Por la mañana, después del pase de lista y del desayuno, recibieron su primera lección sobre el basurero.
—¡El comandante! —gritó una voz masculina desde el otro lado de la cerca de alambre, en la sección de los hombres.
—¡Viene el comandante! —Una mujer siguió pasando la voz.
—Ya viene —apremió Rivka a Hanna y Shifre, quienes estaban cerca de las ollas ayudando a servir la sopa aguada—. Hagan lo mismo que yo.
Rivka alzó las manos hacia la boca como si fuera a gritar, pero en vez de eso, chasqueó la lengua y emitió un llamado penetrante. Ecos del mismo chasquido se oyeron por todo el campo, como si hubiera una invasión de grillos alocados. Los pequeñines, advertidos por el sonido, aparecieron desde todas las esquinas y corrieron hacia el basurero ubicado detrás de los barracones. Hasta los guardias del campo se unieron, alternando los chasquidos con risotadas y haciéndoles señas a los niños para dirigirlos hacia el basurero. Los más grandes cargaban a los más pequeños. Eran casi treinta niños.
Hanna los miró, asombrada por su rapidez. Cuando llegaban al basurero, se quitaban la ropa y se lanzaban desnudos adentro de la basura.
Súbitamente, Hanna se dio cuenta de que una de las bebitas del campo todavía estaba acunada en una tina de lavar. Sin detenerse a preguntar, la cargó y salió corriendo hacia el medio del basurero. La basura se deslizó por sus piernas desnudas.
Se abrió paso entre una mezcla de trapos viejos, vendas usadas y residuos de los orinales. En el basurero, el olor era insoportable. Aunque ya se había acostumbrado al penetrante olor del campo —una especie de almizcle turbio que parecía cubrirlo todo; una mezcla de sudor, miedo, vómito y del humo constante que manchaba el cielo—, el olor del basurero era peor. Cerró los ojos y se agachó entre la basura, acunando a la niña en sus brazos.
Cuando por fin se oyeron los chasquidos avisándoles que el peligro había pasado, Hanna salió del basurero con la bebita, que no paraba de balbucear. Con un trapo, empezó a limpiarse y a asear a la bebé hasta que llegó corriendo Leye, la madre de la niña.
—Mataré a ese Elihu Krupnik. ¿Dónde está? Se suponía que la iba a llevar adentro. ¡Y mira, le dejaste la ropa puesta! Está hedionda. —Leye tenía la cara contorsionada por la rabia.
—¿No le vas a dar las gracias? —preguntó Rivka—. Leye, ella salvó a la niña.
Leye miró fijamente a Hanna por unos segundos, como si la viera por primera vez. Entonces, como si le costara trabajo, sonrió.
—Organizaré un poco de agua —dijo y dejó a la bebé mugrienta en los sucios brazos de Hanna.
—Eso significa “gracias” —apuntó Rivka.
Hanna miró hacia donde Leye.
—Creo… —dijo despacio—, creo que prefiero el agua a las gracias.
Esa noche, lavó su vestido con la taza de agua y lo colgó de su estante para dormir como si fuera una cortina. En ese momento, entendió por qué todos los niños se habían quitado la ropa y la habían dejado en el piso arenoso, como trapos vistosos. Había temido que las prendas de ropa serían señales chillonas que alertarían al comandante. Pero a todas luces, al igual que los guardias, él sabía dónde se escondían los niños. Todo era una especie de juego atroz. Pero estaba demasiado asustada para detenerse y era muy tímida como para desnudarse ahí al aire libre: especialmente porque todavía se sonrojaba al acordarse de las horas que había pasado desnuda esperando para ducharse. Y además, porque todos los guardias, algunos todavía menores de veinte años, se reían en las proximidades.
Mientras se dormía, estuvo segura de que el olor del basurero se le había metido por los poros. No había suficiente agua en el campo —ni en toda Polonia— para lavarse hasta quedar limpia.
Muy rápido, los días se volvieron rutinarios: pase de lista, desayuno, trabajo, almuerzo, trabajo, cena, trabajo. Todas las comidas consistían en sopa de papa aguada y, a veces, pan duro y de corteza gruesa. Luego tenían una hora preciada antes de que los encerraran en sus barracones para pasar la noche.
