enseñad el dhamma, bhikkhus, y meditad sobre la vida santa. Hay seres que tienen poco deseo en su interior y que languidecen por falta de oír el dhamma; ellos lo entenderán.[33]
El budismo no era una doctrina para una élite privilegiada; era una religión para «la gente», para «la mayoría (bahujana)». En la práctica, atrajo más a las clases altas y a los intelectuales, pero en principio estaba abierta a todo el mundo y nadie quedaba excluido, no importaba cuál fuese su casta. Por primera vez en la historia, alguien había concebido un programa religioso que no estaba confinado a un único grupo sino que estaba pensado para toda la humanidad. No era una verdad esotérica como la predicada por sabios de los Upaniṣads. Se hacía de forma abierta, en los pueblos, en las nuevas ciudades y a lo largo de las rutas comerciales. Allí donde escuchasen el dhamma, la gente empezaba a acudir en tropel al sangha, que pasó a ser una fuerza a tener en cuenta en la llanura del Ganges. Los miembros de la nueva orden eran conocidos como los «Seguidores Ordenados del Maestro de Sakka», pero ellos se llamaban a sí mismos sencillamente la Unión de bhikkhus (Bhikkhu Sangha).[34] Las personas que se unían a ellos sentían que habían «despertado» a regiones enteras de su humanidad que hasta aquel momento habían permanecido latentes; había surgido una nueva realidad social y religiosa.