Un raro sonido mecánico despertó a Hanna. Por un momento, creyó que era el despertador en su mesita de noche. Se sentó bruscamente y se dio un fuerte golpe en la cabeza contra el estante de arriba. Desconcertada, miró a su alrededor. “¿Despertador?”. La palabra se le quedó como un nudo en la mente. No estaba segura de lo que era un despertador. Además, le dolía la cabeza justo donde se había golpeado y la espalda por haber estado acostada en el duro estante. Hasta la pierna le dolía. Dobló la rodilla para mirarse, y vio que tenía sangre endurecida y una costra alargada a lo largo de la pierna.
Luego se acordó: el viaje en el vagón de ganado, los largos días con hambre, el calor y el frío, el olor, el bebé muerto, el tatuaje, el cabello cortado. Alzó la mano con cuidado y se la pasó por la cabeza. Se dio cuenta de que casi no tenía pelo. No se atrevió a mirarse el número en el brazo.
Se bajó cuidadosamente del estante, consciente de que la sirena rugiente había dejado de sonar. En el barracón, las demás hacían lo mismo, desperezándose lentamente. Miró a su alrededor, con los ojos y la mente todavía adormilados.
La puerta del barracón se abrió y un guardia metió la cabeza.
—Si quieren comer, pónganse en fila, ahora mismo. Schnell. Deben comer. Los judíos hambrientos son judíos muertos y los judíos muertos no trabajan.
—¡Comida! —susurró Hanna para sus adentros.
Se acordó del sueño que había tenido: la comida del séder y las caras familiares alrededor de la mesa, caras cuyos nombres casi recordaba, pero no exactamente. Se imaginó el sabor del rosbif y empezó a salivar. Se puso de pie, alisó la falda arrugada de su vestido y buscó a Gitl.
Gitl estaba inclinada al lado de uno de los estantes bajos. Hanna la reconoció por el atroz vestido rojo estampado. Apurada, se acercó a ella y le dijo:
—Gitl, ¡comida! Nos darán comida si nos apuramos. ¡Por fin!
Gitl se enderezó pausadamente y miró más allá de donde se encontraba Hanna, hacia la puerta, como si no la viera. Movió los labios, pero no hizo ningún sonido. Varias veces, hizo puños con las manos.
Algo hizo que Hanna se inclinara y mirara en el estante. La pequeña Zipora estaba acostada, hecha un ovillo, con el pulgar en la boca como un corcho en una botella. Tenía una mosca sobre el cachete. Hanna alargó la mano para espantarla.
—No la toques —dijo Gitl.
—Pero… —Hanna se quedó con la mano cerca del cachete de la niña y de la mosca que no se iba.
—¡Dije que no la toques! —Gitl tenía la voz ronca y rara.
Incrédula, Hanna siguió alargando la mano hacia la mosca. Gitl le agarró la mano y la obligó a voltearse. La abofeteó dos veces.
—No —¡zas!— la toques. —¡Zas!
Entonces, de súbito, igual que antes, Gitl abrazó a Hanna tan fuerte que la niña dio un grito ahogado. Gitl escondió la cara en el hombro de Hanna, sollozando:
—Yitzjak…, qué le diré… Zipora… Hay que decírselo… Qué puedo… ¡Monstruos!
Lo único que Hanna pudo hacer fue liberar sus brazos lo suficiente como para poder acariciar la cabeza rapada de Gitl, tocándola con toda la ternura de la que era capaz, mientras las mejillas todavía le dolían por las bofetadas injustificadas.
Fueron las últimas en salir del barracón. Hasta Fayge había podido unirse a la fila correspondiente para comer antes que ellas con la ayuda de una de las mujeres de su pueblo. Al salir del edificio, parpadeando ante el sol de mediodía, Hanna se dio cuenta de que Gitl no tenía lágrimas en los ojos, pero todavía se le notaban los rastros de una rabia espantosa y reprimida.
La fila se movió con rapidez y en silencio. En la primera mesa, una niña le daba un tazón metálico a cada una. Tenía una cara sencilla, la frente ancha y ojos profundos de color café. Las saludó sonriendo como si fueran amigas desde hacía mucho tiempo. Hanna se imaginó que no podía tener más de diez años, pero no se le notaba la edad en la cara.
—Deben cuidar mucho su tazón —les dijo la niña. Era obvio que le había dicho esas mismas palabras a cada grupo de recién llegados; sin embargo, su voz era dulce y paciente, lo que contrastaba mucho con la información que daba—. Los llamo “tazones toderos” porque para nosotras lo son todo. Sin el tazón, no pueden comer, no pueden lavarse, no pueden tomar. Apréndanse su tazón de memoria, las abolladuras y la forma que tiene. Siempre deben saber dónde lo pusieron. No se reemplazará. — Le guiñó el ojo a Hanna—. Ese es el discurso oficial. Mi madre, que en paz descanse, lo daba antes y yo la reemplacé. Si te encuentras conmigo esta noche después de la cena, te contaré el resto. Y si no puedes encontrarme, pregúntale a cualquiera dónde está Rivka. Rivka.
