–¡Miren! —gritó Shmuel, para hacerse oír por encima de quienes cantaban.
Cuando habló, todos callaron y siguieron con la vista la dirección que señalaba su mano. Más adelante, había una estación de tren: sus ventanas brillaban bajo el fuerte sol primaveral. Había guardias armados parados frente a la puerta de la estación y otros dispersos en los alrededores. Dos vagones de carga estaban estacionados en una vía muerta cercana.
Los camiones llegaron a la estación de tren. Los soldados saltaron de las cabinas de los camiones y les dijeron a los aldeanos:
—Salgan. Rápido. Rápido.
Como nadie se movió, los soldados alzaron sus armas.
Shmuel apoyó las manos sobre un panel y saltó. Yitzjak le entregó a su hijo y también bajó de un salto. Los demás hombres se bajaron, se giraron y levantaron los brazos para recibir a los niños. Luego, las mujeres y las niñas, aún vistiendo sus faldas de fiesta, descendieron con ayuda de los hombres. El vestido de novia de Fayge se quedó enganchado en un clavo que sobresalía. Cuando tuvo que rasgarlo para soltarse, comenzó a llorar desconsolada.
—Rápido, apúrense —dijeron los soldados, haciendo señas con sus armas. Una vez que reunieron a los aldeanos, los llevaron como ganado hacia los trenes.
Al lado de los rieles había objetos apilados, como si un ejército en desbandada los hubiera dejado atrás. Hanna vio maletas y maletines, algunos bien empacados y otros cuyo contenido estaba desparramado. Había vestidos y chales regados por el suelo, una bolsa con lo que parecían medicamentos, varias decenas de estuches de joyas, un saco de leche en polvo y hasta un pequeño baúl con juguetes de bebé.
—Ese es el bolso de mi abuela —chilló Fayge mientras señalaba un bolso de tela con manillas de madera—. Papá, papá, dejaron las cosas de la abuela. ¿Qué usará en el campo de reasentamiento?
Antes de que el rabino pudiera contestar, Hanna se volteó hacia Gitl.
—Sé…
—No digas nada, niña —rogó Gitl—. Ni una sola palabra.
Cada vez más aldeanos empezaron a reconocer canastos y bolsas que pertenecían a sus familias, pero no les permitieron detenerse junto a los objetos apilados y solo los empujaron hacia los vagones del tren. Cuando terminaron de bajarse de los camiones, los soldados formaron un círculo grande a su alrededor. Un oficial de alto rango —pero no el coronel que les había hablado antes— se paró dentro del círculo con ellos. Cuando lo miraron, levantó la mano para acallarlos.
—Ahora, judíos, escuchen. Hagan lo que les digan y nadie saldrá lastimado. Solo les pido que colaboren.
Tenía la voz ronca, como si hubiera estado hablando mucho últimamente. Su bigote era de color rubio oscuro y tenía los dientes amarillentos.
Hanna sintió que Gitl la abrazaba con más fuerza. Los aldeanos empezaron a murmurar entre sí. Hanna contuvo la respiración. Pensó que, si lo hacía por suficiente tiempo, tal vez se despertaría de esta horrible pesadilla y regresaría ilesa al séder de su familia. Pero cuando ya no pudo contener más la respiración, empezó a toser sin parar y Gitl le dio palmadas en la espalda.
—Acuéstense —fue lo único que pudo oír.
—¿Qué? ¿Aquí, en el piso? —gritó alguien.
—Por supuesto, judío —dijo el oficial—. Y luego mis soldados pasarán entre ustedes y recogerán sus documentos y joyas para guardarlos en un lugar seguro.
—Quieres decir para guardarlos en vuestros propios bolsillos —dijo un hombre. Hanna pensó que podría haber sido Shmuel.
—¿Quién dijo eso? —preguntó el oficial. Como nadie respondió, entrecerró los ojos—. Le dispararé al próximo que hable.
El silencio era tan profundo que Hanna se preguntó si se había quedado sorda.
—Ahora, ¡acuéstense! —ordenó el oficial.
Hizo un gesto con la mano y los soldados que estaban detrás de él imitaron el movimiento, pero con sus armas. Como, aun así, nadie se movió, el oficial, muy despacio y deliberadamente, sacó su pistola de la funda y apuntó hacia los pies de un hombre que estaba parado cerca del borde de la muchedumbre. Disparó una vez. Saltaron hacia arriba polvo y guijarros, y varias mujeres dieron alaridos. Una niñita gritó:
—Mamá, mamá, mamá.