El trabajo era mecánico. Ciertas tareas estaban destinadas a mantener el campo mismo: limpiar los barracones, las casas de los guardias, el hospital, la cocina; cortar y arrastrar la leña para las estufas; construir más barracones y retretes. Pero a la mayoría los ponían a trabajar en los cobertizos de clasificación, haciendo pilas con la ropa, las maletas y los bienes robados a los prisioneros, separándolos en lotes para ser enviados a Alemania.
Sin embargo, Hanna agradecía la rutina. Siempre y cuando supiera qué esperar, no tenía miedo. Lo que más miedo le daba era lo desconocido: cuando a veces colgaban un cadáver en la entrada sin explicaciones, cuando la blokova daba una patada rápida sin razón alguna.
Ella y Shifre fueron enviadas a trabajar con Rivka en la cocina. Arrastraban agua en baldes grandes desde la bomba de mano, servían la escasa comida, lavaban las ollas enormes donde se cocinaba la sopa, restregaban las paredes y los pisos. Era un trabajo duro, lo más duro en lo que Hanna hubiera trabajado jamás. Sus manos y rodillas no recordaban ese tipo de tareas, interminables y repetitivas. Pero también había recompensas. Cuando lavaban las ollas, a veces podían raspar unos cuantos bocados de comida para ellas y los pequeños. Eran trozos de papa quemados que se pegaban en el fondo. Hasta los trozos quemados sabían de maravilla, mejor que la carne. Creía que se acordaba de la carne de res.
—Ella le dio a la blokova un anillo de oro que organizó para que te pusiera aquí —explicó Leye, secándose las manos con un trapo y señalando a Rivka. Leye dirigía al personal de cocina. Siempre tenía los brazos manchados, pero era un buen trabajo porque podía mantener a su bebita consigo—. De otra manera, esa… —escupió en el piso para expresar su desaprobación por la mujer de tres dedos— te tendría arrastrando leña con los hombres. Y no hubieras durado porque eres una niña de ciudad: se te nota en las manos. No eres del campo, como Shifre. Nosotras siempre duramos más que ustedes.
Cuando Hanna intentó agradecerle a Rivka, ella solo sonrió y se encogió de hombros como si no hiciera falta.
—Mi madre, que en paz descanse, siempre decía: A nemer iz nisht kain gueber, quien siempre recibe, no da. Y el que da, no recibe tampoco. No me des las gracias. Haz algo por otra persona —dijo gentilmente, casi avergonzada.
Hanna entendió por qué le daba vergüenza y no volvió a mencionarlo, pero intentó ayudar a los demás. Empezó a guardar los pedacitos más blandos de pan y se los daba a Reuvén cuando podía. El nene de Yitzjak estaba tan delgado y triste, todavía preguntándose qué le había pasado a su hermana, que Hanna sentía que debía mimarlo. Hasta intentó darle todo su trozo de pan, una y otra vez, hasta que Gitl se enteró.
—Si tú te mueres de hambre, no podrás ayudar al niño — dijo Gitl—. Además, con esos ojazos azules que tiene, muchos lo ayudarán. Y esa sonrisa…
Hanna se mordió el labio. Esos ojazos azules y esas sonrisas luminosas y poco frecuentes le recordaban a alguien, pero no sabía a quién.
—Pero tú, Jaya, todavía estás creciendo. Debes cuidar de ti misma. —Cubrió el pan con las manos de Hanna y la apartó de Reuvén—. Anda, termina tus quehaceres en la cocina que yo me llevaré a Reuvén.
A regañadientes, Hanna se volteó, como si de alguna manera le hubiera fallado a Rivka. Al hacerlo, se dio cuenta de que Gitl le había dado al niño su pan y la mitad de su sopa.
Durante el tercer día en el campo, el comandante Breuer hizo una nueva visita. Esta vez, según se rumoraba por el recinto, para hacer una “selección”.
Su automóvil negro se desplazó por el medio del campo, entre las hileras de barracones. La bandera que colgaba de la antena ondeaba alegremente. El chofer se bajó, abrió la puerta trasera y se irguió en posición militar.
