La primera selección había sido la más difícil, pensó luego Hanna. Después de eso, simplemente se convirtió en parte de la rutina. Si no te parabas muy cerca de los griegos, ni trabajabas demasiado despacio, ni decías palabras que no debías, ni hablabas demasiado alto, ni fastidiabas a un guardia, ni amenazabas a la blokova, ni tropezabas, ni te enfermabas, era probable que esta vez no fueses seleccionado. Esta vez.
Parte de ella se sublevaba contra la locura de las reglas y parte de ella las agradecía. En un mundo caótico, cualquier pauta ayudaba. Y sabía que cada día que permanecía viva, seguía viva. Uno más uno más uno: Gitl la llamaba la aritmética del diablo.
Y así, un día se iba desgastando hasta convertirse en el próximo. Sus recuerdos se convirtieron en recuerdos del campo únicamente: el día en que un guardia le dio un pedazo de salchicha y no pidió nada a cambio; la mañana en que llegó un nuevo cargamento de zugangi; la mañana en que no llegó un nuevo cargamento; la tarde en que Gitl organizó una cuerda y todos los niños jugaron a saltarla después de la cena; y esa misma noche, cuando Masha, la pelirroja de Cracovia, se ahorcó con la cuerda de saltar después de enterarse de que a su esposo y a su hijo de diecisiete años se los habían hecho humo en aquella chimenea industrial.
Una tarde soleada, mientras Hanna lavaba las ollas con Shifre, le preguntó en tono soñador:
—¿Cuál es tu comida favorita? Si pudieras comer cualquier cosa del mundo.
Estaban prácticamente metidas en las enormes ollas, apoyadas de pies y manos, raspando trozos quemados de papa que se adherían tercamente al fondo. Shifre salió de la olla y se pasó la mano mugrienta por la mejilla. Lo pensó por un momento antes de responder. No era una pregunta nueva. Habían pasado semanas preguntándose distintas variaciones de lo mismo.
—Me parece que una naranja —dijo despacio. Era todo un cambio. Generalmente decía que un huevo.
—Una naranja —repitió Hanna, contenta por la novedad—. Se me habían olvidado las naranjas.
—O un huevo.
—¿Hervido?
—O frito. —Habían regresado a su conversación habitual.
—O revuelto.
—O un omelet.
—Y qué tal… ¡pizza! —dijo de pronto Hanna.
—¿Qué es pizza? —preguntó Shifre.
—Es…, es… No sé —dijo Hanna abatida, con los dedos en la boca, difuminando sus palabras—. No puedo acordarme, solo puedo recordar la sopa de papa.
—Puedes recordar los huevos —dijo Shifre.
—No, no puedo. Ni la pizza ni los huevos tampoco. Solo la sopa de papa y el pan oscuro y duro. Eso es lo único que recuerdo. —Se metió en la boca un pedazo de papa quemada que había raspado.
—Bueno, entonces no llores por eso de la pizza. Cuéntame qué es.
—No puedo —contestó Hanna—. No estoy llorando por esa cosa, lo que sea que es. Lloro porque no puedo acordarme de qué es. No me acuerdo de nada.
—Puedes acordarte del shtetl —señaló Shifre—. Y de Lublin.
—Ese es el problema —dijo Hanna—. No puedo.
En ese momento, Rivka salió de la cocina y le hizo señas a Hanna con el dedo.
—No llores —dijo—. Si la blokova te ve llorando…
—Esa de tres dedos, la hij… —Hanna se detuvo a tiempo. Era un hábito peligroso acostumbrarse a insultar a la blokova. A uno podían seleccionarlo por hacer algo así.
—Si pierde control sobre sus zugangi, será una “lo que sea que la llames” de dos dedos —dijo Rivka y sonrió.
—¿Qué quieres decir? —preguntaron al unísono Hanna y Shifre.
—¿Cómo creen que perdió los otros dedos?
Hanna comentó:
—Creía que quizá había nacido así.
Rivka levantó la mano y movió los dedos. Señaló uno de ellos.
—Perdió el control y todo un grupo de zugangi se amotinó. Eso fue justo antes de que yo llegara. Los enviaron a la cueva de Lilith y ella perdió un dedo. Luego, perdió el control y seis zugangi se ahorcaron una noche, entre ellos, mi tía Sara. La tía Sara había estado enferma por mucho tiempo y ya no podía esconderlo. Sabía que la enviarían al hospital. Todos los que están muy enfermos en el hospital terminan en la chimenea. Así que le dijo a mi madre: “Yo haré la selección, no ellos. Dios entenderá”. —Rivka sonrió—. Un segundo dedo. Ojalá la tía Sara hubiera podido ver la cara de la blokova esa mañana después de que le cortaron el dedo.
