Parinibbāṇa
Una tarde, cuarenta y cinco años después de la iluminación del Buda, el rey Pasenedi lo llamó inesperadamente para que acudiese a la ciudad de Meda․lumpa, en Sakka. Para entonces era ya un hombre anciano y poco tiempo atrás le había comentado al Buda que la vida política se estaba tornando cada vez más violenta. Los reyes estaban «ebrios de autoridad», «obsesionados por la ambición», y se enzarzaban continuamente en «batallas en las que empleaban elefantes, caballos, carros e infantería».[1] La cuenca del Ganges parecía estar encendida por un egoísmo destructivo. Kosala llevaba años rechazando al ejército de Magadha, que se proponía lograr la hegemonía única en la región. Y Pasenedi se sentía desolado. Su amada esposa había muerto recientemente y él había caído presa de una profunda depresión. Eso era lo que sucedía cuando uno depositaba la confianza en otro ser humano mortal. No había ningún lugar en el mundo donde Pasenedi se sintiera bien; en una parodia de la «Partida» de los monjes errantes, le había dado por marcharse de su casa y lanzarse a recorrer muchas millas seguido por su ejército, yendo de un sitio a otro sin ningún rumbo. Una de sus fútiles excursiones le había llevado a Sakka y allí oyó que el Buda estaba por los alrededores. Inmediatamente sintió un profundo anhelo de estar en su compañía. El Buda le recordaba a un árbol enorme: era sereno, reservado, y permanecía ajeno a las trivialidades del mundo, pero uno podía ir a refugiarse allí en un momento de crisis. Marchó sin demora hasta Meda․lumpa y cuando el camino se hizo intransitable, desmontó. Le dejó la espada y el turbante real a su general, Dīgha Kārāyana, y fue a pie hasta la cabaña del Buda. Cuando el Buda le abrió la puerta, Pasenedi le besó los pies. «¿Por qué honras así a este pobre y viejo cuerpo?», le preguntó el Buda. Porque el ārāma lo reconfortaba tanto, le repuso el rey; porque la paz del sangha era tan distinta del egoísmo, la violencia y la ambición de su corte. Pero, sobre todo, concluyó Pasenedi, porque: «el Bienaventurado tiene ochenta años y yo también tengo ochenta años».[2] Eran dos ancianos juntos, y debían expresar su afecto mutuo en aquel mundo oscuro.
Cuando Pasenedi abandonó la cabaña y regresó al lugar donde había dejado a Dīgha Kārāyana, descubrió que el general se había marchado llevándose consigo la insignia real. Se apresuró a ir al lugar donde el ejército había acampado y lo halló desierto: solo una de las mujeres se había quedado atrás con un caballo y una sola espada. Dīgha Kārāyana se había ido a Sāvatthī, le dijo al rey, y estaba organizando un golpe para entronizar al príncipe Viḍuḍabha, heredero de Pasenedi. Pasenedi no debía regresar a Sāvātthī si estimaba en algo su vida. El viejo rey decidió ir a Magadha, pues estaba emparentado con la casa real por lazos matrimoniales. Pero era un largo viaje y, en el camino, Pasenedi tuvo que tomar alimentos mucho más rancios de los que estaba acostumbrado y beber agua fétida. Cuando llegó a Rājagaha, las puertas habían cerrado y Pasenedi se vio obligado a dormir en una casa de huéspedes barata. Aquella noche enfermó a causa de una grave disentería y murió antes del amanecer. La mujer que había hecho cuanto había podido por el anciano empezó a despertar a toda la ciudad: «¡Mi señor, el rey de Kosala, que gobierna los dos reinos, ha muerto como un indigente y yace ahora en un albergue para pobres en las afueras de una ciudad extranjera!».[3]
El Buda siempre había pensado en la vejez como un símbolo del dukkha que afligía a todos los seres mortales. Como Pasenedi había subrayado, ahora él también era un anciano. Ānanda, que estaba lejos de ser un joven, empezaba a sentirse consternado por los cambios que había notado en su maestro. Tenía la piel arrugada, los miembros fláccidos, el cuerpo encorvado y los sentidos empezaban a fallarle. «Así es, así es, Ānanda», convino con él el Buda.[4] La vejez es ciertamente cruel. Pero la historia de los últimos años del Buda trata menos de los desastres estéticos que trae consigo el envejecimiento que de la vulnerabilidad de los ancianos. Los jóvenes ambiciosos se rebelaban contra sus mayores, los hijos asesinaban a sus padres. En esta fase final de la vida del Buda, los textos hablan del terror de un mundo en el que el sentido de lo sagrado se ha perdido. El egoísmo no conocía rival; la envidia, el odio, la codicia y la ambición no estaban mitigados por la compasión y la bondad. Todos los que interferían en el camino de los apetitos de un hombre eran eliminados de forma implacable. Toda la decencia y el respeto habían desaparecido. Al resaltar los peligros a que el Buda había intentado oponerse durante casi cincuenta años, las escrituras nos confrontan con la crueldad y la violencia de la sociedad contra la que él había lanzado su campaña de desinterés y benevolencia.
