XVI

 

 

—Una presentación impresionante —dijo un hombre a Delaney. Estaba en el campus, rodeada de hombres, y hacía lo posible por evitar que los ojos se le fueran por debajo de sus cinturones—. Me llamo Fuad —añadió ese mismo hombre, y la saludó ladeando una chistera imaginaria, gesto que Delaney creía exclusivo de Dan Faraday. Si proliferaba, ella no sobreviviría.

—Gracias —respondió Delaney, y buscó vino. Estaban en un restaurante, por una celebración, le habían dicho, y sin embargo no había vino, ni rastro de vino.

Delaney había hecho su presentación hacía dos días, y desde entonces la grabación venía reproduciéndose cada hora. En ese momento se hallaba en un nuevo restaurante en el límite del campus, en una cuarta planta, con una vista imponente de la Bahía de color gris acero. En rigor, esa era una reunión obligatoria conocida como Codearse Mucho, a la que se enviaba a totales de departamentos muy alejados entre sí para que hicieran polinización cruzada, pero en esta ocasión se había reorientado para celebrar el nacimiento de AutentiAmigo y agasajar al equipo de AutentiAmigo.

Delaney se moría de ganas de adormecer su mente, convencida de que su argucia era obvia para todos. Se maldijo; había llegado demasiado lejos. Lo que había dicho a Holstein y los demás era tan asombrosamente estúpido que todos los presentes en aquella sala, y ahora en esta fiesta, tenían que haberse dado cuenta. A cada reproducción del vídeo, era más probable que los demás advirtieran el sinsentido. Acaso fueran fervientes empleados, pero no eran tontos.

—Muy impresionante —repitió Fuad—, pero creo que puede llevarse mucho más lejos.

Delaney se tapó la boca con la mano y tosió. Si el subterfugio no acababa con ella, la mataría esa gente sincera y desquiciada. Necesitaba vino. ¿Dónde estaba el vino? Miraba alrededor como una madre que ha perdido a un niño en un centro comercial.

—¿Qué quieres que te traiga? —preguntó Fuad.

—Ah, solo… —dijo, recorriendo aún la sala con la mirada.

Se había dispuesto comida en enormes bandejas en tres mesas largas, y los totales, agrupados alrededor, hablaban y comían con las manos. No había envoltorios, ni utensilios, ni vasos ni platos. Y no había vino.

Fuad la informó de que él trabajaba en Divulgación Entre los Jóvenes. Asentía con las manos ocupadas: en la izquierda sostenía un sashimi y con la derecha sujetaba una esfera reluciente y gelatinosa. Era del tamaño de una pelota de golf, y una finísima membrana retenía el líquido en su interior.

—Pedí que me incorporaran al equipo de AutentiAmigo —dijo—. Espero que no te importe.

Se echó la esfera a la boca y, con una mínima presión de la mandíbula, la reventó y tragó el contenido. Consiguió dar la impresión de que esa acción no le representaba el menor esfuerzo.

—En absoluto —respondió Delaney.

De todos los totales a los que había conocido hasta el momento, ese era el primero al que podía calificarse justificadamente de refinado. Aunque vestía una camiseta roja sin marca alguna y un pantalón negro —no malla—, causaba el mismo efecto que un hombre con un pañuelo ascot al cuello, bastón y una copa redonda de coñac en la mano.

—Procuraré que mi aportación sea útil —dijo, y llevándose la palma de la mano al esternón, hizo una ligera reverencia con los ojos cerrados.

Fuad se echó a la boca otra esfera gelatinosa. Al entrar en el restaurante, Delaney había pensado que eran globos de agua a los que se daría algún uso lúdico al final de la fiesta. Fuad tensó la mandíbula brevemente y de su garganta surgió una especie de chistido lejano. Una gotita morada brotó de la comisura izquierda de sus labios.

—¿Has tomado alguno? —preguntó él, y tendió la mano hacia una pirámide de esferas similares. Cogió otra, esta rosa.

Delaney eligió una amarilla.

—Seguramente es de limonada —informó Fuad.

Ella se la introdujo en la boca, y la esfera, de textura viscosa, todavía intacta y redonda, se la llenó por completo. Procuró no exteriorizar desaprobación, procuró contener las náuseas.

