–Hay un plan —susurró Gitl—, y Shmuel y Yitzjak son parte de él.
Gitl se había subido al estante para dormir y tenía abrazada a Hanna. Le hablaba muy suavemente al oído.
—No debes temer, pero tampoco puedes contárselo a nadie. Yo también participaré.
Hanna se quedó inmóvil. La voz de Gitl le hacía cosquillas en la oreja.
—Te lo estoy contando porque tú eres la única sangre de nuestra sangre, nuestro único enlace con el pasado. Si algo nos sucede, debes recordar. Prométemelo, Jaya, que recordarás.
Hanna movió los labios, pero no emitió sonido alguno.
—Te lo prometo.
—Recordaré —masculló las palabras entre los labios rígidos.
—Está bien.
—¿Qué plan? —pudo preguntar Hanna.
—Si te lo digo, podrías contarlo.
—Nunca.
—No lo harías a propósito, pero podría escapársete.
—Ni siquiera si afile…
—Afile brenen un brutn… Aunque te quemen y te asen. Aquí no debe pronunciarse en voz alta ese proverbio.
Horrorizada por lo que había dicho, Hanna se dio cuenta de que se reía tontamente. Era una reacción involuntaria, histérica, pero no pudo evitarlo.
—De todas formas —concluyó Gitl—, no te lo contaré.
—¿Cuándo? —susurró Hanna.
—Lo sabrás.
La sirena sonó para llamar al pase de lista de la mañana. Gitl se bajó del estante. Hanna la siguió, se puso de pie y la miró fijamente.
—¿Es…, es por Reuvén? —preguntó en voz baja.
—Para Yitzjak, sí. ¿A quién más tiene ese pobre hombre? Adoraba a esos niños —dijo Gitl.
—Pero ¿por qué Shmuel y tú?
—Si no somos nosotros, ¿quién será? Si no es ahora, ¿cuándo? —Gitl sonrió.
—Me parece que he escuchado antes esas palabras —dijo Hanna en voz baja.
—Volverás a escucharlas —prometió Gitl—. Y ahora no debemos hablar más sobre esto.
Pero a pesar de las promesas de Gitl, nada pasaba. Las rutinas diarias seguían siendo las mismas de antes. Lo único distinto era que el cielo siempre estaba enrojecido: cargamentos llenos de zugangi sin nombre pasaban constantemente por los rieles de la muerte. Sin embargo, todos en el campo parecían sentirse extrañamente más tranquilos, como si supieran que, mientras estuvieran procesando a otros, a ellos no les llegaría su turno. Era cuestión de matemática, como la resta: cuando algo se sustrae de la primera línea, se suma al final. La aritmética del diablo.
—¿Cuándo? —le susurró una noche a Gitl.
—Lo sabrás —contestaba siempre Gitl—. Lo sabrás.
Sin embargo, cuando por fin pasó, Hanna se sorprendió de no haberlo sabido: ni siquiera lo había sospechado. No hubo indicios ni augurios, ni tampoco señales secretas. Solo un día normal en el campo. De noche, se acostó en el estante duro y desnudo mientras intentaba recordar sábanas, almohadas y edredones a medida que, a su alrededor, en el oscuro barracón, se escuchaba la respiración de las mujeres dormidas.
Se sorprendió tanto cuando alguien le puso una mano en la espalda y otra sobre la boca que no protestó.
—Jaya, llegó el momento —susurró la voz de Gitl en su oído—. Asiente con la cabeza si me entendiste.
Asintió y abrió los ojos tanto como pudo, aunque estaba demasiado oscuro como para ver nada.
—El plan —dijo y sus palabras entibiaron la palma de la mano de Gitl. Se sentó bruscamente y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el estante de arriba.
Gitl retiró la mano.
—Sígueme —susurró.
—¿Yo participaré en el plan?
—Claro que sí, mi niña. ¿Pensaste que te dejaríamos en este infierno?
Caminaron con sigilo hasta la puerta y Hanna se dio cuenta de que el corazón le latía locamente. En el barracón hacía calor, pero sintió frío.
—Toma —susurró Gitl poniéndole algo en las manos.
Hanna miró hacia abajo. Aunque no podía ver nada en la oscuridad, supo que sujetaba un par de zapatos.
—Nos los pondremos afuera.
Se detuvieron frente a la puerta y Gitl la abrió lentamente. Crujió un poco.
—¡No está cerrada con llave! —dijo Hanna sorprendida.
—Algunos guardias se dejan sobornar —susurró Gitl—. Dame la mano.
Hanna tomó a Gitl de la mano, pero dudó por un momento.