Ni siquiera el sangha era inmune a ese espíritu profano. Ocho años atrás, la orden se había visto nuevamente amenazada por un cisma y se había visto implicada en un complot para asesinar al rey Bimbisāra, otro anciano, que había sido seguidor devoto del Buda durante treinta y siete años. Encontramos el relato completo de esta rebelión únicamente en la Vinaya. Es posible que no sea del todo histórico, pero lanza una advertencia: incluso los principios del sangha podían ser subvertidos y letales. Según la Vinaya, el culpable fue Devadatta, el cuñado del Buda que había entrado en el sangha después del primer viaje del Buda a su casa en Kapilavatthu. Comentarios posteriores nos dicen que Devadatta había sido una persona llena de malicia desde su juventud y siempre fue un enemigo declarado del joven Gotama mientras los dos crecían juntos. No obstante, los textos pāli no mencionan nada al respecto y siempre presentan a Devadatta como un monje excepcionalmente devoto. Parece que fue un orador brillante y, a medida que el Buda envejecía, Devadatta empezó a sentir resentimiento a causa del poder que este ejercía sobre la orden y decidió construir su propia base de poder. Devadatta había perdido todo el sentido de la vida religiosa y empezó a escalar posiciones de forma implacable. Sus horizontes se habían estrechado: en vez de llegar a los cuatro puntos del mundo con su amor estaba centrado únicamente en su carrera y consumido por la envidia y el odio. En primer lugar se acercó al príncipe Ajātasathu, hijo y heredero del rey Bimbisāra y comandante en jefe del ejército de Magadha. Impresionó al príncipe con llamativas exhibiciones de iddhi, signo certero de que estaba profanando sus poderes yóguicos. Pero el príncipe se convirtió en el mecenas de Devadatta: cada día le enviaba quinientos carruajes al monje al ārāma del Pico del Buitre, justo a las afueras de Rājagaha, con enormes cantidades de comida para los bhikkhus. Devadatta se convirtió en un monje favorecido en la corte; las adulaciones se le subieron a la cabeza y resolvió hacerse con el control del sangha. Pero cuando el Buda fue advertido de las actividades de su cuñado no se inquietó. El comportamiento no provechoso en esa escala no podía más que acarrearle a Devadatta un mal final.[5]
Devadatta hizo el primer movimiento mientras el Buda estaba en el Bosquecillo de Bambú en las afueras de Rājagaha. Delante de una enorme asamblea de bhikkhus, Devadatta le pidió al Buda formalmente que dimitiera y le cediese a él el control del sangha. «El Bienaventurado es un anciano ya, cargado por el peso de los años… ha alcanzado la última etapa de su vida —proclamó efusivamente—. Dejemos que descanse ahora.» El Buda se opuso firmemente: ni siquiera delegaría el sangha en Sāriputta y Moggallāna, sus dos discípulos más eminentes. ¿Por qué habría de poner a un alma perdida como Devadatta en esa posición? Humillado y furioso, Devadatta se fue del ārāma jurando venganza. Al Buda no le importaba demasiado la dirección de la orden. Siempre había mantenido que el sangha no necesitaba una figura principal de autoridad, puesto que cada monje era responsable de sí mismo. Pero cualquier intento de sembrar la disensión, como había hecho Devadatta, era un anatema. Una atmósfera de egoísmo, ambición, envidia, hostilidad y competitividad era totalmente incompatible con la vida espiritual y supondría una negación de la razón de ser del sangha. De modo que el Buda se disoció públicamente a sí mismo y al sangha de Devadatta y le dijo a Sāriputta que lo denunciara en Rājagaha. «Antes Devadatta tenía una naturaleza —dijo—. Ahora tiene otra.» Pero el daño ya estaba hecho. Algunos de los habitantes del pueblo creían que el Buda estaba celoso de la nueva popularidad que gozaba Devadatta con el príncipe; los más juiciosos, no obstante, se abstuvieron de hacer comentarios.[6]
Entretanto, Devadatta se presentó ante el príncipe Ajātasattu con una propuesta. En la antigüedad, le dijo, la gente vivía más años que ahora. El rey Bimbisāra tardaba en marcharse y quizá Ajātasattu nunca llegara a sentarse en el trono. ¿Por qué no asesinaba a su padre mientras que él, Devadatta, hacía otro tanto con el Buda? ¿Por qué los dos ancianos tenían que interponerse en sus caminos? Juntos, Devadatta y Ajātasattu, podían formar un gran equipo y conseguir cosas extraordinarias. Al príncipe le gustó la idea, pero cuando se deslizó en el aposento particular del rey armado con una daga que llevaba sujeta al muslo, fue arrestado y lo confesó todo. Cuando oyeron la participación de Devadatta en el intento de asesinato, algunos de los oficiales del ejército quisieron exterminar a todo el sangha, pero Bimbisāra señaló que el Buda ya había repudiado a Devadatta y no podía hacérsele responsable de los actos de ese sinvergüenza. Cuando Ajātasattu fue conducido ante su presencia, el rey le preguntó tristemente por qué habían querido asesinarlo. «Quiero ser rey, Señor», le respondió Ajātasattu con una franqueza desarmante. Bimbisāra no había sido discípulo del Buda durante tantos años para nada. «Si lo que deseas es el reino, príncipe, tuyo es.»[7] Es probable que al igual que Pasenedi se había dado cuenta de que las pasiones no provechosas y agresivas resultaban necesarias en la política, y quizá prefiriese pasar sus últimos años dedicado a la vida espiritual. Sin embargo, su abdicación no le deparó un buen final. Con la ayuda del ejército, Ajātasattu arrestó a su padre y lo dejó morir de hambre.