—¿Qué es una “selección”? —le preguntó Hanna a Rivka por la comisura de la boca mientras esperaban al lado de las ollas que estaban lavando. Sin saber por qué, y aunque el día estaba fresco, sintió que le corrían gotas de sudor por debajo del vestido, como si su cuerpo supiera algo que se resistía a decirle a su mente.
En el basurero nada se movía, aunque se notaba por el reguero de vistosos pantalones cortos y camisas que los niños habían pasado por ahí. El comandante les pasó a zancadas por al lado sin echarle ni siquiera un vistazo.
Rivka le siseó a Hanna para que se callara y se pasó un dedo por la garganta como si fuera un cuchillo, como habían hecho los granjeros en las fincas cuando los vagones de ganado habían pasado junto a ellos. Hanna conocía esa señal, pero no sabía exactamente lo que significaba. Se estremeció.
El comandante era un hombre guapo de baja estatura, tan bien afeitado que su cara parecía bruñida. Tenía los pómulos afilados y un hoyuelo en la barbilla. Se detuvo por un momento frente a Hanna, Rivka, y Shifre. Hanna sintió que el sudor le corría por los costados.
El comandante sonrió, le pellizcó el cachete a Rivka y prosiguió. Un hombre con una tablilla y un pedazo de papel lo seguía. Continuaron caminando sin detenerse de nuevo hasta la parte lejana del recinto cercado. Después que entraron, se oyó un portazo alarmante.
Rivka exhaló entrecortadamente y se giró hacia Hanna.
—Quien no se pueda levantar de la cama hoy será seleccionado —explicó. Lo dijo con voz suave, pero de manera realista.
—¿Seleccionado para qué? —preguntó Hanna, aunque ya lo había adivinado.
—Seleccionado para ser procesado.
—Lo que quieres decir es seleccionado para la muerte — afirmó Hanna. De repente, dijo—: Hansel, saca el dedo para poder ver si estás gordo o flaco.
—No digas esa palabra en voz alta —le advirtió Rivka.
—¿Qué palabra? —preguntó Hanna—. ¿Dedo? ¿Gordo? ¿Flaco?
Rivka suspiró.
—Muerte —dijo.
—¿Pero por qué? —preguntó Shifre y su cara pálida enrojeció tras la pregunta—. ¿Por qué seleccionarán a algunos?
—Porque no pueden trabajar —contestó Rivka—. Y el trabajo… —bajó mucho la voz y, por primera vez, Hanna notó que sonaba amarga—, el trabajo macht frei.
—¡Y porque lo disfruta! —agregó Leye, que había llegado a ver por qué las niñas no estaban trabajando.
—Pero que nunca te oigan pronunciar la palabra muerte. No permitas que sepan que usas la palabra cadáver. Ni siquiera si tienes uno tendido a tus pies —advirtió Rivka—. Aquí, a una persona no la matan, sino que la seleccionan. No los incineran en los hornos, son procesados. No son cadáveres, solo pedazos de drek, shmates, trapos.
—¿Pero por qué? —preguntó Hanna.
—¿Por qué? —dijo Leye—. Porque no se puede culpar por lo que no queda en un registro. Porque es lo que ellos desean, y por eso debe ser así. Apúrense, pónganse a trabajar.
Apenas habían empezado a restregar de nuevo cuando la puerta del hospital se abrió y el comandante Breuer salió, aún sonriendo, pero ahora de oreja a oreja. Cuando él y su auxiliar pasaron por su lado, Hanna pudo ver que el papel en la tablilla estaba lleno de nombres y números.
El comandante le recordaba a alguien. Tal vez una foto o una película. Había visto una cara sonriente como esa en algún lado.
De repente, dijo:
—El doctor…, el doctor Mengele. El Ángel de Auschwitz.
Olvidó la referencia tan pronto como le vino a la mente.
—No —dijo Rivka intrigada—, se llama Breuer. ¿Por qué dijiste eso?
—Te dije que Hanna dice cosas raras —comentó Shifre.
Hanna se miró las manos, estaban temblando.
