XI

 

 

Pero no se pusieron en contacto con Wes el miércoles ni el jueves. Delaney siguió con su trabajo durante esos dos días, digitalizando y reduciendo a pasta centenares de reliquias de familia, cuadros al óleo, proyectos de ciencias de secundaria, unas doce mil fotos, para después enviar sus versiones digitales a clientes de todo el mundo con pies de foto rudimentarios y a menudo incorrectos realizados por un sistema insensible. El trabajo era repetitivo, pero introducía las variaciones justas para inducir una especie de estado hipnótico que a Delaney le resultaba relajante.

Y Winnie rara vez dejaba de hablar. En la pantalla de su escritorio aparecía una cuadrícula con las imágenes captadas por distintas cámaras, al menos treinta y dos por lo que Delaney podía contar a ojo. Cada hijo llevaba una cámara, y las transmisiones de estas ocupaban una ventana cada una; otras diez más o menos correspondían a sus aulas; las cámaras de su marido y el lugar de trabajo de este sumaban seis más; y al menos una docena de cámaras controlaban su casa, la casa de sus padres, y lo que parecía un pariente anciano en una residencia de la tercera edad. No había un solo momento del día en el que Winnie no supiera dónde estaba cada uno de sus hijos, dónde estaban y qué hacían su marido y sus padres. Si alguien hacía algo fuera de lo común, la IA la avisaba, y ella podía reproducirlo para ver si merecía su atención o rectificación.

—Les habrás puesto cámaras a tus padres, espero… —preguntó Winnie—. Deben de ser ya mayores…

Delaney se sorprendió tanto de que le hiciera una pregunta que tardó un momento en contestar.

—Así es —respondió. Le pareció lo bastante ambiguo y banal para disuadir de cualquier posterior insistencia.

—Verás, quería decirte que puedes mantener contacto con ellos desde aquí. ¿Hoy has hecho ya algo de interacción?

—Todavía no —contestó Delaney.

—Contactemos diez minutos —propuso Winnie, y se abalanzó sobre su teléfono.

Delaney cogió el suyo.

—¿Podemos hacer todo lo que queramos? —preguntó.

—Actividades de la empresa, actividades personales, lo que sea —dijo Winnie—. Es importante mantener vivas tus relaciones personales. Aquí insisten mucho en eso.

Winnie le dio la espalda y se abstrajo en lo suyo, con el rostro anormalmente cerca del teléfono, desplazando los pulgares a toda velocidad. Delaney revisó sus feeds y cuentas. Su madre le había enviado una foto del coche nuevo de un vecino; le devolvió una sonrisa. Rose, su cartera, le había enviado una foto de la nueva novia de su hijo con un bebé en brazos; Delaney envió un arcoíris. Aparecieron anuncios de tampones, y de armas y de chicle y de un tipo de doble cristal que preservaba el calor. Una amiga de la universidad le había enviado un minivídeo de un volcán que estaba en erupción en Chile. Sin saber si lo adecuado era una sonrisa o una expresión ceñuda, Delaney encontró un emoji de un unicornio con cara de preocupación y lo envió. En su feed de El Todo aparecían 311 notificaciones solo de ese día. Las envió a la aplicación de autorrespuesta de Wes y pasó a su feed de noticias. Apareció un minivídeo de una pareja a la que robaban y mataban a tiros en su automóvil en Ucrania, y esas imágenes quedaron ya grabadas en la mente de Delaney. A eso seguía una pregunta: «¿Le gustaría ver más como este?».

—Ah, mira —dijo Winnie, y señaló uno de los recuadros de su pantalla. Un hombre apuesto hablaba delante de una falange de banderas estadounidenses—. ¿Lo has visto alguna vez? ¿A Tom Goleta?

Delaney venía siguiéndolo atentamente desde hacía meses. Goleta era un candidato presidencial que representaba —en la medida en que eso era posible para cualquier entidad política— una amenaza existencial para El Todo. Corría el rumor de que visitaría el campus unas semanas más tarde.

—Se mete mucho con esta empresa —comentó Winnie mientras enviaba al fuego un contenedor lleno de tazas y platos de porcelana—. No me explico por qué Mae lo ha invitado a venir. ¿No es una temeridad?

Ya no resultaba exótico tener un candidato a la presidencia homosexual. De hecho, desde la irrupción del alcalde de una ciudad de Indiana —nunca presidente pero ahora senador—, ese elemento no faltaba en ningunas elecciones a la presidencia. Aunque, ciertamente, todos los candidatos homosexuales estaban cortados por el mismo patrón: eran afables, estaban casados, procedían del Medio Oeste. Tom Goleta cumplía todas esas condiciones y añadía un cuarto atributo: era metodista. Su trayectoria parecía esculpida con total precisión para crear el enemigo supremo de El Todo. Había sido un abogado litigante arrollador, luego consultor, luego subdirector de la Comisión Federal de Comunicaciones, luego miembro de la unidad antimonopolio que había sacado a la luz la connivencia entre los seis conglomerados del petróleo que aún quedaban. Se presentó al Senado sin experiencia electoral previa y ganó por ocho puntos contra un adversario republicano que, justo era reconocerlo, tenía ya una edad avanzada y era propenso al error, además de incapaz de pronunciar la palabra «quinoa».