De repente, Hanna sintió tanto frío que no podía moverse.
Gitl la empujó por la espalda.
—Acuéstate —susurró—. Apúrate, acuéstate.
Hanna se tiró al piso boca abajo y se quedó inmóvil. Cuando, finalmente, se obligó a abrir los ojos, tenía un par de botas grandes cerca de la cabeza. Podía oír los lloriqueos de los niños y, en alguna parte, a su izquierda, a una mujer que lloraba. Oía voces masculinas que hablaban bajito. Después de unos segundos, se dio cuenta de que rezaban.
Horas después —o eso pareció— los dejaron ponerse de pie. Gitl se tocaba el cuello con la mano. Tenía una marca roja alrededor de este como si le hubieran arrancado un collar. A Fayge le habían quitado su tocado bordado y sus aretes. Tenía el vestido manchado y rasgado. A varios hombres les sangraba la nariz y Shmuel tenía un moretón en la sien. Pero aparte de los suaves gemidos de los niños, la tos seca y persistente de un hombre, y la respiración entrecortada de Rajel, nadie hacía ruido.
—Ahora —dijo el oficial y les sonrió, mostrando sus dientes cariados—, ahora, judíos, están listos para el reasentamiento.
—¿Dónde? —preguntó una voz temblorosa.
—Donde sea que decidamos mandarlos —contestó—. Levántense.
Se pusieron de pie lentamente y los soldados los llevaron como ganado hacia los dos vagones estacionados. Fueron en silencio, casi por voluntad propia, ansiosos por alejarse lo más posible del oficial y de las armas de los soldados.
—Pero Gitl —susurró Hanna para protestar, mientras miraba fijamente los dos vagones—, ahí no cabremos todos.
—Con la ayuda de Dios… —murmuró Gitl y le apretó la mano a Hanna hasta que le dolieron los nudillos.
Primero empujaron a los más ancianos dentro de los vagones, y después a las mujeres y a las niñas. Alguien empujó a Hanna por detrás tan fuertemente que se raspó la rodilla al subirse. Podía sentir que le manaba sangre y le dolía mucho. Pero antes de que pudiera agacharse para mirar, tenía otra persona detrás. Pronto, había tanta gente apiñada que no podía moverse. Era peor que aquella aglomeración en el subterráneo en la que había terminado una vez que fue de compras a la ciudad con su tía Eva. Estaba apretada entre Gitl y el rabino. Tenía dos mujeres detrás suyo y las tablas del vagón enfrente. Si doblaba un poco la rodilla sana, podía mirar hacia afuera a través de una rendija entre las tablas. Acababa de echar un vistazo cuando el vagón se movió un poco y cerraron la puerta con cerrojo desde afuera.
—¡Nos encerraron! —gritó una mujer—. Dios mío, nos asfixiaremos.
Entonces, todos empezaron a gritar, hasta Hanna. Quienes estaban al lado de la puerta dieron puñetazos y el vagón se estremeció, pero no sirvió de nada. Nadie abrió la puerta. Después de un buen rato, agotados por los gritos y el llanto, desistieron.
El vagón estaba a oscuras, con solo unos retazos de luz que se colaban entre las tablas. Había poca ventilación y hacía mucho calor. Una de las dos mujeres que estaban justo detrás de Hanna olía a ajo. En algún lado, una niña exclamó que tenía que ir al baño. Poco después, se supo, por el olor, que lo había hecho.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó alguien.
La voz del rabino respondió con calma:
—Ahora estamos en manos de Dios.
—Las manos de Dios son muy calientes y sudan mucho —dijo Gitl.
—¿Cómo puedes decir algo así? —Era Fayge.
En ese momento, el vagón se sacudió y todos gritaron.
—Oigo un tren —exclamó Hanna. Dobló la rodilla sana y miró por la rendija. Una locomotora oscura, moviéndose en reversa sobre los rieles, se acercaba a ellos—. Lo veo.
—Las manos de Dios, mis hijos —dijo en voz alta el rabino.
La locomotora chocó ligeramente contra los dos vagones, estremeciéndolos. Era difícil mantenerse de pie. Hanna se las arregló para girarse lo suficiente y poder hablarle directamente al rabino.