—Ahora aprieta y se reventará —indicó él.

Delaney aplicó presión y no ocurrió nada.

—¿Un poco más, quizá? —dijo Fuad con una sonrisa de comprensión.

Ella empujó con la lengua, y la esfera se rompió. El zumo, al liberarse, le salpicó la parte posterior de los dientes, la garganta, el velo del paladar. Se atragantó, escupió, tosió. Un hilillo rebosó de su boca y le goteó en la camiseta.

—Acostumbrarse requiere un tiempo —dijo.

Delaney carraspeó y respiró entrecortadamente.

—¿Estás bien? —preguntó Fuad.

—Perfectamente —respondió ella. Buscó un vaso de agua, pero comprendió su error. Se recuperó y observó la pirámide de pequeños globos como miraría a un antiguo enemigo. Finalmente se irguió de nuevo y sonrió—. Ha sido maravilloso.

—La idea es cambiar de hábitos —explicó Fuad—. Ya sabes que en el campus no se aceptan los productos o envoltorios de un solo uso.

Delaney alzó la vista al techo.

—Claro.

—Pues Tamara Gupta llevó eso aún más lejos. ¿La conoces?

Delaney sí había leído sobre Gupta. Era una experta en la utilización del agua, y había adoptado una enérgica postura contra el uso de agua potable para fregar los platos y posteriormente contra los propios platos.

—Su libro me pareció estimulante —dijo Fuad—. Mae la trajo para hacer un estudio, y Gupta calculó que solo aquí en el campus principal utilizábamos alrededor de medio millón de litros de agua al año, y eso únicamente para lavar los platos y vasos. El dato me conmocionó. Conmocionó a todo el mundo. Así que estamos viendo cómo nos las arreglamos sin platos y cubiertos.

—Me gusta —dijo otro hombre, que alargó el brazo entre ellos para coger un tallo de apio. Tenía unas facciones afiladas, de pájaro, y una expresión de desasosiego en los ojos. Vestía una malla entera de color gris plomo con múltiples cremalleras y bolsillos, que abultaban por los diversos dispositivos que contenían y de los que asomaban antenas. Con un plátano en una mano y el tallo de apio en la otra, su actitud una mezcla de angustia y despreocupación, convirtió en un trío el dúo que formaban Delaney y Fuad—. Francis —se presentó, y levantó el mentón hacia Delaney.

Ella observó su indumentaria, recorriendo con los ojos su torso cubierto de bolsillos, sin bajar más allá de la cintura.

—¿Qué tal, Francis? —dijo Fuad con un ligerísimo asomo de recelo—. Te presento a Delaney.

Francis se comió el plátano de dos bocados y echó la piel a una gran pila de compost situada significativamente en el centro del restaurante. Delaney alcanzó a ver su huesudo trasero, realzado en licra gris, y desvió la mirada.

—Muy bien, gracias —contestó Francis. Abrió una cremallera en su antebrazo derecho y dejó a la vista un elegante teléfono, un modelo que Delaney no había visto antes—. Eres nueva, supongo. ¿Tu apellido es?

—Wells —dijo Delaney.

Él desplazó los dedos por el teléfono. Fuad y ella no tuvieron más remedio que esperar a que Francis concluyera la operación, atrapados ambos en el trágico subproducto cotidiano de la época: la necesidad de observar a un congénere pulsar una pantalla y esperar el resultado. Mientras aguardaban, Delaney sintió el intenso cosquilleo del reconocimiento. ¿No había habido una relación sexual entre Mae Holland y un tal Francis? El Francis que tenía ahora delante aparentaba al menos cuarenta años. Mae ahora debía de rondar los treinta y cinco, es decir que sí, ese podía ser el hombre en cuestión. Tal vez se debiera a la luz, pero Delaney vio unos cuantos mechones canosos en sus sienes.

En su pequeña pantalla apareció el rostro de Delaney.

—¿Delaney Wells? Me encanta. Dice que estás en rotación. —Con Delaney ante él, leyó sobre ella durante treinta segundos largos y finalmente alzó la vista—. Muy interesante. Una cabaña de troncos.