Goleta era uno de los pocos políticos que no había sucumbido a la tendencia a ser «visto». Durante diez años esa había sido la norma, tanto si los electores querían como si no. Retransmitir uno su día, sus reuniones y audiencias y actos de campaña, denotaba transparencia: «No tengo nada que esconder, así que miradme». Solo unos cuantos líderes seguían en la oscuridad, y en su mayoría eran activistas en lucha contra la tecnología. Goleta insistía en que su interés en El Todo no era el de un activista, y que sus frecuentes alusiones a los monopolios y la casi segura aplicabilidad de la legislación antimonopolio en ese caso no era activismo. Pero cuando decidió presentar su candidatura a la presidencia, El Todo se convirtió en un elemento central de su programa; sus ataques, aunque retóricamente discretos, tenían cierto regusto populista y eran muy bien acogidos sobre todo en los millares de pueblos donde había centros de datos de media hectárea que daban trabajo a pocos lugareños, o a ninguno, en el momento de su construcción, en sus plantillas o en sus tareas de mantenimiento, y que de algún modo encontraban la forma de eludir el pago de impuestos.

Delaney alargó el cuello para mirar la pantalla de Winnie. A Goleta lo saludaban sus padres desde dos de los lugares más tranquilos del hemisferio —el padre desde Belice, la madre desde Davenport, Iowa— y su actitud era de una naturalidad extraordinaria. Nunca se lo veía nervioso, nunca falto del afecto de los demás. Tenía una mandíbula firme, una mirada sensible, omnisciente. Siempre se fijaba en alguien entre la multitud que lo rodeaba, alguien que pudiera necesitar un momento de conexión con él, unos segundos que no olvidaría. En el vídeo que Winnie quería enseñarle, aparecía de pie ante un centenar de jóvenes votantes frente a la ultimísima réplica del Antioch College.

«Mi familia ha vivido en Estados Unidos desde 1847 —empezó—. Mi tatarabuelo, un hombre blanco, era cajista en la imprenta de un periódico abolicionista de Alton, Illinois. Como se negó a abandonar su puesto, se negó a abandonar su prensa, lo mató una turbamulta proesclavista. Tengo su diario, y cuenta alguna que otra cosa interesante sobre los principios conforme a los que vivía como cajista. Se oponía activamente a componer textos con opiniones a favor de la esclavitud, de más está decirlo, pero también se oponía a componer textos que contuvieran mentiras. Eso consta en su diario. “Componer textos con mentiras es un delito. Equivale a oír un rumor en un callejón y convertirlo en una denuncia nacional”».

Winnie detuvo el vídeo y, boquiabierta, se volvió hacia Delaney.

—Y su marido está aún más bueno que él.

Delaney no supo si Winnie había pasado por alto el mensaje central del vídeo o si sencillamente había dado prioridad a intereses más lascivos. Winnie tardó un minuto en encontrar algunas fotos selectas de Rob, el marido de Goleta, un urbanista municipal, cuya masculinidad nórdica confería a Goleta un aspecto anémico en comparación, pese a que él mismo parecía capaz de levantar un coche. Winnie volvió a poner el vídeo en marcha.

«He ahí a El Todo —prosiguió Goleta—, que no tiene el menor reparo en propalar cualquier mentira por dinero. Han hecho correr innumerables mentiras sobre mí y Rob, sobre nuestras familias, sobre el servicio militar de Rob, sobre mi religión. Opino que eso está mal, y opino que mi tatarabuelo también lo vería mal. La idea de que El Todo es como una compañía telefónica, y solo transmite mensajes a través de cables sin la menor obligación para con la verdad, es tan inmoral que no merece réplica. Son responsables de lo que publican por dos razones: primero, los mensajes que envían son vistos por un gran número de personas, a veces miles de millones, y segundo, divulgan la letra impresa de un modo que es permanente. Punto. Eso es indiscutible y radicalmente distinto de la transmisión de mensajes orales privados de una persona a otra, que es lo que hacía antiguamente la compañía telefónica. Es la diferencia entre una nota que se pasan dos niños en un aula y la clase de publicidad aérea que puede ver al instante cualquier persona en todo el mundo, y eso es duradero. Y si uno divulga falsedades, es responsable de todos los daños que esas mentiras causen. Esa es una aplicación tan elemental de las leyes contra el libelo que ha desconcertado a los legisladores y los organismos de reglamentación desde hace décadas. Pero ha llegado el momento de actuar. Me trae sin cuidado si se trata de una red social o de alguna forma de wiki. Si uno proporciona la plataforma para propagar esas mentiras, la responsabilidad es suya. Yo le exigiré que asuma su responsabilidad».

Winnie detuvo el vídeo de nuevo y se volvió hacia Delaney, con una expresión anhelante en los ojos.

—¿Cómo contrarrestamos eso? —preguntó.

Delaney no tenía respuesta. En el transcurso de los años, congresistas y gobernadores y candidatos a la presidencia mucho antes que Goleta habían asumido la misión y fracasado en el empeño —se habían autoinmolado en imponentes bolas de fuego— de arremeter contra El Todo. Invariablemente, el candidato en cuestión se veía de pronto en el lado indebido de un escándalo. Invariablemente, aparecían montañas de pruebas que en su oportuno momento llegaban a las redes sociales y los fiscales. Surgían mensajes digitales que contenían opiniones, declaraciones, fotos y búsquedas imperdonables. Invariablemente, una turbamulta digital daba crédito a esos mensajes y amplificaba sus defectos y transgresiones. Con otras cien batallas que librar, con dragones más accesibles que matar, hacía años que ningún político se prestaba a combatir contra El Todo.

En el preciso instante en que Delaney, observando a Goleta, pensaba que este podía llevar a cabo el cometido que ella se había propuesto —pero de manera mucho más eficaz, pública y permanente—, Winnie apagó la pantalla.

—¡Viernes de los Sueños! —anunció—. ¡En tu caso, el primero!