XIII

 

 

—Yo eso lo usaría —dijo Wes—. Lo usaría ya mismo. Detesto los aviones.

Era sábado, y estaban sentados en dos precarias sillas plegables en el pequeño jardín situado entre la casa de las madres y el Cobertizo. Era uno de los contados espacios al aire libre en el barrio que no se hallaba a la vista de las cámaras de vigilancia de ningún vecino. El olor procedente del Doelger Fish Co era más intenso los sábados por la mañana. Después de una hora en el jardín, Delaney tenía la sensación de haberse dado un atracón de pescado y marisco en un bufet libre.

—En los aviones siempre pillo algo —prosiguió Wes—. En los autobuses que llevan a los aviones. Incluso antes de los virus, me ponía enfermo cada vez. O sea, que me paso enfermo todo el tiempo que estoy de vacaciones, y después también a la vuelta.

Durante un rato Delaney se lo discutió, pero cayó en la cuenta, con cierta alarma de bajo nivel, de que Wes era tanto su cómplice como el cliente perfecto de El Todo. Siempre buscaba maneras de quedarse en casa y eludir el contacto con humanos en un espacio real. Y aunque mantenía una indignación de baja intensidad por cuestiones de privacidad, valoraba la conveniencia por encima de todas las cosas, y no tenía el menor reparo en utilizar docenas de herramientas de El Todo sin protección de seguridad, en especial si la herramienta en cuestión era nueva. Lo había probado todo, y si bien, por un lado, se encandilaba con facilidad, por otro lado no tardaba en aburrirse.

Huracán se acercó cojeando desde el Cobertizo y se colocó hecho un ovillo peludo a los pies de Wes. Tenía la pata en carne viva e hinchada.

—Se arranca el vendaje con los dientes —señaló Wes. Lo había llevado tres veces a Kathy, la veterinaria, y las tres veces ella le había vendado la herida, para que luego Huracán se royera la venda hasta desprendérsela—. Dijo que podíamos darle un medicamento para perros. Un antidepresivo.

Delaney alargó el brazo para acariciarle el hocico. Lo tenía frío y húmedo.

—No puede correr —dijo Wes—. Así que ha de quedarse aquí inmóvil, y se mordisquea el vendaje. ¿Le has visto las patas traseras? También se las mordisquea.

A través de la ventana de la cocina de las madres, Delaney veía a Gwen. La saludó con la mano. Ursula apareció junto a Gwen, y las dos se quedaron mirando a Delaney y Wes durante un rato incómodamente largo.

—Por cierto, hoy te ha llegado una carta —anunció Wes—. Una carta en papel.

Fue al trote al Cobertizo para cogerla. Delaney la abrió y se encontró ante un ordenado mar azul de caligrafía ondulada. Era inconfundiblemente la letra de la profesora Agarwal. Una vez acabada la universidad, se habían escrito de vez en cuando, y Delaney le había enviado una nota al trasladarse a California para empezar a trabajar en Ol Factory, pero hacía al menos un año que Delaney no tenía noticias suyas.

—¿Es de tu profesora? —preguntó Wes.

Delaney le había hablado muy elogiosamente de Agarwal. Sus teorías y, en igual medida, su indignación eran la base de muchas de las conversaciones de Delaney y Wes: el fundamento de todos sus planes.

—Tú haz como si yo no estuviera —dijo Wes, y cerró los ojos en dirección al sol.

 

Querida Delaney:

Recibí una especie de autoactualización en la que se me anunciaba tu incorporación a El Todo. He decidido comunicarme contigo por carta para que ellos no la lean y la incluyan en alguna ficha permanente que sin duda tienen con información sobre ti.

Delaney, debo decir que estoy un poco perpleja. No es que me sorprenda que una alumna mía haya acabado trabajando allí; tengo la impresión de que la mitad de las personas de quienes he sido profesora trabajan ahora allí. Pero ¿tú? Puede que hayas sido la estudiante más tecnoescéptica a la que he dado clase. Antes de la tesis, claro está, que, como tú sabes, me sorprendió mucho.