—Francis trabaja en ConPref —explicó Fuad.

—Ah —dijo Delaney, quizá con excesivo entusiasmo. Tenía ganas de conocer a alguien de Conformidad con las Preferencias, el lado más oscuro, severo y punitivo de ¿Estás Seguro? ConPref exigía lealtad a la marca y un comportamiento de consumo coherente por medio de diversos castigos y desincentivos. ConPref era la división que más deprisa crecía en el campus y, a juicio de Delaney, uno de los principales vehículos que ella podía despeñar por un acantilado.

Miró otra vez a Francis y supo que era él. Había grabado un encuentro sexual con Mae años atrás. Tuvo lugar en el campus, cuando Mae acababa de incorporarse a la empresa. El hecho desató un debate en torno a quién era el dueño de esas imágenes, y en última instancia Mae tuvo que convivir con ello; una vez en el mundo, todo vídeo, toda fotografía, todo documento pertenecía al mundo. ¿Cómo podía Mae, defensora de la transparencia radical, poner objeción alguna al hecho de colgar un momento significativo para ese hombre? Delaney estaba segura de que ese vídeo seguía colgado, accesible a todos.

—Tu presentación fue muy estimulante —dijo una nueva voz. Otro hombre se unió al grupo, este mucho mayor, de casi sesenta años, con un acento que a Delaney le pareció alemán.

—Gracias —dijo ella.

El hombre se presentó como Hans-Georg. Llevaba unas gafas sin montura ante unos ojos pequeños y claros, que en apariencia reflejaban júbilo y decepción a la vez. Tenía el pelo largo y oscuro, con mechones grises, que le caía hasta los hombros en una fabulosa melena. Vestía una sencilla camisa de franela, un vaquero holgado y unas inmaculadas zapatillas de deporte blancas. Parecía estar fuera de lugar, fuera de década, en todos los sentidos.

—También yo estoy en rotación —dijo—. ¿O es itinerancia? ¿Cuál es la palabra correcta? —Miró a Fuad en busca de ayuda.

—Cualquiera de las dos —contestó Fuad—. Aquí los dos sois anomalía. Casi os envidio, en el sentido de que veréis todos los rincones de esta empresa. Eso les pasa a pocos.

—Quizá se me conceden esos privilegios porque vengo de muy lejos —dijo Hans-Georg—. Sé que hay aquí otros alemanes, pero me parece que soy el único de Weimar. Sé que Bailey es un entusiasta de Goethe. Perdón, era un entusiasta de Goethe. Eso fue un horror. Uf.

Delaney preveía que acabaría encontrándose con algún alemán. Recientemente, según había leído, invadían el campus. Supuso que era un esfuerzo para apaciguar a los organismos reguladores alemanes; si El Todo daba trabajo a miles de alemanes allí y en el extranjero, quizá su gobierno cejara en su interminable guerra de regulación.

—Discúlpame, Delaney, pero tengo que preguntártelo —dijo Hans-Georg—. ¿Te preocupa la posibilidad de que animar a los jóvenes a pasar aún más tiempo diariamente ante sus teléfonos genere todavía más vigilancia por parte de El Todo?

—La vida que no se mide no merece la pena vivirse —intervino Francis—. Pascal.

Delaney sonrió a Francis. Estaba jactándose. La cita, o cita apócrifa, parecía algo que tenía preparado para insertar en cualquier conversación. Por lo visto, Hans-Georg advirtió también el error y optó por reír y volver a su pregunta para Delaney.

—Tan poco tiempo después de VRotTot, parece como tentar a la suerte, ¿no? —preguntó.

VRotTot había sido un proyecto piloto muy caro, con años de desarrollo, cuyo objetivo era adaptar a los niños a los efectos desorientadores de la realidad virtual equipándolos desde la primera infancia con cascos que debían llevar puestos despiertos y dormidos. Se había prometido a los padres unos coeficientes de inteligencia más altos y el probable ingreso en universidades de élite, pero los pediatras pusieron el grito en el cielo, y el programa se abandonó, cifrándose las pérdidas en miles de millones.