—No sé por qué lo dije. ¿Me estoy volviendo una musselman? ¿Estoy enloqueciendo?
Nadie contestó.
Gitl había estado trabajando en el cobertizo de clasificación, donde se dividían las montañas de ropa y zapatos, las pilas de libros, juguetes, y enseres empacados en bolsos y maletas. También era el lugar en donde los hombres y las mujeres podían hablar entre sí, de modo que la información pasaba rápidamente y en voz baja de la sección de las mujeres a la de los hombres, de ida y vuelta.
Esa noche, Gitl compartió las noticias con las demás en el barracón de las zugangi.
—Toda la ropa y los zapatos que estén en buenas condiciones van directamente a Alemania y a nosotros nos dan lo que queda. Pero mira lo que encontré para ti, Jayaleh. —Le mostró una bufanda azul.
—Lo organizaste. Lo organizaste, tante Gitl —exclamó Shifre y alzó las manos con alegría.
Todas las mujeres se rieron: era la primera vez que esos sonidos habían recorrido el barracón desde su llegada.
—Sí, lo organizó.
Gitl levantó la mirada, frunció los labios por unos segundos y luego sonrió.
—Está bien, lo organicé.
—¿Cómo lo lograste, Gitl? —preguntó alguien.
—¡Puedes estar segura de que no pidió permiso! —respondió otra de las mujeres.
Gitl asintió con la cabeza mientras estiraba la bufanda entre las manos.
—Az m’fraygt a shyle iz trayf.
Hanna lo tradujo en su mente: “Si pides permiso, la respuesta es no”. De repente, se acordó de otra frase, muy parecida, que provenía de otro lugar: “Es más fácil pedir perdón que pedir permiso”. Tuvo un recuerdo fugaz de haberla visto impresa en algo, como una camiseta.
—Entonces —dijo la madre de Ester, quien parecía satisfecha de sí misma—, tal vez seamos zugangi, pero ya sabemos cómo organizar.
Ester miró con nostalgia la bufanda azul y tarareó algo en voz baja.
Gitl le dio a Hanna la bufanda.
—Para reemplazar las cintas azules —dijo en voz baja.
—¿Las cintas azules? —Por un instante, Hanna no pudo recordarlas. Entonces, se acordó.
—Y porque hoy es tu cumpleaños —agregó Gitl.
—¡Su cumpleaños! —exclamó Shifre—. No me lo dijiste.
Hanna negó con la cabeza.
—Mi cumpleaños es…, es durante el invierno. En…, en febrero. —La palabra le sonó rara al decirla.
—¿Qué disparates son estos? —preguntó Gitl con las manos en las caderas—. ¿Y qué clase de palabra es febrero? ¿Te enseñaron a contar los días según el calendario cristiano en Lublin? —Se volteó a mirar a las mujeres que las rodeaban—. ¿Creen que no sé cuándo cumple años mi propia sobrina? ¿Y que no le mandé un regalo todos los años?
—Por supuesto que lo sabes —contestó una señora canosa.
—Recuerdo el día en que nació —dijo otra—. Me lo contaste en la sinagoga, y estabas muy contenta. Dijiste que, aunque solo tenías trece años, eras tía.
—Entonces —dijo Gitl, volviéndose hacia Hanna.
Su certidumbre invalidó la de Hanna. Además, se preguntó, en este lugar, ¿quién sabía qué día ni qué año era?
—Gracias, Gitl —susurró—. Creo que es el mejor regalo que he recibido. De todos modos, es el único del que me acuerdo.
—Ay, mi niña querida —dijo Gitl, abrazando a Hanna—, gracias a Dios que tu padre y tu madre no están vivos para verte ahora.
Refugiada en los brazos de Gitl, Hanna de pronto se acordó de la casita en el shtetl, y de los brazos grandes y acogedores de Shmuel.
—¿Y qué pasó con Shmuel? —preguntó—. ¿Y con Yitzjak? ¿Están… bien?
Gitl se sentó en una de las camas de los estantes bajos y haló a Hanna a su lado. Las mujeres formaron un círculo a su alrededor, ansiosas de enterarse.
Gitl asintió.
