–Vamos, es hora de vestirnos —dijo Gitl.
¡Vestirse! Hanna miró el vestido floreado que llevaba puesto, la misma bata horrenda que había usado la noche anterior. Cualquier cosa sería mejor. Parecía una de las batas de casa de su abuela: sin forma y con rosas desteñidas. Cuando fue con Gitl a su cuarto, se detuvo un instante, preguntándose, sin demasiadas esperanzas, si la puerta la transportaría de regreso al Bronx. Pero al entrar, el pequeño cuarto oscuro se mantuvo igual. Cada vez le costaba más trabajo distinguir entre el sueño y la realidad.
—Gitl, ¿qué debo ponerme?
Esta vez le resultó fácil decir su nombre. Hanna ni siquiera estaba segura de dónde estaba el clóset con su ropa, la de verdad. El cuarto que compartía con Gitl solo tenía una puerta que llevaba a la sala-comedor, dos camas pequeñas con baúles de madera al pie de cada una y un ropero grande. Entre las camas, había un lavamanos con una jarra y un tazón de loza. Ya había descubierto, para su disgusto, que el baño era un retrete al lado de la casa, sin luces para cuando uno iba de noche.
—Te pondrás el vestido que usé de niña para el bar mitzvá de Shmuel. Él estaba muy guapo… y muy nervioso, como hoy. Es una lástima que hayan tenido que quemar tu ropa maravillosa de Lublin junto con tus sábanas y tu manta, pero los médicos dijeron que podían contagiar la enfermedad. Como solo llegaste hace dos días, no hubo tiempo para coserte otro vestido. Pero no te preocupes, Jaya, te haré ropa nueva antes de que llegue el invierno.
Mientras Hanna permanecía de pie en el centro de la habitación, preguntándose en qué baúl debía buscar primero, Gitl fue hasta el ropero, lo abrió y sacó un vestido de marinero color azul oscuro con ribetes blancos en las mangas y el cuello, y un cinturón azul para amarrarlo alrededor de la cintura. Además de infantil, era lo más feo que Hanna había visto en su vida.
—Bello —dijo Gitl—. Más bonito que cualquiera de los que tienen las niñas de nuestro shtetl y que el de Fayge. Todas las demás te envidiarán.
—¿Me envidiarán por esto? —Por un momento, Hanna enmudeció, pero luego murmuró—: Es un harapo, un shmate.
Gitl sonó fastidiada:
—En Lublin, tal vez sea un shmate, pero aquí es para una princesa. Ni siquiera Fayge en su vestido de novia se verá así de bella. Y ahora, muchachita, basta de tonterías. Quizá te hemos infantilizado durante demasiado tiempo, señorita “sé-lo-que-es-una-noche-de-bodas”.
A Hanna se le debió haber notado enseguida que estaba arrepentida de lo que había dicho porque se sonrojó. Gitl se acercó de inmediato y la abrazó.
—Tranquila, mi niña, perdóname. Estoy loca con todo esto de la boda y a veces digo las cosas sin pensar. Ponte el vestido. Tal vez sea un poco anticuado, pero también lo somos nosotros en nuestro shtetl. Y ahora ya no estás en Lublin. —Hizo una pausa, como esperando a que Hanna contestara. Al no recibir respuesta, siguió hablando—: Pruébate las medias y los zapatos. Solo los usé para el shul y las fotos. Al año siguiente, ya no me servían. Todavía están en buenas condiciones y creo que te quedarán bien. Yo usaba la misma talla que tú cuando tenía 15 años. ¡A los 16 era gigante! Después te arreglaré el cabello y todo lucirá bien. Ya verás.
Hanna se puso el vestido. Las mangas y el corpiño le quedaban bien, pero la falda era larga, muy por debajo de la rodilla. Aparentemente, a Gitl eso no le pareció mal. Las medias eran color carne, gruesas y de algodón, y le llegaban hasta la mitad de los muslos; los zapatos eran de charol negro. Hanna sacudió la cabeza, resignada, y también se los puso. Si fingía que iba para una fiesta de Halloween, podría soportar el conjunto.
Gitl le hizo dos trenzas y le ofreció un par de cintas de terciopelo azul.
—Estaba guardando estas para mi propia noche de bodas, sobre la que tú tanto sabes. —Ahora su voz sonaba risueña—. Pero ¿quién sería capaz de casarse con ese monstruo, Yitzjak, que deja a sus preciosos hijos afuera como si pertenecieran en el patio? Además, las cintas se verán bellas en tu cabello castaño.
Las amarró en la parte de abajo de las trenzas y luego se las recogió encima de la cabeza como si fueran una corona.
—Lista, ¡mírate! —Empujó a Hanna hacia un espejo colgado de la pared.