—Interesante —dijo Delaney para ganar tiempo. Tenía que desviar la atención hacia la comida y después escabullirse—. ¿Los habéis probado? —Señaló la pirámide de globos bebibles—. Están buenísimos.

—Yo sí —respondió Hans-Georg, y dejó escapar un suspiro a la vez que contemplaba el festín.

—¿Un exceso? —le preguntó Francis.

Hans-Georg se encogió de hombros en un gesto cordial.

—Hans-Georg se crio en la Alemania Oriental —aclaró Fuad—. Por aquel entonces no tenían tanto donde elegir.

—Sí —dijo Hans-Georg—. Recuerdo una visita a Berlín con mi tía. Eso fue después de la caída del Muro. Yo nunca había estado en el lado occidental. Recuerdo que me paré ante una panadería y me quedé mirando. ¡Había tantas cosas magníficas! Cincuenta tipos de galletas, docenas de pasteles distintos. Los más diversos cruasanes y magdalenas, y toda clase de panes. ¡Pretzels! Pretzels recubiertos de chocolate, pretzels con pasas, con canela, con sal. ¡Y mazapán! Yo nunca había visto el mazapán, aunque lo había oído mencionar en ese ballet, el de la rata con muchas cabezas… ¿Cómo lo llaman aquí?

—Cascanueces —apuntó Francis.

—¡Eso! —dijo Hans-Georg. Una expresión de alegría asomó a sus ojos—. Así que nos quedamos frente a la panadería, tan nerviosos que no nos atrevíamos a entrar. Y miré a mi tía, y lloraba.

Francis asintió con una mueca de satisfacción en los labios.

—Por eso se derribó el Muro. La gente quería la posibilidad de elegir. Quería un mercado libre.

—Disculpa —dijo Hans-Georg, y esbozó una sonrisa de cortesía a la vez que la nostalgia asomaba a sus ojos—. No lo has entendido bien. Mi tía lloraba por semejante despilfarro. Era ya al final del día cuando nos paramos frente al escaparate de la panadería, y ella sabía que toda aquella comida maravillosa se tiraría. Para ella, eso era desolador.

Hans-Georg miró el bufet como si también este simbolizara una glotonería inimaginable.

—Un exceso de opciones —dijo otro hombre. De complexión robusta, vestía un maillot de manga corta. Sus brazos eran muy musculosos y los mantenía cruzados ante el pecho como cuchillas.

—Un exceso —convino Hans-Georg—. Eso es lo que dijo mi tía. «¿Para qué necesitamos tantas cosas?».

El hombre recién llegado escuchaba a Hans-Georg pero miraba con atención a Delaney.

—Mi tía lo interpretó como una forma de corrupción occidental —continuó Hans-Georg—, un síntoma del derroche y el sinsentido. Ella había militado en el Partido, es cierto, pero no le faltaba razón. Aquello era un exceso y esto es un exceso. Disculpa, Gabriel. Estoy monopolizando a Delaney.

—Gabriel —se presentó el hombre recién llegado, y asintió. Dirigiéndose a Delaney, preguntó—: ¿ qué opinas? —La intensidad de su mirada la indujo a desviar la vista.

—¿Sobre la posibilidad de elegir? —dijo ella.

Francis abandonó la conversación, y Fuad se marchó también, aunque en una dirección decididamente distinta. Gabriel no apartaba la mirada de Delaney. No advirtió que los otros se iban.

—Sí, sobre la posibilidad de elegir —contestó Gabriel.

—Es el lastre de nuestro tiempo y el origen de casi todos los males del planeta —contestó Delaney.

Gabriel echó la cabeza atrás y adelante como un péndulo. Parecía decir: «Puede que sí, puede que no, pero bien dicho».

—¡Sí, sí! —exclamó Hans-Georg—. Exactamente. Gabriel, en sus investigaciones, ha llegado más o menos a la misma conclusión.

Hans-Georg dejó espacio a Gabriel para que se explicase, pero Gabriel guardó silencio; seguía mirando a Delaney como si fuera una persona a quien había conocido tiempo atrás e intentara identificarla.

