–Abuelo, ¿cómo lo hiciste? —preguntó Hanna mientras se volteaba.
Detrás suyo, ya no estaba la elegante mesa repleta de platos, copas, vasos y cubiertos. En su lugar, había una mesa de madera lustrada sobre la cual descansaba un tazón de madera entre dos candelabros de plata ornamentados. Junto a una pared lejana, una estufa negra y bajita despedía calor. A ambos lados de esta había estantes repletos de platos de loza, ollas y toallas. Del techo colgaban varias ristras de cebollas y olía a pan recién horneado.
“Debe ser el vino”, pensó Hanna, “que me hace soñar despierta”.
—¿Qué pasó? —preguntó una voz de mujer con fuerte acento—. ¿Ya viene?
Confundida, Hanna miró a su alrededor buscando quién hablaba.
—¿El profeta Eliahu? —preguntó.
—¿Crees que el profeta Eliahu entra cada vez que abres una puerta? A goy zugt a vertl, hay un tonto en cada casa.
La mujer usaba una falda oscura con un delantal manchado por encima, una blusa bordada arremangada y una pañoleta azul en la cabeza. Estaba de pie junto a una mesa baja al lado de un fregadero y, con los brazos cubiertos de harina, amasaba masa para pan.
Hanna se quedó atónita. Era como si de repente se hubiera transportado al escenario de una película. La ilusión era tan perfecta que ni siquiera podía encontrar respuesta alguna. Y luego se acordó de las palabras que le había dicho la mujer: A goy zugt a vertl. Era una frase en yidis que su abuelo decía todo el tiempo y que ella nunca había comprendido. Sin embargo, ahora la podía entender tan bien como si ella misma supiera hablar ese idioma. A goy zugt a vertl significaba “Como dicen los campesinos…”.
—Jaya, ¿Shmuel viene ya en camino o no?
La mujer no alzó la vista de la masa mientras hablaba y siguió amasándola con un ritmo hipnótico, constante.
Hanna miró otra vez hacia el exterior desde la puerta para ver si descubría una pista. Si al abrir una puerta había entrado a este ensueño, tal vez atravesando otra podría regresar. Pensó que valía la pena intentarlo. Dio un paso hacia adelante y vio que el hombre que cruzaba el campo estaba mucho más cerca. Ahora podía verlo claramente: su cabello era negro y abundante, y su barba, poblada. Usaba gorra, camisa de mangas anchas y un pantalón holgado embutido dentro de unas botas altas de cuero. “Lo que daría Rosa María por esas botas”, pensó. El hombre ya no cantaba, pero silbaba una canción que le parecía conocida. Al darse cuenta de que era “Daienu”, Hanna se rio.
—Ah, ya entiendo —murmuró, aunque la verdad no entendía. Pero, en ese instante, decidió dejarse llevar. Ya sea que fuera un sueño o un juego elaborado, les demostraría que sabía llevarse bien con los demás. No cabía duda de que era mejor que las lecciones aburridas del séder del abuelo Will—. Ya viene —le dijo a la mujer.
—Muy bien, pon la mesa. Y no te olvides de usar el mantel de sabbat. Después de todo, es una ocasión especial. No todos los días es la víspera de la boda de mi hermano menor. —Se secó las manos en el delantal—. Dale, Jaya, ¡apúrate!
“Jaya. Pero ese es mi nombre en hebreo”, pensó Hanna. “El que me pusieron para honrar la memoria de la amiga muerta de la tía Eva. Qué raro”. Se preguntó cómo la mujer sabía ese nombre y después se rio en voz baja de sus propias tonterías. “Por supuesto que sabía, porque es parte de este juego alocado, de este sueño loco”. Pero incluso mientras lo pensaba, Hanna sintió un poco de pánico. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaban sus padres, Aarón, la tía Eva y los demás? Miró de nuevo fijamente a la puerta, como si la respuesta estuviera ahí.
—¿Jaya, por qué estás ahí parada como un tonto de Chelm? Pon el mantel, mi niña. Te juro que esa fiebre que se llevó a tus pobres padres, que en paz descansen, te afectó más de lo que creíamos. Fue un milagro que sobrevivieras. Y aunque de seguro formaba parte del plan de Dios, su significado me sobrepasa. A veces, mi niña, haces que me cuestione.
Nunca supo lo que la mujer se preguntaba porque, justo en ese momento, el hombre barbudo entró a la casa después de dejar el azadón afuera. Cargó a Hanna antes de que ella pudiera protestar y empezó a girar.
—Hola, sobrinita. ¡Abraza a tu casi casado tío Shmuel!
Hanna sabía que no tenía ningún tío Shmuel: sin duda, ninguno tan grande y barbudo como este hombre que olía a sudor, pasto y caballos. Pero como su alegría era contagiosa, lo abrazó.
