XXV

 

 

—Quiero basarme en la brillante presentación que hizo el otro día Ramona Ortiz sobre Para+Mïra —dijo Syl.

La sala donde se desarrollaba Tal Vez Soñar estaba llena. Delaney se había sentado en la quinta fila, muy a la izquierda, como si esperara pasar inadvertida pero no quisiera dar una imagen distante o desinteresada. Reservó un asiento para Joan, que llegó al atenuarse las luces.

—Buen sitio —dijo Joan—. Esto irá a la perfección. ¿Te encuentras bien?

—El murmullo es enorme —respondió Delaney, y se preguntó cómo había formado su mente esas palabras.

—El murmullo es enorme, mmm —repitió Joan, y ocupó su asiento. Se volvió hacia la persona que tenía al lado, un joven total con un casco de pelo negro—. El murmullo es enorme —le dijo Joan.

—Ya vale —atajó Delaney—. Ahora para.

—¿Cómo? —preguntó Joan—. Solo digo que el murmullo es enorme.

—No más.

—Es solo lo que he oído sobre el murmullo. Y que es enorme.

Delaney ya había urdido su plan. Había enviado un mensaje a todo el campus encomiando la brillantez radical de Syl. Y cada vez que en el campus se advertía un amago de nueva idea, todos los totales tomaban nota, con la esperanza de ver cómo sonaban las nuevas ideas, qué palabras se utilizaban para describirlas, cómo vestía la persona que había concebido la nueva idea y cómo utilizaba sus manos y sus pies, y por cierto, ¿eran útiles los podios de plexiglás?

Syl vestía un sencillo kilt azul celeste sobre un maillot azul grisáceo algo más oscuro, realzado por lo que parecían unas hombreras y un cinturón de trabajo. En torno al cuello se había atado audaz, temerariamente, un pañuelo a lo Che Guevara de color amarillo mostaza. Era como si la atención y la responsabilidad fueran su agua y su sol, que contribuían a su pleno florecimiento.

—Ramona habló con gran elocuencia sobre los daños que causamos al mundo cuando viajamos excesivamente —dijo—, y le doy las gracias por reestructurar nuestro pensamiento en torno a los desplazamientos innecesarios de un lado a otro del mundo.

El público asintió, ya que Ramona había pasado a ser una leyenda y miembro de la Banda de los 40. En ese momento Delaney vio a Wes. Ocupaba un asiento en la primera fila. Nunca lo había visto en la primera fila de nada.

Syl dirigió sus ojos de párpados caídos hacia el público, que prácticamente se agachó para esquivar su mirada.

—Pero debemos pensar también en los daños que causamos a diario, durante excursiones mucho más cortas, y en apariencia más inocuas.

«Y allá vamos», pensó Delaney.

—Como algunos sabéis, un grupo de totales hicimos una especie de viaje de estudio —pronunció esas palabras como si dijera «ácido cólico»—, y en ese viaje aprendimos mucho, y después reflexionamos mucho, y hablamos mucho, y finalmente sintetizamos nuestras conclusiones en lo que consideramos un plan de acción revolucionario que tal vez pueda salvar el planeta, las especies en peligro de extinción del mundo, y quizá también la humanidad.

Unas lágrimas de júbilo empañaron los ojos de Delaney.

—En primer lugar —prosiguió Syl—, aceptemos todo lo que Ramona propuso como una verdad innegable. Los viajes aéreos opcionales son inmorales e infligen violencia a la Tierra. Eso no puede negarse.

La sala se sumió en el silencio, causado, supuso Delaney, por el asombro ante un principio que nunca podría volver a rebatirse.

—Pero el impacto humano tiene dos caras. Está nuestro impacto en el medio ambiente cada vez que salimos de casa y está el impacto que tienen esas excursiones en nuestra propia psique. Los dos representan un riesgo significativo, y los dos son evitables. Nuestro grupo concibió un término para estos fenómenos, y la sensación que nos producen.

En la pantalla aparecieron las palabras «Ansiedad de Impacto» en gruesas letras blancas sobre un amenazador fondo rojo.