—La principal conclusión de Gabriel —prosiguió Hans-Georg— fue que la posibilidad de elegir ha sido una de las principales causas de estrés de las últimas tres o cuatro generaciones. Los mileniales, las generaciones Y y Z… su problema no es solo el miedo a perder una oportunidad. Es la parálisis ante las opciones ilimitadas. ¿Estoy en lo cierto, señor Chu?

Delaney reconoció entonces al hombre recién llegado. Le sonaba de algo desde el principio, pero no sabía bien de qué. Ahora sí lo identificaba: el hombre impávido junto a ella era Gabriel Chu. Tenía fama mundial. Había fundado U4U.

—Eres Gabriel Chu —dijo Delaney, y él se encogió de hombros.

Esa debía de ser una táctica suya, supuso: se presentaba humildemente como Gabriel, y dejaba a su interlocutor que tomara conciencia poco a poco.

Ese hombre, como Delaney sabía, era uno de los elementos verdaderamente peligrosos de El Todo. Ramona Ortiz podía convertir todo viaje en un delito contra el planeta, pero Gabriel Chu parecía capaz de hacer picadillo mil millones de mentes. Había erradicado los test de personalidad, se había mofado de Myers-Briggs, se había reído a mandíbula batiente de Walter Clarke y Wilhelm Wundt. En cuanto a Freud, había dicho: «Su obra tiene el mismo peso intelectual que las predicciones de un astrólogo callejero». En un meme muy difundido, había dicho a los seguidores de Freud: «Vosotros anotáis en diarios vuestros sueños e historietas lascivas. Yo ya conozco el futuro de la humanidad». Aparte de eso, parecía un hombre muy sensato.

—¿Has hecho alguna vez una de sus encuestas? —preguntó Hans-Georg a Delaney.

De pronto los labios de Gabriel se tensaron; parecía interesado en conocer la respuesta.

—Claro —respondió Delaney, y el rostro de Gabriel se relajó—. Continuamente. Son adictivas.

Durante años Delaney había seguido atentamente a U4U con una mezcla de respeto y horror. Sus test de personalidad, todos presentados con títulos inofensivos y planteados como frívolos pasatiempos, eran sumamente populares. ¿Qué clase de compañero de trabajo eres? ¿Eres una persona autoritaria que no ha salido del armario? ¿Podrías ser más productivo si fueras budista? ¿Qué dice tu crema hidratante de tu capacidad para buscar la verdadera felicidad? Los test oscilaban entre dos extremos: breves y caprichosos, por un lado; enrevesados y supuestamente científicos, por otro. U4U, en un principio una aplicación independiente, fue un éxito, y sus encuestas, algunas oficiales y algunas anónimas, se compartían ampliamente, y Gabriel Chu, el fundador —con un doctorado en psicología clínica—, se convirtió en una especie de intelectual público. Sus breves charlas sobre la personalidad y la maleabilidad de esta tenían millones de espectadores y arrastraban a más usuarios a sus encuestas. En todas, la puntuación del usuario se presentaba en forma de tabla, para demostrar que era un entendido en cocina o un padre encomiable o un amante recomendable.

Cuando U4U fue adquirida por El Todo por 2.100 millones de dólares, muchos se sorprendieron, dado que las encuestas se consideraban tradicionalistas e inocuas, pero Delaney dio por supuesto lo peor y al final se demostró que tenía razón: las encuestas extraían la clase de información sobre el comportamiento que de otro modo El Todo y sus clientes solo habrían podido inferir o conjeturar. Como se realizaban por diversión, y como formulaban docenas o centenares de preguntas profundamente personales, las encuestas mostraban a los usuarios, que eran consumidores, en su versión más desprotegida. Cierta información que muchos no facilitarían en un contexto clínico, la proporcionaban voluntariamente en una encuesta que rellenaban por entretenerse.

—Durante mi período de prácticas clínicas —explicaba Gabriel ahora—, trabajé con estudiantes de alrededor de veinte años. En su mayoría universitarios. Y casi todas las personas que veíamos en el consultorio se quejaban de lo mismo: el estrés y la parálisis ante las opciones ilimitadas.

—Imaginaos —dijo Hans-Georg, su voz un susurro de asombro—. En el régimen soviético, lo único que quería la gente era más de una clase de pan. Y ahora que tenemos opciones, nos resultan opresivas.

