A la mañana siguiente, pasaron lista bajo un sol resplandeciente y un cielo tan azul que hería los ojos. En el bosque al otro lado de la cerca de alambre de púas, los pájaros cantaban sin parar. El comandante Breuer estaba parado frente al grupo, flanqueado por guardias de las SS. Delante de él había seis hombres encadenados.
Hanna solo reconoció a Shmuel y al violinista del grupo de klezmer. Los otros cuatro eran desconocidos. A todos los habían apaleado y dos de ellos no podían ponerse de pie.
—Yitzjak… —susurró.
A su lado, Gitl estaba callada.
—Yitzjak… —intentó de nuevo.
—No digas nada.
El comandante recorrió con la vista el recinto cercado, como si su mente estuviera ocupada con otras cosas. Una vez, incluso miró hacia el cielo. Por fin, se volvió hacia Shmuel, que se mantenía erguido, con la barbilla hacia adelante, en actitud desafiante.
Shmuel escupió. Un guardia lo golpeó en la barriga con la culata de su arma y cayó de rodillas sin emitir sonido alguno.
—Estos hombres —empezó Breuer—, estos pedazos de…, en su idioma de judíos, drek intentaron escapar anoche. ¡Escaparse! ¿Y a dónde? ¿Hacia los campos minados, o al bosque, para morirse de hambre? ¿Al pueblo en el que ningún polaco que esté en sus cabales los acogería? Recuerden que este campo queda en medio de la nada. Ustedes están en medio de la nada. Lo único que les da vida es su trabajo y mi buena voluntad. ¿Entienden? —Miró a su alrededor como si desafiara a alguno de ellos a que lo retara.
Permanecieron callados.
—Veo que no he sido lo suficientemente duro con ustedes. Los he convertido en mis mascotas. Así es como les dicen: las mascotas mugrosas de Breuer. Los otros transportes no vienen aquí a dormir en barracones ni reciben tres comidas diarias todos los días. No los atienden en un hospital moderno ni les dan ropa y zapatos. —Levantó un par de zapatos de mujer y Hanna intentó no mirarlos, aunque le atraían—. No, los procesan enseguida como se ordenó desde Berlín. Forman parte de la solución final del problema judío. Pero a ustedes, mis pequeñas mascotas, los he dejado vivir para que trabajen. Y miren como recompensan a su amo.
Caminó hacia el violinista, a quien un guardia había obligado a arrodillarse. Breuer le empujó la cabeza hacia atrás y le habló. Su voz se oyó por todo el recinto.
—Dejé que tocaras música porque se dice que la música alimenta a los dioses. Pues ahora alimentarás a tu dios. —Les hizo señas a sus hombres—. Muévanlos hacia la pared.
Se escucharon protestas de la muchedumbre, un sordo murmullo de gemidos. Hanna se dio cuenta de repente de que ella también murmuraba, aunque no sabía lo que significaba ir a la pared. Pero debía ser algo terrible, eso sí sabía.
—¡Silencio! —dijo Breuer casi sin alzar la voz—. Si se quedan callados, los dejaré mirar.
Todos estaban callados. No porque quisieran mirar, pensó Hanna, sino porque querían ser testigos. Y porque no tenían otra opción.
Los guardias arrastraron a los hombres hasta una pared sólida que estaba junto al portón. La pared estaba marcada con hoyos y manchas oscuras. A su derecha y arriba, el cartel en el que se leía ARBEIT MACHT FREI crujía con el viento. Los pájaros cantaban alegremente desde el bosque y las copas de los árboles se mecían al compás de su propio ritmo.
Los seis hombres estaban en fila con la espalda contra la pared, cuatro de pie y dos sentados. Shmuel era el único que sonreía.
Despacio, los soldados alzaron sus armas y Hanna se mordió el labio para no gritar.
—Shemá Israel, Adonai Eloheinu… —empezó el violinista con voz clara.
Los otros hombres que estaban contra la pared se le unieron, pero Shmuel se quedó callado mientras buscaba entre la muchedumbre con la misma sonrisa peculiar en la cara. Por fin, movió los labios y Hanna pudo entender lo que dijo.
—Fayge.