—Rabino, se lo ruego —pidió—, tenemos que hacer algo. Y rápido. Sé a dónde nos llevan. Soy…, vengo… del futuro. Se lo ruego.
El rabino Boruch carraspeó antes de hablar.
—Todos los niños son del futuro. Yo soy del pasado y el pasado nos dice lo que debemos hacer en el futuro. Por eso es que los adultos enseñan y los niños aprenden. Así que debes escucharme cuando te digo que lo que debemos hacer ahora es rezar. Rezar, pues todos estamos en manos de Dios.
Gitl tenía razón, pensó Hanna. Las manos de Dios eran muy calientes y sudaban mucho. El hedor en el vagón abarrotado era abrumador: una poderosa mezcla de sudor, miedo y el olor a vómito de los niños. A medida que el tren traqueteaba por los rieles, Hanna pensó que había tenido mucha suerte al quedar cerca de un poco de aire fresco. La mayoría de los demás no habían sido tan afortunados.
Durante muchísimo tiempo, nadie habló. Pero después de una hora, el silencio era demasiado deprimente y las voces ofrecieron el consuelo que podían.
—Puedo ver un poquito —dijo un hombre que estaba cerca de la puerta—. Pasamos al lado de un pueblo y estoy viendo campesinos en sus tierras.
Espontáneamente, varias voces gritaron:
—¡Ayúdennos! ¡Ayúdennos!
—¿Alguien reaccionó? —preguntó Yitzjak.
—Sí. Se pasaron un dedo por la garganta, como si fuera un cuchillo.
—Desgraciados. ¿No les importa? —preguntó una mujer.
Shmuel respondió:
—¿Cuándo les ha importado?
Un hombre de voz profunda y áspera habló.
—Oí que llevaron a los de otro shtetl a una estación de tren en algún lugar de Rusia.
—¿Por qué reasentar a los judíos rusos? ¿Rusia no es suficientemente grande para todos?
—Lo suficientemente grande como para que una historia se pierda ahí. Cuéntanos, ¿en qué parte de Rusia? —dijo Gitl.
—¿Quién sabe dónde? —gritó el hombre—. ¿Qué importa dónde? De todos modos, el shtetl ya no existe. Pero donde fuera, obligaron a los aldeanos a acostarse en trincheras, como arenques, con la cabeza de uno junto a los pies del otro. Y entonces, Dios Eterno, soldados con ametralladoras los masacraron mientras permanecían ahí, acostados. Pusieron cal sobre sus cadáveres todavía calientes y obligaron a los próximos a acostarse encima. Prepararon arenques seis veces. Seis veces. Hasta que los mataron a todos.
Una mujer, con la voz al borde de la histeria, dijo:
—Lo oíste, lo oíste; pero si los mataron a todos, ¿cómo podemos saber con certeza qué sucedió?
El hombre tosió y prosiguió sin contestarle:
—Cuando nos obligaron a acostarnos, me acordé de lo que había oído.
Otra mujer dijo:
—Pero no nos mataron. Hicieron que nos sintiéramos un bísele incómodos.
—¡Incómodos! Me quitaron mi anillo de bodas. Patearon a mi Avrom en la nariz. ¡Incómodos! —Era una tercera mujer.
—Es solo una historia —dijo la primera mujer—, una pesadilla. No nos cuentes más relatos horribles.
El hombre tosió de nuevo y dijo:
—¿Acaso no está escrito que debemos ser testigos?
—¿Qué testigos? —exclamó Fayge—. ¿Estuviste ahí? Solo son rumores. Rumores maliciosos y crueles. Rumores. Shmuel, dile que son solo eso.
Shmuel no dijo nada.
—Fayge, no son rumores. Es verdad. Yo lo sé… —dijo Hanna.
Gitl la pellizcó en el hombro para que se quedara callada.
El hombre habló de nuevo.
—El que me lo contó es un primo lejano. Conocía a alguien que se escapó.
—Dijiste que nadie se había escapado —dijo Fayge.
—Silencio —dijo una mujer cerca de Hanna—. Los niños te oirán y se asustarán.
—Oí… —empezó otro hombre. Hanna reconoció la voz de Yitzjak—. Oí otro relato cuando estuve en Liansk comprando aves. Había un médico, un buen hombre que sabía mucho. Estaba en el hospital operando a una mujer cristiana. Como ven, ella confiaba más en él que en su propia gente. Y justo en medio de la operación llegaron los soldados, pues el esposo de ella los había llamado, se llevaron a rastras al médico y lo mataron. Lo hicieron con sus propios instrumentos quirúrgicos y frente a su familia.