—La gente quiere tres opciones, no sesenta —continuó Gabriel—. Y para muy diversas categorías, prefieren no tener que elegir en absoluto. Por ejemplo, constatamos que de mil encuestados solo setenta y siete querían escoger su colchón. Los demás solo querían un colchón que fuese cómodo y asequible y de una procedencia fiable. El estrés se produce al pensar que, al recibir el tuyo en casa, descubrirás que es inferior, o que has pagado demasiado, o que lo han fabricado niños en un taller ilegal.

Apareció Kiki.

—¡Estás ahí! —exclamó, señalando a Delaney. Kiki siempre sabía dónde estaba Delaney, y sin embargo siempre se sorprendía al encontrarla. Saludó con la cabeza a Gabriel y Hans-Georg—. Necesito hablar con esta chica. ¡No ha hecho el BienvenidosAMí! El tuyo fue divertido, Hans-Georg. ¿No incluía música clásica?

—En efecto —contestó él—. Debussy, sí.

La palabra «Debussy» no sonó a Kiki. Pulsó su óvalo.

—Bien —dijo por fin, y tiró de Delaney hacia la salida.

—Espero que tengamos ocasión de volver a hablar —dijo Gabriel—. A lo mejor durante tus rotaciones puedes entrar en U4U como itinerante. Los dos. —Miró a Hans-Georg y logró transmitir admirablemente que la invitación iba dirigida a ambos. Pero mantuvo la mirada en Delaney mientras esta se retiraba.

 

 

Cuando descendían a la planta baja por la escalera, Delaney se fijó en la indumentaria de Kiki. Vestía una ajustada camiseta roja con estampado de plumas. Sus leotardos emulaban la mitad inferior de una sirena: escamas, verde mar, casi fosforescente. Adornaba su mochila de hidratación una aleta dorsal, que oscilaba amenazadoramente mientras Kiki bajaba al trote por los peldaños.

—¿Pez y pluma? —dijo Kiki—. Este es uno de los nuevos diseños preferidos de ES. Me encanta. Hecho en Grecia, por exdelincuentes. Sígueme.

Delaney tomó nota mentalmente de que debía averiguar qué era ES. De pronto cayó en la cuenta de que Kiki hablaba de ¿Estás Seguro? Ya conocía ¿Estás Seguro? La versión alegre y elegante de ConPref. ¿Estás Seguro? era una presencia ubicua, la omnipotente conciencia del consumidor. Por ejemplo, cuando uno se disponía a comprar una cazadora poco respetuosa con el medio ambiente, le aparecía un cuadro de diálogo en la pantalla. «¿Estás Seguro?», preguntaba, y ofrecía una alternativa mejor.

Siguieron adelante, y Delaney, con su visión periférica, intentó verle sentido al ser mitad pez, mitad ave que avanzaba con paso enérgico junto a ella.

—Bueno, BienvenidosAMí. Ha llegado el momento —dijo Kiki—. Nos gusta que los nuevos totales piensen en alguna manera de ayudarnos a conocerlos mejor. Hemos observado que normalmente se produce un goteo lentísimo de contactos interpersonales a lo largo de uno o dos años, es decir, requiere demasiado tiempo y no es del todo adecuado. Hemos descubierto, gracias a la obra de la doctora Chanapai… ¿La conoces?

Delaney, considerando que Kiki preferiría ser la única entre ellas dos que conocía la obra de la doctora Chanapai, respondió que no.

—Verás, la doctora Chanapai explica que los recién llegados a cualquier cultura deben celebrar inmediatamente su llegada, y celebrar la cultura que traen a esta nueva segunda cultura. Así que pedimos a los recién llegados que se celebren a sí mismos. Quizá puedas compartir un plato culturalmente significativo, o si tienes talento, puedes cantar o interpretar algo en un miniconcierto. Hay quienes han hecho karaoke, las cosas más diversas. Un hombre de Indiana presentó un minilaberinto de maíz, aunque en ese caso hubo algunas quejas. Tú eres de Idaho. ¿Hay allí laberintos de maíz?

