Hanna se despertó temprano. La casa estaba a oscuras y en silencio. Asustada, cruzó a tientas por los cuartos desconocidos, en camisón y descalza. El suelo estaba frío. Cuando encontró la puerta principal, exhaló lentamente. Pensó: “Ahora puedo abrirla y regresar a mi casa. Por favor, por favor…”.
Abrió la puerta cuidadosamente y miró hacia afuera.
Recién empezaba a amanecer más allá de la linde del campo, y un pequeño rayo de sol jugueteaba en el horizonte entre el cielo y la tierra. Un gallo lanzó su llamado matutino al límpido aire y el eco respondió: quiquiriquí.
Fue entonces cuando recordó el sueño: estaba en un séder rodeada de caras conocidas y, por alguna razón, no quería estar ahí. Casi podía saborear el vino dulce y las hierbas amargas. Oyó la voz de su tía, que cantaba “Daienu” como si estuviera a varias millas de distancia. Súbitamente, una terrible nostalgia por toda esa gente se apoderó de ella y gimió en voz baja.
—Veo que tú tampoco pudiste dormir —oyó decir a Shmuel en voz profunda desde la oscuridad a sus espaldas—. Creo que casarse es lo más aterrador del mundo, pero estoy seguro de que la razón por la que no pudiste dormir no tiene que ver con mi matrimonio. Jaya, ¿tuviste otra pesadilla? Tú y tus sueños me preocupan. Los sueños de una niña, al igual que su vida, deberían ser dulces como la miel.
Ella asintió con la cabeza y se volteó, pero no pudo distinguir nada en la habitación a oscuras. Shmuel, como si lo supiera, se acercó y se paró al lado suyo en la entrada. Estaba completamente vestido y fumaba una pipa. Las volutas de humo se esparcían por el aire, haciéndose cada vez más tenues, hasta desaparecer.
—Jayita, ¿te parece raro que yo, Shmuel Abramowicz, que tengo los brazos como ramas de árbol y, según Gitl, la cabeza como piedra, tenga miedo de casarme? —Flexionó el brazo izquierdo y sonrió nervioso.
—Estar casado podría ser algo que da miedo —dijo Hanna con timidez.
—Estar casado no me molesta —contestó Shmuel—, pero casarme, ¡eso sí me asusta!
Hanna titubeó, pues no estaba segura de entender la diferencia.
—Tal vez… —respiró profundó y siguió—, tal vez haya algo a lo que cada uno le tiene miedo. Para ti, es casarte. Para mí, son las inyecciones.
—¿Las inyecciones?
—Las inyecciones. ¿Sabes? Las agujas.
Como demostración, con el índice de la mano derecha, hizo como si se pinchara el brazo izquierdo. Él sonrió y asintió con la cabeza.
—Entiendo, estuviste enferma.
—Fue Jaya la que estuvo enferma, no yo.
Él siguió sonriendo, como si le siguiera la corriente.
Hanna respiró profundo y suspiró.
—Mi madre les tiene miedo a las culebras —dijo por fin.
—No hay demasiadas culebras en Lublin —dijo Shmuel, riéndose entre dientes.
—No soy de Lublin —contestó Hanna—. Soy de Nueva Rochelle. Y no me llamo Jaya, sino Hanna.
Cuando Shmuel frunció el ceño y alzó las cejas, pareció tan feroz que Hanna dio un paso hacia atrás.
—Por supuesto —dijo rápido—, tampoco hay tantas culebras en Nueva Rochelle. Y mi nombre en hebreo es Jaya en vez de Jana, por una amiga de la tía Eva. Y…
—Estoy seguro de que Lublin es un sitio grande —dijo Shmuel enseguida, rascándose la barba—. Y, por supuesto, no conozco todas las calles y avenidas, porque solo estuve ahí dos veces en mi vida.
—Nueva Rochelle no es Lublin, donde sea que quede ese lugar. Es otra ciudad —exclamó Hanna.
—¿Desde cuándo una calle es una ciudad?
Hanna sintió que alzaba la voz, como lo hacía Aarón cuando se asustaba, y sintió una punzada de pánico en el pecho.
—Nueva Rochelle es también una ciudad. Queda en Nueva York.
—¿Nu… qué?
De repente, se acordó de Avrom, el novio de Gitl, y exclamó:
—¡En Estados Unidos!
—Y Cracovia queda en Siberia, ya entiendo. Un chiste para ayudarme a olvidar mi miedo al matrimonio. —Se rio—. Lublin en Estados Unidos y Cracovia en Siberia. Aunque mi querida Gitl diría que ambas quedan igual de lejos.
Le dio una palmadita en la cabeza a Hanna.
—Qué pajarito tan raro eres, que llegaste a vivir en nuestro nido. Gitl tiene razón. Pero vamos, mi pequeña americanisher que habla yidis como los de Lublin, vamos a darle de comer a Hopel y Popel. Ya hablaremos de geografía mundial en otro momento. Lublin en Estados Unidos y Cracovia en Siberia. — Se rio de nuevo mientras le daba un abrigo y un par de zapatos negros feos con cordones.