—¡Shmuel! —se oyó un gemido fuerte.
Fayge se abrió paso entre la muchedumbre y se lanzó al suelo a sus pies. Alzó los ojos para mirarlo y sonrió.
—El cielo es nuestro dosel. El dosel de Dios. El cielo.
Él se inclinó y le besó la cabeza mientras las armas rugían: una descarga tan fuerte que ahogó el canto de los pájaros, el viento y los gritos.
Cuando por fin todo quedó en silencio, el comandante lanzó los zapatos sobre el cadáver de Fayge.
—Que suban por la chimenea —dijo—. Llamen a los kommandos. ¡Schnell!
Los soldados marcharon hacia un costado del recinto, excepto uno de ellos, que abrió la puerta de la cueva de Lilith. De allí salieron diez hombres vestidos con overoles verdes. Aunque Hanna había oído hablar de ellos, les temía y sentía pena por ellos, nunca los había visto. Uno de ellos, que era apenas poco más que un niño, se llevó los dedos a los labios y emitió un chiflido agudo. Al escucharlo, los kommandos alzaron la cabeza y, parodiando burlonamente a los soldados, marcharon hasta la pared. Comenzaron a arrastrar los cadáveres hacia la puerta de la cueva.
El muchacho que había silbado se agachó y cargó a Fayge entre sus brazos. Su cara imberbe era adusta y severa, pero no se advertía en ella ni pizca de horror o pena. Sin embargo, cargaba a Fayge como alguien llevaría en brazos a un ser querido, con cariño y orgullo deliberados.
Rivka susurró sin dirigirse a nadie en particular.
—Ese, el que carga a Fayge, es mi hermano Wolfe.
La blokova se acercó con una cuchara de madera en la mano, que usó para dar golpes a diestra y siniestra.
—Schnell. Schnell. Basura. Hay trabajo que hacer, mucho trabajo. —En su voz había una nota histérica. No dejaba de mover la mano con la que agarraba la cuchara, pero mantenía la otra inmóvil, rígida, a su costado. Estaba envuelta en una venda y el material blanco estaba manchado de sangre fresca.
—Gitl… —dijo Hanna mientras caminaban hacia la cocina—. ¿Viste?
—Sí, vi —dijo Gitl con voz entrecortada—. Lo vi todo.
—Quiero decir, ¿viste que Yitzjak no estaba ahí?
Gitl se volteó, agarró los brazos de Hanna y se quedó mirándola.
—¿Yitzjak?
—No estaba ahí, ni tampoco en la fila.
—No digas nada —dijo Gitl y se dio vuelta, pero su voz sonaba un poco esperanzada—. Quédate callada.
Hanna no dijo nada más, pero, en su imaginación, pudo ver una sombra que corría hacia el bosque oscuro. Sonrió al acordarse.
Por la tarde, cuando las ollas estaban listas para cocinar, Hanna caminó hasta la bomba de agua con Rivka y Shifre. Ester ya estaba ahí. Llenaba un balde en cámara lenta para las mujeres del taller de costura. Había perdido tanto peso que el vestido le colgaba en pliegues sueltos sobre el cuerpo frágil. Tenía los ojos muertos.
Desde el cielo, las golondrinas bajaban en picada para atrapar insectos que subían de la tierra. Luego remontaban el vuelo más allá de los barracones. Hanna las miró por un momento, casi sin respirar. Era como si la naturaleza ignorara lo que pasaba en el campo. Había atardeceres brillantes y brisas suaves. En los alrededores de la casa del comandante, el viento mecía flores de colores vivos. Una vez había visto a un zorro cruzar la pradera y desaparecer en el bosque. Pensó que, si todo esto fuera parte de un libro, el cielo estaría llorando y las golondrinas guardarían luto cerca de la chimenea.
Torció la boca con amarga ironía y se volteó hacia las tres niñas en la bomba de agua. De pronto, con gran claridad, vio una escena que se superponía sobre esta: dos niñas riéndose junto a una fuente. Llevaban puestos pantalones azul brillante y suéteres de algodón, y jugaban a salpicarse agua mutuamente. Sonó una campana para llamarlas a clase. Hanna parpadeó, pero la imagen permaneció.