A continuación, el nuevo rey apoyó el plan de Devadatta para matar al Buda, poniendo a su disposición a asesinos entrenados del ejército. Pero en cuanto el primero de ellos se acercó al Buda armado con arco y flechas, se sintió invadido por el terror y permaneció clavado en el suelo. «Vamos, amigo, no temas», le dijo el Buda amablemente. Ya que había visto el error de sus actos, su crimen había sido perdonado. Después, el Buda le impartió las enseñanzas adecuadas para un hombre laico y, en poco tiempo, el asesino arrepentido se convirtió en discípulo suyo. Uno tras otro, sus compañeros conspiradores siguieron la misma suerte.[8] Después de eso, Devadatta se vio obligado a tomar el asunto en sus propias manos. En primer lugar empujó una enorme piedra por un barranco con la esperanza de aplastar al Buda pero solo logró rozarle el pie. Después alquiló a un elefante famoso por su ferocidad cuyo nombre era Naligiri y lo dejó suelto delante del Buda. Pero en cuanto Naligiri vio a su presa se sintió embargado por las olas de amor que emanaban del Buda, bajó la trompa y permaneció inmóvil mientras el Buda le acariciaba la frente y le explicaba que la violencia no lo ayudaría en su siguiente vida. Con su trompa Naligiri limpió el polvo de los pies del Buda, lo espolvoreó sobre su frente y se retiró de espaldas, contemplando al Buda con ternura hasta que se perdió de vista. Después ambló hasta los establos y a partir de aquel día fue un animal reformado.[9]
En vista de que el Buda parecía estar a prueba de tales asaltos, los conspiradores cambiaron de táctica. Ajātasattu, que había tenido éxito con su petición para llegar al poder, abandonó a Devadatta y se convirtió en discípulo laico del Buda. Devadatta estaba solo ahora e intentó hallar el apoyo del sangha. Apeló a algunos de los monjes de Vesalī más jóvenes e inexpertos, alegando que el Camino Medio del Buda era una desviación inaceptable de la tradición. Los budistas deberían volver a los ideales más estrictos de los ascetas más tradicionalistas. Devadatta proponía cinco nuevas reglas: durante las lluvias monzónicas todos los miembros del sangha deberían vivir en los bosques en vez de en los ārāmas; debían depender exclusivamente de la limosna y no aceptar invitaciones para ir a comer a casa de personas laicas; en lugar de túnicas nuevas, debían vestir solo los harapos que encontrasen por las calles; debían dormir al raso en lugar de hacerlo en cabañas; y jamás debían comer la carne de ningún ser vivo.[10] Es posible que estas cinco reglas representaran el punto histórico en el relato de la deserción de Devadatta. Quizá algunos de los bhikkhus más conservadores pensasen que los estándares estaban relajándose y, por ese motivo, pudieran haber intentado separarse del sangha principal. Devadatta pudo estar asociado con este movimiento reformista, y sus enemigos, los partidarios del Camino Medio del Buda, quizá mancillaran el nombre de Devadatta inventándose las dramáticas leyendas que encontramos en la Vinaya.
Cuando Devadatta hizo públicas sus cinco reglas y le pidió al Buda que las hiciese obligatorias para todo el sangha, el Buda se negó, argumentando que cualquier monje que desease vivir de ese modo era libre de hacerlo, pero que la coerción en esos asuntos era algo que iba en contra del espíritu de la orden. Los monjes debían tomar sus propias decisiones y no se les debía obligar a que acatase las directrices de otros. Devadatta se sintió jubiloso. ¡El Buda había rechazado su propuesta piadosa! Anunció triunfante a sus seguidores que el Buda se había dado a una vida de lujos y autoindulgencia y que era su obligación retirarse de la compañía de sus hermanos corruptos.[11] Con quinientos monjes jóvenes, Devadatta acampó en la colina de Gayāsisa, en las afueras de Rājagaha, mientras el Buda enviaba a Sāriputta y Moggallāna para que trajeran de vuelta a los bhikkhus rebeldes. Cuando Devadatta los vio acercarse, dio por sentado que habían abandonado al Buda y habían ido a unirse a él. Eufórico, convocó una asamblea y se dirigió a sus discípulos hasta bien entrada la noche. Después, arguyendo que le dolía la espalda se retiró a dormir, cediéndoles la palabra a Sāriputta y Moggallāna. En cuanto aquellos dos ancianos leales empezaron a hablar consiguieron convencer en poco tiempo a los bhikkhus para que regresasen con el Buda, quien los recibió sin tomar represalias.[12] Algunos textos dicen que Devadatta se suicidó; otros que murió antes de tener la oportunidad de reconciliarse con el Buda. Sea cual sea la verdad de esas historias, llaman nuestra atención sobre el sufrimiento de la vejez, y constituyen, asimismo, una historia aleccionadora. Ni siquiera el sangha era inmune al egoísmo, la ambición, la disensión que estaban tan a la orden del día en la vida pública.
El Buda reflexionó sobre este peligro en el último año de su vida. Ahora tenía ochenta años. El rey Ajātasattu estaba firmemente establecido en el trono de Magadha y visitaba asiduamente al Buda. Estaba planeando una ofensiva contra las repúblicas de Malla, Videha, Licchavi, Koliya y Vajji, todas ellas situadas al este de su reino, y que habían constituido una confederación bajo el nombre colectivo de «los vajjianos». El rey estaba decidido a borrarlos del mapa y absorberlos en su reino, pero antes de lanzar el ataque envió a su ministro Vassakāra, un brahman, para contarle al Buda lo que pensaba hacer y escuchar atentamente sus comentarios. El Buda se mostró críptico. Le dijo a Vassakāra que, mientras los vajjianos permaneciesen fieles a las tradiciones de la república, organizasen «reuniones frecuentes a las que acudiesen puntualmente», viviesen en armonía, respetasen a los ancianos y escuchasen atentamente sus consejos, y observasen las leyes y las piedades de sus antepasados, el rey Ajātasattu no sería capaz de derrotarlos. Vassakāra escuchó atentamente y le dijo al Buda que puesto que los vajjianos cumplían ya con todas esas condiciones, eran en realidad inexpugnables. Regresó a darle las noticias al rey.[13] Sin embargo, la tradición budista dice que poco tiempo después de este episodio, el rey Ajātasattu fue capaz de vencer a los vajjianos: consiguió esa hazaña enviando espías a las repúblicas para sembrar la discordia entre sus líderes. Así que había profundidad y urgencia en las siguientes palabras de Buda, después de que la puerta se hubiese cerrado detrás de Vassakāra. Aplicó las mismas condiciones al sangha: mientras sus miembros respetasen a los bhikkhu mayores, convocasen asambleas frecuentes y permaneciesen absolutamente fieles al dhamma, el sangha sobreviviría.
