El bosque estaba atestado de gente. Los aldeanos de Viosk llegaron detrás del klezmer a saludar a Shmuel y a sus amigos. Hanna se quedó atrás. Más personas implicaban más saludos y más excusas… Era peor que cualquier fiesta familiar en su hogar.
“¡En su hogar!”. De pronto, sintió tensión en las mejillas y se le aguaron los ojos. “¿Dónde estaba su hogar?”. Se obligó a recordar la casa en Nueva Rochelle, con sus hileras de flores y el camino empedrado. Pero era como si la imagen empezara a desvanecerse, sobre todo, comparada con el bosque repleto de aldeanos y la casita y el establo de donde había salido hacía solo unas cuantas horas.
Alguien la tocó en el brazo, trayéndola de vuelta al presente.
—Vamos, Jaya —dijo Gitl—. Ven a conocer a tu futura tía.
Gitl llevó a Hanna más allá de los ruidosos invitados, hacia la carreta que miraba en dirección opuesta a las demás, mientras los hombres intentaban convencer a dos fuertes caballos de tiro para que se dieran vuelta. Dos personas estaban sentadas en la carreta: un hombre mayor vestido de negro, con un manto de oración blanco sobre los hombros y un libro en el regazo, y una de las mujeres más bellas que Hanna había visto en su vida: parecía una estrella de cine. Estaba vestida de blanco, con un elegante tocado adornado con cuentas sobre el cabello. Su pelo, color negro azabache, era tan oscuro que ni siquiera tenía mechones más claros. Los rizos le llegaban hasta debajo de los hombros. Usaba anillos y aretes de oro. Tenía la nariz firme, y la mirada feroz y penetrante como la de un ave de presa.
—Fayge —dijo Gitl—, esta es mi sobrina, Jaya.
Hanna se preguntó cómo, con todo ese ruido y entusiasmo, Fayge había podido oír cuando Gitl se la presentó. Pero, en efecto, se volteó para mirar a Hanna desde la carreta y la contempló fijamente con sus ojos de águila. Luego le sonrió, pero no ferozmente, sino incluso con un poco de timidez.
—La de Lublin. Súbete, debes estar agotada, caminando todo ese trayecto después de haber estado tan enferma. Shmuel nunca me perdonaría si no te dejara ir en la carreta. Y qué vestido tan bonito, mucho mejor que el de los demás. —Se inclinó y le tendió la mano.
—No voy a decir que te lo dije —le susurró Gitl a Hanna—, pero te lo dije.
Como en un sueño, Hanna levantó la mano hacia la de Fayge. Esperaba la mano de una princesa, pequeña, suave y de huesos finos, pero la mano de Fayge era grande y fuerte, con callos en la palma. Cuando se sentó a su lado, sintió el aroma de su cabello y su vestido, que era una mezcla de rosas y cortezas de madera después de una fuerte lluvia.
—Ahora —dijo Fayge, volteándose hacia Hanna y sonriendo—, cuéntame todo sobre Lublin.
Por fin habían logrado darle vuelta a la carreta de la novia y la procesión continuó. Esta vez, los que tocaban klezmer estaban muy atrás, al final de la fila de aldeanos. Las nuevas amigas de Hanna bailaban al lado de la carreta, tomadas de las manos, y cantaban:
¿Quién te pidió que te casaras?
¿Quién te pidió que te enterraran vivo?
Sabes que nadie te obligó.
Tú mismo cometiste esta locura.
—Siempre odié el “Sherele” —dijo Fayge—. Una canción tan fúnebre para un evento tan glorioso.
—¿Qué es el “Sherele”? —preguntó Hanna.
—El baile de matrimonio que danzan tus amigas. ¿No se juega así en Lublin? Quizá sean más inteligentes que nosotros.
Hanna miró a las niñas. Algunas más pequeñas se habían unido a ellas, y la fila se retorcía y giraba al compás de la canción.
—Nueva Rochelle —murmuró, aunque esta vez era más una plegaria que una declaración.
Fayge, aparentemente, no la oyó.