Respiró profundo y se obligó a enfocarse en el campo: era como ajustar el lente de una cámara. En una posición, podía ver la fuente y, en la otra, la bomba de agua. El corazón le golpeteaba bajo el delgado vestido gris. Tenía miedo de moverse. De repente, tomó una decisión.
—Oigan —les dijo a las niñas junto a la bomba de agua—. Tengo algo que contarles.
—¿Un cuento? —dijo Shifre, mirándola con sus ojos brillantes y sus pestañas claras—. No nos has contado un cuento desde el primer día. En la… —Dudó por un minuto, con miedo de nombrar el recuerdo, pues temía que un guardia pudiera escuchar y, de alguna manera, robárselo.
—En la boda —dijo Hanna—. Es curioso cómo decirlo nos lo recuerda. En la boda, en la escuela, en la casa.
—Cuéntanos —rogó Rivka—. Me gustaría que lo hicieras. —Por primera vez, sonó como la niña de diez años que era.
Hanna asintió con la cabeza.
—Este no es un cuento de hadas —dijo—. Es sobre el presente y el futuro.
—Yo no quiero un cuento sobre el presente —dijo lentamente Ester—. Hay demasiado presente.
—Y no suficiente futuro —agregó Shifre.
Hanna se acercó a ellas.
—El presente: seis millones de judíos morirán en campos como este. ¡Morirán! Ahí está, lo dije. ¿Lo vuelve más real o menos? ¿Y cómo sé que morirán seis millones? No tengo ni idea, pero lo sé.
—¿Seis millones? —preguntó Shifre—. Eso es imposible, no hay seis millones de judíos en todo el mundo.
—Seis millones —dijo Hanna—, pero no son todos los judíos. Al final, en el futuro, todavía habrá judíos. Y existirá Israel, un país judío, donde habrá un presidente y un Senado judíos. Y en Estados Unidos, judíos que serán estrellas de cine.
—No te creo —contestó Ester—. No seis millones.
—Debes creerme —dijo Hanna—, porque recuerdo.
—¿Cómo puedes recordar algo que todavía no ha sucedido? —preguntó Rivka—. La memoria no funciona así, hacia adelante, solo funciona hacia atrás. Lo tuyo no son recuerdos, sino un sueño.
—Sin embargo, no es un sueño —afirmó Hanna—. Es como si tuviera tres tipos de recuerdos, uno encima del otro. Me acuerdo de haber vivido con Gitl y Shmuel.
—Que en paz descanse —dijo Rivka.
—Que todos descansen en paz —agregó Hanna.
—Y Lublin —dijo Shifre—. Te acuerdas de Lublin.
—Sí, existe Lublin, pero esos recuerdos son como un relato que me contaron. No me acuerdo de Lublin, pero recuerdo haber estado ahí. Y luego, está mi memoria del futuro. Es muy fuerte y muy real ahora; como si, mientras más intentara recordar, más lo consiguiera. Recuerdos sobre recuerdos sobre recuerdos, como un pastel de capas.
—Me acuerdo de los pasteles —dijo Shifre.
—Imposible —contestó Ester.
—Incluso una locura —apuntó Rivka.
—Sin embargo —dijo Hanna—, recuerdo. Y ustedes también deben recordar para que, entre nosotras, quien sobreviva en este lugar lleve el mensaje hacia ese futuro.
—¿Qué mensaje? —preguntó Rivka en voz baja y entrecortada.
—Que sobreviviremos. Nosotros, los judíos. Que lo que pasa aquí, nunca más debe volver a ocurrir —dijo Hanna—. Que…
—Que cuatro niñas están hablando en vez de trabajar —interrumpió una voz severa.
Alzaron la vista. Un nuevo guardia, con la nariz quemada por el sol, las miraba. Tenía una expresión extraña y complacida en la cara.
—Me dijeron que quienes no trabajan deben ir allá. — Señaló hacia la puerta de la cueva.
—¡No! —exclamó Rivka—. Estábamos trabajando, lo estábamos. —Levantó el balde vacío.
El guardia descartó sus súplicas con un gesto de la mano. Las cuatro contuvieron el aliento y esperaron.