Las repúblicas tribales estaban condenadas. Pertenecían al pasado y poco tiempo después serían barridas por las nuevas monarquías militantes. El hijo del rey Pasenedi no tardaría en derrotar y masacrar a los sakyos, el pueblo del Buda. Pero el sangha del Buda era una versión nueva, actualizada y espiritualmente hábil de los gobiernos de las viejas repúblicas. Se mantendría fiel a unos valores que las monarquías más violentas y coercitivas corrían el peligro de olvidar. No obstante, aquel era un mundo peligroso. El sangha no sobreviviría la disensión interna, la falta de respeto hacia los mayores, la ausencia de benevolencia y la superficialidad que habían brotado durante el escándalo de Devadatta. Bhikkhus y bhikkunīs debían estar atentos, espiritualmente alerta, llenos de energía y fieles a las disciplinas meditativas que podían conducirlos a la iluminación. La orden no declinaría mientras los monjes evitaran aquellos objetivos no provechosos como «las murmuraciones, la indolencia y socializar; mientras no tuviesen amigos sin principios y evitaran caer en el hechizo de esas personas; mientras no se parasen en mitad de su búsqueda y se sintiesen satisfechos con un nivel de espiritualidad mediocre».[14] Si fallaban, el sangha dejaría de ser distinto a cualquier institución secular; caería presa de los vicios de las monarquías y se corrompería irremediablemente.
Después de su encuentro con Vassakāra, el Buda decidió abandonar Rājagaha y viajó hacia el norte para pasar el vassa en su lugar de retiro de Vesalī. Parecía como si la revelación de los planes del rey Ajāsattu de «exterminar y destruir» a los vajjianos le hubiese repugnado y le hubiese hecho tomar conciencia de la afinidad que sentía con las repúblicas aliadas asediadas. Había pasado la mayor parte de su tiempo de ministerio en Kosala y Maghada y había conseguido llevar a cabo una importante misión allí. Pero ahora, siendo un anciano que había sufrido en carne propia las agresiones que sustentaban la vida política de esos reinos, partió hacia las regiones más marginales de la cuenca del Ganges.
Lentamente y acompañado por un gran séquito de monjes, el Buda viajó por el territorio de Maghada, primero a Nālanda y después a Pāṭaligāma (la actual Patna), que más adelante se convertiría en la capital del gran rey budista Aṣoka (c. 269-232 a.n.e.), quien creó una monarquía que evitaba la violencia e intentó aplicar la ética compasiva del dhama. El Buda reparó en las altas fortalezas que estaban construyendo los ministros de Maghada como preparativos para la inminente guerra con los vajjianos y profetizó la futura grandeza de la ciudad. Allí, una delegación de discípulos laicos puso una casa de retiro a disposición del Buda, arreglada con alfombras y lámparas de aceite, y el Buda pasó toda la noche predicando la versión del dhamma que había adaptado a las necesidades del laicado. Señaló que la prudencia de un comportamiento útil y provechoso podía beneficiar a hombres y mujeres virtuosos incluso en este mundo, y les aseguraba que en sus vidas siguientes estarían un paso más allá en el sendero que conducía hacia la iluminación.[15]
Finalmente, el Buda llegó a Vesālī. A primera vista todo estaba igual que siempre. Se alojó en un bosquecillo de mangos propiedad de Ambapālī, una de las cortesanas más prominentes de la ciudad. Ella salió al encuentro del Buda para saludarlo con una flota de carruajes, se sentó a sus pies para escuchar el dhamma y lo invitó a cenar aquella noche. Justo cuando acababa de aceptar la invitación, los miembros de la tribu de Licchavi, que vivían en Vesālī, partían en pleno con el mismo propósito de invitar al Buda, formando una espléndida procesión de coloridos carruajes. Era un espectáculo digno de ver, y el Buda sonrió ante ellos y les dijo a sus bhikkhus que ahora tenían una idea de la magnificencia de los dioses en el cielo. Los licchavis se sentaron alrededor del Buda que los «estimuló, inspiró y animó» con su charla sobre el dhamma. Al final del discurso, los licchavis le comunicaron su invitación para cenar pero cuando el Buda les dijo que ya tenía un compromiso con Ambapālī, no perdieron el buen humor y chasqueando los dedos comentaron: «Vaya, la chica de los mangos nos ha ganado, la chica de los mangos ha sido más lista que nosotros». Aquella noche, durante la cena, la cortesana donó el Bosquecillo de Mango al sangha, y el Buda permaneció algún tiempo allí, predicando a sus bhikkhus. Se produjo el acostumbrado revuelo, fascinación y excitación en torno al Buda y, en el fondo, la exhortación constante hacia una vida intensa de autoconciencia y meditación.[16]
Pero cuando el ambiente empezó a ensombrecerse, el Buda abandonó Vesālī seguido por sus monjes y fueron a establecerse en la aldea cercana de Beluvagāmaka. Después de permanecer algún tiempo allí, un buen día despidió a sus monjes: estos debían regresar a Vesālī y buscar algún lugar donde instalarse durante la estación de las lluvias. El y Ānanda se quedarían en Beluvagāmaka. Una nueva soledad había tomado posesión de la vida del Buda, y desde aquel momento parecía rehuir las grandes ciudades y pueblos e ir en busca de parajes aún más recónditos. Parecía como si ya hubiese empezado a abandonar el mundo. Después de la partida de los bhikkhus, el Buda cayó gravemente enfermo pero con su supremo autocontrol suprimió el dolor y se repuso a la enfermedad. Todavía no había llegado el momento de morir y alcanzar el Último Nibbāṇa (parinibbāṇa) que consumaría la iluminación que había alcanzado debajo del árbol bodhi. Antes tenía que despedirse del sangha. Así pues, el Buda se recuperó, abandonó la habitación y fue a sentarse junto a Ānanda en el porche de la cabaña donde vivían.