—¿Y Fayge? Shmuel no se marcharía sin Fayge.
Gitl le apretó la mano.
—Fayge dice que prefiere un lobo conocido a uno por conocer.
—¿Hasta si Shmuel se va? Pero ella lo ama.
—Se ha acostumbrado a amar más el próximo tazón de sopa —contestó Gitl—. Ahora quédate callada.
Se escabulleron por la puerta, la cerraron y le echaron llave por fuera con un chasquido demasiado fuerte. Al escuchar el sonido, Hanna tembló y tomó a Gitl de nuevo de la mano: ambas tenían las manos heladas.
—Nos reuniremos detrás del basurero —susurró Gitl—. Ni una palabra más.
Hanna miró hacia arriba. No había luna. En el cielo despejado, las estrellas se desparramaban como granos de arena. Una brisa suave y cálida recorría el campo. Los insectos nocturnos chirriaban. Hanna respiró profundo y notó que el aire olía dulce y se sentía fresco y nuevo. Súbitamente, un perro ladró y una voz severa le ordenó que se callara.
Gitl haló a Hanna hacia atrás, contra la pared del barracón. Hanna se dio cuenta de que el miedo estaba a punto de hacerla gritar. Dejó caer los zapatos al suelo y se tapó la boca con las manos, amordazándose. El sudor le corría debajo de los brazos, entre las piernas y por la espalda. Gimió.
Entonces se oyó un grito seguido de un disparo y luego otro y otro más: un estruendoso y rápido staccato. Un hombre empezó a gritar con una voz aguda y horrenda. Repetía una frase sin parar:
—Ribono shel-olam.
—¡Apúrate! —susurró Gitl en voz ronca—. Se arruinó. Antes de las luces. Ven.
Mientras hablaba, se encendieron focos enormes que barrían el recinto. Lograron evitarlas apenas por unas pulgadas. Las luces recorrieron el perímetro exterior de la cerca de alambre, los campos minados y el bosque que estaba al otro lado, donde a Hanna le pareció ver sombras persiguiendo a otras sombras que corrían hacia la oscura foresta.
Gitl la arrastró de vuelta a la puerta del barracón, abrió el cerrojo con una mano y empujó a Hanna hacia adentro con la otra. Ambas se dejaron caer al piso, agradecidas.
—¿Qué pasa? —exclamó la blokova desde su cuarto privado.
Hanna abrió la boca. ¿Que podían decir? Las descubrirían. Las seleccionarían.
—Fui a buscar mi tazón para orinar —contestó Gitl, en una voz muy calmada—. Y luego empezaron los disparos afuera y me asusté tanto que me caí al piso y dejé caer el tazón. — Mientras hablaba, empujaba a Hanna para apartarla.
Hanna gateó por el piso hasta el otro lado del salón y llegó a su estante para dormir. Se subió agradecida. Temblaba tanto que pensó que despertaría a todo el mundo.
—Ustedes los judíos —dijo la blokova, adormilada y arrastrando las palabras— nunca pueden hacer nada ni en silencio ni eficientemente. Por eso es que los alemanes los eliminarán a todos. Si tienes que orinar, espera hasta la mañana o hazlo en tu cama. O tendrás que vértelas conmigo.
—Sí, blokova —contestó Gitl.
—Y acuéstate —agregó la blokova, innecesariamente.
En vez de irse a su propio estante, Gitl se acurrucó en el de Hanna, abrazándola tan fuertemente que casi no podía respirar. Pero se alegró de no tener que estar acostada sola. Hanna, apoyada contra Gitl, se dio cuenta de que temblaba mientras sollozaba en silencio.
De pronto, se le ocurrió algo terrible. Como Gitl estaba en el estante con ella, no pudo voltearse. Susurró en dirección a la pared:
—Gitl, Gitl, te lo ruego.
Por fin, Gitl la oyó.
—¿Qué pasa?
—Gitl, los zapatos se me cayeron en el piso afuera. Sabrán que yo estuve afuera. ¿Qué haré? ¿Qué voy a hacer?
—¿Harás? —le susurró en el oído la voz ronca—. ¿Harás? No harás nada, mi niña querida. Esos no eran tus zapatos, sino los de la blokova. Los agarré de donde ella los dejó, afuera de su puerta, porque tú te merecías un mejor par de zapatos para un viaje tan difícil. En la mañana, descubrirán sus zapatos.
Empezó a reírse, acallando su risa contra la espalda de Hanna. El sonido era tan parecido al de sus sollozos que Hanna no pudo distinguir lo que oía.