—Y la mujer, ¿se murió? ¿La shikse a la que operaba? — preguntó otro hombre.
—Espero que sí —dijo una voz suave.
—No —dijo Yitzjak—. No se murió ni merecía morirse.
—Tal vez no ella —dijo Gitl—, pero su esposo sí. Los soldados también. Monstruos.
—Silencio —dijo de nuevo la mujer cerca de Hanna—. Los niños los oirán.
El rabino carraspeó en voz alta.
—Esos son solo rumores y chismes. El libro de Proverbios dice: “Quien insiste sobre un asunto, aparta a sus amigos”.
—Bueno, oí… —dijo un hombre desde la parte trasera del vagón. Al principio habló tan bajito que quienes estaban cerca hicieron callar a los demás para poder oírlo—. Escuché, de una fuente fidedigna, que en un pueblo en la frontera de Polonia encerraron a todos los habitantes en la sinagoga. Luego los nazis incendiaron el edificio. A cualquiera que intentaba saltar por las ventanas le disparaban. Solo que había un polaco, un buen hombre, el goy de sabbat, que abrió la puerta trasera y algunos de los aldeanos se escaparon. El goy de sabbat los escondió en su propia casa. ¡En su casa! Un amigo mío fue uno de los siete que escaparon. Me dijo que el olor de los seres humanos quemándose se parece mucho al olor de cuando alguien cocina cerdo.
—¡Ja! —dijo Gitl—. ¿Y cómo él, un buen judío, sabe cómo huelen los cerdos al cocinarse?
—A lo mejor él no era kosher o se lo dijo el goy de sabbat.
—¡A lo mejor!
—¿Cómo pueden bromear sobre cosas así? —dijo Hanna en voz muy baja.
Gitl chasqueó la lengua.
—Si no nos reímos, lloraremos. Lo único que lograremos con llorar es que nos dé más calor y sudemos más. A nosotros, los judíos, nos gusta hacer chistes sobre la muerte porque algo de lo que te ríes y que se vuelve familiar no puede asustarte. Además, Jayaleh, ¿qué más podemos hacer?
—Silencio —dijo de nuevo la mujer que estaba cerca de Hanna—, los niños.
—Podríamos romper las puertas y escaparnos —dijo Hanna.
—¿Escaparnos? ¿A dónde, Jayita, a Lublin? —preguntó Gitl.
—A Estados Unidos —dijo Hanna.
—¿A estar con Avrom Morowitz? Este es mi hogar.
—¿Este vagón? —susurró Hanna.
—No seas insolente.
—Entonces a Israel.
Gitl rio. Fue un sonido extraño, hueco.
—¿Y dónde queda Israel —preguntó—, aparte de en nuestras plegarias?
—Silencio —imploró la mujer.
Los relatos continuaron.
—¿Supieron de Mostochowa? —preguntó un hombre.
—¿Te refieres al lugar donde los obligaron a todos a salir de su casa y a permanecer de pie desnudos en la nieve? —dijo Yitzjak.
—Rumores —advirtió el rabino.
—Les dieron una paliza —dijo una mujer.
—Sí, Masha tiene razón, los golpearon sin piedad. Y según mi tío Moishe, que estaba ahí, la sangre caía sobre la nieve como pétalos de rosas. Pétalos de rosas, dijo —terminó el hombre.
—¡No más relatos! —gritó Fayge—. Nada más nos ocurrirá. Nada. Estamos incómodos y apiñados. Tenemos hambre. Pero pasará. Nos reasentarán: eso es todo. Y después me casaré, con un dosel.
—Escuché…
—¡Silencio! ¡Cállense! —imploró la mujer cerca de Hanna, cansada—. Los niños no pueden soportar más. A mi hija todo esto que cuentan la dejó inconsciente.
Alguien dijo en voz baja en su cercanía:
—Déjame encargarme de la niña, madre. La cargaré por un rato.
Hubo un poco de movimiento cuando todos se ajustaron.
—Ay, Dios mío, la niña no está inconsciente. La niña está muerta. Baruj dayan emet. Bendito sea el juez verdadero…
Hanna lloró.