Hanna se dio cuenta de que Shmuel no la tomaba en serio y decidió que lo único que podía hacer era seguirle la corriente. Tomó la ropa. Los zapatos feos le quedaban bien, demasiado bien. Se estremeció y, acto seguido, fue con él al establo, donde les dieron heno a los caballos de labranza, Popel y Hopel, en amigable silencio.
Hanna, quien esperaba un desayuno abundante, se decepcionó cuando Gitl solo puso sobre la mesa una jarra de leche, café y una hogaza de pan oscuro.
—¿No hay cereal? —preguntó Hanna—. ¿Tampoco hay donas ni pan blanco para tostadas?
—¿Pan blanco? Así que eso es lo que se come en Lublin. El pan blanco es para los ricos, no para los granjeros —rio Shmuel—. Ayer no quisiste comer nada, nada en absoluto, y hoy quieres pan blanco. Creo que mejoraste: de nada a pan blanco de Lublin. Uy, se me olvidó que no eres de Lublin, sino de Rochelle.
—Nueva Rochelle.
—¿Y dónde queda Viejo Rochelle? —preguntó Gitl.
—No existe —dijo Hanna y negó con la cabeza.
No valía la pena discutir con la gente de los sueños, que te confundían. De todas maneras, tenía mucha hambre, aunque fuese un sueño. Agarró la jarra de leche y se sirvió un vaso. Tomó un sorbo y se atragantó. Sabía horrible. Miró en su vaso.
—Tiene cosas flotando —dijo.
—¿Qué cosas? —preguntó Gitl mirando el vaso.
—Ahí.
—Esas no son cosas: es la nata. ¿La leche no tiene nata en Lublin?
—Rochelle —dijo Shmuel.
—Nueva Rochelle —insistió Hanna.
—Vieja, nueva, ¿qué importa? —preguntó Gitl.
—Pero si no existe una Vieja Rochelle, ¿cómo puede existir una Nueva Rochelle? —reflexionó en voz alta Shmuel—. Tal vez exista una Rochelle, a secas, aunque la niña no la conozca.
—¡Pilpul! —dijo Gitl—. A los hombres les fascina hacer preguntas sin respuesta solo para discutir. Es lo que mejor saben hacer. Ignóralo, Jaya, no es ningún rabino.
Hanna asintió con la cabeza. Cuando se dio cuenta de que Shmuel no estaba comiendo, intentó pasarle la jarra de leche, pero él no la aceptó.
—Gitl y yo, solos aquí y tan lejos de la aldea, no seguimos todas las antiguas costumbres. Pero pienso que vale la pena continuar con algunas de las tradiciones, como la de que el novio ayune antes de su boda.
Gitl resopló.
—Sobre todo si te duele la barriga por los nervios.
—¿Yo, nervioso? ¿Y por qué tendría que estar nervioso? — Shmuel le guiñó un ojo a Hanna para que no dijera nada.
—Te oí dando vueltas en la cama toda la noche, señor “no estoy nervioso”. Y sé que te despertaste muy temprano esta mañana; antes, incluso, de que cantara el gallo o saliera el sol primaveral.
Shmuel estuvo a punto de responderle, pero alguien tocó a la puerta con fuerza.
Hanna se sobresaltó por el golpeteo inesperado y luego se sintió un poco esperanzada. Tal vez el golpeteo era cierto tipo de señal de que el sueño, esta rara obra de teatro, había concluido. Quizá quienes estaban afuera eran su madre, su padre o su tía Eva. Iba a ponerse de pie, pero Gitl lo hizo primero y se dirigió hacia la puerta. Al abrirla, apareció un hombre con los hombros tan anchos como la puerta misma, era pelirrojo, de cabello áspero y barba poblada.
—Buenos días, Yitzjak —saludó Shmuel.
Yitzjak le devolvió el saludo a Shmuel sin apartar los ojos de Gitl, quien solo lo saludó con un gruñido.
—Yitzjak, tómate un café. El trayecto desde el shtetl hasta acá a través del bosque es largo y será todavía más largo hasta la aldea de Fayge —dijo Shmuel, invitándolo con un gesto de la mano—. ¿Y supiste de nuestra pequeña sobrina, Jaya?
—Escuché que era pequeña, pero esta no es ninguna niñita. Es una joven dama —contestó Yitzjak, haciéndole un guiño—. ¿Te sientes mejor? Tienes las mejillas sonrosadas.
Hanna bajó la vista hacia la mesa, avergonzada por los cumplidos del carnicero. Gitl alargó el brazo, agarró la jarra de café y la puso con un fuerte golpe frente a Yitzjak. Este agarró la jarra de inmediato y llenó una taza que se desbordó.
Gitl chasqueó ligeramente la lengua con fastidio y limpió el líquido derramado con el borde de su delantal. Yitzjak le sonrió casi tímidamente, bebió un gran sorbo de café y entonces se volteó despacio hacia Shmuel.