Su enfermedad había conmocionado profundamente a Ānanda. «Estoy acostumbrado a ver al Bienaventurado rebosante de salud y en buena disposición», le confesó al Buda con voz trémula cuando él fue a sentarse a su lado. Por primera vez había caído en la cuenta de que su maestro podía morir. «Sentía que la rigidez se apoderaba de mi cuerpo —señaló—. No podía ver con claridad, mi mente estaba ofuscada.» Pero hubo un pensamiento que lo reconfortó. El Buda no moriría hasta no haber hecho algunos preparativos sobre la sucesión y el gobierno del sangha, que cambiaría una vez que el maestro hubiese partido. El Buda suspiró: «¿Qué es lo que el sangha espera de mí, Ānanda?», le preguntó pacientemente. Los bhikkhus ya sabían todo lo que él tenía que enseñarles. No había ninguna doctrina secreta para unos pocos líderes elegidos. Pensamientos tales como: «Debo gobernar el sangha» o «El sangha depende de mí» no se le ocurrirían a un hombre iluminado. «Soy un hombre viejo, Ānanda, tengo ochenta años —prosiguió el Buda inexorablemente—. Mi cuerpo solo puede ir tirando provisionalmente como un carro viejo.» La única actividad en la que hallaba alivio era la meditación que lo introducía a la paz y la liberación del Nibbāṇa. Y así había de ser para cada bhikkhu y bhikkhunī. «Cada uno de vosotros debe hacer de sí mismo su propia isla, hacer de sí mismo, y de nadie más, su propio refugio.» Ningún budista podía depender de otra persona ni necesitar de otros como él para que dirigieran la orden. «El dhamma —y solamente el dhamma— era su refugio.»[17] ¿Cómo podían los bhikkhus conseguir esa independencia? Ya conocían la respuesta: por medio de la meditación, la concentración, la autoconciencia y un disciplinado desapego del mundo. El sangha no necesitaba que nadie lo gobernase, ni de ninguna autoridad central. El principal objetivo del estilo de vida budista era alcanzar un recurso interior que hiciese tal dependencia superflua.
Pero Ānanda aún no había alcanzado el Nibbāṇa. No era un yogui adiestrado y, por tanto, no había conseguido llegar a ese nivel de autosuficiencia. Se sentía apegado personalmente a su maestro y pasaría a convertirse en el modelo de aquellos budistas que no estaban aún preparados para semejante heroísmo yóguico, sino que necesitaba de más devoción humana (bhakti) hacia el Buda para infundirle ánimos. Ānanda tuvo otro sobresalto pocos días después cuando un novicio le llevó noticias de las muertes de Sāriputta y Moggallāna en Nālanda. Una vez más, el Buda se sintió exasperado al ver la pena que afligía a Ānanda. ¿Qué esperaba? ¿Acaso no era la esencia misma del dhamma que nada durase eternamente y que uno tuviese que separarse continuamente de todo y de todos a los que amaba? ¿Pensaba Ānanda que Sāriputta se había llevado consigo las leyes y la visión en virtud de la cuales vivían los budistas, o que el código de virtud o el conocimiento de la meditación se había ido del sangha? «No, Señor», protestó el desventurado Ānanda. Era simplemente que no podía por menos que recordar lo generoso que había sido Sāriputta con todos ellos, cómo los había enriquecido y ayudado con su infatigable exposición del dhamma. Le había partido el corazón ver su escudilla de limosna y su túnica que el novicio le había llevado al Buda cuando les fue a comunicar la noticia. « Ānanda —volvió a repetirle el Buda—. Cada uno de vosotros debe hacer de sí mismo su propia isla, hacer de sí mismo, y de nadie más, su propio refugio.»[18]
Lejos de sentirse apenado por la muerte de sus dos discípulos más cercanos, el Buda estaba dichoso de que ambos hubiesen alcanzado el Parinibbāṇa, la liberación final de las fragilidades de la mortalidad. Para él había sido una alegría tener a dos discípulos como ellos, tan amados por todo el sangha. ¿Cómo iba a estar triste y afligido, si ellos habían alcanzado la meta final de su búsqueda?[19] No obstante para alguien no iluminado, el final del Buda es motivo de patetismo y tristeza. Ānanda era el único que quedaba de su círculo de colaboradores más estrecho. Los textos intentan disimularlo, pero ya no había multitudes entusiasmadas ni coloridas cenas con amigos. Al contrario, el Buda y Ānanda, dos ancianos, continuaban solos su lucha, soportando el cansancio del sobrevivir y la muerte de los compañeros que constituyen la verdadera tragedia de la vejez. La última aparición de Māra, su yo oculto en esta vida, sugiere que incluso el Buda pudo llegar a tener algunos esbozos de esto y sentirse potencialmente desposeído. Él y Ānanda habían pasado el día juntos en uno de los muchos santuarios de Vesālī, y el Buda remarcó que era posible para un hombre completamente iluminado como él sobrevivir el resto de ese periodo de la historia, si así lo deseaba. Los textos nos dicen que le estaba dando a Ānanda una indirecta más explícita. Si le suplicaba que permaneciese en el mundo por compasión hacia los hombres y los dioses que necesitaban su guía, el Buda tenía el poder de seguir viviendo. Pero, nuevamente, el pobre Ānanda no estuvo a la altura de la ocasión, no lo entendió y, en consecuencia, no le pidió al Buda que permaneciese con el sangha hasta el final de aquella era histórica. Fue una omisión que haría que algunos miembros del sangha antiguo culpasen a Ānanda: una pobre recompensa por los años de devotos servicios prestados a su maestro, que, sin duda alguna, el Buda mismo apreciaba. Pero cuando el Buda dejó caer la indirecta, Ānanda no vio su significado, le dio una réplica educada y evasiva y fue a sentarse a los pies del árbol más próximo.