Y eso era algo que admiraba en ti. Reflexionabas sobre las cosas. Parecías consciente de los cambios fundamentales que estaba experimentando la humanidad, de la evolución del género humano, que pasaba de ser una especie idiosincrásica con afán de independencia a ser una especie cuyo mayor deseo era encogerse y obedecer a cambio de cosas gratis.

Ahora trabajas ahí, en esa fábrica de conformismo. Soy ya mayor, así que hablaré claro. Creo que mereces algo mejor que eso. Me apena imaginarte ahí, pensar que han engullido a otro espíritu rebelde.

Márchate, por favor.

Con afecto,

 

AGARWAL

 

Delaney, con un vivo escozor en la garganta, volvió a plegar la carta. Su tristeza siempre se manifestaba así: un peso seco y apagado que la privaba de voz. Sabía que no podía contarle nada a la profesora Agarwal. Ni siquiera podía contestarle mediante una carta en papel; el riesgo era demasiado grande.

Al fin y al cabo, Agarwal era una radical, imprevisible e incluso temeraria. Delaney recordaba que su profesora organizó ella sola una protesta contra la vigilancia en el campus. Medía poco más de metro cincuenta, y con ayuda de un megáfono casi tan grande como ella habló sin alterarse, manteniendo apenas a raya el veneno que llevaba dentro. La finalidad de esa manifestación era poner en tela de juicio la utilización de cámaras por parte de la universidad en casi todos los espacios públicos del campus. Delaney se paró a escuchar a esa mujer diminuta, que explicaba a sus treinta y tantos oyentes que en el campus había mil ochocientas cámaras; que el Círculo había proporcionado esas cámaras con un importante descuento; que las imágenes registradas estaban a disposición de la policía local y eran propiedad del Círculo; que se almacenaban fuera del campus y, cabía suponer, se utilizaban de maneras no desveladas; que se coordinaban con las compras que se realizaban en el campus (no estaban permitidos los pagos en efectivo) para asegurarse de que al menos 23,2 horas del día de cada estudiante pudieran rastrearse y grabarse. Sus notas, puntuaciones y registro de asistencia se combinaban en un dosier digital fácilmente asimilable, y una cantidad sorprendente de empleados de la universidad tenía acceso a ese dosier.

«Si os están vigilando —bramaba Agarwal a través del megáfono—, ¡no sois libres! ¡Un ser humano observado no puede ser libre!». Los estudiantes pasaban apresuradamente, los auriculares instalados en las orejas.

«Con la vigilancia, como con el amianto, no existe una cantidad mínima segura», vociferaba Agarwal. Una estudiante de posgrado, de antropología, empezó a grabarla.

«¡Esta universidad no tiene derecho a grabar imágenes vuestras, en ningún sitio, en ningún momento! —suplicaba Agarwal. Ahora los estudiantes la rehuían—. Estudiantes, os ruego que despertéis».

Nadie despertó. La gran mayoría de sus alumnos había estado bajo el control de las cámaras en todas sus clases desde preescolar. Sus padres habían conocido su paradero durante todos los momentos de sus vidas, y eso nunca los había agobiado; no conocían una vida sin vigilancia.

Ahora, con la carta de Agarwal en la mano, Delaney sentía un profundo deseo de acudir a ella, de contarle sus planes, de conspirar con ella. Pero sabía que Agarwal, más partidaria de la protesta, los artículos, el apoyo a reformistas como Goleta, intentaría disuadirla. Consideraría la táctica de Delaney demencial e inviable.

Delaney miró hacia la silla de Wes y descubrió que se había ido. Abrió la puerta del Cobertizo, que, impulsada por el viento, batió contra la pared.

—¡Lo siento! —exclamó.

Encontró a Wes sentado en su cama, boquiabierto ante su tableta.

—¿Qué miras? —preguntó Delaney.

Wes volvió el dispositivo hacia ella. En la pantalla aparecía una imagen acuosa. Parecía proceder de una cámara digital montada en la cabeza, que mostraba a alguien haciendo surfing o paddleboarding.

—¿Y qué? —dijo Delaney.

—Que este es Bailey.

Delaney escrutó la pantalla y encontró una descripción debajo del vídeo. «¡Ven a surfear con Gunnar y conmigo! —decía el texto—. En Nicaragua».

—¿Sabías que estaba en Nicaragua? —preguntó Wes.