—Todos la hemos experimentado —afirmó Syl—. Cada vez que viajáis a la ciudad en un vehículo compartido para ir a un restaurante nuevo, estáis cometiendo incontables crímenes contra una víctima exhausta: nuestro mundo natural.

»Luego está el propio restaurante —prosiguió Syl—, que se convierte en un imán de interminables viajes innecesarios en coche y otros medios. ¡Luego está la comida! ¿Cuántos animales murieron para esa velada en el nuevo asador de moda? ¿Cuántas hectáreas de la Amazonia se quemaron para crear pastos destinados a las croquetas de ternera que os proporcionaron un momento de placer fugaz? ¿Qué cantidad de pesticida se ha vertido sobre los trigales que hacen posibles vuestros absurdos bastoncitos de pan?

Hizo un alto para mayor efecto. El efecto fue considerable.

—Además, naturalmente, somos cómplices de la irresponsable explotación a la que el restaurante somete a los plataneros guatemaltecos, por ejemplo. Plátanoskam, por supuesto, nos ayudó a tomar conciencia de eso. ¿Y los niños senegaleses enviados a extraer chocolate para vuestro tiramisú? El hecho es que cada vez que salimos del campus nos arriesgamos a dar apoyo a prácticas explotadoras, extractivas, retrógradas e inherentemente violentas. Aquí podemos analizar lo que traemos al campus, y lo que usamos y consumimos. Ahí fuera es mucho más difícil, por no decir imposible.

Buena parte del público reaccionó con gestos de asentimiento.

—Desde Para+Mïra, sabemos que debemos buscar alternativas a todos esos viajes en avión y coche, e incluso en autobús y tren. Al subir a ese coche o autobús, por ejemplo, estáis apoyando una industria del automóvil que ha extraído, y sigue extrayendo, incalculables recursos de la Tierra. Minerales metálicos, caucho, aluminio, bitomio. Al fin y al cabo, esos vehículos no se hacen de bambú. Son máquinas que conllevan una intensa explotación y, por su propia existencia, son símbolos de la agresión de la humanidad contra su madre.

Syl cerró los ojos para mayor efecto. Delaney, temiendo que estuviera pasándose de la raya, miró alrededor por un momento y vio a un público arrobado e incondicional. Syl abrió los ojos repentinamente, como si acabara de recibir nuevas señales de un planeta más compasivo.

—El fin de semana pasado nos brinda un ejemplo perfecto —dijo—. Una de nuestras compañeras de El Todo, una excelente persona, dicho sea de paso —en este punto buscó en vano a Delaney entre los asistentes antes de proseguir—, tuvo la idea, en apariencia inocente, de llevar a un grupo de nosotros a Point Reyes para que viéramos los elefantes marinos que allí se congregan. Nuestro grupo de expedicionarios pensó que éramos viajeros inocuos a bordo de un autobús alimentado por energía solar y, por tanto, incapaz de causar el menor daño, pero descubrimos que no era así. En primer lugar, el servicio de cáterin para dicho viaje no se había investigado debidamente, y eso nos convirtió en cómplices de los delitos de odio pasivos, pero no por ello menos graves, contra el pueblo palestino, durante tanto tiempo oprimido, y de eso nunca seremos plenamente absueltos.

Hizo una pausa, volvió a cerrar los ojos por un momento elocuente y siguió adelante.

—En segundo lugar, ese día una hermosa criatura murió bajo las ruedas de nuestra vanidad. Sin duda ya estaréis enterados de eso. Esa criatura, a quien pusimos el nombre de Atenea, fue asesinada por nuestra desesperada necesidad de ir, de llegar a algún sitio, de estar en otra parte. —Escupió los predicados como epítetos—. Queríamos pisar la arena. Queríamos ver los elefantes marinos con nuestros propios ojos. Esos animales, debo añadir, no nos habían invitado a su hábitat. Cogimos una máquina descomunal, quince toneladas de privilegio injustificado, e invadimos el territorio natural de esas focas. Lo hicimos con la violencia, la brutalidad y el narcisismo de un ejército conquistador. Y después, de regreso a casa, embestimos a un animal inocente llamado Atenea y lo relegamos al olvido.