Por un momento, el Buda quizá sintiera el deseo fugaz de contar con un compañero que entendiera mejor lo que había en su pensamiento, mientras él sentía que se le iba la vida, porque, en aquel preciso instante Māra, su sombra, apareció. «Haz que el Tathāgata alcance su Parinibbāṇa ahora», le susurró Māra seductoramente. ¿Por qué continuar? Se merece el descanso final; no tiene sentido seguir luchando. Por última vez, el Buda rechazó a Māra. No entraría en la bienaventuranza de su Nibbāṇa Final hasta que hubiese completado su misión y tuviese la plena certeza de que la orden y la vida santa estaban adecuadamente establecidas. Pero, añadió, no faltaba mucho: «Dentro de tres meses —le anunció a Māra— el Tathāgata alcanzara su Parinibbāṇa».[20]
Las escrituras nos dicen que fue entonces, en el santuario de Capala en Vesālī, cuando el Buda consciente y deliberadamente «abandonó el deseo de vivir».[21] Fue una decisión que reverberó en todo el cosmos. El mundo de los hombres se estremeció por un terremoto que hizo que incluso Ānanda percibiese que algo trascendental estaba sucediendo y, en los cielos, un tambor solemne empezó a sonar. Ahora ya era demasiado tarde, le dijo el Buda al contrito Ānanda, para que le rogase que siguiera viviendo. Había llegado el momento de hablar con el sangha y despedirse formalmente de sus monjes. En la gran sala pintada del ārāma de Vesālī, se dirigió a todos los bhikkhus que se hallaban en los alrededores. No tenía nada nuevo que contarles. «Solo os he enseñado cosas que he experimentado completamente por mí mismo», les anunció. Nunca había confiado en nada y ellos también tenían que hacer del dhamma una realidad para ellos. Tenían que aprender bien todas las verdades que él les había impartido y, por medio de la meditación, hacerlas una experiencia viva de modo que ellos también las conociesen con el «conocimiento directo» de un yogui. Por encima de todo, debían vivir para los demás. La vida santa no había sido concebida exclusivamente para beneficiar a los iluminados, y el Nibbāṇa no era un premio que un bhikkhu hubiese de guardarse, egoísta, para sí mismo. Tenían que vivir el dhama «por la gente, por el bienestar y la felicidad de la multitud, por compasión hacia el mundo entero, y para el bien de los dioses y los hombres».[22]
A la mañana siguiente, después de que el Buda y Ānanda hubiesen mendigado su alimento en la ciudad, el Buda se dio la vuelta y permaneció largo rato contemplando Vesālī; era la última vez que la veía. Después tomaron el sendero que conducía a la aldea de Bhaṇḍagāma. Desde ese lugar, los viajes del Buda parecían dirigirse fuera del mapa del mundo civilizado. Después de haber permanecido algún tiempo en Bhaṇḍagāma enseñando a los bhikkhus del lugar, el Buda partió lentamente hacia el norte acompañado de Ānanda, pasando por las aldeas de Hatthigāma, Ambagāma, Jambugāma, Bhoganagama (las cuales han desaparecido sin dejar el menor rastro) hasta llegar a Pāvā, donde permaneció en un bosquecillo que pertenecía a un tal Cunda, el hijo de un orfebre. Cunda honró al Buda, escuchó atentamente sus enseñanzas y después lo invitó a una cena excelente en la que había sūkkaramaddava (partes tiernas «del cerdo»). Nadie está plenamente seguro de lo que llevaba aquel plato: algunos comentarios dicen que era un tipo de cerdo suculento que se vendía en el mercado (el Buda nunca comía un animal que hubiese sido sacrificado para prepararle la comida a él); otros señalan que hacía referencia a la forma de carne de cerdo picada o un plato de trufas que comían los cerdos. Otros incluso sostienen que se trataba de un elixir que, temiendo Cunda que el Buda fuese a morir y alcanzase su Parinibbāṇa, estaba destinado a prolongarle la vida indefinidamente.[23] En cualquier caso, el Buda insistió en comer el sūkkaramaddava y les dijo a los bhikkhus que tomasen los otros alimentos que había en la mesa. Cuando hubo acabado, le dijo a Cunda que enterrase las sobras, pues nadie —ni siquiera un dios— era capaz de digerir aquello. Podría tratarse sencillamente de un elogio de las dotes culinarias de Cunda, pero los estudios modernos apuntan a que el Buda se dio cuenta de que el sūkkaramaddava había sido envenenado: ven la soledad del final del Buda y lo remoto del lugar como el signo de la distancia entre el Buda y el sangha y creen que, al igual que los dos ancianos reyes, él también fue víctima de una muerte violenta.[24]
Con todo, los textos pāli no consideran esa espantosa posibilidad. La petición del Buda de que Cunda enterrase la comida resultaba extraña, pero llevaba ya algún tiempo enfermo y esperaba morir en breve. Aquella noche empezó a vomitar sangre y un intenso dolor lo sobrecogió, pero una vez más controló su enfermedad y partió junto a Ānanda hacia Kusinārā. Se hallaba en la república de Malla, cuyos habitantes no parecieron interesarse por las ideas del Buda. Los textos nos dicen que iba acompañado por el habitual séquito de monjes pero, aparte de Ānanda, no había ningún otro miembro veterano de la orden. De camino a Kusinārā, el Buda se sintió fatigado y pidió un poco de agua. A pesar de que el río estaba estancado y turbio, el agua se tornó clara en cuanto Ānanda se acercó a ella con el cuenco del Buda. Las escrituras ponen un énfasis especial en los detalles para mitigar la triste soledad de los últimos días. Oímos que en la última parte de su viaje, el Buda convirtió a un habitante de Malla que, casualmente, había sido discípulo de su antiguo maestro, Ālāra Kālāma. El hombre quedó tan impresionado por la naturaleza de la concentración del Buda que en aquel preciso instante hizo el Triple Refugio y apareció ante el Buda y Ānanda con dos túnicas hechas de tela de oro. Pero cuando el Buda se puso la suya, Ānanda le comentó que parecía apagada en comparación con el resplandor de su piel: el Buda le contestó que se trataba de la señal de que faltaba muy poco —cuando llegaran a Kusinārā— para que alcanzara su Nibbāṇa Final. Poco después le dijo a Ānanda que nadie debía culpar a Cunda de su muerte: había sido un acto de gran mérito darle al Buda la última cena de limosna antes de que alcanzase el Parinibbāṇa.[25]
¿Qué era el Parinibbāṇa? ¿Era sencillamente la extinción? Y, en tal caso, ¿por qué la Nada se veía como un logro glorioso? ¿En qué se diferenciaba el Nibbāṇa «final» de la paz que el Buda había conseguido debajo del árbol bodhi? Recordamos que la palabra nibbāṇa significaba «enfriamiento» o «extinción» como refiriéndose a una llama. El término usado en los textos para la consecución del Nibbāṇa en vida es sa-upādi-sesa. Un Arahant había extinguido los fuegos de la avidez, el odio y la ignorancia, pero tenían un «residuo» (sesa) de «combustible» (upadi) mientras viviese en el cuerpo, utilizase sus sentidos y su mente, y experimentase emociones. Había potencial para una conflagración posterior. Pero cuando un Arahant moría, los khandha ya no podían ser encendidos de nuevo y no podían alimentar la llama de una nueva existencia.[26] Por consiguiente, el Arahant quedaba liberado del saṃsāra y podía ser enteramente absorbido en la paz e inmunidad del Nibbāṇa.