El óvalo de Delaney vibró, pese a que no lo tenía en modo vibración. Bajó la vista. «Saludos —decía el mensaje. Era de Francis—. A fin de mejorar mis interacciones con totales —había escrito—, pido a las personas que acabo de conocer que respondan a unas cuantas preguntas para valorar mis aptitudes interpersonales». Delaney deslizó la pantalla. Eran 32 preguntas. «1. ¿Me consideras accesible? 2. ¿He mantenido un contacto visual adecuado?». En cada pregunta, incluía cinco emojis entre los que elegir, desde un demonio con colmillos hasta un ángel risueño.

—¿Delaney? —preguntó Kiki.

Delaney alzó la vista.

—Perdona. ¿Laberintos de maíz? No que yo sepa.

Ahora Kiki consultaba también su teléfono. Su expresión de desánimo se intensificó a cada línea de texto. Finalmente alzó la vista.

—¿Estás bien? —preguntó Delaney.

—No pasa nada —dijo Kiki con los labios trémulos—. Acabo de recibir todo un samarojo. Yo salía en una foto antigua cerca de un hombre que acaba de ser condenado por agresión, por un montón de agresiones. Y supongo que eso se colgó ayer, y yo no lo sabía. No me explico cómo es que no lo sabía. Debería haberlo sabido. El caso es que han pasado veinticuatro horas y no lo he denunciado ni he explicado por qué salía yo en esa foto.

Sonó otro aviso en su teléfono.

—Han encontrado un mensaje de texto mío recibido por él. ¡No recuerdo a ese individuo! Hace dieciocho años. ¿Por qué le envié un mensaje de texto?

—¿Qué dice?

—«Hola, Paul. Aquí Kiki».

—Dudo que debas preocuparte por eso —dijo Delaney.

—No me preocupo. Bueno, o sea, es que llega en un mal momento. Mi Cómputo Total de Vergüenza no está donde debiera. Procuro ser buena persona, pero salen estas cosas y… —Se sorbió la nariz y se pasó las manos por la cara.

Delaney miró a Kiki y tuvo la sensación de que lo mejor que podría hacer sería rodearla con el brazo y huir con ella.

—Lo siento —dijo Kiki a la vez que se erguía y se enjugaba los ojos—. Tenemos que ocuparnos de tus asuntos. BienvenidosAMí. Sin laberintos de maíz.

—No, no lo creo —contestó Delaney.

El óvalo de Kiki sonó.

—¡Hola, Nino! No. Mamá no está llorando…

Delaney apartó la vista, para dejar a Kiki cierta intimidad, y su mirada se posó en un par de hombres con prendas de licra desde los tobillos hasta los hombros. Sin embargo las suyas eran en cierto modo más finas que las que había visto hasta entonces; eran casi transparentes. En uno de ellos, veía manchas oscuras allí donde debajo proliferaba el vello.

Kiki estaba ya de vuelta.

—Bien, quizá otra cosa, pues —dijo—. Quizá algo relacionado con los guardas forestales. ¿Relacionado con una actividad al aire libre pero que no dé miedo como los laberintos de maíz? —preguntó. Su rostro se tensó por un momento, como si se representara la suciedad y el caos del mundo natural—. ¿O quizá en el recinto de El Todo pero sobre las actividades al aire libre? Puedes enseñar fotos. Una vez alguien puso «Moana». Creo que esa persona era de Fiyi, así que…

—Me lo pensaré —contestó Delaney.

—Y no tiene por qué ser para un público muy numeroso. Para unas cuarenta personas, tal vez. Esa es ya una muestra representativa. Y esas cuarenta personas pueden difundir la idea de todo lo que tú aportas al campus.

—Ya se me ocurrirá algo —dijo Delaney.

—El hecho es que estamos encantados de tenerte aquí —aseguró Kiki—. Yo sobre todo. Sabes escuchar, y no juzgas a los demás.

Delaney se sintió fatal. No había hecho más que juzgar, y en especial a Kiki, quien, no le cabía duda, estaba al borde del ataque de nervios.

—Hagas lo que hagas será perfecto —afirmó Kiki.

Delaney sonrió, consciente de que eso no podía ser verdad en modo alguno.