Hanna se miró. Ya no tenía frenillos ni el pintalabios de color coral claro que su madre le había dejado usar para el séder. La niña que le devolvió la mirada tenía la misma cara en forma de corazón, la misma sonrisa un poco torcida, el mismo cabello castaño y los mismos ojos grises que Hanna Stern de Nueva Rochelle, en Nueva York, Estados Unidos. Pero había algo chapado a la antigua y desconocido sobre esta Jaya Abramowicz…, algo preocupante, como una de las fotos viejas que la abuela Belina tenía sobre el piano de cola. Fotos de la familia de la abuela, pero ninguna de la del abuelo Will. Eso era porque, como explicó una vez la tía Eva, ninguna foto se salvó de los campos de muerte.
—Somos nuestras propias fotografías. Esas imágenes quedan grabadas solo en nuestra memoria. Cuando nos vamos, desaparecen.
Hanna le sonrió torpemente a su reflejo y se dio vuelta.
Al mediodía, la mitad de los habitantes del shtetl estaban reunidos junto a su puerta, riéndose y contándose cuentos con voces tan fuertes que las gallinas se habían escondido en el establo y se negaban a salir, a pesar de que tres niñitos con pantalones cortos y kipá intentaban convencerlas ofreciéndoles maíz.
Hanna se sentía como las gallinas, nerviosa a causa de todos esos hombres desconocidos de voz fuerte y las mujeres que reían y charlaban. Si hubiera podido, ella también se habría escondido en el establo. Gitl, que se dio cuenta de la timidez de Hanna, la mantuvo cerca mientras saludaba a cada uno por su nombre y les agradecía por los regalos, como si ella misma fuera la novia.
Gitl se veía sorprendentemente bella en un vestido verde oscuro con cuello ancho de encaje blanco. Se aseguró de que apilaran todos los regalos en las dos carretas: vasijas con mantequilla, cortes de tela, un mantel de encaje blanco, tazones de madera y un par de candelabros de plata verdaderamente feos, los cuales, según Shmuel anunció, eran un regalo del mismísimo rendar. Hasta las jaulas de gallinas encontraron lugar en las carretas, una en cada una. Gitl reacomodó los regalos una y otra vez, hasta que pareció que eran el doble, mientras repetía:
—Esos shnorers en Viosk sabrán que honramos a los nuestros.
Cerca del establo, Shmuel y los demás hombres fumaban y contaban chistes, uno tras otro. Cuando Gitl entró en la casa por unos minutos, Hanna pensó en quedarse junto a Shmuel porque no conocía a nadie más. Pero cuando trató de acercarse, Yitzjak la ahuyentó como si fuera una de las gallinas, haciéndole señas con sus manos enormes y diciendo:
—Lo que hablan los hombres no es para las jovencitas.
Avergonzada por su reacción, Hanna se giró y se topó con una niña de su edad, que la miró con sus ojos verdes muy abiertos. Hanna sintió tanto alivio al ver a otra niña que estuvo a punto de gritar.
—Así que… eres Jaya de Lublin —dijo la niña. Su voz se entrecortó en medio de la frase. Antes de que Hanna pudiera negarlo, la niña había entrelazado su brazo con el de ella y llamaba a un grupo de muchachitas que estaban al lado de una carreta recién llegada—. Encontré a Jaya, la de Lublin.
Todas se acercaron corriendo, con las cintas de cabello ondeando al viento.
—Todas queríamos conocerte —explicó la niña, expectante, con la voz entrecortada— desde que supimos que venías. Imagínate, alguien de Lublin viviendo en nuestro shtetl. Pero la tante Gitl es tan feroz… ¿Sabías que mi padre le dice la Osa Gitl?
—El mío también —dijo otra de las niñas.
—Dijo que no podíamos conocerte hasta que descansaras, porque habías estado muy enferma. Casi te mueres, dijo. — La niña, asustada, pronunciaba cada declaración como si fuera un regalo poco común que debía ser visto delicadamente y en detalle, y respiraba profundo después de cada oración—. Diez semanas en el hospital y nadie aquí lo sabía. Pero prometió que te conoceríamos en la boda y aquí estás.
Hanna se obligó a sonreír a modo de saludo. Por lo menos el sueño —o lo que fuera— sería más interesante con niñas de su edad.
—Las presentaré —dijo la niña de la voz entrecortada—. Estas son Shifre, Ester y Yente, pero a ella le decimos la Cosaca.
Cada una inclinó la cabeza cuando fue su turno.
—Y yo —respiró profundo— soy Rajel. Seré tu mejor amiga.
—Ya tengo una mejor amiga en casa —dijo Hanna—. Se llama Rosa María.
—¿Qué clase de nombre es Rosa María? —preguntó una de las niñas. Hanna pensó que podría haber sido Shifre.
—Es un nombre goyishe —dijo enseguida Rajel—. ¿Quieres decir que tu mejor amiga no es judía?
—Sí, es católica —dijo Hanna—. Como si eso importara.
—¡Como si eso importara! —Era obvio que las niñas estaban escandalizadas.
Ester agregó:
—Mi padre ni siquiera me deja hablar con un goy.