Pero ¿qué significaba eso? Hemos visto que el Buda siempre se negó a definir el Nibbāṇa porque carecemos de términos adecuados para esa experiencia que trasciende el alcance de los sentidos y la mente. Al igual que los monoteístas que prefieren hablar de Dios en términos negativos, el Buda prefería también a veces explicar que el Nibbāṇa no-era. Era, les dijo a sus discípulos, un estado
donde no había tierra ni agua, luz ni aire; ni infinidad ni espacio; no hay infinidad de razón pero tampoco hay un vacío absoluto… no es ni este mundo ni otro mundo; es el sol y es la luna.[27]
Eso no significaba que realmente fuese «nada»; hemos visto que era una herejía budista afirmar que un Arahant dejaba de existir en el Nibbāṇa. Pero era una existencia más allá del yo y bienaventurada porque carecía de egoísmo. Aquellos de nosotros que no estamos iluminados y cuyos horizontes siguen constreñidos por el egoísmo no podemos imaginarnos tal estado. Pero los que han alcanzado la muerte del ego saben que la ausencia de yo no es un vacío. Cuando el Buda intentaba darles a sus discípulos un indicio de cómo era ese Edén lleno de paz en el núcleo de la psique, mezclaba términos negativos y positivos. Decía que el Nibbāṇa era «la extinción de la codicia, el odio y el engaño»; era la Tercera Verdad Noble; era «inmaculado», «no se debilitaba», «no se desintegraba», «inviolable», «sin dolor», «sin aflicción», «sin hostilidad». Todos estos epítetos enfatizan que el Nibbāṇa anulaba todas las cosas que nos parecen intolerables en la vida. No era un estado de aniquilación; era «inmortal». Pero había también atributos positivos que pudieran decirse del Nibbāṇa: era «la Verdad», «lo Sutil», «la Otra Orilla», «lo Imperecedero», «la Paz», «la Meta máxima», «la Seguridad», «la Pureza, la libertad, la Independencia, la Isla, el Cobijo, el Puerto, el Refugio, el Más allá».[28] El bien supremo de dioses y hombres por igual, una Paz incomprensible, y el refugio seguro final. Muchas de estas imágenes son reminiscencias de palabras que los monoteístas han empleado para describir a Dios.
En realidad, el Nibbāṇa se parecía mucho al Buda. Los budistas posteriores de la escuela Mahāyāna afirmarían que él estaba tan colmado de Nibbāṇa que era idéntico a él. Del mismo modo que los cristianos creen ver a Dios al contemplar al hombre Jesús, los budistas podían ver al Buda como una expresión humana de ese estado. Incluso en vida del Buda, hubo personas que tuvieron atisbos de esa verdad. El brahman que no podía clasificar al Buda puesto que ya no encajaba en ninguna categoría mundana ni celestial, se había apercibido de que, al igual que el Nibbāṇa, el Buda era «Otra Cosa». El Buda le dijo que era el «que había despertado», un hombre que se había despojado de las tristes y dolorosas limitaciones de la humanidad profana y había alcanzado algo Más Allá. El rey Pasenedi también había visto en el Buda un refugio, un lugar de seguridad y pureza. Cuando abandonó su hogar, pasó algún tiempo experimentando con su naturaleza humana hasta encontrar la nueva región de paz en su interior. Pero él no era único. Cualquier hombre o mujer que se aplicase seriamente a la vida santa podía conseguir aquella serenidad edénica en su interior. El Buda había vivido cuarenta y cinco años como humano sin egoísmo; por tanto, había sido capaz de vivir con el dolor. Pero ahora que se acercaba al final de su vida, estaba a punto de despojarse de las últimas indignidades de la vejez; los khandha, «los montones de leña» que en su juventud habían ardido a causa de la ambición y el engaño se habían extinguido mucho tiempo atrás, y ahora iban a ser eliminados definitivamente. Estaba a punto de alcanzar la Otra Orilla. Así caminó débilmente pero con gran confianza hacia la oscura pequeña ciudad donde alcanzaría el Parinibbāṇa.
El Buda y Ānanda, dos ancianos, cruzaron el río Hiraññavatī seguidos de una multitud de bhikkhus y se adentraron en un bosquecillo de árboles de sal en el camino que conducía a Kusinarā. El Buda ya había empezado a sentir dolor por entonces. Se tumbó e inmediatamente los árboles de sal florecieron y empezaron a derramar sus pétalos sobre él, a pesar de que no era la estación para ello. El lugar se había llenado de dioses, anunció el Buda, que habían ido a presenciar su último triunfo. Pero lo que más satisfizo al Buda fue la fidelidad de sus seguidores hacia el dhamma que él les había enseñado.
Mientras yacía moribundo, el Buda dio las últimas instrucciones sobre su funeral. Sus cenizas tenían que recibir el mismo trato que las de los cakkavatti; su cuerpo sería amortajado y cremado con maderas olorosas y los restos enterrados en el cruce de caminos de una gran ciudad. Desde el principio hasta el final, el Buda había sido comparado con un cakkavatti, y después de su iluminación había ofrecido al mundo una alternativa al poder basado en la agresión y la coerción. Los preparativos del funeral llaman la atención sobre este irónico contrapunto. Los dos grandes reyes de la región, que parecían ser tan poderosos cuando el joven Gotama había llegado a Maghada y Kosala, habían fallecido. La violencia y la crueldad de sus muertes ponían de relieve que las monarquías estaban alimentadas por el egoísmo, la codicia, la ambición, la envidia, el odio y la destrucción. Era cierto que habían traído la prosperidad y el avance cultural; representaban la marcha del progreso y habían beneficiado a mucha gente. Pero había otra forma de vida que no tenía que imponerse de forma tan violenta, que no estaba dedicada al autoengrandecimiento, y que hacía que los hombres y las mujeres fuesen más felices y más humanos.
