Cuando la oscuridad finalmente se disipó, Hanna se dio cuenta de que estaba en un corredor vacío, frente a una puerta verde en la que se leía “4N”.
“Cuatro para los cuatro integrantes de mi familia”, pensó Hanna. “Y N para Nueva Rochelle”. No veía ni a Shifre ni a Ester. Se habían ido sin despedirse. Estuvo a punto de decir sus nombres, pero lo pensó mejor y se volteó para mirar qué tenía detrás.
Había una mesa grande cubierta con un mantel blanco. La mesa estaba repleta de comida: matzás, rosbif, huevos duros, copas de vino tinto. Siete adultos y un niñito rubio, boquiabiertos y a la espera, estaban sentados alrededor de la mesa.
—¿Qué pasó, Hanna? —dijo el anciano sentado a la cabecera de la mesa—. ¿Viene en camino?
Hanna se dio vuelta y miró hacia el fondo del corredor largo y oscuro. Todavía estaba vacío.
—No hay nadie —susurró—. Nadie.
—Entonces regresa a la mesa y cierra la puerta —dijo el otro anciano—. Hay una corriente de aire. No te olvides de que a tu tía Rosa le dan escalofríos.
—Sam, no apures así a la niña, que está haciendo su parte. —La señora que habló tenía una cara sencilla, iluminada por una sonrisa muy especial—. Ven acá, cariño, siéntate al lado de la tía Eva. —Dio una palmadita en la silla vacía que tenía al lado y luego estiró la mano para agarrar su copa de vino—. Te ves tan pálida, Hannaleh. Como la muerte. ¿Cómo arreglaremos eso? —Alzó su copa y miró a Hanna—. Lejaim. Por la vida. —Bebió un sorbo.
Hanna se deslizó sobre la silla, aunque sabía que era la que la familia reservaba para el profeta Eliahu, quien se paseaba por los siglos como un pez por el agua. Vio que todos los adultos levantaban sus copas.
—Lejaim.
La tía Eva se volteó hacia ella sonriendo. Tenía la manga del suéter subida hasta arriba de la muñeca. Cuando volvió a levantar la copa, Hanna notó el número que tenía en el brazo: J18202.
—Hannaleh, te quedaste mirándome —susurró la tía Eva mientras, alrededor de la mesa, empezaba la conversación.
El tío Sam peleaba por el precio de los autos nuevos, el abuelo Will se quejaba del último escándalo del gobierno y su madre le preguntaba a la tía Rosa sobre un libro.
—¿Mirándote? —repitió sin entender.
—Sí, mirándome el brazo, el número. ¿Todavía te asusta? Nunca me has dejado explicártelo y tu madre odia que hable de eso. Sin embargo, si quieres…
Hanna tocó delicadamente el número en el brazo de su tía y susurró:
—No, no, deja que yo te lo explique. —Por un instante, permaneció callada. Luego dijo—: La J es porque eres judía. El 1 es porque estabas sola, de los 8 integrantes de tu familia, aunque 2 todavía estaban vivos. Tu hermano era un kommando, uno de los judíos a quienes obligaban a ocuparse de los hornos, a mover a los muertos, así que creía que era un 0. —Alzó la vista para mirar a Eva, quien no le despegaba la mirada—. ¡Ah, tu hermano! El abuelo Will. Él debió ser el que cargaba a Fayge. Por eso es que…
La tía Eva cerró los ojos por un instante, como si pensara o recordara. Entonces, contestó en un susurro:
—Se llamaba Wolfe. ¡Wolfe! Y la ironía de que ese nombre signifique “lobo” en otros idiomas es que él era dulce como un cordero. Cuando llegamos a Estados Unidos, se cambió el nombre. Todos lo hicimos, para olvidar. Recordar dolía demasiado, pero olvidar era imposible. —Sus ojos café se volvieron a abrir—. Sigue, mi niña.
Hanna quitó la mano del brazo de su tía y la dejó caer en la seguridad de su regazo. No podía seguir mirando ese rostro tan familiar, desconocido, sencillo, bello.
—Dijiste… —susurró—, dijiste que, cuando se terminara todo, ustedes volverían a ser dos para siempre: J18202.
Se sentaron en silencio por un largo rato, mientras a su alrededor las conversaciones y la risa bajaban y subían como golondrinas.
Por fin, Hanna alzó la vista. Su tía la miraba fijamente, como si la viera por primera vez.
—Tía Eva… —empezó Hanna y Eva le tocó los labios con la mano firmemente, como para que su boca no dijese lo que había que decir.
—En mi pueblo, en el campo…, en el pasado —dijo Eva—, me llamaba Rivka.
Hanna asintió con la cabeza y apartó los dedos de su tía de sus labios. Dijo, en un tono de voz mucho más alto de lo que quería, tan claro y audible que todos en la mesa se callaron al oírla:
—Recuerdo. Sí, lo recuerdo.