Demasiado agotada para reaccionar, Hanna asintió y sostuvo su tazón para que le dieran una porción de sopa de papa aguada. En la próxima mesa, le dieron un pequeño trozo de pan oscuro. Empezó a comer incluso antes de marcharse de la fila. Tenía demasiada hambre para comer despacio, y se terminó la sopa y el pan antes de tener tiempo de mirar a su alrededor.
Después de comer, las zugangi se pusieron de nuevo en fila siguiendo un orden que a Hanna le pareció completamente arbitrario, organizadas por la misma mujer de tres dedos. Esta repartió empujones y golpes con tal fervor que todas terminaron haciendo lo que les ordenaba sin protestar. Hanna se inclinó para evitar un golpe. En lugar de pegarle a ella, la mujer le dio un bofetón a Shifre, quien recibió un segundo golpe por quejarse del primero. Hanna se encogió de hombros al escuchar los sollozos suaves de Shifre. Se sintió a la vez culpable por lo que había pasado y aliviada porque no la habían golpeado a ella.
Cuando formaron una fila tal y como quería la mujer, hizo un abrupto gesto de aprobación con la cabeza y se puso frente a ellas para hablarles.
—Se preguntarán qué esperar a partir de ahora —dijo—. Les diré lo que deben esperar. Esperen trabajar duro. Trabajo duro y más trabajo duro. Y castigos si no lo hacen bien y a tiempo sin quejarse.
Su discurso fue tan corto que Hanna, aliviada, respiró profundo. Apenas empezaba a relajarse cuando un hombre vestido de uniforme oscuro y con el pecho lleno de medallas se acercó a la mujer. Ella inclinó la cabeza y luego alzó la vista y miró a las prisioneras reunidas con una sonrisa amenazadora.
Durante un largo rato, el oficial estuvo parado las manos detrás de la espalda estudiándolas en silencio. Hanna sintió que la miraba detenidamente, analizando sus capacidades y adivinando sus posibilidades. Alguien más que ella conocía se paraba así. “El señor…, el señor…, el señor Unsward”. Sabía el nombre y casi podía imaginar su aspecto, pero no se acordaba de quién era, solo de que era alguien que se paraba frente a un grupo y sacudía la cabeza de la misma manera. Se preguntó si debía sonreírle al oficial y si eso la ayudaría. A veces funcionaba en la escuela. Con el señor Unsward. “¡En la escuela!”. Se había acordado, pero era un recuerdo fugaz. Luego, con la misma rapidez, se desvaneció y fue reemplazado por otro recuerdo mucho más vívido: la pequeña Zipora, acostada inmóvil en el estante bajo, con el pulgar firme como un tapón en la boca. Esa imagen detuvo en seco cualquier amago de sonrisa.
El oficial carraspeó.
—Tendrán disciplina —dijo de repente, sin preámbulo alguno—. Trabajarán duro. Nunca contestarán ni se quejarán ni cuestionarán. No intentarán escaparse. Lo harán por la patria. Lo harán… o morirán. —Sin perder el tiempo, el oficial giró sobre sus talones y se marchó.
Entonces, la mujer de tres dedos se adelantó para explicarles el tipo de trabajo que se les asignaría y lo que podrían esperar cada día.
En el cielo, cuatro golondrinas bajaban en picada y volaban en círculos, gorjeando sin parar mientras cazaban insectos. A la derecha, se escuchaba un zumbido de máquinas. A lo lejos, más allá de otra larga hilera de barracones, Hanna pudo ver que otro rizo de humo subía hacia el brillante cielo primaveral en volutas interminables que salían de una alta chimenea industrial.
De nuevo le pareció que algo se le estaba olvidando: algo muy importante para ella, para todos. Se preguntó si Gitl sabría lo que era y decidió preguntarle, pero las ruidosas golondrinas, la monotonía de las órdenes de la mujer y el ruido de la maquinaria la hipnotizaron. Sintió que se le cerraban los párpados. Para evitar dormirse de pie, echó de repente la cabeza hacia atrás y respiró profundo.
Por el rabillo del ojo, vio a Gitl. Después, sin mover la cabeza, solo los ojos, se las arregló para encontrar a Fayge. Estaba de pie en la mitad de la fila, con la cara pálida como un papel y los ojos cerrados. Se mecía de un lado a otro. Detrás de ella, estaba Ester. Al lado de Ester se encontraba Shifre, cuyos ojos de pestañas casi transparentes se veían todavía más raros con su cabeza afeitada. Hanna se acordaba de ellas y de todas las cosas que le habían dicho en el bosque. Recordaba el bosque. Recordaba que les había contado cuentos. Pero de los cuentos no podía acordarse y eso la molestaba.
Había visto a los hombres corriendo para ponerse en fila detrás de ellas cuando comenzaron a pasar lista, pero no se había atrevido a voltearse. Incluso ahora le daba miedo mirarlos. ¿Estaría ahí Shmuel? ¿Yitzjak? ¿El rabino Boruch, el badján, los miembros del grupo de klezmer? ¿Estaría el señor Unsward?
—Gitl —susurró por la comisura de la boca, en voz lo suficientemente baja como para que la mujer de azul no la oyera—. Gitl.
Gitl le tocó la mano.
—Jaya —susurró de vuelta, tan intensamente que sonó como una promesa. O como una orden.