—Ay, Jaya, olvídate del “Sherele”. Cantaremos y bailaremos otras cosas toda la noche. Las abuelas bailarán las “Bobe Tants”. Bueno, la abuela de Shmuel ya no está, que en paz descanse, pero Gitl puede bailar con mi abuela. Deberías ver a mi abuela, tan rápida y ligera. Y tú, Jaya, tú también bailarás. Ah, pero solo si te sientes lo suficientemente bien. Nos divertiremos mucho, ya verás. —Le dio una palmadita en la mano a Hanna.
La carreta siguió dando tumbos por el camino, meciéndose de un lado a otro. A Hanna le hubiera gustado poder bajarse. Miró con ansia hacia el suelo.
—¿Qué te pasa, Jayaleh? —preguntó Fayge.
—¿Falta mucho para llegar?
—Falta atravesar otra curva grande y llegaremos a mi aldea, Viosk. ¿Puedes creerlo? Mi aldea por solo unas cuantas horas más y después ya no será mía. ¿Puedes creer que, aunque estoy muy entusiasmada por casarme con mi amado Shmuel, en parte también estoy un poco asustada?
Hanna se rio.
—Shmuel dijo lo mismo esta mañana.
—¿De verdad? ¿Lo dijo? —A Fayge se le iluminaron los ojos y súbitamente pareció muy joven, no mucho mayor que Hanna—. Cuéntame exactamente lo que dijo.
Hanna cerró los ojos e intentó acordarse.
—Shmuel dijo… Dijo…
—¿Qué dijo?
—Dijo que no le asustaba estar casado, solo contraer matrimonio.
El rabino Boruch carraspeó en voz alta.
—Ay, Jaya —dijo Fayge, ignorando a su padre—, gracias por contármelo. —Abrazó a Hanna—. Seremos buenas amigas tú y yo. Mejores amigas. La vida nos traerá buenas cosas por siempre jamás, lo sé.
La carreta dio una vuelta amplia alrededor de la curva en el camino con un esfuerzo tremendo de las bestias de tiro. Uno de los caballos resopló. Delante de la carreta, donde el camino se ensanchaba, había una pradera y, más allá, un pueblo.
Hanna se volteó y les gritó a las niñas que bailaban:
—Llegamos. —La palabra saltó fácilmente de su boca.
Las niñas se soltaron las manos y miraron fijamente hacia el camino. Cuando Hanna miró de nuevo, pudo ver que Viosk quedaba al otro extremo de la pradera y era lindo como una postal. Tenía hileras de casas pequeñas y los edificios más grandes, ninguno de más de tres pisos, se veían detrás, como madres con sus hijos.
Cuando los caballos los acercaron, Hanna pudo distinguir en el centro un mercado al aire libre con pequeños puestos y rodeado de tiendas. Había una farmacia con un gran cartel negro arriba, una barbería con su familiar bastón rojo y blanco, una taberna con fachada de vidrio y otra docena de tiendas. En el mismo medio, había una campana sobre un poste alto de madera. Detrás del mercado, se levantaba un imponente edificio de madera con cuatro secciones techadas y patios cercados. El color predominante era el marrón: edificios marrones de madera, calles arenosas color sepia… Como si fuera una fotografía desteñida. Sin embargo, era real.
—Papá —dijo Fayge, volteándose hacia él—, ¿por qué esos automóviles y camiones están frente al shul? —Señaló uno de los edificios grandes—. ¿Es otra sorpresa para la boda? ¡Ay, papá! —Lo abrazó y la cara del rabino, casi siempre seria, se iluminó.
Hanna miró hacia donde señalaba Fayge. En medio del paisaje marrón, como una mancha oscura, había tres automóviles negros antiguos con doce camiones del ejército detrás. Se estremeció sin querer. Le recordaban algo, pero no podía acordarse de lo que era.
El padre de Fayge carraspeó y cerró el libro que tenía en el regazo.
—Yo no doy sorpresas —dijo bruscamente—. Solo mis hijos dan sorpresas.
—Entonces, ¿qué hacen esos automóviles y camiones frente a nuestro shul? —preguntó Fayge.
La carreta continuó su lento bamboleo hacia el pueblo, pero detrás, los aldeanos empezaron a callarse a medida que cada uno se daba cuenta de lo que había frente a la sinagoga.