Para ilustrar este punto, Syl había encontrado una fotografía de una oveja con un inquietante parecido a la que habían matado, aunque esta otra estaba viva y sana y se habría dicho que era capaz de rumiar intelectualmente.

—Hemos llegado a la conclusión —continuó— de que un viaje como el que hicimos es moralmente incorrecto e imposible de justificar. Si nos hubiésemos privado de ese viaje, habríamos aliviado nuestra Ansiedad de Impacto. Nos habríamos quedado ese fin de semana aquí, en el campus, y de esa manera no nos habríamos arriesgado a los casi inevitables daños a los que nos arriesgamos al abandonar temerariamente nuestras casas y salir al mundo.

En la sala se percibió una vibración, un afán de algarada. Daba la impresión de que el público allí reunido estaba dispuesto a la revolución, una revolución encabezada por un humano muy pasivo y temeroso.

—Todo estuvo mal —dijo Syl—. Aquel día no fuimos mejores que Custer o Colón. No deberíamos haber estado allí, y punto. Ningún humano debería haber podido llegar allí, cruz y raya.

Los aplausos hicieron temblar la sala. Syl, que no estaba acostumbrado a esa clase de aprobación pública, pareció asustar­se por el ruido. Al final, las palmas remitieron y Syl relajó los hombros.

—Bien. ¿Qué podemos aprender y poner en práctica a una escala mayor? —preguntó Syl—. Empecemos por la autovía, la carretera que facilitó esta destrucción incívica.

Con miradas de inquina, los espectadores contemplaron la pantalla, que mostró una panorámica a ojo de dron en tiempo real de una autovía de ocho carriles.

—Los humanos cometieron un error garrafal al construir la autovía —dijo Syl en un tono apesadumbrado y pensativo. Se miraba los pies, como si él mismo hubiese inventado la carretera y ahora se arrepintiese—. Ahora es demasiado fácil recorrer grandes distancias para ir a nuestros trabajos, hacer nuestros recados y disfrutar de nuestro autoengrandecimiento turístico —continuó—. Hoy día un humano de un país industrializado viaja, por término medio, cincuenta y un kilómetros para desplazarse al trabajo. Otros diez kilómetros, ida y vuelta, para hacer la compra. Quizá otros diez kilómetros para llevar a los niños al colegio. Nuestra vida y nuestro trabajo y nuestras exploraciones se han expandido irracionalmente, lo que ha llevado a la utilización excesiva del automóvil y el autobús, lo que ha llevado al cambio climático, el aumento del nivel del mar y posiblemente el desmoronamiento de la civilización y el fin de la especie. ¡Pero!

Se oyeron risas nerviosas entre los asistentes. Syl sonrió.

—Aquí en El Todo tenemos la oportunidad, al menos, de dar ejemplo. ¿Cuántos de vosotros os desplazáis para venir al trabajo? —preguntó.

Más o menos la mitad de los presentes levantaron la mano.

—No preguntaré cuántos de vosotros venís al trabajo en vuestros propios coches… no querría que asumierais esa clase de oprobio social. Pero ¿cuántos tomáis un autobús de El Todo?

El mismo número de manos que se habían levantado antes, con unas cuantas excepciones, volvieron a alzarse.

—Esos autobuses son desde luego espaciosos, lujosos y prácticos. En su mayoría son eléctricos. Pero deberían suprimirse.

Se oyeron aplausos dispersos. Syl extendió el dedo para pedir paciencia. Había más.

—«¿Y los trenes?», os preguntaréis —continuó. Detrás de él, la foto de un tren de cercanías corriente se había trucado a fin de que pareciese descomunal y destructivo para el mundo—. Bien, nuestros trenes no están libres de pecado. No se alimentan de energía solar, ni de nuestro sentido de la autocomplacencia. También en su fabricación se consume muchísima energía, y en el mejor de los casos consumen grandes cantidades de electricidad, que, al menos en este país, a menudo procede aún de los combustibles fósiles, el gas natural en particular, que es finito y que se extrae de debajo de nuestros pies con un considerable riesgo para nuestra integridad tectónica. Los trenes no deberían existir.