—Bájala, Shmuel —lo regañó la mujer—. Todavía se está recuperando de su enfermedad. Sabes lo fácil que se altera y se le olvidan las cosas. Y lávate. Me asombra que Fayge haya aceptado la oferta de casarse contigo que le hizo el shadján. ¿Eres tan buen partido que puedes besar a las mujeres sin bañarte?
Le pasó un cuenco grande con flores pintadas lleno de agua.
—¿No soy tan buen partido? —preguntó Shmuel mientras sumergía las manos en el cuenco y derramaba agua por los costados—. Tengo todos mis dientes y no se me ha caído el cabello. Poseo dos buenos caballos de labranza, una casa de cuatro cuartos y, además, un terreno de veinte acres. Trabajo duro y no huelo tan mal. ¿Qué crees, Jayita?
Sin esperar a que ella contestara, se echó agua en la cara y siguió lavándose con mucho ruido.
—¿Qué va a decir la niña, Shmuel? Te adora. Pero si no te bañas con regularidad, esta casa va a estar demasiado abarrotada con otra mujer. Aunque la nueva mujer sea esa joya llamada Fayge.
Shmuel alargó la mano y le dio un pellizquito en el cachete a su hermana.
—¿Tú también me adoras, Gitl? —preguntó, riéndose cariñosamente.
Irritada, se apartó de él y se le soltó una horquilla del cabello. Con un mohín, se quitó el pañuelo y las otras dos horquillas. Su abundante cabellera negra le cayó en cascada hasta la cintura.
—Adoro a cualquiera de mis hermanos el día antes de que se casen —dijo.
Con un movimiento rápido, se enrolló el cabello en la mano e hizo un moño que aseguró de nuevo con las horquillas. Después, se volvió a poner la pañoleta y la amarró.
Hanna la miró en silencio e intentó entender lo que estaba pasando. ¿Cómo podía ser a la vez Hanna y Jaya, cuyos padres fallecieron por una misteriosa enfermedad? Sabía que era Hanna porque se acordaba. Se acordaba de su madre, de su padre y de su hermano Aarón, el de los ojazos azules y la sonrisa bonita. Recordaba su casa, con los columpios y la barra de escalar en el patio, y los diecisiete perros de peluche sobre su cama. Se acordaba de su mejor amiga, Rosa María, quien había usado frenillos un año antes que ella y le había enseñado a comer gomitas con ellos puestos, aunque no se debía hacer. También recordaba su escuela en Nueva Rochelle. A medida que recordaba, se le olvidó que quería demostrar que se llevaba bien con los demás y se le aguaron los ojos. Pero Shmuel y Gitl no se dieron cuenta porque estaban demasiado enfrascados en su propia conversación.
—Si aceptaras la oferta de Yitzjak, el carnicero, podrías casarte y vivir en una buena casa nueva en pleno centro del shtetl —dijo Shmuel—. Entonces no tendrías que compartir tu cocina con Fayge ni con nadie más.
Se volteó y le guiñó el ojo a Hanna.
—Yitzjak, el carnicero, es un monstruo que solo quiere una niñera para sus hijos.
—Todos los carniceros son monstruos para alguien que se niega a comer carne —dijo Shmuel—. Y solo tiene dos hijos, no un ejército. Son tan pequeños que podrías ser su verdadera madre y tú eres lo suficientemente joven como para poder darle aún más hijos.
—¡Ja!
Shmuel se volteó, le sonrió a Hanna y le hizo señas para que se acercara. Ella titubeó. ¿Y si al acercársele se convertía más en Jaya y menos en Hanna? ¿Qué pasaría si, al aceptar la realidad del sueño, se le olvidaban los recuerdos de su verdadero pasado? Decidió no moverse. Nadie podría obligarla a hacerlo. Pero la sonrisa de Shmuel era genuina. Le recordaba la de Aarón. Le tendió la mano.
—Ven, Jaya. ¿O crees que soy un monstruo como Yitzjak?
Ella dio unos pasos.
De cerca, podía ver que tenía una banda de piel más clara alrededor de la frente, donde el gorro le protegía del sol. Y tenía los ojos más azules que había visto, hasta más azules que los de Aarón.
Shmuel le susurró en voz alta y con tono de complicidad:
—Ella todavía está esperando noticias de Avrom Morowitz, que se fue a Estados Unidos hace tres años y prometió que la mandaría a buscar. ¿Por qué iba a mandarla a buscar si ni siquiera se ha tomado la molestia de enviarle una carta…?
—No me iría para Estados Unidos a encontrarme con Avrom Morowitz ni aunque me mandase mil cartas. Viviré y moriré en este shtetl como lo hicieron nuestros padres y nuestros abuelos antes de ellos. Así es como debe ser. —Gitl apretó los labios mientras señalaba a su hermano agitando el dedo.
Shmuel empezó a reírse, primero muy quedamente y luego a toda voz. Poco después, Gitl también se rio. Al final, las carcajadas eran tantas y tan altas que casi no podían moverse paralizados por su propia risa.