—No —contestó Delaney—. Ni siquiera sé si alguien tiene interés en su paradero.

«El sábado por la tarde —proseguía el pie del vídeo de Bailey— probaré un nuevo programa de transferencia sensorial, un software radical. Como muchos sabéis, implantamos un dispositivo en mi tálamo concebido para permitir que otros sientan lo que yo siento. En este caso, ese otro será mi hijo Gunnar, claro. Gunnar padece de parálisis cerebral, así que para él no es posible surfear en Nicaragua. Él estará en casa, en California, pero él y yo estaremos conectados, vía satélite, de modo que percibirá las sensaciones que yo perciba: el volumen de las olas debajo de mí, la velocidad cuando descienda de una cresta, posiblemente los olores y los sonidos que yo experimente. Esto podría ser una importante innovación para todos. Sin duda será interesante para Gunnar y para mí. Os esperamos. Bailey».

Delaney consultó el número de visualizaciones y vio que era < 1.000. El Todo, unos años antes, había proporcionado a quienes colgaban vídeos la opción de utilizar números redondos, para reducir la obsesión por captar seguidores de la que había adolecido ese formato desde el principio. No obstante, el símbolo «menor que» tenía un efecto trágico, ya que en cierto modo convertía en una decepción todo recuento de visualizaciones, que era siempre «menor que».

—Hay una sección de comentarios —dijo Wes—, y está casi vacía. Me parece que solo están viéndolo unas cuantas docenas de personas. Como mucho.

—¿Tienes puesto el audio? —preguntó Delaney.

—Perdona. No —respondió Wes, y activó el volumen.

De inmediato sonó la peculiar voz de Bailey. «Allá vamos, amigos míos. ¡Vaya día en el agua!».

La vista desde la cámara de Bailey era inestable. Parecía estar remando de rodillas en la tabla por aguas encrespadas, a unos doscientos metros de la costa. Se veía una playa de color caqui frente a una cinta de bosque verde y, más allá, la ladera negra de un volcán primigenio.

«Para quienes acabáis de incorporaros, llevo aquí ya unos veinte minutos —explicó Bailey, su respiración agitada—, para adelantarme a la multitud. —En este punto ofreció una panorámica del agua en dirección a la playa, donde no había un solo ser humano. Dejó escapar una mínima risa—. Y creo que he encontrado un pequeño remanso de tranquilidad. He cogido unas cuantas olas aceptables, y he zigzagueado por ellas como es mi costumbre, para esparcimiento del concurrido público de la playa».

Por encima de la playa, Delaney veía ahora un cielo amenazador, muy oscuro en los ángulos del encuadre.

«El tiempo, como veis, pronto pasará a ser poco propicio —decía Bailey—, y por tanto no hay espectadores, ni voluntarios ni involuntarios. No hay mirones, ni gente paseando perros, ni nadie rebuscando en la arena, nada. Pero nos da igual, ¿verdad, público? Sí, nos da igual. Aquí estamos explorando un nuevo territorio, y estoy impaciente por ver qué piensa Gunnar de todo esto».

—Todavía hay solo unas cuantas personas viendo el vídeo —dijo Wes—. Es raro.

«Si alguno de vosotros ha estado viéndome desde el principio —continuó Bailey—, perdonadme por repetirme. Pero lo que nos proponemos hacer es probar una nueva tecnología que permite a dos personas, separadas por una gran distancia, sentir las mismas cosas. En este caso, mientras me elevo y desciendo por el mar, esperando la ola idónea, mi hijo Gunnar está en casa, y los sensores que lleva puestos desencadenarán en él las mismas sensaciones, en esencia mediante la manipulación de su propio tálamo: también él sentirá que se eleva y desciende por el mar. He contado con el apoyo de nuestro grupo de optimización de la precisión muscular, al que quiero mandar un saludo. Con su ayuda, y la de nuestro equipo de transferencia de experiencias, el cerebro y el cuerpo de Gunnar deberían poder dar sentido a la distinta información y crear un facsímil de la experiencia. Será la primera vez que podemos compartir este deporte, para mí más bien una vocación, que me ha proporcionado un inmenso júbilo a lo largo de la vida».