Shmuel se adelantó y puso la mano sobre la carreta, cerca de la de Fayge, pero sin tocarla. Habló con el padre de ella en tono formal:
—Perdone, rabino Boruch —dijo Shmuel—, ¿pero sabe exactamente lo que nos espera?
—No soy un adivino ni un badján —dijo el rabino Boruch—. Es a Dios a quien debes dirigirle esas preguntas.
En ese momento, se abrió la puerta del primer auto y un hombre de uniforme negro con botas altas se bajó. Se volteó y abrió la puerta trasera del auto. Otro hombre, vestido de la misma manera, se levantó del asiento. Las medallas que tenía colgadas en el pecho reflejaron la luz del sol primaveral, enviando señales indescifrables a través del mercado.
El badján apareció frente a la carreta. Apuntó con el dedo al hombre de las medallas y exclamó:
—Veo al malaj hamávet. Veo al ángel de la muerte.
Hanna sintió que le faltaba el aliento. Malaj hamávet. Esa era la frase de su abuelo, la que le había gritado cuando se dibujó el número en el brazo. Ángel de la muerte. Lentamente, con cuidado, se volteó hacia Shmuel con miedo de moverse demasiado rápido, temiendo no estarlo haciendo a tiempo.
—Shmuel, te lo ruego, ¿qué año es? Dímelo, por favor.
Él se rio, pero con poco entusiasmo.
—¿En Lublin no tienen el mismo año?
—Te lo ruego.
Fayge puso su mano sobre la de Hanna.
—Niña tonta —dijo, en voz baja—, es 5701.
—¿5701? Pero este no puede ser el futuro —dijo Hanna—. No parece el futuro. No hay películas ni automóviles modernos ni… —Tenía la voz ronca.
—Ha estado así desde que llegó, Fayge —dijo Shmuel, moviendo la cabeza de un lado a otro—. A veces está lúcida y otras habla de Rochelles, agujas y culebras. —Se golpeó suavemente la frente con un dedo—. Creo que es por la enfermedad y por haber perdido a sus padres. Ahora habla del futuro.
El rabino Boruch carraspeó.
—Creo que la niña quiere decir loytn kristlichen luaj, según el calendario de los cristianos.
—¿En Lublin no conocen el calendario judío? —preguntó Fayge.
—1942. Varios días antes de Pésaj —dijo el badján.
—¿Antes de Pésaj? —Hanna respiró profundo. Y entonces, de repente, lo supo. Supo sin lugar a dudas dónde se encontraba. No era Hanna Stern de Nueva Rochelle. Al menos, ya no lo era, aunque todavía tenía los recuerdos de Hanna. Por lo menos, esos recuerdos podrían servir de advertencia.
—Los hombres que están ahí abajo —gritó desesperadamente— no son invitados a la boda. Son nazis. ¡Nazis! ¿Entienden? Matan a la gente. Mataron…, matan…, matarán a los judíos. A cientos de ellos, a miles. ¡A seis millones de ellos! Lo sé, no me pregunten cómo, pero lo sé. Tenemos que darles vuelta a las carretas. ¡Tenemos que salir corriendo!
El rabino Boruch sacudió la cabeza.
—Mi niña, no hay seis millones de judíos en toda Polonia.
—No, rabino, seis millones en Polonia y Alemania y Holanda y Francia y…
—Mi niña, semejante número. —Sacudió la cabeza y sonrió, pero las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo en lugar de hacia arriba—. En cuanto a correr, ¿a dónde correríamos? Dios está en todas partes. Siempre habrá nazis entre nosotros. No, mi niña, no tiembles frente a meros hombres. Solo debemos temblar en la presencia de Dios. Solo ante Dios. Y seguiremos adelante tal y como lo habíamos planeado. Después de todo, este es nuestro shtetl y no el de ellos, y todavía hay que celebrar una boda.
Levantó la mano. A su señal, las carretas empezaron a moverse de nuevo y atravesaron las últimas yardas hasta el mercado. A medida que se acercaban, más hombres con uniformes oscuros salían de los automóviles y de las cabinas de los camiones. Formaron un semicírculo perfecto frente a las puertas de la sinagoga, como una trampa de acero con la mandíbula abierta, lista para atacar.