—Me dijeron que hacen falta tres judíos más para que el cargamento esté completo. El comandante Breuer cree en la eficiencia y nuestras unidades no funcionan bien con cargamentos incompletos. Así que me enviaron a encontrar a tres de las mascotas del comandante que no estuvieran trabajando. Él, personalmente, me dijo que completara el cargamento.
—Estábamos trabajando —rogó Shifre. Las palabras brotaron rápido de su boca—. Y estamos saludables. Somos trabajadoras sanas y trabajamos duro. Ustedes nunca se llevan a trabajadores sanos que trabajan duro. Es una de las reglas. Nunca.
El guardia volvió a sonreír.
—Ya que el comandante Breuer hace las reglas, me imagino que puede cambiarlas. Pero ¿por qué te preocupas tanto, liebchen? Solo necesito tres. Tal vez no te lleve a ti. —Miró lentamente a las niñas mientras seguía sonriendo—. Te llevaré a ti, pues eres la menos sana. —Señaló a Ester, que casi se cae de bruces frente a él, como si alguien de repente la hubiera pateado por detrás de las rodillas.
Shifre respiró duro y profundo y cerró los ojos.
—Y a ti —dijo, tocando juguetonamente la nariz de Shifre con un dedo, casi como si coqueteara con ella—, porque, después de todo, protestas demasiado. Y…, y…
Hanna exhaló lo más despacio que se atrevió. No hizo nada para llamar la atención. Permanecer vivo un día más, una hora más, un minuto más, eso era lo único en lo que todos pensaban. Era lo único que podían anhelar. Rivka tenía razón. No eran recuerdos, sino un sueño.
—Y tú, con el pañuelo en la cabeza como una anciana. También te llevaré a ti. —Señaló a Rivka, le guiñó un ojo a Hanna, se volteó y marchó a paso rápido hacia la puerta, confiado en que las niñas seleccionadas lo seguirían.
Rivka le dio un rápido abrazo a Hanna.
—Y ahora, ¿quién recordará por ti? —susurró.
Hanna no dijo nada. De repente, los recuerdos de Lublin, del shtetl y del campo mismo parecieron sueños. Ella vivía, había vivido, viviría en el futuro: ella o alguien con quien compartía recuerdos. Pero Rivka solo tenía el presente.
Sin pensar detenidamente por qué, Hanna le arrancó a Rivka la pañoleta de la cabeza.
—¡Corre! —susurró—. Corre al basurero, a los barracones, a la cocina. El guardia es nuevo y no sabrá quién es quién. Para él, todos los judíos son iguales. Corre y sálvate, Rivka. Corre por tu futuro. Corre, corre, corre. Y recuerda.
Mientras hablaba, empujó a Rivka para que se alejara, desamarró el nudo de la pañoleta con dedos temblorosos y se la amarró en la cabeza. Después, a medida que los pasos de Rivka se alejaban a sus espaldas, caminó resueltamente y con la cabeza en alto detrás de Shifre y Ester. Cuando las alcanzó, les pasó los brazos por la cintura como si fueran tres niñas en la escuela que caminaban por el patio.
—Les contaré un relato —dijo calmadamente, ignorando el hecho de que ambas lloraban, Shifre en voz alta y Ester con pequeños jadeos—, un relato que sé que a ambas les encantará.
La fuerza de su voz las calmó y empezaron a escuchar mientras caminaban.
—Es sobre una niña. Una niña común y corriente cuyo nombre es Hanna Stern. Vive en Nueva Rochelle, no en Vieja Rochelle. Lo que pasa es que no existe una Vieja Rochelle, solo Nueva Rochelle. Es en un Estados Unidos donde las imágenes se transmiten por cable, imágenes en movimiento que llegan a tu sala y… —Se detuvo cuando la puerta oscura de la entrada de la cueva de Lilith se abrió frente a ellas—. Y donde un día, apuesto a que una niña judía será presidenta si quiere. ¿Están listas ahora? Listas o no, aquí vamos…
Luego las tres respiraron profunda e irregularmente, entraron por la puerta y se dirigieron hacia la noche interminable.