Hanna los miró fijamente, sin sonreír. Nada de lo que habían dicho parecía chistoso, pero el hecho de que ella pudiera entenderlos era como un milagro. Mientras más hablaban, más se daba cuenta de que no lo hacían en inglés, sino en yidis; aun así, podía entender todo lo que decían. De todas las cosas raras del sueño, tal vez esa era la más extraña.
De pronto, se acordó de cuando había ido con sus compañeros de quinto grado a las Naciones Unidas y estuvieron sentados en el salón del consejo. Cada representante había hablado en su propio idioma: francés, español, ruso, chino. Y ella los había escuchado a través de unos audífonos que transmitían la traducción simultánea de todos los discursos. Cuando se quitaba uno de los lados del audífono, podía oír lo que se decía en ambos idiomas al mismo tiempo. Le había fascinado. Esto se parecía mucho a aquello, excepto que las traducciones al inglés aparecían simultáneamente en su cabeza. Era completamente ilógico, pero los sueños, al parecer, tenían su propia lógica.
Quizá hizo un ruido o gimió un poco porque, de repente, tanto Gitl como Shmuel dejaron de reírse y la miraron con preocupación.
—¿Qué pasa, mi niña? —preguntó Gitl—. ¿Estás bien? ¿Te duele algo?
Cuando Hanna se las arregló para negar con la cabeza, Gitl se volteó y le dijo a su hermano:
—Shmuel, te lo juro, vivir en una ciudad afecta el alma. Cuando nuestro hermano Moishe y su esposa, que en paz descansen, se fueron a Lublin, sus almas eran felices y, según nos escribieron, su Jayita se reía todo el tiempo. Pero este pajarito serio y quejumbroso está recién salido de un nido de tristeza. Mírala, solo mírala.
Shmuel le puso el brazo sobre los hombros a Hanna con actitud protectora.
—Gitl, ella ha pasado por demasiadas cosas. Acuérdate de cómo estábamos tú, Moishe y yo cuando nuestros padres murieron… y, en esa época, éramos mucho mayores de lo que ella es ahora. Además, todavía no se ha recuperado por completo. Pero no te preocupes. Olerá los buenos aromas de la primavera en el campo y comerá huevos frescos. Nos ayudará: a ti con las tareas de la casa y a mí con el arado. Subirá de peso, se pondrá menos pálida y volverá a reír.
—De tu boca al cielo —dijo Gitl—. Porque no cabe duda de que Dios bien sabe que ya hay suficiente pena en este mundo, tanto en el campo como en la ciudad. Especialmente ahora, cuando la risa es nuestra única arma.
Shmuel se rio.
—Que el padre de Fayge no te oiga decir eso. Él insiste en que lo único que funciona es estudiar la Torá.
—Oí decir que el rabino Boruch es un hombre solemne —dijo Gitl con cuidado.
—¡Solemne! Haría que un burro pareciera un comediante —contestó Shmuel.
—Shmuel, estás hablando sobre tu suegro, el buen rabino de Viosk. —Gitl se rio y se dirigió a Hanna—: Dale, Jaya, ayúdame a poner la mesa, porque tenemos que comer y luego acostarnos temprano. Mañana habrá mucho que hacer.
Durante la cena, Hanna se quedó callada, esperando que la comida desapareciera al tocarla. Cuando la probó, se sorprendió, pues sabía a comida de verdad y no como se suponía que debía saber la comida en los sueños. Pero no comió mucho, para disgusto de Gitl.
—Mi hermano, ¿cómo haremos para que no esté tan flaca si no come?
Shmuel se encogió de hombros y no contestó.
Cuando la llevaron a la habitación que, al parecer, compartía con Gitl, Hanna tampoco dijo nada. La casa entera lucía tan normal que tenía que recordarse a sí misma que todo eso era solo el escenario de un sueño elaborado. Trató de despertarse pellizcándose una y otra vez, pero lo único que logró con eso fueron unos cuantos moretones.
Cuando por fin se acostó en la camita dura que se empeñaron en decirle que era suya, vistiendo un camisón de algodón que, de alguna manera, también le pertenecía, y luego de que Gitl la tapara con un edredón grueso de plumas, Hanna dio un largo suspiro. Se parecía mucho a los suspiros de su madre. Al recordar, se mordió el labio. Si se esforzaba, le parecía que hasta podía acordarse del olor de su madre: una mezcla de polvo facial y Chanel N.º 5.
—Pobre pajarito —dijo Gitl, acariciándole el cabello a Hanna y tocándole el cachete. Olía a jabón con vestigios de aroma a cebolla—. ¿Todavía te hacen tanta falta?
Hanna asintió con la cabeza.
—Mi madre —dijo— y mi padre y… —No pudo seguir hablando y empezó a sentirse mareada.
—Tranquila, Jayita, no te preocupes —dijo Gitl—. Shmuel y yo… ahora somos tu familia.