—Ester, tu padre no te deja hablar con ninguna persona de Viosk —dijo Rajel.
—Pues hoy mismo hablaré con alguien de Viosk —contestó Ester—. Cuando termine de hablar con Jaya de Lublin.
Hanna se volteó hacia Rajel, sacudiendo la cabeza muy lentamente.
—Rajel, puedes ser mi segunda mejor amiga. Mi primera mejor amiga aquí.
De cierta manera, parecía importante mantener separados ambos mundos. Estaba segura de que Rosa María lo entendería.
Las niñas le sonrieron, como esperando algo más, pero Hanna no supo qué era. Intentó aprenderse de memoria sus caras para diferenciarlas. Se dio cuenta de que Shifre tenía la piel pálida y era pecosa, y sus pestañas eran tan claras que se veían casi transparentes. Tenía muchísimas pecas, innumerables; era imposible saber cuántas, imposible conocer la cifra. Shifre-cifra: podía acordarse de eso. Ester era redondita como un huevo de Pascua. Regordeta, con las mejillas sonrosadas, una boca que parecía como si siempre hiciera un mohín y los ojos brillantes como estrellas: Ester-estrella. La tercera, la Cosaca Yente, tenía la cara como un hurón, con la barbilla y la nariz puntiagudas, y era de tez amarillenta. Yente-yema, como la de un huevo, amarilla. Era un método especial para recordar que le había enseñado su tía Eva. Funcionaba tan bien que, cuando lo usaba en la escuela, siempre obtenía las mejores calificaciones. Y Rajel era simplemente Rajel, su segunda mejor amiga y la primera mejor amiga aquí en el shtetl, en el sueño.
—Anda —dijo Rajel, interrumpiendo sus pensamientos—, cuéntanos sobre Lublin.
Hanna se dio cuenta de que sería igual de inútil decirles que vivía en Nueva Rochelle como lo había sido cuando intentó convencer a Gitl y Shmuel. La verdad era que estaba empezando a preguntarse si era Hanna y en el sueño era Jaya o si era Jaya y Hanna era algún tipo de meshugas, una idea alocada causada por la enfermedad. Sin embargo, ahí estaban todos esos recuerdos: de la casa, la escuela y el séder; de su madre, su padre, Aarón, la tía Eva y los demás. No era posible que se los hubiera inventado todos. A menos que fuera muy inteligente o estuviera loca… o ambas cosas.
No tuvo alternativa.
—En Lublin —empezó, pensando en Nueva Rochelle—, vivo en una casa de ocho cuartos y los inodoros están adentro de la casa. Hay uno en el segundo piso y uno en el primero.
—¿Adentro de la casa? —Rajel lo dijo todo de un tirón.
—Imagínense —dijo Yente—, tus padres deben haber sido muy ricos. Más ricos que Yitzjak, el carnicero, y casi tan ricos como el rendar mismo.
—La casa del rendar tiene doce cuartos —dijo Rajel.
—Trece —corrigió Yente—. Mi tía es su ama de llaves. — Su nariz afilada se movía mientras hablaba.
—Tu tía no sabe contar —dijo Rajel—. Cree que hay trece huevos en una docena.
—Cree que Janucá se festeja por nueve días —agregó Shifre.
—Piensa que una mano tiene cinco dedos —dijo Ester distraídamente.
—Idiota, una mano tiene cinco dedos —le dijo Rajel a Ester.
—Yo sé.
—No le prestes atención —le confió Rajel a Hanna—. Nunca entiende los chistes. Jaya, cuéntanos más.
—Más… —dijo Hanna, intentando pensar en algo que pudiera interesarles—. Bueno, durante la semana voy a la escuela, pero en los fines de semana voy con Rosa María al centro comercial y…
—¡También a la escuela! —suspiró Ester—. Aquí solo dejan ir a la escuela a los niños. Yo siempre he querido ir.
—¿Quieres ir? —dijo Hanna, asombrada—. Nadie que conozco quiere ir. Esperamos impacientes los fines de semana. Es entonces cuando podemos divertirnos, ir de compras y…
Ahora eran las niñas quienes se asombraban.
—¿De compras, en sabbat? —preguntó Rajel.
Ester todavía pensaba en la escuela.
—Una vez me enteré de que una niña se disfrazó de niño y asistió a una yeshivá para estudiar la Torá. No lo creo.
—Yo conozco ese relato —dijo Hanna y alzó la voz entusiasmada—. Se llama Yentl y la protagonista de la película es Barbra Streisand. Se recorta el cabello muy corto y…
—¡Se recorta muy corto el cabello! —Horrorizada, Shifre se tocó sus trenzas pálidas—. ¿Sin estar casada?
—Nunca hemos visto una película —dijo Ester—, pero hemos oído hablar de ellas.
—Olvídense de las películas —dijo Rajel severamente. Esta vez no se le entrecortó la voz—. Y no interrumpan más. Cuéntanos sobre Yentl, Jaya, desde el principio.