—¿Ha mencionado la OPM? —preguntó Delaney—. Pensaba que eso lo habían prohibido.

La optimización de la precisión muscular era un término amplio para referirse a una nanotecnología que mejoraba —en realidad, perfeccionaba— la coordinación ojo-cerebro-músculo. Un tenista que la utilizara podía colocar la pelota en el punto exacto cien veces de cada cien. Los errores eran prácticamente imposibles.

—Se prohibió en los deportes profesionales —dijo Wes—, pero Bailey está en Nicaragua. Empiezo a entender por qué decidió hacer esta demo allí. También el implante de tálamo; aquí no es legal.

—Todavía no.

«Ahora, solo a título informativo —decía Bailey en la pantalla—, debo aclarar que si bien hemos probado esto muchas veces en el campus de El Todo, esta es la primera prueba sobre el terreno en que los sensores se usan en mar abierto. Solo puedo decir eso. Tengo la sensación de que una extraña vibración nueva para mí me recorre de la cabeza a los pies, y me resulta apasionante».

El punto de vista de la cámara cambió un poco, y bajó, acercándose al agua. «Como podéis ver, estoy descansando un segundo, porque llevo aquí ya un rato, y al fin y al cabo soy un hombre de cincuenta y siete años. Aquí hay una ligera corriente, porque el viento sopla del sur y me lleva rápidamente playa abajo. Creo que si remo un poco, saldré de la corriente, que, como es lo corriente en una corriente, me arrastra… ¿lo pilláis? Lo corriente en una corriente…».

Ahora la imagen de la cámara temblaba, el encuadre saltaba un poco a izquierda y derecha y de arriba abajo, el agua inundaba de vez en cuando la lente y luego resbalaba por su superficie.

—Está muy lejos de la playa —comentó Wes.

—¿Eso es malo? —Delaney no sabía surfear, y desconocía qué distancia se consideraba demasiado lejos.

—Bueno, puede que no tan lejos para un joven, pero está lejísimos. Una corriente como esa puede arrastrarlo casi un kilómetro en cuestión de segundos.

Y mientras miraban, oyeron remar a Bailey, pero advirtieron que la costa disminuía de tamaño a cada momento. Enseguida se convirtió en un fino trazo de color amarillo, y luego en un hilo gris casi invisible.

«Nadia, ¿puedes ver si…? —dijo Bailey. Respiraba con dificultad, sus palabras llegaban entrecortadas—. ¿Es posible, quizá, ajustar los sensores? Hay que apagar…».

Una ola pareció engullir a Bailey y su cámara. Durante largos segundos la lente permaneció bajo el agua. Por fin volvió a salir a la superficie.

«La batería… —consiguió decir Bailey—. Noto que está viniéndome una migraña atroz. ¿Nadia?».

Ahora la cámara estaba muy cerca del agua, y ladeada.

—Me parece que está tumbado en la tabla —dijo Wes.

«Stevie, tengo la sensación de que va a implosionarme la cabeza —dijo Bailey—. Creo que los sensores están reaccionando mal al agua salada. Stevie, ¿puedes desconectarlo? Mejor que hagas eso, y así podré…».

Su voz se interrumpió.

—El micrófono ha fallado —dijo Delaney.

—No, escucha —respondió Wes, y subió el volumen al máximo. Oyeron el golpeteo de las olas contra la tabla hueca. Transcurrió otro momento de silencio.

—Deberíamos avisar a alguien —dijo Delaney.

—¿Nosotros? —preguntó Wes.

El micrófono cobró vida de nuevo estruendosamente. «¡Nadia! —gruñó Bailey—. Emite un SOS. Algo va mal. Emite…».

El ángulo de la cámara se inclinó y la lente se hundió bajo el agua. Al cabo de un segundo asomaba otra vez, mostrando el cielo blanco, las olas desiguales. Luego se hundió de nuevo.

—¡Dios santo! —exclamó Wes—. ¿No van a desconectarlo o qué?

—No —dijo Delaney, y supo que era así.

El Todo nunca interrumpía una emisión, nunca retiraba ningún vídeo. Esa era su interpretación de la Primera Enmienda, y de su condición de simple conducto, sin responsabilidad sobre las publicaciones. Si uno encendía su cámara, estaba en su derecho. Si uno veía las imágenes, estaba también en su derecho. Si uno decidía dejar de verlas, allá él. El Todo nunca se entrometía.