Los preparativos funerarios fueron demasiado para Ānanda. Su situación durante aquellos últimos días nos hace pensar en el abismo que separa al no iluminado del Arahant. Ānanda sabía todo acerca del budismo intelectualmente, pero su conocimiento no había sido sustituido por el «conocimiento directo» del yogui. No podía serle de ninguna ayuda cuando empezase a experimentar el dolor por la pérdida de su maestro. Era infinitamente peor que la muerte de Sāriputta. Entendía la Verdad Noble del Sufrimiento con su mente mundana y racional pero no la había absorbido de manera que esta se hubiese fusionado con todo su ser. Seguía sin aceptar el hecho de que todo es pasajero y algún día tenía que morir. Dado que no era un yogui adiestrado, no podía «penetrar» en esas doctrinas y hacerlas realidades vivientes. En vez de la certeza del yogui, solo sentía pena. Después de haber escuchados las lacónicas explicaciones del Buda acerca de sus cenizas, Ānanda se alejó del lecho de muerte de su maestro y huyó a una de las cabañas del bosquecillo. Durante un buen rato permaneció allí de pie, sollozando, con la cabeza apoyada en el dintel. Se sintió un completo fracasado: «Sigo siendo solo un principiante —lloró el anciano bhikkhu—. No he alcanzado el propósito de la vida santa; mi búsqueda está incompleta». Vivía en una comunidad de gigantes espirituales que habían alcanzado el Nibbāṇa. ¿Quién lo ayudaría ahora? ¿Quién se dignaría ni siquiera a preocuparse por él? «Mi maestro está a punto de alcanzar el Parinibbāṇa, mi compasivo maestro que siempre ha sido bueno conmigo.»
Cuando el Buda se enteró de las lágrimas de Ānanda lo mandó llamar: «Ya es suficiente, Ānanda —le dijo—. No estés triste; no sientas pesar». ¿Acaso no le había explicado una y otra vez que no había nada permanente sino que la separación era la ley de la vida? «Y, Ānanda, —concluyó el Buda—, durante años me has cuidado con constante amor y gentileza. Te has ocupado de mis necesidades físicas y me has apoyado con todas tus palabras y pensamientos. Has hecho todo eso para ayudarme, de buen grado y de todo corazón. Has ganado mérito, Ānanda. Sigue intentándolo y pronto también tú serás un iluminado.»[29]
Pero Ānanda seguía luchando. «Señor —exclamó— no te vayas al Descanso Final en esta triste pequeña ciudad con murallas de barro; en este lugar pagano y selvático, en este lugar recóndito.» El Buda había pasado la mayor parte de su ministerio en ciudades tan grandes como Rājagaha, Kosambī, Sāvattī y Vārānasī. ¿Por qué no regresaba a una de ellas y acababa su búsqueda rodeado por sus nobles discípulos, en lugar de morir allí solo, entre aquellos no creyentes ignorantes? Los textos muestran que los discípulos del antiguo sangha se sintieron incomodados por la oscuridad de Kusinārā y el hecho de que su Maestro muriese en un lugar tan remoto y en plena selva. El Buda intentó animar a Ānanda, diciéndole que en otro tiempo Kusinārā había sido una ciudad floreciente y la capital de un cakkavatti. Pero es casi seguro que la elección del Buda de morir en Kusinārā se debiese a una razón más profunda. Ningún budista podía descansar sobre los logros pasados; el sangha tenía que seguir hacia delante sin cesar para llevar su ayuda a todo el mundo. Y un Buda no veía un lugar lúgubre como Kusinārā con los mismos ojos que una persona no iluminada. Durante años había ejercitado su mente consciente e inconsciente para ver la realidad desde una perspectiva totalmente distinta, libre del aura de la distorsión del egoísmo que empaña el juicio de la mayoría de seres humanos. No necesitaba el prestigio humano externo del que muchos de nosotros dependemos para elevar nuestro concepto de nosotros mismos. Como Tathāgata, su egoísmo había «partido». Un Buda no tenía tiempo para pensar en sí mismo ni siquiera en su lecho de muerte. Hasta el final, continuó viviendo para los demás, invitando a los habitantes de Malla a ir a Kusinārā para presenciar su triunfo. También se tomó tiempo para instruir a un mendicante que pasaba por allí, y que pertenecía a otra secta pero que se había sentido atraído hacia las enseñanzas del Buda, pese a que Ānanda protestó que estaba demasiado débil y exhausto para semejante esfuerzo.
Finalmente, se dirigió a Ānanda, capaz, como siempre, de entrar en sus pensamientos. «Debes de estar pensando, Ānanda: “La palabra del Maestro es ahora algo que pertenece al pasado; ahora ya no tenemos Maestro”, pero no es así como deberías verlo. Deja que el dhamma y la disciplina que te he enseñado sean tus maestros cuando yo me haya ido.»[30] Siempre les había dicho a sus seguidores que no lo mirasen a él sino al dhamma; él como persona nunca había sido importante. Después se dirigió a la multitud de bhikkhus que lo habían acompañado en su último viaje y les recordó una vez más que: «Todas las cosas individuales perecen. Buscad vuestra liberación con diligencia».[31]
Después de darles este último consejo a sus seguidores, el Buda entró en coma. Algunos de los monjes fueron capaces de seguir su viaje por los estados más altos de conciencia que él había explorado tan repetidas veces durante la meditación. Pero había entrado en un estado que se hallaba más allá de lo conocido por los seres humanos cuyas mentes siguen dominadas por la experiencia sensual. Mientras los dioses se alegraban, la tierra tembló y los bhikkhus que aún no habían alcanzado la iluminación lloraron, el Buda experimentó una extinción que era, paradójicamente, el estado supremo del ser y la meta final de la humanidad:
Como una llama que se apaga por el viento
halla descanso y no puede ser definida,
así también el hombre iluminado se libera del egoísmo
halla descanso y no puede ser definido.
Va más allá de toda imagen
Va más allá del poder de las palabras.[32]