XXIII

 

 

—Yo iba en tu Autobús del Infierno —informó Joan—. ¿Joan Pham? ¿No me investigaste previamente? Dios mío. Eres peor de lo que pensaba.

Joan, delgada y flexible, tenía cerca de treinta años y habitaba un maillot entero blanco sin puntos de acceso visibles. Antes de que Delaney hablara, Joan examinó la cámara corporal de Delaney y esbozó una sonrisa al ver que la tenía apagada. Delaney recorrió con la mirada el cuerpo de Joan en busca de dispositivos de grabación y, al no encontrar ninguno —como tampoco bolsillos, cremalleras o costuras—, en un exceso de cautela, alzó la vista hacia las ramas del manzano, como había hecho antes Hans-Georg.

—No hay problema —dijo Joan—. Conozco los lugares del campus donde es posible la franqueza. Y en todo caso yo soy especial. Dispongo, digamos, de ciertas licencias. Por cierto, ¿te apetece dar un paseo? ¿Has estado ya en la pista de atletismo? —Señaló una línea rosa curva a lo lejos.

Delaney la observó mientras la seguía. Joan Pham atravesó el campus, saludando con la cabeza de vez en cuando a un total, sin aflojar en ningún momento su grácil paso. Era el ser humano con más aplomo y naturalidad que Delaney había conocido o visto en el campus.

—Aún no te has acostumbrado del todo a la ropa de aquí —señaló Joan—. ¿Los superhéroes sexis? Más allá podremos hablar tranquilamente. —Alzó el mentón hacia la pista, a unos cien metros de distancia.

Construida un año antes, la pista circundaba el campus, ciñéndose a la reja de hierro forjado de unos cuatro metros de altura —con florituras art déco pero no por ello menos imponente— que separaba el recinto de El Todo del camino perimetral de la Isla del Tesoro. La pista tuvo una extraordinaria acogida, y en menos de seis semanas se amplió para acomodar a los que paseaban a pie, los ciclistas y los que iban en patinete. Al final, fue necesario fijar normas y prohibir los vehículos de motor, por miedo a que en la pista se alcanzaran velocidades consideradas peligrosas.

Como con todas las cosas buenas, surgieron nuevos problemas. Por el hecho de que ahora rondaban cerca de la reja exterior muchos totales, las personas ajenas a la empresa consideraban oportuno pasearse alrededor, o quedarse sentadas, o sacar fotos de los totales, y a menudo hablar con ellos, y entregarles notas, y pedirles consejo sobre la manera de abandonar empleos al otro lado de la reja para iniciar carreras profesionales dentro. Se plantó nueva vegetación, principalmente bambú de rápido crecimiento, y al cabo de unos meses dio la impresión de que los problemas se habían resuelto, solo para acabar convirtiéndose en una nueva complicación imprevista. Como el bambú era denso, resultó ser una protección extraordinariamente eficaz contra el viento, y proporcionó una sombra muy necesaria.

Pronto muchos centenares de personas que vivían en tiendas y chabolas bajo las autovías cercanas consideraron que la barrera exterior de la empresa era mucho más segura, limpia y cálida. En cuestión de semanas, cientos de seres humanos vivían allí, alojados en un irregular anillo de tiendas de campaña entre el mar encrespado y en ascenso de la Bahía y el campus de El Todo, a modo de crudo recordatorio de lo que ocurre cuando una sociedad dispone de una red de seguridad precaria y ningún plan para aquellos que caen a través de ella… y, más al caso, lo que ocurre cuando las empresas más grandes del Estado y la nación y el mundo encuentran de algún modo formas para eludir el pago de impuestos.

Cuando el tema salió a relucir —en las redes sociales, porque naturalmente no había medios informativos—, Mae Holland estuvo brillante. «Estos humanos merecen nuestro respeto, y merecen una vida digna. Estamos colaborando con las administraciones estatal y municipal en busca de soluciones duraderas y a largo plazo para ellos».

—¿Así que no tenías ni idea de quiénes irían a tu Bienveni­dosAMí? —preguntó Joan.

—Tenía los nombres. Supongo que podría haber consultado los datos de todos, pero antes de la excursión hubo tantas preguntas, tantas preocupaciones… —Delaney se sintió como una tonta.

—En realidad, fueron a la excursión algunas personas interesantes —continuó Joan—. ¿Sabes cuando consultas un vuelo por internet, y sales de la web, y luego, cuando vuelves a entrar en ese mismo vuelo, el coste del pasaje ha aumentado quinientos dólares? Pues el tío que escribió ese código viajaba en tu autobús. Y también la creadora de Weighty.