Delaney observó los rostros de los ciento y pico totales allí presentes. Esperanzada, aguardó las tres oleadas de reacción, y se produjeron exactamente en el orden que le convenía. La primera fue de repulsión, de rechazo, dado que se les planteaba una idea que amenazaba su manera de hacer las cosas, una idea que era incluso un poco cruel en su evaluación. La segunda oleada fue el reconocimiento de que ellos, como totales dedicados a la eterna innovación y la superación de todo límite, no podían, ni en ese momento ni nunca, rechazar una idea nueva, por absurda que fuese. La tercera oleada consistió en serios gestos de asentimiento que transmitían el reconocimiento de la anomalía y la aberración expuestas y la reafirmación de que jamás se interpondrían en el camino del progreso, y cualquier idea nueva era inherentemente progresista. Complacida al ver que las tres oleadas habían desfilado por los ojos y las mentes de los reunidos, Delaney volvió a centrar la atención en Syl.

—Conocemos la verdad —dijo—. Solo tenemos que manifestarla y actuar en consonancia. La verdad es que deberíamos vivir más cerca de nuestros trabajos para que no fuera necesario desplazarse, y punto. Deberíamos o bien trabajar donde vivimos, o bien vivir donde trabajamos.

Syl dejó que eso se asimilara, y Delaney observó los rostros de los totales mientras evaluaban qué representaría abandonar sus casas y apartamentos en Noe Valley y los montes Oakland y en medio de la frondosa sombra de Atherton. Tomando conciencia de que eran incapaces de oponerse a esa idea, una idea inherentemente virtuosa, aplaudieron y, para no ser menos que sus vecinos, rivalizaron en sus muestras de entusiasmo por cambiar todo aquello que conocían. Delaney habría asegurado que incluso llego a oír exclamar a alguien: «¡Eso, eso!».

Cuando remitió el clamor, Syl abordó sin mayor problema la conclusión.

—Propongo —dijo, adquiriendo su voz fuerza y potencia— un plan de cinco años que conlleve la construcción de diez mil unidades TodosEn más en el campus —en la pantalla apareció una burda animación de edificios de seis pisos elevándose como vegetación en crecimiento en un vídeo en stop-motion— y que, hasta entonces, se establezca un programa de estímulos y sanciones, por el cual aquellos que se desplacen a costa del planeta sean desincentivados y aquellos que se desplacen a pie o en bicicleta sean recompensados. Eso se aplicaría a todos los recados, viajes y excursiones. Vuestros kilómetros se registrarían, se calcularían y se incluirían en el cómputo de vuestra huella de carbono personal.

Huella de carbono personal: también eso se lo había proporcionado Delaney. Esperaba que a Wes no le importara.

—Lo pondríamos todo en marcha aquí en el campus —prosiguió Syl— con la esperanza de difundirlo a nivel mundial en los próximos años. Y nuestro propósito es no solo incidir positivamente en el planeta, sino además aumentar de manera notable nuestro bienestar. ¿Os estresa vuestro impacto diario en el medio ambiente? Quedaos donde estáis. ¿Os preocupa asustar a elefantes marinos y matar ovejas? Quedaos donde estáis. ¿Os inquieta usar gasolina, coches, carreteras, trenes y acero? Quedaos donde estáis.

Los presentes en la sala prorrumpieron de nuevo en aplausos. Delaney no podía alegrarse más por él, y por la perspectiva de ver a El Todo tratar de vender la idea de no volver a salir nunca de casa. Si eso no convencía al mundo de que el campus de El Todo no solo estaba loco por acumular poder sino que además desvariaba de verdad, nada lo conseguiría.

Se sugirieron muchos nombres para el programa de Syl, pero cuando alguien dijo a voz en grito las palabras Quedaos Quietos, y otra persona —¿fue Shireen?, ¡sí, fue ella!— propuso eliminar el espacio entre esas dos palabras (QuedaosQuietos), y alguien más propuso QuedåosQuietos —para reflejar mejor el aura nórdica de Para+Mïra—, y alguien más señaló que si nuestro objetivo era utilizar menos recursos, ¿no tendríamos que usar también menos letras, en particular vocales? Finalmente se acordó la opción QedaosQïetos, y todos acabaron muy satisfechos.