—Tal vez podemos hacer algo para ayudar a la blokova a equilibrar su mano. El tres es un número de mala suerte —dijo Shifre.
Rivka negó con la cabeza.
—Demasiado peligroso —contestó—. Deja que los adultos se encarguen de sus planes.
—¿Qué planes? —preguntó Hanna.
—Ah —dijo misteriosamente Rivka—, siempre hay planes de adultos.
—¿Qué planes? —preguntaron al unísono Hanna y Shifre. Pero antes de que Rivka pudiera contestar, un grito desde el portón del recinto cercado las paralizó.
—¡El comandante!
—Pero si pasó por aquí ayer mismo —susurró Hanna, nerviosa—. No le toca regresar hasta dentro de unos días.
Ignorándola, Rivka ya tenía las manos al lado de la boca, chasqueando para alertar a los niños. Shifre también hacía lo propio.
—¡No es justo! —se quejó Hanna, su voz alzándose hasta convertirse en un gemido.
Shifre la golpeó amargamente con el codo y Hanna empezó a chasquear mientras los pequeñines corrían hacia el basurero.
Los primeros en llegar fueron un hermano y su hermana, de siete y ocho años. Dejaron pantalones cortos y camisas de color verde y azul en el borde del basurero. Después, llegó una niña de nueve años que cargaba a un bebé. Se quitó los zapatos mientras corría y, sosteniendo al bebé debajo del brazo, le quitó la camisa. Cuando dejó al bebé en el piso al lado del basurero para quitarse su propio vestido, el niño empezó a gatear inmediatamente hacia la pila de basura.
Como peces desovando, los niños llegaron de todas las esquinas para sumergirse en el vertedero. Se arrastraron dentro, uno tras otro, mientras el horrendo chasquido continuaba y las golondrinas, al avistar aquel festín de insectos, bajaban en picada para luego remontar el vuelo.
Hanna escuchó por fin el automóvil del comandante y luego lo vio cuando se les acercaba por la larga y desnuda avenida que se extendía entre los barracones. Se desplazaba implacablemente hacia el hospital que estaba al final del recinto.
El auto acababa de pasar los barracones de los zugangi cuando se abrió la puerta del hospital y un pequeño muchacho flaco bajó los escalones cojeando, con la rodilla derecha ensangrentada y los ojos azules rodeados de mugre. Se restregaba las manos en la camisa. Cuando alzó la vista y vio que el automóvil se acercaba a toda velocidad, a pesar de los chasquidos desesperados que provenían de todos lados, se quedó inmóvil, mirando fijamente.
—¡Reuvén! —gritó Hanna—. ¡Corre! ¡Corre hacia el basurero! —Pero el niño permaneció inmóvil y ella sintió un frío repentino, como si la hubieran apuñalado con una daga helada en las tripas.
—¡Gotenyu! —susurró Rivka.
Shifre, que había estado mirando el basurero con sus vistosas banderas de ropa, se volteó cuando oyó gritar a Hanna. La tomó de la mano y se la apretó hasta que a ambas se les durmieron los dedos.
El automóvil bajó la velocidad y entonces se detuvo. El comandante Breuer se bajó. Caminó hacia Reuvén, pero el niño era incapaz de mirarlo. Miraba fijamente a Hanna, con la mano tendida en su dirección. Le corrían lagrimones por las mejillas, pero lloraba en silencio.
—Él sabe —susurró Hanna.
—¡Shh! —dijo Rivka.
El comandante bajó la vista para mirar al niño.
—¿Te lastimaste, mi niño? —preguntó, en voz mortalmente baja.
Hanna dio medio paso hacia adelante y Rivka la haló hacia atrás.
—Déjame ver —dijo Breuer. Se sacó del bolsillo un pañuelo blanco y oprimió con cuidado la rodilla ensangrentada de Reuvén—. ¿Dónde está tu madre?
Como Reuvén no contestó, Hanna se adelantó.
—Se lo ruego, señor, su madre murió. —Hanna escuchó el grito ahogado de Rivka y añadió apresuradamente—: Murió hace años, cuando él nació.
El comandante se irguió y la miró fijamente, con los ojos grises y sin expresión.
—¿Eres su hermana?
Ella negó en silencio, pues le daba miedo decir algo más.
—Eso es bueno para ti.
Breuer se agachó y envolvió la rodilla de Reuvén con el pañuelo, amarrándolo suavemente con manos firmes y hábiles. Después lo cargó.
—Un niño de tu edad debería estar con su madre —dijo sonriendo—. Así que me aseguraré de que vayas a reunirte con ella.
Le entregó el niño a su chofer, que esperaba al lado de la puerta del auto. Después, sin decir nada más, Breuer subió las escaleras del hospital y cerró la puerta tan silenciosamente que nadie supo decir cuando se cerró finalmente.