—Escúchenme. Shmuel está trabajando con el grupo que tala leña, pero está bien. Es lo que sabe hacer y es fuerte. Con él están Yitzjak, el carnicero; Gedaliah; Natán Borodnik y su primo Nemuel. Tzadik, el zapatero, hace lo de siempre: confeccionar zapatos y cinturones. Allá tienen un taller para zapateros. Está confeccionando un fino par de botas de montar para el comandante. Talla cinco.
—¡Esa es una talla de mujer! —dijo riéndose la madre de Ester.
—Sí, y se inventaron una rima sobre eso. Se las voy a repetir: “Breuer con calzado de mujer. / ¡Eso se tiene que ver!”.
Las mujeres soltaron risitas, pero Hanna no entendió el chiste. Gitl levantó la mano y la risa se detuvo.
—Y Naftalí, el orfebre de Viosk, hace anillos a la medida para todos los hombres de las SS. Está muy enfermo, pero su trabajo les gusta tanto que lo están dejando tranquilo.
—¿Y de dónde saca el oro? —preguntó una mujer que usaba un vestido manchado de color verde.
—De las maletas, idiota —respondió alguien.
—De nuestros dedos —dijo de pronto Fayge. Era la primera vez que hablaba en días. Levantó las manos para que todas pudieran ver que estaban desnudas—. De nuestras orejas.
—De nuestros muertos —susurró Gitl. Hanna se preguntó si alguien más la había oído.
—¿Y los demás? —preguntó la madre de Ester.
—No me acuerdo de nada más —dijo Gitl, suavemente.
—¿Y el rabino? —preguntó una mujer con el labio leporino—. ¿Qué pasó con el rabino Boruch?
Gitl no respondió.
Fayge se arrodilló frente a ella y puso las manos sobre la falda de Gitl.
—Gitl, somos hermanas —dijo—. Soy la esposa de tu hermano. Tienes que contarme sobre mi padre.
Gitl cerró los ojos y frunció los labios. Por un largo momento, no dijo nada. Pero abrió y cerró la boca varias veces, como si intentara decir algo. Por fin habló:
—Seleccionado. Ayer. Baruj dayan emet.
Fayge abrió la boca para gritar. La mujer del vestido verde se la tapó con la mano, ahogó sus gritos y la haló hacia el piso arenoso. Otras tres mujeres también la abrazaron. Se mecían de un lado a otro, ahogando sus sollozos en silencio.
—Seleccionado —exclamó Gitl sin abrir los ojos—, junto con Zadek el sastre, el badján, el carnicero de Viosk y dos docenas más. Y el rendar.
—¿Por qué? —preguntó Hanna.
—El rabino estaba en el hospital. Tenía roto el corazón. Zadek también. Los habían apaleado hasta casi matarlos. El badján porque decidió ir. Contaron que dijo: “Este no es lugar para un tonto, donde mandan los idiotas”. Y los otros, cuyos nombres no recuerdo, por delitos que no sé. Y el rendar…
—¿Con todo su dinero, no pudo comprar su escape? — preguntó la madre de Ester.
—En este lugar, él es solo un judío, como el resto de nosotros —dijo Gitl—. Como el más bajo entre nosotros.
—Ahora es un shmate —dijo Hanna, recordando la palabra de Rivka.
Gitl abrió los ojos y le dio una bofetada a Hanna sin previo aviso.
—Quizá así sea como se habla en el campo allá afuera, pero aquí adentro, decimos la plegaria por los muertos como debe ser, como buenos judíos.
—La Osa Gitl —murmuró alguien.
Hanna levantó la vista, con la mano sobre el cachete adolorido. Como no supo quién lo había dicho, se dirigió a todas:
—Gitl tiene razón —dijo. La mejilla le ardía—. Gitl tiene razón.
Gitl empezó a recitar el kadish mientras se mecía de un lado a otro sobre el estante al vaivén de su voz sonora. La plegaria era como el tañido enlutado de una campana. Las demás se unieron a ella enseguida. Hanna se dio cuenta de que ella también participaba, aunque su mente no parecía recordar la plegaria:
—Yitgadal ve-yitkadash shemei raba…