Delaney conocía Weighty. Era una aplicación que podía determinar el peso de cualquiera utilizando una foto o una imagen en movimiento.

—¿Cuál es tu impresión? —preguntó Joan.

—¿Sobre Weighty? Es estupenda —contestó Delaney.

—Sobre Weighty no. Weighty es una pesadilla, y tú lo sabes. Hablo del viaje en autobús.

—Mi impresión fue… ¿buena? —dijo Delaney.

Joan se detuvo.

—Eres una puñetera mentirosa —acusó.

Joan era totalmente espontánea, irreflexiva. En los ojos de todas las demás personas que Delaney había conocido en el campus se percibía la leve vibración del miedo: miedo a ofender, a cometer pequeños deslices, a que sus palabras se interpretaran mal y eso los llevara rápidamente a la ruina. El temblor de sus pupilas revelaba que nunca estaban tranquilos. En cambio la mirada de Joan no vacilaba. Delaney lo advirtió con la fuerza de una revelación.

—Me dolió mucho —admitió Delaney, y cayó en la cuenta de que esa era la primera vez que lo reconocía. Aquello la había desconcertado, y enfurecido, y había considerado el comportamiento de los expedicionarios indefendible y delirante, pero hasta ese momento no había tomado conciencia de lo mucho que la había afectado. Con elástico andar, Joan apretó el paso, y Delaney se alegró. Algo en la velocidad de ese paseo, el esfuerzo y la distracción que representaba, el caos de bajo nivel de moverse y sudar, le hizo más llevadero oírse hablar de sus propios fracasos.

—Sé que trabajaste mucho para prepararlo —dijo Joan—. Pero, en primer lugar, había demasiados elementos desconocidos. Tu lista de material era incompleta. Eso ya lo sabes. Y, más importante aún, no previniste a esa gente de lo que debía esperar.

Cuando Delaney, en tono de protesta, afirmó que lo había explicado lo mejor posible, mediante lo que al final era una guía de varias páginas con dos docenas de enlaces, Joan movió la cabeza en un gesto de negación.

—No. No me refiero a enviar esquemas y enlaces. Me refiero a explicar, paso a paso, con diagramas y fotos y vídeos, qué se haría exactamente, y cuándo, y qué se diría, y quién, durante todo el acto. La gente no lee un artículo si no se le dice cuántos minutos requiere exactamente. Por descontado, no quieren ir a una excursión si no se les explica antes cómo va a ser hasta el último segundo. Quieren información sólida. Certidumbre, de principio a fin. Hablamos de personas que desean conocer la fecha de su muerte.

—Pero a diario en el trabajo no se les indica…

—En el trabajo. —Joan se detuvo y miró alrededor—. En el trabajo. Esa es la clave. En el campus, esas personas saben que sus días han sido organizados. Sus OwnSelf estructuran hasta su último minuto. En esta isla, saben que la gente con la que se encuentran ha sido verificada y que hablará correctamente, que la comida que reciben ha sido elegida teniendo en cuenta todas las sensibilidades. Saben que no aparecerá un guarda ignorante y, sin previo aviso, empezará a hablar de unas madres mamíferas que abandonan a sus crías. Delaney, en la Isla del Tesoro no pasa nada de eso. Esas cosas se quedan al otro lado de la verja, tal como las cestas con regalos de plástico y la ironía.

—Sí. Tienes razón.

—Esto, El Todo, es un ecosistema cerrado, y un ecosistema cerrado reacciona con recelo, o incluso con hostilidad, ante cualquier cosa que pueda alterar ese equilibrio.

Eso Delaney ya lo sabía.

—Por otra parte —prosiguió Joan—, tenías otros dos factores en contra. En primer lugar, por la razón que sea, se seleccionó a los asistentes de una manera extraña. Procedían de los más diversos departamentos del campus, sí, pero todos vivían en el campus, y todos habían expresado interés en los animales y en el bienestar de los animales. Los algoritmos consideraron que ese era un buen material al que recurrir. Pero el hecho fue que tus pasajeros eran unos entusiastas de los animales excepcionalmente sensibles, con esa actitud remota e instintivamente temerosa propia de las personas que viven detrás de paredes. Por tanto, esa era una muestra del personal de El Todo en extremo sensible… sensible y, si se me permite decirlo, un poco más propensa al victimismo que el empleado medio de aquí.