—Tengo dos jaulas con gallinas afuera, Shmuel. Mi regalo de bodas. ¿Quieres que las deje aquí o que las lleve a la aldea de Fayge?
—Déjalas, déjalas, Yitzjak —dijo Shmuel—. Te lo agradecemos mucho. Después de todo, Fayge y yo regresaremos aquí para la noche de bodas y entonces las verá.
—Si ve algo más que tus ojos azules, es una tonta — dijo Gitl—. Debería contar tus rizos en vez de sus obsequios. Montaremos las gallinas en la carreta junto con los demás regalos de boda. No sea que esos shnorers en Viosk crean que no honramos a los nuestros.
Shmuel se rio.
—Gitl y Jaya se quedarán con la familia de Fayge por la noche y regresarán a casa por la mañana. No se puede… Las paredes son delgadas… —Se sonrojó y Gitl le puso la mano en el hombro.
—No lo expliques paso a paso frente a la niña —dijo.
—No lo hice, Gitl. Tuve cuidado. Solo dije que las paredes son delgadas. Y lo son.
—No quiso faltar el respeto —agregó rápido Yitzjak.
—Cállate, Yitzjak, el carnicero. No vengas a decirme en mi casa lo que es y lo que no es. —A Gitl le brillaban los ojos.
Hanna la interrumpió.
—Pero yo sé lo que es una noche de boda.
Los tres se quedaron mirándola fijamente. Yitzjak se rio, nervioso.
—Ya ven —dijo—. Les dije que era una jovencita.
—Dijiste que era una joven dama y no es ninguna dama si sabe de esas cosas —contestó Gitl.
—Lo muestran en Hospital General —empezó Hanna.
Gitl se volvió hacia ella y negó con la cabeza.
—Así que en los hospitales de Lublin te cuentan estas cosas. Entonces no me gustan los hospitales y mucho menos Lublin. Sabes tanto, mi pequeña alumna de yeshivá, que decirte cualquier cosa más es como llevar paja a Egipto. ¡Ay! —Levantó las manos y se volteó hacia Yitzjak—. Y tú, termínate el café. Mira que la mañana se pasa volando y nosotros estamos aquí sentados parloteando sobre la noche de bodas, que va a llegar muy pronto. Todavía tengo que limpiar la casa. No permitiré que Fayge llegue aquí recién salida de la casa de su padre, donde tienen una muchacha que hace la limpieza, y piense que todos los que vivimos en este shtetl somos unos haraganes. Debemos irnos antes del mediodía.
—Gitl, por eso vine temprano, para ayudar. Mis hijos también.
Yitzjak se puso de pie con la taza de café en la mano.
—Los niños, ¡oy! ¿Dónde los dejaste? ¿Afuera, en jaulas como las gallinas? —Chasqueó la lengua y se dirigió hacia la puerta. La abrió y saludó con la mano—: Reuvén, Zipora, entren.
Dos pequeñitos rubios, que tenían como tres o cuatro años, aparecieron de repente frente a la puerta, tomados de la mano y calladitos.
—Vayan, siéntense a la mesa con mi sobrina Jaya, la jovencita que está allá —dijo Gitl—. Les dará leche con cosas adentro y les contará historias de lugares llamados Nuevo esto y Viejo aquello. Luego pueden salir con ella y darles de comer a los caballos y a las gallinas.
—Los caballos ya comieron —dijo Shmuel—. Yo mismo atenderé a las gallinas con Yitzjak y los niños. Jaya puede ayudarte aquí en la casa, hay bastantes cosas que hacer.
Yitzjak trazaba círculos sorprendentemente delicados en el aire con sus manos enormes.
—Mis hijos y yo nos encargaremos de los animales. Zipora es muy buena recogiendo huevos. Es una especialista. Y Reuvén sabe exactamente cuándo ahuyentar las gallinas del nido. —Les sonrió a sus hijos, y ellos lo miraron de vuelta con adoración—. Lo sentimos por haberlos molestado. Pensamos que al llegar temprano podríamos ayudar.
—¡Ayudar! —dijo Gitl con algo de desdén, pero sin dejar de sonreírles a los niños.
Apenas Yitzjak salió con Reuvén y Zipora, Shmuel se rio en voz alta.
—Gitl, te lo juro, ya tienes dominado a este hombre y ni siquiera se ha casado contigo.
—Es un monstruo —murmuró Gitl—. Imagínate dejar afuera a esos dulces niños que perdieron a su madre, como si fueran gallinas enjauladas.
Limpiaba la mesa frenéticamente con un trapo mojado.
—Me pareció amable —se atrevió a decir Hanna.
—¡Amable! —dijo Gitl alzando la voz—. Supongo que también sabes mucho sobre la crianza de niños sin madre.
Hanna cerró la boca. Discutir era inútil. Empezó a quitar los platos de la mesa con silenciosa eficiencia. Al parecer, fue la única que se sorprendió de que estuviese ayudando.