Aunque el séder de los Stern no es de los estrictamente tradicionales, es un reflejo de los que hacía mi familia. Mi tío Louis era el que siempre decía “¿Cómo lo sé? ¡Porque estuve ahí!” mientras escondía el afikomán debajo de su silla, a la vista de todos, para que el más pequeño lo encontrara y lo escondiera de nuevo. La palabra séder literalmente significa “orden”, pero la vida religiosa de mi familia no era ordenada. Como la de muchos judíos estadounidenses, incluía decisiones bruscas y apresuradas, y mucho amor. Éramos judíos porque así nacimos, no porque siguiésemos reglas estrictas. Cuando tuve que aprender de memoria textos en hebreo e historia para mi confirmación, no paré de quejarme de lo cansada que estaba de recordar. Sin embargo, un séder tiene un orden específico que cualquier lector curioso puede apreciar si presta algo de atención a su guía, la Hagadá.
Todos los hechos que muestran cómo la maldad se convirtió en una terrible rutina en los campos son verdaderos: los viajes de pesadilla en vagones de ganado, las cabezas afeitadas, los números tatuados, la separación de las familias, la desnutrición, los musselmen y los kommandos, la falta de ropa adecuada, la selección de las víctimas para ser incineradas. Hasta el basurero proviene de las experiencias en el campo de uno de mis amigos.
Solo los personajes son inventados —Jaya, Gitl, Shmuel, Rivka y los demás—, aunque fueron creados a partir de retazos de los verdaderos relatos compartidos por un pequeño puñado de sobrevivientes.
El campo de concentración sin nombre sobre el que escribí no existió. Es una amalgama de los campos que existieron. Auschwitz, con su irónico cartel ARBEIT MACHT FREI, fue el peor: un lugar en el que, en dos años y medio, dos millones de judíos y dos millones de prisioneros de guerra soviéticos, prisioneros políticos polacos, gitanos y europeos no judíos fueron asfixiados con gas. En Treblinka, ochocientos cuarenta mil judíos fueron asesinados. En Chelmno, un total de trescientos sesenta mil judíos. En Sobibor, doscientos cincuenta mil. Las cifras de estos campos (y de tantos otros que no están en esta lista) conforman la aritmética del diablo: Belzec, Majdanek, Dachau, Birkenau, Bergen-Belsen, Buchenwald, Mauthausen, Ravensbruck. El número de víctimas es interminable y anónimo. Familias enteras, pueblos enteros, campiñas enteras desaparecieron.
Durante el Holocausto, semejante aritmética era imposible de imaginar. Captar la magnitud de la matanza era, por decir lo mínimo, difícil. Ahora, toda una vida después, podemos hacernos eco de las palabras de Winston Churchill, quien escribió: “No cabe duda de que, probablemente, es el crimen más grande y horrendo cometido en toda la historia de la humanidad”. Aun así, todavía es imposible, inimaginable, difícil de captar. Incluso con los hechos frente a nosotros, los números, las fotografías imborrables, las autobiografías, los brazos en los que todavía hay números visiblemente marcados, hay quienes niegan que esto haya sucedido.
Después de todo, ¿cómo podríamos creer que seres humanos como nosotros —madres, padres, hermanas, hermanos— sometieron a otros seres humanos a tanta miseria programada, a tanta rutina de torturas? ¿Cómo creer que fueron capaces de semejante mal y de ejecutarlo como quien maneja una fábrica? “Tantas unidades entregadas…, operando a máxima capacidad”. Estos no fueron campos, aunque así los llamaron. Eran fábricas diseñadas para el asesinato eficiente de seres humanos.
No hay manera de que una obra de ficción pueda llegar a mostrar cuán verdaderamente inhumana, ajena e incluso satánica era la eficiente maquinaria de la muerte en los campos. Ni lo que allí contaba como heroísmo. No se trataba de resistir. Resistir era peor que inútil, pues significaba causar la muerte de todavía más inocentes. “No actuar…”, escribió Emmanuel Ringelblum, un historiador judío del Holocausto, “no alzar la mano contra los alemanes se había convertido en el callado heroísmo pasivo del judío común”. Ese heroísmo: rehusarse a ser deshumanizado, sencillamente sobrevivir a los torturadores, practicar el callado cariño diario para con los vecinos igualmente torturados. Ser testigo. Recordar. Estas fueron las únicas victorias en los campos.
Una obra de ficción no puede encargarse de recitar las cifras, pero puede ser ese testigo, ese recuerdo. Un narrador puede intentar contar el relato humano, puede crear una galaxia a partir del caos, puede señalar el hecho de que algunos sobrevivieron, aunque la mayoría murieron. Y puede recordarnos que las golondrinas todavía cantan alrededor de las chimeneas industriales.