Esa noche, el cielo se tiñó de rojo y negro por el fuego y el humo. A los recién llegados en vagones de ganado no los instalaron en barracones porque el campo estaba lleno. Los mandaron directamente a procesar. Fue un cambio de rutina que asustó hasta a quienes ya llevaban mucho tiempo ahí.
Los rumores recorrieron el campo.
—Llegaron de Holanda —dijeron algunos—. Llegaron de Silesia.
Nadie estaba seguro.
Pero Reuvén no regresó, ni al ponerse el sol ni esa noche.
—Nunca… —masculló Hanna mientras observaba las volutas de humo que se elevaban dibujando números contra el cielo plomizo—. Y fue mi culpa.
—¿Por qué es culpa tuya? —preguntó Rivka.
—Debí haber dicho que era mi hermano.
—Entonces tú tampoco estarías aquí y eso no hubiera ayudado a Reuvén.
—Está muerto —dijo Hanna. Pronunció la palabra en voz alta, como si la entendiera por primera vez—: Muerto.
—No digas esa palabra.
—¡Monstruos! —dijo de repente Hanna—. Gitl tiene razón: todos somos monstruos.
—Nosotros somos las víctimas —dijo Rivka—. Ellos son los monstruos.
—Todos somos monstruos —dijo Hanna—, porque estamos permitiendo que suceda.
Lo dijo no como si lo pensara, sino como repitiendo algo que había oído.
—Dios está permitiendo que suceda —dijo Rivka—. Hay una razón. Simplemente, no podemos ver aún cuál es. Como cuando Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac. Mi padre siempre dijo que el universo es un gran círculo y que nosotros solo vemos una pequeña porción del arco. Sin importar lo que pienses ahora, Dios no es ningún monstruo. Existe una razón.
Hanna arrastró el pie por el suelo.
—Deberíamos pelear —afirmó—. Deberíamos caer luchando.
Rivka sonrió tristemente.
—¿Y con qué vamos a pelear?
—Con armas.
—No tenemos armas.
—Con cuchillos.
—¿Dónde están nuestros cuchillos?
—Con…, con algo.
Rivka le pasó el brazo a Hanna sobre el hombro.
—Vamos, que todavía tenemos trabajo por terminar.
—El trabajo no es pelear.
—Quieres ser una heroína, ser como Josué en Jericó o como Sansón contra los filisteos. —Sonrió otra vez.
—Quiero ser una heroína como… —Hanna lo pensó por un minuto, pero no se le ocurrió ninguno.
—¿Quién?
—No sé.
—Mi madre dijo antes de… morir… que es mucho más difícil vivir de esta manera y morir de esta manera que caer disparando. Mucho más difícil. Jaya, tú eres una heroína y yo también. —Por un momento, Rivka contempló fijamente el cielo y el creciente rizo de humo—. Aquí, todos somos héroes.
Esa noche, Fayge comenzó a hablar, como si las palabras que había reprimido por tanto tiempo se hubieran desbordado. Contó un relato que había oído de su padre, sobre el gran Baal Shem Tov. Tenía lugar en la época en la que él era un niño llamado Israel y su padre le advertía:
—Hijo, debes saber que tu enemigo siempre estará contigo. Estará en la sombra de tus sueños y en tu propia carne porque es la otra parte de ti. Habrá momentos en los que te rodeará con una cerca de oscuridad. Pero recuerda siempre que tu alma está segura, pues está entera, y que tu enemigo no entrará en tu alma porque ella forma parte de Dios.
Fayge subía y bajaba la voz a medida que contaba cómo el joven Israel había liderado a un pequeño grupo de niños en su lucha contra un hombre lobo cuyo corazón pertenecía a Satanás. Y al final, cuando Israel caminó directamente hacia el cuerpo del hombre lobo y sostuvo su atroz corazón oscuro en la mano temblando y estremeciéndose como un pez fuera del agua —Fayge imitaba los movimientos con la mano a medida que narraba—, ese corazón atroz se llenó de un dolor inmenso. Un dolor que había comenzado antes del inicio de los tiempos y que duraría para siempre.
Mientras caía la noche, Fayge terminó de contarles el relato con un susurro:
—Entonces, Israel se apiadó del corazón y lo liberó. Lo puso sobre la tierra, que se abrió tragándose aquel oscuro corazón.
En el barracón, todas suspiraron. Hanna fue la que suspiró más profundamente. “Un hombre lobo”, pensó. “Ahí es donde estamos, en el vientre del hombre lobo. Pero… ¿dónde está su corazón oscuro repleto de dolor?”. Al quedarse dormida, todavía suspiraba.