Durante años se habían librado enconadas batallas entre El Todo y diversos gobiernos de todo el mundo, que habían protestado sin mucha convicción cuando algún matón emitía sus conquistas, cuando un asesino reproducía en streaming sus crímenes, cuando los terroristas decapitaban e incineraban a soldados e inocentes. Otras empresas cedían e intentaban adelantarse a los abusos, contrataban a miles de personas para vigilar y borrar, pero pronto esas empresas se dieron cuenta de que todo vídeo horroroso se copiaba inmediatamente docenas de veces y se difundía de cientos de maneras distintas, replicándose las muestras más deplorables tantas veces que nunca podían eliminarlas.

Cuando Mae Holland asumió el poder, puso fin a la idea de que El Todo podía o debía ser el censor del mundo. Se trataba de una era nueva, y la violencia y la muerte se retransmitirían, cruz y raya. El paso siguiente —y desde luego El Todo estaba trabajando en ello, en un centenar de frentes— era poner fin a la delincuencia y adiestrar a nuestro inconsciente y sofocar el deseo de ver esos horrores ya de buen comienzo. El problema no estaba en la oferta, decía Mae, sino en la demanda. Al fin y al cabo, uno no podía cerrar el grifo, por miedo a impedir que fluyera todo lo bueno. Las mismas cámaras que de vez en cuando se utilizaban para transmitir el mal, un millón de veces al día se utilizaban para prevenirlo, denunciarlo, obligar a los autores de los delitos a rendir cuentas. Los tirones de bolso, las infracciones en semáforos en rojo, los tiroteos de policías, la discrimi­nación racial, toda violación de los derechos humanos podía registrarse mediante una cámara, y de inmediato se llevaba a los responsables ante la justicia. La ocasional utilización indebida de la tecnología era un desafortunado efecto secundario del nuevo paradigma, pero, pensaba Mae —y la mayoría de la gente—, se trataba de un intercambio aceptable por la mayor seguridad que sentían la mayoría de los habitantes del planeta. El mundo observado, el mundo grabado, el mundo registrado, era un mundo más seguro.

Pero de pronto ocurría algo así, una muerte transmitida en streaming. En todo el mundo la gente había muerto ante la cámara decenas de miles de veces, centenares de veces al día. Muchas veces obedecía a un plan, cuando los miembros de la fa­milia se reunían virtualmente en torno a un lecho de muerte ceremonial. No obstante, por lo general, las muertes se captaban de manera fortuita: colisiones de coches, sucesos extraños, personas arrastradas por un corrimiento de barro o asesinadas a tiros desde un vehículo en movimiento. Pero algo como lo que acababan de presenciar no había ocurrido nunca: la muerte dolorosamente lenta de un ciudadano pacífico y destacado.

La cámara de Eamon Bailey continuó encendida y emitiendo durante los treinta y dos minutos que siguió respirando, y durante las siete horas y once minutos que permaneció flotando en el mar embravecido. Con un traje de neopreno diseñado para flotar, su cuerpo se había separado de la tabla de surf y había sido arrastrado a la deriva hacia el oeste, luego al norte. Aunque su posición era conocida —los sensores indicaban la ubicación—, una sucesión de aguaceros había impedido que se organizara una búsqueda eficaz.

Cuando su cadáver llegó a la orilla, la cámara siguió emitiendo imágenes desde la playa, el horizonte torcido, la arena de un color negro volcánico, las gaviotas que se acercaban de vez en cuando a inspeccionar el rostro de Bailey. A veces una ola espumosa cubría la lente, y en una ocasión el agua arrastró a un veloz cangrejo a través del encuadre, viéndose nítidamente su pinza derecha y su inquisitiva antena gracias al admirable trabajo de definición del autofoco antes de que otra ola se llevara de nuevo a la curiosa criatura.

Por fin hallaron a Bailey dos adolescentes nicaragüenses que habían estado viendo la emisión, habían reconocido la playa, cercana a sus casas, y, por una apuesta, se habían acercado a ver si el muerto en la pantalla era un muerto en la vida real.