El sendero las había llevado al campo de minigolf. Estaba de bote en bote. Pararon a mirar.

—¿Ves? Algo así tendrías que haber organizado para tu BienvenidosAMí —dijo Joan, señalando a una joven que empujaba una pelota blanca con ligeros golpes ante un molino de viento—. Sencillo y ya probado. El tuyo fue el acto más arriesgado desde el de aquel tío que se los llevó a todos a Modesto a jugar a los bolos y comer alitas de pollo. Otro desastre. Sigue andando.

Delaney tuvo que correr para alcanzarla.

—Luego, cuando pasa algo así, montan esas sesiones de Regreso y Restauración —explicó Joan—. Es una mezcla entre una vista judicial y terapia en grupo. Tiene algo de prueba de confianza, de sanación por medio de cristales, e incluso de justicia restaurativa real. Ya se han reunido tres veces por tu BienvenidosAMí.

Delaney sintió náuseas.

—¿Quiénes se han reunido? ¿Todos los del autobús?

Todos no —aclaró Joan—. Dos se sentían aún un poco frágiles y no han podido afrontarlo. Así que solo unas cuarenta personas. Yo fui a las primeras, y debo decir que todo habría ido mucho peor si yo no los hubiera encauzado hacia cierto equilibrio. Ya sabes cómo se disparan estas cosas. Todo el que se levanta a hablar tiene que mostrarse más dolido e indignado que el anterior. La desescalada no se lleva en esos contextos.

Delaney deseó saltar por encima de la reja y arrojarse a la Bahía.

—Perdona por ser la portadora de la noticia —dijo Joan—. Pero escucha. Mejorará, y pronto. Te llevaré al sumario. Ya han dejado un hueco en tu agenda. Consulté tu HelpMe. Me impresiona que te hayas resistido a OwnSelf.

—Un momento. ¿El sumario?

—Es mañana por la mañana. Quedemos delante del Teatro de Ramnusia. Presentarán sus constataciones, sus conclusiones, lo que todo el mundo ha averiguado. No hay tanto nivel de confrontación como pueda parecer. Se encargará ese tal Syl, y seguramente Syl es tu mejor opción. Tiene miedo de su propia sombra. Me perdí la última reunión, pero creo que estaban saliendo ideas muy interesantes de todo ello. La semana que viene hacen también una presentación en Tal Vez Soñar, lo cual, creo, te conviene. Eso significa que han llegado al punto de extraer algo positivo de tu experiencia. Mierda, te tiembla el labio. ¿Eso suele pasarte?

—Estoy bien —respondió Delaney. No quería que una cosa tan intrascendente, una excursión a la playa, la afectara de esa forma. Las batallas más importantes estaban por venir.

—Sé que te he echado encima una gran presión —dijo Joan. Sujetó a Delaney por el hombro y le dio un fuerte apretón—. Lo siento. ¿Me he pasado?

Delaney le agradeció enormemente ese sencillo gesto. ¿Cuándo la había tocado alguien por última vez? No se acordaba.

Mientras caminaban, estaban tan absortas que, sin darse cuenta, estuvieron a punto de chocar con una aglomeración de gente, en cuyo centro se hallaba Stenton. Por lo visto, estaban enseñándole un nuevo huerto ecológico en el campus.

—Se me hace muy extraño tenerlo aquí —comentó Joan—. Da una sensación como de padre divorciado, ¿no crees? —Se detuvieron a mirar desde lejos—. ¿Ves lo que yo veo?

Stenton, vestido con su habitual uniforme —pantalón caqui y camisa de rayas grises—, miraba alrededor como un gatito atrapado en medio de una estampida. Era la ropa. Alrededor de él, jóvenes totales envueltos en licra cavaban, extendían los brazos, se agachaban y hacían demostraciones, y Stenton no sabía a dónde mirar. Por cada hortaliza, había media docena de partes corporales protuberantes que se esforzaba en no ver. Daba la impresión de que hubiera decidido no mirar a nadie hiciera lo que hiciera, así que se pasaba todo el tiempo mirando al cielo, sonriendo y, de vez en cuando, posando la vista en la frente de alguien.

—Se está ahogando en pollas —comentó Joan—. ¡Qué gracia!

En la periferia del grupo, Delaney vio un rostro familiar, que miraba atentamente a Stenton, como si estudiara una nueva especie. Era Gabriel Chu, que contemplaba la pugna de Stenton con visible fruición.